Apuntes sobre el legado del Cardenal Jaime Ortega

» El fin de una etapa

En la mañana del 26 de julio de 2019, murió el cardenal Jaime Ortega Alamino, arzobispo emérito de San Cristóbal de La Habana. Su tránsito a la Casa del Padre ocurrió apaciblemente, acompañado por quienes lo habían atendido y cuidado solícitamente durante los pocos meses que duró la etapa terminal de su enfermedad. Desde que el papa Francisco aceptara en abril de 2016 —cuatro años y medio después que la presentara—, su renuncia como arzobispo de La Habana, el Cardenal residía en el Centro Cultural Padre Félix Varela, fundado por él en el edificio que antaño ocupara el Seminario de San Carlos y San Ambrosio.

Cuando este número de Espacio Laical vea la luz, ya se habrán publicado no pocos artículos sobre el cardenal Ortega y su episcopado de casi 35 años, uno de los más prolongados y fecundos de la historia de Cuba, que abarcó una larga y agitada etapa de la vida del país. Por ello, más que centrarme en datos biográficos, recuentos cronológicos o análisis socio-políticos, que seguramente ya han sido o serán ampliamente cubiertos en otras publicaciones, he preferido reseñar algunos aspectos fundamentales de su rico legado pastoral.Las notas que siguen deben tomarse como indica su título: apenas algunos apuntes sobre el valiosísimo legado que nos deja, al cerrarse la etapa de su ministerio entre nosotros, el cardenal Jaime —un gran obispo, un gran hombre, un gran cubano.

» Un gran obispo

La palabra obispo viene del griego επισκοποφ (epískopos), que significa literalmente supervisor. No hay que tomar, sin embargo, esa etimología en el sentido puramente administrativo que sugiere hoy el término. El Obispo ciertamente gobierna su diócesis, que es la Iglesia local, pero no como un funcionario con responsabilidades de administrador: el Obispo representa a Cristo en su diócesis. Como Cristo, y en su Nombre, enseña, santifica y guía a su Iglesia diocesana. Para los católicos de su diócesis es su Pastor, que es como decir su padre y maestro, según el modelo de Cristo, el Buen Pastor, «que da la vida por sus ovejas, y sus ovejas le siguen, porque conocen su voz» (Jn. 10, 4. 11).

Por tratarse de un Obispo en comunión plena con la Sede Apostólica, sus enseñanzas estuvieron siempre en consonancia con las que imparte la Iglesia católica en todo el mundo, pero al anunciar el mensaje bimilenario de salvación en el Señor Jesucristo, lo hizo con su impronta personal, adecuándolo a esta Cuba de finales del siglo xx y principios del xxi en que nos ha puesto la Providencia.

» La inculturación de la fe

Sin dudas, una de las características más definitorias del magisterio del cardenal Ortega lo fue su profunda y contagiosa inquietud evangelizadora. Esto podría parecer una perogrullada, refiriéndose a un pastor de la Iglesia, pero en el caso del Cardenal ese empeño evangelizador asumió matices particularmente destacables.

Uno de los dones del Cardenal era una lucidez excepcional para no dejarse distraer por los accidentes y adentrarse directamente en las esencias de un asunto cualquiera. No podría enumerar cuántas larguísimas discusiones, ya sea en asambleas o consejos diocesanos de pastoral, encuentros y reuniones de todo tipo, quedaron definitivamente zanjadas con una explicación del Cardenal, que paso a paso desenredó lo que parecía inextricable, para finalmente exponer, en detalle y con la mayor claridad para todos, el meollo de la cuestión.

Y es que el cardenal Ortega era un comunicador nato, con un indudable don de gentes y una capacidad envidiable para explicar, en términos sencillos que nunca traicionaban la precisión, asuntos muy complejos. La mamá de un amigo sacerdote lo resumía elocuentemente al describir la homilía que acababa de escuchar de su párroco, el entonces Padre Jaime: Fue una clase. Es ese don de diafanidad el que hace tan disfrutable la lectura de sus cartas pastorales, homilías y escritos diversos, en los que encontramos con frecuencia ideas y enfoques tan originales como esclarecedores.

