Con estas palabras en boca de Jesús inicia Mateo el Sermón de la Montaña (Mt 5,3) según la versión ReinaValera, la más conocida entre nosotros. El original griego pone «μακάριοι οι πτωχοί τω πνεύματι»; lo cual en la Vulgata está traducido como «beati pauperes spiritu». La traducción castellana católica de Nácar Colunga pone «pobres de espíritu»; la Biblia de Estudio Dios Habla Hoy (2003), de las Sociedades Bíblicas Unidas, pone «dichosos los que tienen espíritu de pobres».
Ahora bien, ¿qué significa este «pobres en espíritu», «pobres de espíritu» o «con espíritu de pobres»? ¿A qué viene este énfasis en la pobreza? ¿Acaso quiere Jesús que todos seamos pobres?, ¿que tengamos necesidades?, ¿que pasemos hambre? ¿Necesitamos ser pobres para entrar al Reino de los Cielos? Empero, se hace una especificación: se alude al espíritu. ¿Cómo debemos entender esto? Al menos en castellano, «pobre de espíritu» se usa frecuentemente para señalar a una persona de cortos alcances, falta de empuje e iniciativa y, en ocasiones, con poca sal en la mollera, como diría Cervantes.
Investiguemos un poco más. La Traducción del Nuevo Testamento en Lenguaje Actual (TLA) que incluye la Lectio Divina (Sociedades Bíblicas Unidas, 2010) pone «Dios bendice a los que confían totalmente en Él, porque ellos forman parte de su reino». Ya esto se entiende mejor. Pero entonces, ¿por qué se decía «pobres en/de espíritu»?
» ¿Por qué los pobres?
La alusión a los pobres viene de la larga historia de opresión sufrida por el pueblo de Israel. No necesariamente se trataba de una clase social, si bien ciertamente muchos demasiados, en todo caso lo eran. Se trataba de los oprimidos, los humillados, los sufrientes, los enfermos, los humildes, los engañados. Los socialmente impotentes; los que no pueden cambiar nada. Eran los pobres de Yavé; los que solo de Él podían esperar algo.
Entendámonos. No es que la pobreza en sí fuera un mérito, ni que por el mero hecho de mendigar o pasar estrecheces ya se les abriera de par en par la puerta de los cielos. Ni por asomo. Se trataba siempre se trata, realmente de cómo se asume la pobreza, de dónde ponemos nuestra esperanza. No todo harapo cubre a un santo.
La prédica de los profetas tenía muy presente esto. Al anunciar el tiempo de la justicia, insistían en que quien en el infortunio hubiera permanecido fiel a Yavé, recibiría su merecida recompensa. Isaías (Is 29,19) dice: «Entonces los humildes crecerán en alegría en Yahwéh, y los pobres de los hombres se gozarán en el Santo de Israel.»
En la sinagoga (Lc 4,1718), Jesús lee: «El Espíritu del Señor es sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas á los pobres: Me ha enviado para sanar á los quebrantados de corazón; Para pregonar á los cautivos libertad, Y á los ciegos vista; Para poner en libertad á los quebrantados» (Is 61,1).
A los discípulos de Juan, Jesús les dice: «Id, dad las nuevas a Juan de lo que habéis visto y oído: que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres es anunciado el evangelio» (Mt 7,22).
» Pero, ¿es injusta la riqueza?
Jesús fue pobre. Con su «abajamiento» pues no vino a ser servido, sino a servir (Mt 20,28; Mc 10,45) no solo se hizo hombre, sino pobre. Hijo de un carpintero, hubo de nacer en condiciones difíciles, pues sus padres no encontraron lugar en alojamiento alguno cuando José fue a empadronarse en su ciudad. Fue pobre y emigrante cuando la Sagrada Familia debió huir a Egipto. Fue pobre cuando regresaron y vivieron en un pueblito sin mayor importancia. Durante su misión, no tenía dónde recostar la cabeza (Mt 8,20). La Iglesia misma nació pobre entre los pobres. El cardenal Roger Etchegaray decía que la renovación de la Iglesia siempre se ha hecho a través de la alianza con los pobres; que la Iglesia es el sacramento del Dios hecho pobre.
