La Iglesia Católica se destaca como una de las principales instituciones que contribuyeron al desarrollo del universo cultural de Cuba entre los siglos xVi-xix, cuando fue promotora de las actividades educativas y benéficas que se desarrollaron en la colonia. La institución eclesial consolidó sus bases económicas y sus móviles de influencias políticas mediante la alianza del clero, mayoritariamente criollo, de modo especial el regular, con las élites asentadas en la Isla, ya fuesen nativas o peninsulares.
Así en las aulas conventuales belemitas, franciscanas o en la Universidad dominica de San Gerónimo de la Habana, abierta de modo definitivo en 1727, se formaban los gestores de la cultura colonial, combinándose con otros centros de enseñanza como lo fueron el Colegio San José, de la Compañía de Jesús, o el Seminario San Carlos y San Ambrosio. Fue en esta última institución donde acaeció el proceso fundacional del pensamiento filosófico; así como la idea de independencia nacional en una primera etapa, aunque su sedimentación ocurrió en el campo insurrecto a partir de 1868. Este maridaje Iglesia-élites fue dinamitado por el proceso secularizador de 1842-1844, el cual condujo a la desaparición de la masa de frailes nativos.
Desde inicios del siglo xix había surgido un pensamiento laico en los sectores intelectuales de la Isla, influenciados por las ideas revolucionarias provenientes de Europa. Debido a la irrupción de esta forma de pensar, se agudizaron de modo progresivo las contradicciones de la Iglesia con los ideólogos de la burguesía criolla. Esta disputa sirvió para abonar la mentalidad de los grupos decisores de la colonia con respecto a limitar la actuación de la Iglesia en la vida política, elemento que facilitó las reformas secularizadoras en la década de los 40 del siglo xix.
Así estas medidas desamortizadoras, que fueron comprendidas como el enfrentamiento entre el modelo feudal y el capitalista en la metrópoli, poseyeron un efecto progresista en suelo español; por el contrario, en tierras cubanas este fenómeno se caracterizó por su matiz reaccionario, pues debilitó el poder del clero criollo y disolvió la alianza de este con la burguesía.
Esta política liberal, que si bien en España tuvo como objetivo solucionar la crisis económica de la hacienda, en Cuba presentó un efecto contrario, pues los bienes expropiados generalmente pasaron a formar parte de las tierras ociosas o de los inmuebles sin uso público, lo que suprimió el protagonismo político y cultural de la Iglesia. A su vez, las campañas desamortizadoras contribuyeron a debilitar la influencia eclesial en la vida cotidiana de la colonia, en especial en las esferas de corte social-asistencial.
Otra consecuencia de las políticas secularizadoras fue la pérdida de vocaciones religiosas criollas en la vida conventual, las cuales, en comparación con otros países del continente como México, nunca llegaron a ser altas, pero a pesar de su escasez fueron decisivas, puesto que permitieron solidificar la alianza con la sociedad colonial debido a que numerosos hijos de influyentes familias profesaban en las órdenes y les pasaban parte de su patrimonio personal mediante dotes y herencias.
A partir de 1842, con el cierre de numerosos conventos y la supresión de varias órdenes religiosas como los belemitas, franciscanos, dominicos y los hermanos de San Juan de Dios, se observó un proceso de españolización del clero, lo que dio lugar a que adquiriera nuevos perfiles ideológicos. Los religiosos que llegaban a la Isla sustituían a los regulares criollos y eran más afines al sostén del status quo colonial.
Nuevos aires llegaron a Cuba con la firma del Concordato entre el Vaticano y el gobierno español en 1851; mediante este acuerdo se implementó al año siguiente una reforma eclesiástica que tuvo varias consecuencias: la introducción de nuevas órdenes religiosas -Compañía de Jesús (1853), los Escolapios (1857), los Paúles (1862), las Hijas de la Caridad (1857) y la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús (1858)-, la reorganización de la estructura parroquial y la potenciación de nuevos espacios educativos y sanitarios.

Catedral de La Habana.