Fue el cardenal Ortega quien me hizo notar el enorme impacto del proceso de «corte sistemático de los asideros culturales de la Fe», como él lo llamaba, que se aplicó en Cuba durante el largo período de educación ateísta, cuyas secuelas aún sufrimos. Él percibía con toda claridad los obstáculos impuestos a la tarea de evangelización en profundidad descrita por san Pablo VI en aquellos conocidos párrafos de la Evangeliinuntiandi:

…Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicios, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación.

…La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas.1

San Juan Pablo II lo resumiría categóricamente en su discurso del 16 de enero de 1982: «…la fe que no se hace cultura, no ha sido plenamente acogida, no ha sido totalmente pensada,no ha sido fielmente vivida.» La evangelización se orienta precisamente a lograr que la fe impregne toda la vida, de modo que el «ser cristiano» se manifieste con espontaneidad en todos los aspectos de ella.

En la Cuba del Estado confesional ateo, se recorría ese mismo camino, pero en la dirección opuesta: se hacían adaptaciones televisivas de novelas cubanas y europeas del siglo xviii y xix en las que nadie mencionaba a Dios, y solo se veían medallas o crucifijos en los cuellos de personajes malvados, hipócritas o de una beatería cargante. De un plumazo fue borrada de la vida nacional toda referencia a la Navidad que no fuesen los testimonios, crónicas y recuentos, repetidos incansablemente cada año, sobre las «pascuas sangrientas», y la Semana Santa fue sustituida por la «Jornada de Girón». Del habla popular desaparecieron todas las expresiones tradicionales de contenido religioso, como «Si Dios quiere», «Dios no lo quiera» o «Gracias a Dios». Como narraría con dolor el mismo Cardenal, describiendo la imagen de ateísmo que proyectaban los cubanos ante los extranjeros: «Los cubanos escritores, artistas, marineros, estudiantes, no incluían el nombre de Dios en sus conversaciones, sobre todo comparando esto con la familiaridad con que se hace en nuestros pueblos latinoamericanos. Ningún pelotero cubano hacía la señal de la cruz en su turno al bate, ni el corredor en su arrancada. No se descubría una cruz ni una medalla ni ningún signo religioso en el atuendo exterior de un cubano, quien por demás eludía el tema religioso expeditivamente.»2

Aunque la historia posterior ha demostrado «que este comportamiento y las demás manifestaciones de irreligiosidad correspondían a una imagen y no a la realidad existencial e histórica del cubano» (ibid.), se experimentó un innegable retroceso en el proceso, esencial para una evangelización efectiva, de inculturación de la fe.

» Fe y cubanía

El cardenal Ortega, que vivió intensamente su cubanía, fue un modelo en su consistente presentación de los valores evangélicos en clave cubana, con creativa referencia a nuestros valores humanos, familiares y sociales tradicionales. Selecciono tres fragmentos que considero especialmente significativos, el primero de ellos en relación con la celebración de la Navidad:

La Navidad, como en cada uno de los países de Iberoamérica, se había inculturado en Cuba, es decir, se había metido en el alma del pueblo cubano. La comida de Nochebuena era muy nuestra; preparada con productos del país: arroz, frijoles negros, cerdo, yuca, dulce de naranja y buñuelos hechos en casa acompañados con melado de caña. Santa Claus no pudo pisar tierra firme en Cuba. Nuestras familias tradicionales defendieron con calor de trópico a nuestros tres reyes magos, venidos del desierto ardiente, frente al gordo nórdico y bonachón vestido de rojo y con barba de nieve. Los cubanos preferimos, antes que el árbol de Navidad, el Nacimiento con el niño yaciendo en el heno seco entre una vaca y un asno, contemplado con arrobamiento por la Virgen María y San José. Escuelas, establecimientos comerciales, casas particulares, se disputaban en cada pueblo y ciudad cuál había sido el nacimiento más creativo, el más auténtico o el más bonito.

