¿Con quién casamos a Eugenia?

Hace aproximadamente cuarenta y tres años(1), mi profesor de literatura en el Preuniversitario de Marianao, Isaac Jorge Oropesa, nos hizo leer dos novelas de Honoré de Balzac: Papá Goriot y Eugenia Grandet. Isaac Jorge era, en secreto, pastor protestante, y, a la luz, un extraordinario profesor cuyas clases tenían el tono de una prédica religiosa, con la importantísima variante de que, durante las clases, Dios era felizmente sustituido por la literatura. Aquel hombre alto, sereno, nervioso, apasionado, de pelo blanco y rara elegancia, gozaba con enseñarnos literatura y, por tanto, lograba algo no siempre común entre los profesores de literatura: trasmitirnos ese gozo. Nunca nos dijo qué teníamos que leer. Bastaba ver cómo hablaba de Eugenio de Rastignac o cómo describía la comuna de Saumur, donde vivía Eugenia Grandet, para que corriéramos en busca de los libros. Nunca he olvidado la descripción que hacía de Balzac, escribiendo incansable de madrugada con un batón blanco. Tan así fue que, cuando años después leí el retrato de Teophile Gautier y la biografía de Stefan Zweig, sentí que, de algún modo, ya el personaje Balzac era viejo conocido para mí. Debo reconocer, sin embargo, que mi profesor nos contó dos anécdotas que me han marcado hasta hoy y que de algún modo me dieron la clave de lo que era, o debía ser, la literatura, o mejor dicho la realidad frente a la literatura. Ignoro si son anécdotas auténticas o apócrifas. En cualquier caso, me da lo mismo, puesto que de lo que se trata es de la autenticidad de lo apócrifo. Contaba Isaac Jorge que en cierta ocasión, mientras escribía Eugenia Grandet, hablando de política con un amigo (quizá hablaban de las «Tres gloriosas», o de Luis Felipe, el rey burgués), zanjó la conversación exclamando: «Bien, volvamos a la realidad, ¿con quién casamos a Eugenia?». La segunda anécdota se remonta a su lecho de muerte, en el que un delirante Balzac solicitaba la presencia del doctor Horace Bianchon, según el novelista, el único capaz de salvarlo de la muerte.

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Pero antes de ese encuentro con Balzac y la verdadera realidad, habían sucedido otras cosas. Si cierro los ojos, soy capaz de volver, con asombrosa nitidez, a la tarde en que mi madre me compró el libro que comenzaría a cambiar mi vida de manera definitiva. Yo tenía siete años, es decir que puedo precisar que estoy hablando de una tarde de 1961. La certeza de la fecha tiene que ver con que yo vivía esos días con una exaltada alegría porque mi hermano estaba a punto de nacer. Por alguna razón que no recuerdo, no había clases ese día, quizá era domingo y por tanto íbamos a casa de la abuela. En el camino un anciano muy anciano vendía cómics y libros baratos que había dispuesto en el suelo, sobre una manta azul. Nos detuvimos un instante. Me llamó la atención un pequeño ejemplar con tapas rústicas, de cartón. En la portada se podía ver una lámpara, seguramente maravillosa, porque de ella escapaban, entre humos, una luna, algunas estrellas y un caballo volador. El título castellano tenía algo claro y oscuro al mismo tiempo, fácil y misterioso, y prometía aún más misteriosos encantos: Las mil y una noches. Mi madre me compró el libro que costó un peso con veinte centavos, suma irrisoria si se tiene en cuenta las consecuencias de la transacción. El librito no llegaba a las doscientas páginas. Solo luego, algunos años más tarde, supe que se trataba de una versión muy concentrada del original, tres tomos de casi mil páginas cada uno. También supe al cabo del tiempo que la traducción correspondía a un autor muy famoso en los primeros años del siglo xx y que ya nadie lee, Vicente Blasco Ibáñez, a quien entonces mi madre admiraba por una novela que había disfrutado, Sangre y arena, llevada además a la pantalla, primero por Rodolfo Valentino, y luego por Tyrone Power acompañado de Rita Hayworth. Es muy difícil explicar aquí lo que aquel librito me produjo para siempre, hasta este mismo instante en que nos encontramos. Para ser más preciso: si estoy hablando aquí, frente a ustedes, es porque un día comencé la lectura abreviada de Las mil y una noches. Digo