Estos nuevos clérigos llevaron a cabo un proceso de españolización del aparato eclesial, pues venían a la colonia, como bien apunta el obispo Jacinto María Saéz en una carta fechada el 7 de marzo de 1869, con el fin de disuadir los ánimos separatistas y la influencia estadounidense en la vida cotidiana.1 De igual modo estaban permeados de un espíritu antiliberal, de modo especial los miembros de la Compañía de Jesús, debido a las constantes supresiones que habían padecido en suelo español y en las jóvenes repúblicas latinoamericanas. Estas órdenes religiosas debido a su mentalidad hispanista, pensaban y sentían como peninsulares, y rechazaban toda manifestación de criollismo, lo que no empañaba su integridad moral ni religiosa.Estas instituciones religiosas, tanto masculinas como femeninas, que arribaron a la colonia se caracterizaban por su escasa afinidad con el universo cultural criollo, algo que no sucedía con las órdenes de la presecularización.
Este proceso de reforma eclesial se desarrolló en un contexto histórico donde la colonia era un caldo de cultivos para la agitación de los ánimos independentistas. El gobierno español había aprendido la lección dada por las guerras de independencia del continente americano: empoderar al bajo clero había sido un error que no se podía repetir; aún estaban frescos el pensamiento y la imagen de sacerdotes como Miguel Hidalgo, José María Morelos y nuestro Félix Varela.
Ante la efervescencia de los ánimos anticolonialistas, la Iglesia actuó como un muro de contención ideológica frente al pensamiento liberal-nacionalista y se preocupó por la formación de los hijos de las élites insulares, en especial del Occidente y del centro del país, dentro de un modelo educacional de impronta hispana o mediante la actividad pastoral en cofradías y hermandades. Mientras tanto en el clero secular persistía un segmento sacerdotal de composición criolla.
Este fenómeno tenía su base en el proceso de centralización que desde la esfera política había pasado al gobierno eclesial, pues existía desconfianza hacia los sacerdotes criollos. Este nuevo clero, que se encontraba lejos de la alianza católica-criolla de inicios de siglo, se enfocó en recobrar la influencia de la Iglesia en la vida colonial, tan debilitada por la secularización. Además, las filas clericales habían disminuido y la red parroquial no había crecido en comparación con el aumento poblacional.
Con estos rasgos característicos en la composición de su membrecía, a la Iglesia Católica le sorprendió el estallido del conflicto bélico en octubre de 1868, que nació bajo el signo de dos de sus enemigos tradicionales en la modernidad: el liberalismo político y la masonería, pues nuestros principales próceres organizaron la contienda insurrecta en los locales del Gran Oriente de Cuba y las Antillas (GOCA) donde ostentaban altos grados. Pero debemos aclarar que la pertenencia de los organizadores de la gesta a la masonería tenía una finalidad táctica y no ideológica.2
A su vez, la Iglesia recibía la contienda bélica con una compleja crisis en su estructura interna, afectada por la sede vacante de la diócesis habanera y el Cisma del Arzobispado de Santiago de Cuba. La ausencia del obispo de la Habana fue el resultado del sostenido proceso de diferencias entre el prelado Jacinto María Sáez (1865-1869) y los capitanes generales Francisco Lersundi (1867-1869) y Antonio Fernández Caballero de Rodas (1869-1870) en alianza con el Cuerpo de Voluntarios.
Saéz mantuvo una postura moderada frente al integrismo de los voluntarios y pidió en varias ocasiones clemencia para los cubanos alzados. En sintonía con la posición pacificadora de Domingo Dulce (1869), se ofreció para ser miembro del comité pacificador que visitaría el campo rebelde en 1869. Se debe precisar que el Obispo ni defendió ni apoyo a los cubanos alzados, pues solo actuó como un pastor sincero y buscó la mejor opción para su madre patria: el fin de la guerra mediante la paz.
La conclusión de esta disputa fue la expulsión de Sáez de la Isla rumbo a la península ibérica en septiembre de 1869 debido a la polémica que sostuvo con Caballero de Rodas por el abuso de la función de vicepatrono que el Real Patronato le concedía a este sobre la Iglesia. Así, con la salida del Obispo, la sede habanera quedó vacante, situación que no se resolvió hasta 1876, cuando fue nombrado Apolinar Serrano para esta mitra.
El otro suceso que influyó en la vida eclesiástica colonial del período en cuestión fue el cisma del Arzobispado de Santiago de Cuba. Esta fractura dividió al clero de la diócesis oriental entre la figura de Miguel Llorente, nombrado para la sede episcopal por el rey Amadeo de Saboya (1871-1873), y José Orberá, quien se desempeñaba como administrador apostólico de la sede y contaba con el respaldo y la aprobación del Vaticano. Esta situación, si bien se materializó como una disputa intraeclesial, fue la manifestación del enfrentamiento entre las fuerzas liberales y el aparato eclesial en la Península, y demostró la españolidad del clero.