La Nochebuena congregaba a la familia en casa de los abuelos, o en casa del hermano, si los abuelos ya nos habían dejado. Era la gran reunión anual de la familia. Ese día se olvidaban grandes o pequeños agravios y no nos planteábamos problemas: ¡es Navidad!, nos decíamos todos, sabiendo que algo nuevo pasa cada año al celebrar el nacimiento del Niño Dios.3

En relación con el más tradicional estilo de la primera educación en la Fe de nuestros niños:

Es hermosa la costumbre tradicional cubana de enseñar al niño que comienza a hablar y a relacionarse con su entorno a llamar a Dios así: «Papá-Dios». Y cuando aprende a expresar con un beso su amor a la mamá, al papá y a cuantos lo rodean, entre las primeras cosas que hace está dedicar sus besos a Papá-Dios, a quien reconoce donde quiera que ve el rostro de Jesús, tan común en nuestras casas en la imagen del Sagrado Corazón. Mucho le falta aún al niño para saber que quien ve a Jesús ha visto al Padre, o que Dios Padre debe ser ante todo amado y alabado, pero ya entre las cosas bellas que merecen sus besos está el rostro de Jesús que él llama Papá-Dios. También los mayores que enseñan al niño tienen presente en su memoria que el Dios todopoderoso del cielo y de la tierra es ante todo un Padre. De este modo, de los labios de María y de José, aprendió Jesús niño, en su hogar de Nazareth a llamar a Dios Abba, Padre.4

Son particularmente ricas sus numerosas referencias a la devoción popular por la Madre de los cubanos, la Virgen de la Caridad:

Los recuerdos que guarda el Santuario de El Cobre en sus ofrendas y ex-votos no son sólo los de los grandes acontecimientos que jalonan la historia de la Iglesia y de Cuba; es… la historia… del pueblo de Cuba…

Allí está la muleta que alguien dejó al dar sus primeros pasos después de un accidente, está el salvavidas firmado por todos los marinos de un mercante cubano que naufragó y se hundió en el Atlántico Sur hace algunos años, los grados militares de altos oficiales del ejército, las insignias, por centenares, de quienes terminan su servicio militar, hay tierra de Angola y de Etiopía y tierra de la región oriental, que el astronauta cubano llevó al cosmos, y trofeos deportivos de las olimpiadas, y cartas ingenuas a la Virgen de muchachas que le dan gracias a la Madre por haber dejado atrás una vida no buena. Hay cartas de madres que piden por sus hijos, que no saben dónde están. Hay verdaderos testimonios de fe y de conversión sinceras.

Cuando en años pasados parecía que la historia de la fe en Cuba se había interrumpido, que el ateísmo con su sombra opaca cubría los corazones, en el Santuario de El Cobre esa historia continuaba y sus protagonistas seguían siendo los mismos: nuestro pueblo y la Virgen de la Caridad.5

Hoy, casi 25 años después de que fueran dichas estas palabras, el tiempo ha confirmado aquella intuición. Los cubanos ya no tienen temor de dar gracias a Dios públicamente, y muchos atletas no solo dirigen su mirada al cielo para rogar y agradecer, sino que casi siempre su primera frase cuando un periodista les pregunta sobre su triunfo, es: ¡Gracias a Dios! Durante el amplio recorrido que hiciera la imagen de la Virgen Mambisa por todo el país durante 2011 y 2012, se estima que entre cinco y seis millones de cubanos participaron en las procesiones, misas y actos litúrgicos varios celebrados al paso de la Virgen. Pese a decenios de empeño ateizante, la inmensa mayoría del pueblo cubano sigue siendo profundamente creyente, y ahora manifiesta públicamente, de una forma u otra, su fe.

Junto a su sensibilidad y perspicacia apostólica para arraigar el anuncio del Evangelio en los valores patrios y tantas ricas expresiones de nuestra cultura nacional, hay que destacar también el gran sentido práctico que manifestó el Cardenal en su incansable trabajo por la reparación y reconstrucción de los templos y la construcción de nuevos templos en los lugares donde no los había, sabedor de que la obra apostólica requiere también de la presencia visible de lugares de culto y oración, donde pueda reunirse la comunidad creyente para orar y celebrar.