que es difícil, aunque quizá no lo sea tanto si apelo a la imaginación, a la pueril imaginación de cada uno de ustedes, ese niño inevitable y conveniente que persiste en cada uno de nosotros. Un gran poeta francés, Charles Baudelaire, y otro gran poeta austrohúngaro, Rainer María Rilke, decían, con distintas palabras, que la verdadera patria del hombre se hallaba en su infancia, que todo lo que un hombre llegaba a ser estaba en su infancia. En todo caso, puedo jurar que nunca se ha borrado de mi imaginación aquel mundo donde los caballos eran de ébano y volaban sobre ciudades con nombres prodigiosos, como Bagdad; donde los niños encontraban falsos tíos malvados y lámparas que, al ser frotadas, hacían aparecer genios que convertían los milagros en verdad; donde un marino recorría mares extraños y vivía aventuras tan peligrosas como extraordinarias. Historias literalmente fabulosas. Fábulas que poblaban la realidad, la enriquecían, la convertían en algo múltiple, variado, recóndito, de innumerables resonancias, como si la vida no terminara en la vida, como si todo continuara más allá. Como si el paisaje contemplado a través de la ventana abierta, se hiciera aún más diáfano y hermoso con la ventana cerrada. Es muy gratificante mirar un paisaje, un bosque, una playa, una montaña a través de una ventana abierta; pero es sin duda mucho más gratificante mirar, admirar un paisaje a través de una ventana cerrada. Con aquella versión abreviada de Las mil y una noches, comencé a descubrir que existían mundos paralelos al mundo real. Entonces fue un hallazgo definitivo. Luego, a medida que exploraba mi espacio, y esos otros espacios de la imaginación y la literatura, logré que el hallazgo armonizara a la perfección con un verso de Paul Eluard: «Hay otros mundos, pero están en éste; hay otras vidas, pero están en ti». Sin embargo, de mis ocho a diez años, aquel descubrimiento era algo informe o impreciso o era solo una sensación inexplicable. Quiero decir, se abría un mundo de posibilidades aunque yo no supiera con exactitud el verdadero alcance de esas posibilidades. Me pasaba un poco lo que a Cristóbal Colón, que descubrió América pensando que llegaba a la India. Y, por encima de esa revelación de mundos paralelos que iluminaban mi mundo real, provocada por Las mil y una noches (y que no es poco), hubo otra que me parece aún más importante y tiene que ver con la salvación de Sheherezade. Sin duda todos sabemos aquí la razón de que aquella mujer se dispusiera a contar y contar y contar cuentos interminables, cuentos que se enlazaban unos con otros, una verdadera sucesión de historias muy semejante a esos ámbitos creados por espejos que multiplican infinitamente las imágenes o semejante a esas muñecas rusas que tienen dentro otras muñecas rusas y otras muñecas rusas, cada vez más pequeñas aunque no menos rusas. De cualquier modo, recordemos el suceso conflictivo que da origen a esa colección extraordinaria de narraciones. Les ruego que recuerden que el sultán persa Shariar, que al parecer sufría alguna especie de misoginia, desposaba cada día una virgen a la que al día siguiente ordenaba decapitar. Cuando llegó el turno de Sheherezade, ya tenía el horrendo número de tres mil decapitadas. Una vez en la cámara real, Scheherezade le pidió al sultán el poder dar un último adiós a su amada hermana. Al acceder a su petición y encontrar a su hermana, como secretamente había planeado Scheherezade, le comenzó a narrar un cuento durante toda la noche. Mientras Scheherezade narraba, el rey permaneció despierto, escuchando con asombro e interés la primera historia, al final le pidió otra, pero Scheherezade le dijo, con suficiente malicia, que no había tiempo pues ya estaba amaneciendo y debía ser decapitada. Entonces, él decidió perdonarla esa vez, pues la historia por venir al día siguiente parecía algo mucho más emocionante y atractiva que la anterior. Y así, transcurrieron mil y una noches y Sheherezade salvó su vida. Admirable. Enormemente admirable. Sheherezade salvaba la vida. De paso, gracias al hecho de contar una historia, salvaba la vida de todas las otras doncellas que aún no habían sido convocadas al lecho del sultán.