Este contexto de conflictividad no le permitió a las autoridades eclesiásticas cerrar filas frente a las expresiones de apoyo al conflicto, que se dieron tanto en su composición laical o clerical, aunque esto no impidió que condenara en su discurso pastoral a todo individuo que participará en la guerra, bien como laborante o en el campo insurrecto. Un sector que actuó como principal detractor del alzamiento fue el clero regular, de modo especial, los jesuitas, pues estos, en su mayoría integrado por españoles, se manifestaron en contra del conflicto.
La oposición eclesiástica a la guerra nacía en los espacios distantes del teatro de operaciones, pues donde más consolidada estaba la actividad pastoral y religiosa debido a la mejor organización de la estructura parroquial y la mayor presencia de colegios religiosos era en el centro y occidente de la isla. Desde los inicios del siglo xix en la región oriental existía un campo más fértil para los colegios laicos que los religiosos, aunque persistía una fuerte religiosidad popular en torno a la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre.
Para entender la religiosidad presente en el campo insurrecto se debe precisar la postura religiosa de la República en Armas, pues gran parte de los hombres del 68 eran reputados masones y liberales, no eran personas irreligiosas y el propio Carlos Manuel de Céspedes en más de una ocasión dio muestras de usar medallas y objetos religiosos.3 Una vez ocurrido el alzamiento en Demajagua, se asumió la estructura política colonial de acuerdo con el esquema español de relación con la Iglesia, como bien lo demuestra la celebración del Te Deum de bendición de la bandera efectuado en la parroquial mayor de Bayamo el 22 de octubre de 1868.
Esta situación varió al alzarse los camagüeyanos, quienes a pesar de pertenecer a una región que era un bastión del catolicismo en la Isla, dieron un giro hacia posiciones más radicales con respecto a la institución religiosa, como se manifestó en la Constitución de Guáimaro, firmada en abril de 1869. Mediante esta Carta Magna se reconocía la separación Iglesia-Estado y el carácter laico de este. Fue un gran salto de avance promulgar la libertad de cultos y el matrimonio civil.
Esta postura, encabezada por Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana, fue el resultado de la maduración de las ideas liberales en la mentalidad de estos jóvenes patriotas, que rechazaban cualquier lazo sociopolítico con los rasgos feudales aún imperantes en la metrópoli. Estaban en función de crear un estado moderno en la Cuba Independiente, donde la Iglesia Católica tuviese un sitio relevante en la vida republicana, pero no determinante. También debemos precisar que en los hombres del 68 existía un fuerte repudio al clero peninsular y, en cambio, un sentimiento de admiración hacia el componente nativo.4
En la vida cotidiana del campo insurrecto existía una amplia libertad religiosa y se combinaban creencias de origen africano, muy arraigadas en los ex esclavos, los elementos de la piedad católica popular y un catolicismo militante, pero un rasgo común entre estas manifestaciones espirituales fue la devoción a la Virgen de la Caridad del Cobre, que para los insurrectos se convirtió en objeto de veneración. Sirva como ejemplo la costumbre de ir a despedirse de la imagen de la Virgen existente en la Iglesia de Santo Tomás, tradición que le impuso el calificativo de mambisa.5 La historiadora Olga Portuondo precisa que Antonio Maceo usaba de modo permanente una medalla de la Virgen, regalo de su madre, Mariana Grajales.6
Durante la Guerra de los Diez Años, a diferencia del conflicto iniciado en 1895, existió un importante núcleo de sacerdotes seculares que asumieron una posición de respaldo a la contienda independentista, ya fuese de modo abierto o disimulado. Porque si algo me ha permitido comprender este tiempo de investigación en torno a la mentalidad y el comportamiento de la Iglesia Católica, es que en el gen sacerdotal cubano existe por lo regular una cualidad común: la prudencia.