» La relación Iglesia-Sociedad

El cardenal Ortega desarrolló todo su ministerio sacerdotal y episcopal en el seno de una sociedad ordenada según un proyecto socialista de animación marxista, en la que la Iglesia ha vivido y vive con grandes limitaciones para desarrollar su misión. Su ministerio como Arzobispo de La Habana, sus varios períodos como presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, y su creación como Cardenal, lo colocaron en un punto focal de este escenario, no porque fuese, como muchos erróneamente pensaban, el «jefe» de la Iglesia católica en Cuba, sino porque además de ser cardenal de la Iglesia y tener, por tanto, una responsabilidad como colaborador del Santo Padre en el gobierno de la Iglesia universal, su Arquidiócesis abarcaba a la capital del país, sede del Gobierno y centro de la vida económica y cultural de la nación, la ciudad donde vive uno de cada cinco cubanos, y el sitio adonde arriban o por donde obligatoriamente pasan los más importantes visitantes que nos llegan del extranjero.

No es de extrañar, pues, que el cardenal Ortega acumulara un amplio magisterio sobre la relación entre Iglesia y sociedad, en el cual fue abordando muchos de los diversos problemas específicos que surgen en esa relación en las condiciones concretas de Cuba, sin dejar de ir en cada caso a la raíz del problema. Los análisis del Cardenal, siempre constructivos, partían frecuentemente de ubicar el problema en la actualidad del entorno global, lo cual aporta un sano elemento de relativización: pocas cosas generan tanto desaliento como la convicción de que se vive la peor situación posible. Partir de que el problema que se experimenta no es exclusivamente nuestro, incluso cuando se plantea que en nuestro medio es particularmente grave, evita añadir al conflicto una atmósfera de aislamiento que solo lo hace aparecer menos superable.

Una gran variedad de temas de gran importancia en el contexto de la relación Iglesia-sociedad, fueron tratados sistemáticamente por el cardenal Ortega, por ejemplo, en los editoriales del Boletín Diocesano Aquí la Iglesia. Algunos títulos: Los derechos humanos; La pena de muerte; ¿Católicos en el Partido Comunista de Cuba?; La escuela cubana y la fe religiosa; Iglesia y sociedad; Irse de Cuba; El caso del niño Elián González y muchos otros más.6 Otros fueron abordados en mensajes ad hoc, algunos especialmente espinosos.7

En todos ellos se pone de manifiesto ese delicado equilibrio que mantuvo el Cardenal, «un Obispo consagrado a la misión específica de la Iglesia, que es de orden religioso, no político, o económico o social», como lo describe en el prólogo de Te basta mi gracia el Cardenal Arzobispo de Tegucigalpa, Óscar Rodríguez Madariaga, quien a continuación aclara que «…no obstante, precisamente de esta misión religiosa se desprenden responsabilidades y brotan luz y fuerzas que pueden contribuir a construir y consolidar la comunidad de los hombres según la Ley Divina».8

Tal enfoque, centrado en la naturaleza religiosa de la misión de la Iglesia, suscitó a menudo las molestias y aun el rechazo de líderes de diversas tendencias políticas que, en Cuba y fuera de ella, se consideraban merecedores de algún pronunciamiento de respaldo político por la jerarquía eclesiástica y específicamente por el cardenal Ortega. Este declaró categóricamente que «La Iglesia… …estará siempre a distancia con respecto a lo que los hombres, movidos por el deseo de eficacia, la voluntad de dominación o las ideologías, reclaman de ella. Esto no se debe a falta de entrega o a incapacidad para adaptarse a los tiempos que corren o a que ignore las angustias de los hombres. Simplemente, los ritmos de la historia de los hombres no corresponden a los tiempos de Dios, a los cuales debe estar atenta la Iglesia.»9

A mi entender, el más iluminador análisis de las raíces profundas de la conflictividad que ha marcado ininterrumpidamente, aunque con diferentes niveles de intensidad, la relación entre la Iglesia católica y la Revolución en Cuba, se debe precisamente al cardenal Ortega. No he podido resistir la tentación de insertar, por su inusitada lucidez y su ejemplarmente mesurado tono, la larga cita que sigue, y recomiendo encarecidamente la lectura de esa magistral conferencia, dictada originalmente en Eichstätt, Alemania, e incluida en el volumen Te basta mi gracia.