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Un vecino al que llamábamos Padrino, un madrileño que era dueño de las casas donde vivíamos en torno a un patio mariananese, por detrás del Instituto de Segunda Enseñanza, tenía una colección casi completa de National Geographic Magazine, además de otra colección, más completa aún, de Selecciones del Reader’s Digest. En uno de aquellos números, se hacía un recorrido por la costa del estado norteamericano de Oregon, y se hablaba de una ciudad llamada Florence, que pacíficamente miraba al Pacífico. Fue, hasta donde sé, la primera vez que sentí aquella imperiosa necesidad de estar en otro sitio, e incluso algo más violento, la necesidad de haber nacido en otro sitio. Una ciudad pequeña, de la que nunca había oído hablar, costera, con hermosísimos acantilados, con casitas de madera (lo que luego supuse podría llamarse «cottage», dos plantas, techo a dos aguas útiles para la nieve), jardincitos, chimeneas y ventanas acristaladas… Muy próximo a la ciudad, se decía en la revista, había un parque nacional, con sequoias, ciervos, alces y pájaros extraños. Fue la primera ocasión en la que pensé en el raro destino de nacer en un lugar y no en otro. Por supuesto, no lo pensé así, como lo expreso ahora, con el sustantivo destino que supongo no entendía entonces, puesto que ni ahora mismo, a punto de cumplir sesenta años, lo acabo de entender muy bien. ¿Por qué entre tantos rincones, parajes, ciudades, países había tenido yo que nacer en La Habana? ¿Por qué tantos millones de personas que habían nacido en lugares con cuatro estaciones, con nieve y ríos, grandes ríos en cuyas orillas crecía el huckleberry, mientras mi familia y yo habíamos sido destinados a La Habana? Entre las anécdotas que mi madre suele contar sobre mis locuras infantiles, se halla la de mi pregunta: ¿por qué somos cubanos? Ella, siempre tan paciente, respondía: «Porque nacimos en Cuba» Yo continuaba en la brecha: ¿Y por qué nacimos en Cuba? Porque aquí vivimos. ¿Y por qué aquí vivimos? Porque tus bisabuelos, que eran españoles, vinieron en busca de mejor vida. ¿Qué quiere decir mejor vida? Ella, por supuesto, siempre tan paciente, perdía la paciencia y yo dejaba de preguntar, lo que no quiere decir que tuviera aún muchas preguntas pendientes.