Pero ¿acaso Jesús odiaba a los ricos? Los evangelios no nos muestran un Jesús que odiara a los ricos. Algunos amigos suyos tenían buena posición. Se le reprochaba que comiera con publicanos (Mt 9,11; Mc 2,16), quienes tenían fama de vivir bien a costa de los impuestos. Se invitó Él mismo a cenar en casa de Zaqueo, hombre rico, quien en respuesta ofreció dar la mitad de lo suyo a los pobres (Lc 19,2). José de Arimatea era un hombre rico (Mt 27,57). Nicodemo pudo permitirse comprar 100 libras de una mezcla de mirra y áloe para la sepultura del Señor (Jn 19,39).
A Jesús realmente le preocupaba cómo la riqueza puede transformar a las personas, no la riqueza en sí. Le preocupaba la salvación de los ricos, más difícil que la de los demás (Lc 16,9; Mt 19,2124).
» El pobre evangélico
Los santos son personas como nosotros, pero que durante su vida terrenal supieron estar muy cerca de Dios. Para nosotros son modelos de conducta. Ahora bien, tenemos santos que no han sido pobres; los ha habido de buena posición, e incluso reyes. ¿Acaso hay una contradicción aquí? ¿Cómo lidiar entonces con esto de la riqueza?
La clave está en que el santo renuncia a aquello que le impide seguir a Jesús, a lo que le impide acercarse a Dios. Se pone sin reservas a su disposición. Y al hacerlo, experimenta que es de Dios. No es el ayuno por el ayuno; no es la pobreza por la pobreza en sí; no es el sufrimiento por el simple hecho de sufrir.
En buenas manos, la riqueza, o tan solo un buen pasar, pueden hacer mucho bien; en malas manos… no en balde nuestro papa Francisco nos advierte que el diablo se cuela por el bolsillo. Si con lo que tenemos, sea mucho o poco, podemos hacer el bien, magnífico. ¿No valía acaso inmensamente el óbolo de la viuda (Mc 12 4243)? Pero si lo que tenemos nos estorba en el empeño de seguir a Jesús, es mejor renunciar a ello (Mt 5,2930).
» ¿Una paradoja?
Por cierto, el pobre desde su pobreza ayuda al rico a llegar a Dios. ¡Vaya paradoja! Quien no tiene, da mucho más al que tiene.
Los profetas siempre insistieron en que el conocimiento de Dios está ligado a la práctica de la justicia y la defensa de los intereses del pobre. La justicia era esencial para Israel: «No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos. La justicia, la justicia seguirás, porque vivas y heredes la tierra que Yavé tu Dios te da.» (Dt 16, 920). Librado de la muerte del espíritu era el justo (Proverbios 10,2). Tanto más cierto era esto en tratándose de obrar justicia con el humilde. ¡Ay de quien no la observara, y lo desesperara hasta el punto de hacerle dudar de su Dios! No existía mayor pecador que aquel que, oprimiendo a otro, le hiciera renegar del Santo de Israel. No se libraría del juicio de Dios por más purificaciones y holocaustos que hiciera (Os 6, 6).
Jesús (Mt 25,45) va aún más lejos: quien no obró justicia con el necesitado, no la obró tampoco con Él.
» A modo de resumen
Regresemos al punto de partida y echemos de nuevo las redes, como las echó Simón Pedro confiando en la palabra de Jesús (Lc 5,5). Quizás ahora entendamos mejor el sentido de «Bienaventurados los pobres en espíritu».
Pobre de espíritu es aquel que se reconoce pobre ante Dios. Ese es el que tiene espíritu de pobre. Aquel que reconoce cuánto le falta para ser digno de que Él entre en su casa (Mt 8,8). Aquel que si es necesario, se despoja de todo cuanto le estorbe en el empeño de seguir a quien es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).