En Cuba se habla de la obra de la revolución, de la necesidad de defender las conquistas de la revolución. La revolución exige cualquier sacrificio, el servicio desinteresado al prójimo, el don de la vida si fuera necesario, reclama el tiempo de la gente, aun el tiempo libre, en fin, desea que todas las motivaciones provengan de ella, que todos los éxitos puedan atribuirse a ella y que todos los fracasos sean considerados como una falta de espíritu revolucionario…

…aquí se genera el verdadero y profundo conflicto entre la Revolución y la Iglesia, que no es un conjunto de problemas precisos a resolver entre la Iglesia y el Estado. Se trata del sustrato, si se quiere filosófico o antropológico, de un conflicto que se presenta a veces en sus concreciones externas con otros matices…

El hombre es el objeto de la Iglesia en su evangelización, en su servicio concreto al mundo. El hombre es también objeto de atención por parte de la Revolución que se ha hecho para el bien del hombre. ¿Pueden compartir la Iglesia y la Revolución un objeto común en el hombre, que es por otra parte sujeto libre y responsable? ¿Pueden reclamar la Revolución y la Iglesia para sí el corazón del hombre, tienen derecho a esto? Nosotros, seguidores de Jesucristo, sabemos que, más que una pretensión de la Iglesia, es una pretensión de Jesucristo el querer para sí la adhesión total del hombre y la entrega de su vida a Él: «quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí» (Mt 10, 37), «quien quiera ser mi discípulo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Lc 14, 27). Nuestra fe nos dice que solo el Crucificado Resucitado puede tener esta pretensión, porque Él es el enviado de Dios, el Salvador, el Señor, un único Dios con el Padre. Pero sabemos también que entregar el corazón a Cristo es volcarse al servicio del hombre. Ser todo de Cristo no aliena al hombre, sino todo lo contrario. ¿Pueden comprender esto quienes están imbuidos de otras ideas?

Toda religión reclama en el hombre un espacio para Dios, pero ninguna lo hace con la integralidad y la radicalidad que la religión cristiana… …El mensaje de Jesús nos lleva a todos a un cierto conflicto existencial. Hay que optar por Él o contra Él.10

» Un hombre de diálogo

Cuestionado y criticado por tirios y troyanos, el cardenal Ortega mantuvo durante todo su ministerio, y en particular en esta área de la relación Iglesia-sociedad, una firme actitud de diálogo, convencido de que ese es el único camino hacia las soluciones estables y duraderas. Ejemplo diáfano de su perenne disposición dialogal, son sus palabras sobre el ejercicio responsable de la libertad de expresión por los comunicadores católicos en Cuba:

Aprendizaje difícil el de la posibilidad de expresarse sin hacer de ella un arma de combate, un alarido hiriente, ni un recuento amargo de lo que se ha callado por mucho tiempo. Ser fieles a la verdad sin pretender que todos acepten que esa verdad es plena, sin ser intolerantemente verídicos, o sin hablar concluyentemente desde una cima de verdades infalibles, que se tornan así piedras de choque para el diálogo: ese es uno de los más difíciles ejercicios en el necesario aprendizaje de una expresión libre y responsable del pensamiento.

(…)

Cuando se pretende ser un instrumento de diálogo, y una publicación católica en Cuba debe siempre proponérselo, no es tan evidente que todo cuanto juzgamos verdadero se pueda decir de una vez, al mismo tiempo que lo injusto es fustigado y lo malo enjuiciado. La reflexión capaz de llevarnos a encontrar juntos los caminos de la verdad, de la justicia y de la solidaridad, que posibiliten la transformación de las conciencias y los corazones para alcanzar ese cambio hacia lo mejor que todo hombre ansía, no debe concebirse como la tarea de levantar fortines, sino de tender puentes. Ambas estructuras necesitan la solidez de la piedra, la esbeltez de las formas, el cálculo atinado de sus componentes, pero el uno, en su mismo diseño, tiende a alzarse amenazador, mientras que el otro debe extenderse, con toda su consistencia, para enlazar dos riberas, de modo que los de un lado y los de otro puedan, aun pisando fuerte, transitar en sentidos opuestos y llegar a encontrarse con el respeto debido a modos diversos, y aun antagónicos, de pensar y de sentir.11