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Mi abuela paterna, a quien nombramos la Niña Ibáñez hasta su muerte con 87 años, tenía un álbum confeccionado con las postales que publicaba los cigarros Susini. Era una edición de 1925. Conservé ese álbum hasta mi salida de Cuba. En él había páginas dedicadas a todos los países reconocidos entonces. Me fascinaban aquellas fotografías envejecidas, color sepia, donde se veían los paisajes más exóticos, aunque debo aclarar que para aquel niño que yo era entonces, hasta una foto de Santiago de Cuba podía constituir lo «más exótico». No terminaba de pasar sus páginas. Me detenía en países cuyos nombres me resultaban evocadores, Besarabia, Mesopotamia, Siam, Abisinia…, me sobrecogía la bandera roja con la esvástica del Tercer Reich, me fascinaban los palacios venecianos… Por esos años, me compraron un atlas y se inauguró en mi mente, es decir en mi mundo, la literatura de viajes. Luego, con el tiempo, ese malestar con Cuba, ese no querer haber nacido en Cuba, encontró su «definición mejor», su justificación (vamos a decir) histórica, su razón política, pero entonces, cuando tenía seis, siete años, por supuesto yo nada sabía de revoluciones, ni de las pesadillas de las revoluciones, de la historia, esas pesadillas de las que inútilmente se quisiera despertar. Hubiera preferido haber nacido en un país de grandes ríos y valles, de montañas nevadas, por nada, por gusto, acaso por una especie de primitivo esnobismo, o tal vez por una rara premonición, porque, como dice Alfonso Reyes, «cuando la piedra de la onda viene en camino, algo, que es mineral en nuestra carne, la presiente por imantación».

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En 1989 llegué a una pequeña ciudad llamada Sassari, en una pequeña isla del Mediterráneo llamada Cerdeña. Iba como lector de español a la universidad de esa ciudad de provincia. Era enero. Había un frío intenso, aunque, como comprenderán, para un cubano cualquier frío es intenso. Llovía y llovía, todo el tiempo. No paraba de llover. Tuve que ir a vivir solo, a una vieja casa de campo, a doce kilómetros de la ciudad, entre tierra rojiza y rodeada de vides. Alguna vez, en las tardes, pasaba una recua de ovejas, guiadas por un pastor. Los primeros días sentí que había nacido para estar allí, en aquel campo, lejos de la ciudad, con el hogar encendido, mirando caer la lluvia a través de los cristales de la ventana. Un lado mío quería ser europeo y aborrecía el calor, y admiraba los paisajes italianos, se sentía extraordinariamente bien dispuesto. Al cabo de quince días, sin embargo, estaba yo desesperado. Echaba de menos el bullicio de mi barrio de Marianao, en las afueras de La Habana. Echaba de menos el calor. Aborrecía aquella lluvia fina, interminable, que se escurría hacia cada rincón, provocaba una sensación de frío que nada lograba disipar. Aquella llovizna en nada recordaba a los aguaceros terminantes y turbadores de mi ciudad, aquel abrirse el cielo en relámpagos y estallar en una lluvia poderosa y magnífica. Me sentí solo y desesperado. Y fue allí, en aquel viñedo retirado de Sassari, que comencé a tomar notas sobre mi infancia, sobre las personas que la poblaron. Estructuré una historia. La historia de un patio, como el de mi infancia, cercano al cuartel de Columbia, donde vivían varias familias. Lo llené de árboles y de estatuas, como el patio de la casa de mi abuela. Uní el patio de mi casa con el patio de mi abuela, los fundí en un solo gran patio al que llamé la isla. Como si fuera Dios, creé personajes. Cada uno estaba tomado de muchos de aquellos seres reales que habían estado en mi niñez. Un gesto, una sonrisa, una palabra, cualquier cosa me servía para elaborar esas personas que luego comenzaron a cobrar vida en las páginas de una novela que titulé Tuyo es el reino. La estructura de la historia, debo reconocerlo, me provocó múltiples satisfacciones. Encontrar la estructura, la forma y con ella el sentido de una novela puede ser tan difícil y sugestivo como construir un puzzle, el puzzle de la propia vida. Y es que la vida ofrece una serie de fragmentos, un desorden, un caos al que, como aquel demiurgo de la Biblia, es preciso intentar ponerle fin. Como si dijéramos: Fiat lux. Cada libro es la búsqueda y el hallazgo de una forma, que se desenvuelve en un proceso implícito en la sustancia de símbolos, tendencias, personajes, imágenes, materia más o menos consciente de un relato posible que es su materia prima y que, una