La historiografía respecto al tema ha pecado al juzgar a la ligera la actuación de muchos de estos hombres que ofrecieron su ministerio y hasta su vida por la causa de la independencia. La lista es bastante considerable. Primero debemos citar a los que se fueron al campo insurrecto en su condición sacerdotal: Braulio Odio y Pécora, Jerónimo Emiliano Izaguirre, Julio Villazona, Pedro Soler (catalán), Miguel García Ibarra, José Joaquín Carbó, Benito Castro (quien fue fusilado) y el seminarista Desiderio Mesnier.
Debido a la importancia que revisten sus testimonios hay que hacer mención aparte a dos sacerdotes criollos: el primero, el anciano p. Diego José Bastista quien murió preso en la cárcel de Santiago de Cuba por el acto hereje de bendecir la bandera del 10 de octubre en su iglesia y reconocer a Céspedes como vicepatrono de la Iglesia. Este hombre demuestra que el espíritu vareliano no había muerto en todo el clero residente en la isla.
Otro caso que no se debe olvidar es el del joven sacerdote santiaguero José Francisco Esquembre y Guzmán. Este clérigo marchó al campo insurrecto con sus feligreses de Yaguaramas, pero durante el indulto de Domingo Dulce en 1869 pasó a la parroquia de Quiebra Hacha, en Pinar del Rio, donde fue detenido por los voluntarios, quienes hicieron todo lo posible para su reducción al estado laical. Esquembre fue fusilado el 30 de abril de 1870, con solo 32 años, por el pecado de rezar el rosario pensando en su bandera.

Alzamiento de Céspedes en La Demajagua, el 10 de octibre de 1868.
Además, existió en el clero regular la tendencia a hacer más pasiva su militancia proindepedentista, pero no por eso menos sincera: entre ellos hubo va-
rios sacerdotes que sufrieron el destierro en la Isla de Fernando Poo: José Miguel Hoyos, Adolfo del Castillo, José Cecilio Santa Cruz, Rafael Sal y José Cándido Valdés. Cabría citar a otra serie de clérigos que, según el historiador Rigoberto Segreo, llegaban a la treintena y padecieron todo tipo de vejaciones y represalias por sospechas de simpatías con la causa separatista por parte de los cuerpos represivos coloniales y la propia estructura eclesial española.7
En este grupo de sacerdotes se destacan Ricardo Arteaga, Emilio Fuente, Manuel Doval, Miguel de los Santos, Francisco de Paula Barnada (quien sería el primer arzobispo de Santiago de Cuba en los inicios de la vida republicana, lo que marcó el comienzo del proceso de nacionalización de la jerarquía católica) y Pedro Francisco Almanza, entre otros.
De este grupo, por su relevancia, merece un sitio especial el p. Ricardo Arteaga, quien procedía de una familia camagüeyana de amplia filiación independentista. Este sacerdote, que recibió la crítica constante de las autoridades religiosas y políticas, fue des terrado del país y tuvo que escapar a Venezuela, donde se ocupó de la formación patriótica y sacerdotal de su sobrino Manuel Arteaga y Betancourt, quien sería años después el primer cardenal cubano y de la región del Caribe.
Este conjunto de sacerdotes, si bien no constituía la mayoría de la estructura eclesial en Cuba, sí representaba una importante demostración de que entre los clérigos de origen criollo durante el Conflicto del 68 hubo un sentimiento de compromiso con la independencia. Resulta lógico que fuera minoritario por los efectos de la secularización y el descenso del atractivo de la vida religiosa para los jóvenes cubanos de la segunda mitad del xix. Estas causas explican la brusca caída del número de ordenaciones nativas.
En otra posición de crítica al conflicto se ubicaron los colegios religiosos. Fortalecidos durante la reforma eclesiástica de 1852, consideraron la educación brindada por el clero regular español como un muro de contención ideológica frente a los sentimientos separatistas de los alumnos. Aunque esa aspiración no tuvo los resultados deseados, pues de aquellos centros escolares, de modo especial de los jesuitas y los escolapios, salieron numerosos mambises, como José Miguel Gómez y Donato Mármol.
De modo general los colegios religiosos se mantuvieron alejados del impacto provocado por las operaciones militares, pues la existencia de estos en el oriente del país era escasa. Sus aulas, dirigidas por peninsulares, fueron centros de repudio a la contienda, aunque esta propaganda conocería su máxima expresión durante la guerra del 95, pues en el período de «la tregua fecunda» arribó una nueva oleada de clérigos españoles como los carmelitas descalzos y los franciscanos.