» La necesidad de la misericordia para humanizar la justicia

En esta era de conflictos de tan variopinto signo, es usual que todas las partes, incluso las más enconadamente opuestas, clamen porque se haga justicia. Es un grito que siempre me inquieta, no solo porque me pregunto a qué llama cada parte justicia, sino sobre todo porque a menudo temo que se agiten, en el fondo de los clamores por la justicia, aun sin que sean necesariamente percibidos así por quienes los lanzan, sentimientos de venganza.

Fue al cardenal Ortega a quien primero oí citar la máxima latina maximumjus, maxima injuria. La justicia, aplicada al extremo, se convierte en la mayor injusticia. No recuerdo exactamente en qué contexto fue, pero recuerdo vívidamente cuánto me impresionó el concepto, en la forma en que fue argumentado por el Cardenal, quien explicaba que la formulación clásica de la ley del talión: ojo por ojo, y diente por diente, estrictamente hablando, es una propuesta justa: si alguien le saca un ojo a otro, este no tiene derecho a matarlo, sino solo a sacarle un ojo, de modo que hay una proporción. Y aclaraba que la razón por la que semejante obrar nos resulta inaceptable es porque se trataría de una justicia sin misericordia, y la justicia así aplicada es seca y dura, y puede de hecho convertirse en la negación de la propia justicia.

Acostumbraba también a menudo el Cardenal a citar una obra de Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo. Es precisamente la misericordia la virtud a la que el famoso teólogo español atribuye el ser absolutamente esencial a la fe cristiana y a la moral que en ella se sustenta. Ante el pragmatismo sin corazón que tiende a imponerse hoy en las relaciones entre las personas, el llamado al cultivo de un proceder misericordioso fue un tema constante en el magisterio del Cardenal.

Una de sus más graves apelaciones al ejercicio de la misericordia en una situación de conmoción nacional fue su editorial sobre la pena de muerte, publicado con motivo de las ejecuciones de altos oficiales de las fuerzas armadas en 1989:

Subyace en toda esta reflexión una pregunta clave: ¿tiene el Estado derecho a privar de la vida a un ciudadano? Los antiguos nunca discutieron este derecho. En épocas pasadas la teología católica lo apoyaba mayoritariamente. Pero los antiguos también concedían al Estado el derecho a amputar miembros del cuerpo humano. Recordemos la vieja ley del talión: «ojo por ojo y diente por diente». También aceptaron como un derecho del Estado aplicar la tortura con fines ejemplificadores o para obtener la confesión de un prisionero. Hoy todo esto nos parece monstruoso.

Esta sensibilidad moderna para la protección de la vida humana no se da únicamente entre los católicos, pero tiene en el pensamiento cristiano actual una profunda simpatía. Puede un católico atenerse a la vieja concepción teológica sobre la pena capital, pero si escruta el Evangelio y atiende a la sensibilidad actual de la humanidad se inclinará naturalmente por la no aceptación de esta pena, aun en casos muy graves.

Esto cuadra mejor a la misericordia y al amor cristiano. Guiado por esos nobles sentimientos el Papa Juan Pablo II pidió, en el caso que nos ocupa, clemencia para los acusados. Estos son también mis sentimientos personales, entre otras cosas porque no puedo olvidar como cristiano, que soy el seguidor de un condenado a muerte clavado en una cruz entre dos malhechores, el cual dejó como legado inolvidable a sus jueces y ejecutores un sublime reclamo de misericordia: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen».12