vez terminado el libro, no podría ni separarse ni distinguirse de lo que algunos se encaprichan en llamar el contenido, porque no es otra cosa que su integración, su organización y, como resultado, ya están unidos indisolublemente en un objeto nuevo, sui géneris, una sucesión singular e irrepetible de palabras. ¿Por qué estamos en la tierra? ¿Para qué hemos nacido? ¿Cuál es el principio y el fin de nuestra vida? Todo eso para lo que no tenemos respuestas precisas. Y si las tenemos es solo a condición de una gran fe, es decir una creencia, no exactamente una certeza. Cuando estructuré Tuyo es el reino, el ámbito de mi infancia cobró sentido de inmediato. Tuvo un principio, un desarrollo, un fin. Todo adquirió una lógica interna que mi verdadera infancia no parecía tener. Allí estaban explicados todos mis miedos, mis alegrías, mis angustias, mis deseos, mis ambiciones y mis renuncias. En los días lluviosos de Sassari, condenado al encierro de mi casita de campo, empecé a otorgarle una armonía a lo que, en apariencia, había carecido de ella. Comenzaba a crear una realidad a partir de otra realidad. Borraba lo que había sido para erigir lo que yo quería que fuera. Y entonces pequeños sucesos adquirían un carácter mayor, diferente, una importancia nueva. El nuevo sistema de símbolos de lo que yo pretendía que fuera mi libro, adquiría otro modo de expresarse. El entorno cerrado del patio quería reproducir el entorno cerrado de la isla. El laberinto por el que se perdían los personajes, pretendía buscar una correspondencia con lo que vivíamos entonces, aquel laberinto de un mundo nuevo, históricamente nuevo, que no sabíamos a dónde conduciría.

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Sé muy poco sobre casi todo, pero puedo asegurar que desde mi adolescencia y, por no sé qué extraña y maligna razón, quería ser escritor, tenía la certeza de que habría sido preferible haber nacido en cualquier otra ciudad. Otra ciudad que no fuera La Habana. Tenía entonces un atlas del mundo, grande y exhaustivo, algunos de cuyos mapas, cuando se desplegaban, cubrían la superficie de la mesa. En las tardes, me sentaba a mirarlo, a recorrerlo, a estudiarlo. Me dejaba atraer por nombres exóticos de ciudades muy distantes, no solo por la geografía, sino también por la cultura: Estambul, Abidjan, París, Valparaíso, El Cairo, Asunción, Singapur, San Francisco… Y las imaginaba. Cualquier ciudad, la más exótica y lejana, hubiera sido mejor que La Habana, a pesar de que La Habana (si atendemos a eso que se llama realidad) era la única y aproximada verdad, aquella en la que estaba, la que podía caminar hasta el cansancio. En esos años, sentía que odiaba mi ciudad. Odiaba su luz (demasiado intensa), su calor (siempre excesivo), su parsimoniosa desesperación. La odiaba tanto como la admiraba. ¿Debo explicar la contradicción? Tal vez no haga falta. Debe pensarse en casi todo cuanto uno odia, y en casi todo cuanto uno ama. La realidad de los sentimientos parece siempre más complicada que la realidad de las cosas. En cualquier caso, yo habría querido nacer en otro sitio, vivir en otro sitio. Como no podía escapar realmente, descubrí que podía escapar con la imaginación, lo cual tenía sus ventajas. Es decir, si leía y escribía comenzaba una huida, un viaje, un exilio que no era impuesto, al que nadie obligaba, que podía ser cuidadosamente escogido. Leer a Joseph Conrad, por ejemplo, me permitía refugiarme en Borneo, en Patusán, aun cuando Patusán fuera una región imaginaria. Si leía a Balzac, me enfrentaba con París, como ese atractivo joven llamado Eugenio de Rastignac. Si leía a Sherwood Anderson huía a un pequeño pueblo, también ilusorio, llamado Winesburg, en Ohio. De modo que pronto me percaté de que escribir, o disfrutar de lo que otro había escrito, implicaba siempre y de algún modo un destierro, un confinamiento, un estar donde no se estaba. Comenzaba a entender qué significaba lo que había querido decir Rimbaud con «la vraie vie estailleurs» («la verdadera vida está en otro lugar»). De manera que creo entender que la distancia, el éxodo, la ausencia, el exilio, en suma, es algo que tiene que ver con la condición del escritor. Quizá cuando se abandona el país donde se ha nacido, ya se ha ido abandonando antes, poco a poco, por sucesivos y cada vez más categóricos alejamientos. Una cosa es lo que significa para el señor Estévez abandonar el país de origen; y otra muy distinta lo que significa para el escritor Estévez abandonar el país de origen.

