Civismo y Familia

La enseñanza de la Cívica siempre ha sido labor ardua, aunque a ojos profanos resulte fácil, y a casi todas las vistas, imprescindible. Las razones tienen que ver con las edades recomendadas para ello, bien tempranas, y que cuando hablamos de enseñar y de aprender en este caso no se trata de preparar a un chico para un examen o para aprobar una asignatura. Enseñar cívica, principios ciudadanos, valores sociales y patrios ―y que se apliquen cada día de la vida hasta el último de ellos― presupone un trabajo de orfebrería pedagógica y humana. Debemos diferenciar, desde el inicio de este artículo, a qué nos referimos con Cívica para no confundir una disciplina con otra; en segundo lugar, y para afianzar la opinión anterior, no a todo maestro está dado este, digamos, carisma, y que suele ser la familia el primer laboratorio cívico para el ser humano en su desarrollo como persona.

Cívica no es sinónimo de cultura política, de filosofía, de religión o de derechos y deberes ciudadanos, a pesar de que estas materias muchas veces toquen, calcen y complementen la Cívica. Cívica tiene que ver con el correcto comportamiento ciudadano, y por lo tanto, no es una idea, una emoción ni una creencia ideológica o religiosa. Es aprender una conducta individual y social orientada al bien propio, al de los demás y hacia la comunidad humana donde se nace o se pertenece. Conducta en el sentido más amplio, la preparación para una adecuada vida social mucho debe a un buen maestro, a un programa escolar bien pensado, a la práctica en la escuela y en el barrio de ciertos principios de urbanidad. Pero no es en estos sitios donde empieza y se gana -o se pierde- la batalla, sino en la familia. Veamos por qué.