En su carta pastoral No hay Patria sin virtud, el cardenal Ortega renovó, apoyándose tanto en el Evangelio, como en las enseñanzas de dos de nuestros más grandes próceres patrios, el padre Félix Varela y José Martí, su llamado a la instauración de un orden más profundamente humano, en el que la relación entre las personas, y entre el Estado y los ciudadanos, parta de una actitud misericordiosa:

Es propia del cristianismo una mirada misericordiosa sobre el conglomerado humano y sobre cada hombre y cada mujer. Jesucristo, de cara a aquellos que lo seguían en gran número, exclamó: ‘Siento pena de esta multitud porque andan como ovejas que no tienen pastor’. No sólo debe ser la mirada del Pastor y Obispo la que se fije con misericordia en la multitud, también la de los gobernantes. Es hora ya de pasar del Estado justiciero, que exige sacrificios y ajusta cuentas, al Estado misericordioso, dispuesto primero a tender una mano compasiva antes que a ejercer controles y sancionar la infracción. No me refiero aquí a la necesaria acción contra la delincuencia homicida, el tráfico de drogas y todo cuanto corrompe o dañe al prójimo, sino a una consideración del poder que dé espacio al amor y esto aun frente a grandes males sociales; pues «no hace bien el que señala el daño y arde en ansias generosas de ponerle remedio, sino el que enseña remedio blando al daño». Ese remedio blando es la misericordia.13 »

La reconciliación entre cubanos

Uno de los empeños más cercanos al corazón del Cardenal, uno de aquellos a los que más esfuerzos dedicó, y tal vez el que más sinsabores le causó, fue la reconciliación entre cubanos, una aspiración para él prioritaria e irrenunciable, pero que, en el enrarecido panorama político nacional, muchos de un bando y de otro encuentran inaceptable, porque interpretan la reconciliación como una claudicación.

Donde quiera que vivamos, los cubanos rara vez abordamos los asuntos políticos de un modo ponderado y racional. Al cabo de más de sesenta años de delirante polarización ideológica, se ha hecho normal, tanto dentro como fuera de la isla, que asumamos «la cosa política» con un enfoque visceral, belicoso, que nos planteemos el debate político como una batalla sin cuartel entre «ellos» y «nosotros» y rechacemos toda propuesta de conciliación o colaboración como abyecta y humillante capitulación.

En este ambiente enrarecido, los llamados del Cardenal a la reconciliación fueron a menudo condenados por unos y otros. Algunos de los más violentos ataques personales que sufriera el Cardenal tuvieron como causa su trabajo en pro de la reconciliación nacional. En particular entre determinados sectores del exilio cubano se le etiquetó, sobre todo a partir de algunas frases desafortunadas que alguna vez usó mientras improvisaba en conferencias de prensa, como «vendido al gobierno comunista».

Precisamente en una de sus más polémicas intervenciones públicas,14 él asumió esa estigmatización como «una especie de martirio al cual todo cristiano —y lo considero yo como Pastor— tiene que someterse.» Inmediatamente añadiría: «Este es el “dar la vida por las ovejas”. Tenemos que someternos a esos sufrimientos porque no hay resurrección sin cruz, y yo he aceptado que con eso tengo que cargar y tenemos que cargar para llevar adelante esa reconciliación entre cubanos.»

» Anunciar y promover la esperanza cristiana

Destacadamente presentes en el magisterio del cardenal Ortega se encontraron en todo momento, por supuesto, las grandes preocupaciones de siempre de la Iglesia: los jóvenes, la familia, la vivencia de una ética inequívocamente inspirada en el Evangelio, la vida de la comunidad cristiana y el cultivo de su espíritu apostólico, temas siempre planteados a partir de la centralidad de la persona de Jesucristo e infundidos de aliento por la devoción a la Santísima Virgen, particularmente en su advocación de Nuestra Señora de la Caridad, Patrona de Cuba.

Hay una de esas grandes preocupaciones que se manifestó reiteradamente en la obra del Cardenal, y es una de las que mayor dolor causaba a su corazón de pastor: la desesperanza. La falta de un proyecto creíble de vida resta aliento a la existencia de muchos cubanos. En su carta pastoral Un solo Dios Padre de todos, el cardenal Ortega nos propuso una hermosa oración, elaborada a partir de las peticiones finales del Padre Nuestro, no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, para pedir al Señor que nos libre de ese mal en particular.