Vista de La Habana.

Vista de La Habana.

El señor Estévez, que se siente natural de un lugar, que es habanero, marianense para más señas, añora ciertos paisajes, ciertos olores, ciertos sabores, ciertas sensaciones. Pero el escritor Estévez no se siente de un lugar. O mejor dicho, se siente de muchos lugares y, muy en primer lugar, de los que se hallan encerrados en sus libros y en su imaginación. Ahí, en sus libros y en su imaginación, está su patria. La verdadera. Lo demás, es un invento de los políticos, o para ser más preciso, del poder. La ausencia, la añoranza, la carencia del señor Estévez es la posibilidad literaria del escritor Estévez. Abandonar La Habana, perderla para siempre, significó descubrirla desde otra dimensión. La Habana perdió definitivamente su condición de ciudad real para convertirse en tierra de la imaginación, semejante al Patusán de Conrad, al Winesburg de Anderson, al Yoknawpatawpha de Faulkner, a la Comala de Rulfo, a la Dublín de Joyce, a la Macondo de García Márquez. Al dejar de pertenecer a la realidad real, por decirlo casi con una tautología, adquirió otra realidad mayor, la realidad que tenían las ciudades lejanas (imaginadas) del mapa de la infancia. Es entonces, cuando se han abandonado ciertos panoramas, ciertos días y ciertas noches, ciertos sabores y ciertos olores, ciertas alegrías y ciertas angustias, cuando se está en condiciones de recordar, de invocar, de escribir. Era acaso, entre otras cosas, lo que quería decir Horacio Quiroga en su Decálogo del Perfecto Cuentista cuando recomendaba: «No escribas bajo el imperio de la emoción, déjala pasar y evócala luego». Pensemos: si Marcel Proust hubiera estado en Combray con su tía Leoncia, ¿qué necesidad habría tenido de mojar en el té una magdalena? De haber estado Proust en Combray ¿semjante sabor no había despertado esa avalancha de recuerdos que conforman una de las obras más grandes de la literatura de todos los tiempos? Como dice Elías Canetti en Auto de fe: «Sólo en el exilio uno llega a ser por completo lo que se era; habría que vivir en varios exilios sucesivos; ser visto en todas partes como extranjero, no muy deseado, forzado a aprender en todas las edades de la vida; así se podría llegar gradualmente de verdad a ciudadano del mundo.» He comenzado diciendo que, de adolescente, tenía la certeza de que habría sido preferible haber nacido en cualquier otra ciudad que no fuera La Habana. Ahora, después de haberla abandonado (probablemente para siempre) es cuando he terminado de percatarme de lo que significaba mi ciudad y de lo que significó vivir en ella. La lejanía provocó la cercanía. La literatura es así de caprichosa. Y de paradójica. En el año 2000 decidí abandonar definitivamente La Habana y radicarme en Barcelona.