Quiero terminar estas notas con esa oración, porque el Cardenal vivió intensa y ejemplarmente la esperanza cristiana que nos invitaba a pedir con ella. Esa esperanza era el asiento de la profunda alegría de vivir que afloraba en aquella cálida sonrisa que prodigaba continuamentey con la que lo recordaremos siempre.

Padre Nuestro, líbranos del mal de la desesperanza.
Tu Iglesia no es más que esa parte de nuestro pueblo que sigue a Cristo
y que lo alaba como su Señor y Salvador, pero vive, trabaja y lucha en las condiciones que todos enfrentan y con las mismas tentaciones de sus hermanos.

Te pedimos, con todas nuestras fuerzas: no nos dejes caer en la tentación del desaliento, de la postración, de la amargura, de la queja estéril, de la falta de compromiso, de la apatía.

Líbranos del mal de la desesperanza.15

Notas:

  1. Pablo VI, Evangeliinuntiandi, 19-20.
  2. «Cuba, ¿ateísmo o santería?» En Boletín Diocesano, junio 1993. Reproducido en Te Basta mi Gracia, Palabra, Madrid, 2002, pp. 135-137.
  3. «Diciembre, mes de la Navidad»; En Boletín Diocesano, diciembre 1991. Reproducido en Te Basta mi Gracia, Palabra, Madrid, 2002, pp. 103-105.
  4. Carta Pastoral «Un solo Dios Padre de todos», 12. Edición del Arzobispado de La Habana, 1999. Reproducida en Te Basta mi Gracia, Palabra, Madrid, 2002, pp. 265-305.
  5. Palabras en la Ermita de la Caridad, Miami, 27 de mayo de 1995. Reproducidas en Te basta mi gracia, Palabra, Madrid, 2002. pp. 465-470.
  6. Te basta mi gracia, Palabra, Madrid, 2002, pp. 213-218.
  7. Mensaje a los católicos cubanos y a todo el pueblo de Cuba con motivo de la tragedia del remolcador «13 de marzo» (Días después de la tragedia ocurrida el 13 de julio de 1994). Reproducida en Te basta mi gracia, Madrid. 2002, pp. 227-229.
  8. Cardenal Óscar Rodríguez Madariaga, en el Prólogo a Te basta mi gracia, Palabra, Madrid, 2002. p. 12.
  9. Discurso de aceptación del Doctorado Honoris Causa de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla «Iglesia en Cuba, fe cristiana y sociedad». Reproducido en Te basta mi gracia, Palabra, Madrid, 2002., pp. 1054-1067.
  10. Conferencia pronunciada en el Seminario Internacional Iglesia y Sociedad en la Cuba actual, Eichstätt, Alemania, 12 de octubre del 2000. Reproducida en Te basta mi gracia, Madrid. 2002, pp. 991-1004.
  11. Palabras pronunciadas en la entrega del Premio de la Unión Católica Internacional de Prensa a la Revista Arquidiocesana Palabra Nueva, en la sede de la UNESCO, París, el 25 de diciembre de 1998. Reproducido en Te basta mi gracia, Palabra, Madrid, 2002, pp. 925-928.
  12. «La pena de muerte», Boletín Diocesano, julio-agosto 1989. Reproducido en Te basta mi gracia. Palabra, Madrid 2002, pp. 70-73.
  13. No hay Patria sin virtud, Edición del Arzobispado de La Habana, 2003.
  14. Conversatorio del cardenal Jaime Ortega Alamino, arzobispo de La Habana, en el evento «Iglesia y comunidad: un diálogo sobre el papel de la Iglesia católica en Cuba». Centro David Rockefeller para Estudios Latinoamericanos, Cambridge, Boston, 24 de abril de 2012.
  15. Carta Pastoral Un solo Dios Padre de todos, Edición del Arzobispado de La Habana, 1999. Reproducida en Te Basta mi Gracia, Palabra, Madrid, 2002, pp. 265-305.