Fue una decisión difícil. Rectifico: fue una decisión extraordinariamente difícil. Aquí habrá que hacer una pequeña explicación para que se entienda el uso del adverbio. ¿Por qué fue extraordinariamente difícil aquella decisión? En la lógica del mundo, y no solo del mundo en que vivimos, ir a vivir a otra ciudad, a otro país, nunca debiera ser un asunto terrible. Hemingway vivió muchos años en París y en La Habana. Joyce vivió en Trieste y en Zurich. José Saramago vivió en una isla española. Son solo tres ejemplos y nada hay de excepcional en ellos. Sin embargo, para un cubano posterior a 1959, salir de Cuba tenía algo de definitivo, de trágico, de irreversible. Salvando las convenientes distancias, se asemejaba más a la huida de los escritores e intelectuales españoles después de la Guerra Civil, o de muchos escritores judíos alemanes durante la segunda Guerra Mundial. Era casi partir para siempre. Dejarlo todo atrás para no regresar, como si condenaras la puerta de tu casa y echaras las llaves al fondo del mar. Cuando llegué a Barcelona tenía una fuerte sensación de pérdida. Un escritor puede tener una serie de estímulos que en muchos casos se afincan en su realidad más cercana. Cierta luz, ciertos paisajes, ciertos olores, ciertas noches, ciertas felicidades y angustias. De ellos se alimenta, ellos forman parte de sus obsesiones. Sentir que todo eso desaparece de repente, puede resultar muy doloroso. De pronto, en un piso de Barcelona, lejos de mi casa, de mis libros, de mis afectos y desafectos, pensé que no podría escribir nunca más. No es extraño que un escritor se sienta paralizado. Al fin y al cabo, como aprendimos del apóstol Tomás, el camino de la fe está lleno de dudas. Pero mi sensación era más profunda y tenía al fin y al cabo que ver con el desarraigo. Entonces, como un modo de salvación, pensé que debía hacer una recopilación de leyendas habaneras. Comencé a investigar. Leí leyendas. Pensé en leyendas. Y poco a poco, como si frotara una lámpara maravillosa, comenzaron a reaparecer los olores, los colores, las luces, las sombras, los rincones de mi ciudad. Y las leyendas comenzaron a trocarse en experiencias personales, el asedio de las experiencias personales que buscaban acomodo, que despertaban y buscaban su lugar en la página escrita. Fue así que escribí Inventario secreto de La Habana. De una ausencia nació una presencia. De un desarraigo nació un arraigo. Mi ciudad volvía a ser mía, de otro modo mucho más definitivo.

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Hacia 1968 José Lezama Lima escribió unas bellísimas páginas tituladas «Confluencias», tan felizmente insólitas, tan inquietantes que nunca he sabido con exactitud si conforman un cuento, un ensayo, un fragmento de memorias, o incluso todo eso a la vez. Habla en ellas del cuartel de Columbia, de la noche, del miedo, de la aparición de la mano dentro de la noche, la «otra mano», la «otra palabra» que formaban para él un «continuo hecho y deshecho por instantes». Allí decía: «lo que se oculta es lo que nos completa», es «la plenitud en la longitud de la onda».

En esas páginas regresaba Lezama a su infancia, a los inicios de la república, cuando el cuartel fundado por los norteamericanos era apenas un espacio civilizado acorralado, por el monte Barreto, difícil camino hacia el mar, que se abría a solo unos kilómetros. Muchos años después, sin embargo, y siendo yo un niño, volvía a repetirse el espanto narrado por Lezama. En el mismo lugar, en el mismo cuartel, más de cuarenta años después. También yo esperaba la noche con «innegable terror». Entonces todo era igual y, por supuesto, enormemente diferente. El monte había perdido densidad, cierto, y se habían construido algunas casas y avenidas lujosas. No había mulos fajados que bajaran con paso seguro hacia el abismo. Casi no había mulos, casi no había abismos. Las filas de jeeps habían sustituido las recuas. Mi padre no era ingeniero, mucho menos coronel. No vivíamos en una de las casonas que se alzaban dentro de los límites del puesto militar. Y en las postas, habían dejado de escucharse los «¡Quién vive!»; ahora quizá las preguntas eran otras, más expeditas, menos castizas, mucho menos aristocráticas. Mi padre era soldado del Cuerpo de Señales, adjunto al Estado Mayor General; vivíamos en una pequeña casa, con patio alargado, a dos pasos del campamento. Mi abuela y mi tía, en cambio, sí vivían dentro de los límites cuartelarios, y para llegar hasta ellas había que recorrer una gran extensión de árboles gigantescos, bajo cuyos densos ramajes brillaban los cocuyos, y se alzaba el otro brillo temible de numerosas estatuas. No era el mismo cuartel de Columbia de los tiempos de Lezama Lima. He dicho que habían pasado más de cuarenta años desde la niñez temerosa del autor de Paradiso; debo agregar: años de frustraciones, incredulidades y letargos. No obstante, la noche, así como el terror a ella asociado, parecían continuar con idéntica intensidad. Durante el día, lo recuerdo bien, yo jugaba y me perdía entre los árboles. La enorme arboleda (un bosque para la pequeña estatura de mi mirada) que conducía hasta la casa de la Niña Ibáñez, se convertía en diversos lugares fabulosos: la jungla negra de Sandokán, la isla misteriosa de Cyrus Smith, el apacible pueblecito de Tom Sawyer, a orillas del Mississippi. Pero en cuanto comenzaba a ponerse el sol y las sombras de las estatuas se alargaban, desaparecían entre las sombras de otras sombras, y el silencio del día, el silencio de siempre, se acrecentaba y transformaba para insinuar misterios distintos, comenzaba yo a sentir que se esfumaban los paisajes de mis libros preferidos, para dar paso a un único espacio de miedo, un muro enorme, infranqueable para mí, accesible para una realidad amenazante, terriblemente peligrosa, que se acercaba y se acercaba cada vez con mayor agresividad. Regresaba yo a mi casa, o a la casa de la Niña Ibáñez, sin correr, fingiendo serenidad. Sospechaba que si corría, si mostraba miedo, se desatarían las fuerzas del peligro, que este dejaría simplemente de ser eso, peligro, es decir, que abandonaría su condición de posibilidad. Y subía las estrechas escaleras con calma disimulada, tocando las paredes con ambas manos, como si tratara de constatar que todo continuaba en el mismo sitio, con idéntica textura, que la realidad continuaba siendo la misma. En lo alto, rodeada por la oscuridad de la arboleda, la casa, con las ventanas abiertas de par en par con el propósito infructuoso de recobrar alguna brisa, parecía levantarse en el aire, en la pura nada. Casa que flotaba sobre negruras y presagios, aunque, por suerte, desde la ventana del fondo, lograba distinguirse la luz, roja o vinosa, de la linterna del Obelisco.

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El 4 de septiembre de 1858, el novelista Gustave Flaubert escribe una carta a la escritora Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, quien vivía grandes angustias. Suponemos que Flaubert quiso darle consuelo y escribió: «El único modo de soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua». Alrededor de treinta años después, el simbolista francés Stephen Mallarmé igualmente concluyente, dijo: «Todo termina en un libro». De igual opinión participaba Karen Blixen, la famosa Isak Dinesen: «Todas las penas pueden soportarse si se convierten en historia». En un libro que siempre disfruto, Diccionario de las artes, el escritor español Félix de Azúa cuenta que en los trenes que llevaban a los judíos a los campos de exterminio durante el totalitarismo nazi, hacinaban a estos en vagones repletos, herméticamente cerrados. Solo había un pequeño respiradero en el techo de los vagones. Alzado por los otros, uno de esos judíos se asomaba a ese resquicio, contemplaba el paisaje, e iba contando cuanto veía al paso del tren. El resto, los hacinados, cerraban los ojos e imaginaban el espectáculo de los campos gracias a la descripción del oteador.

Y añadía Félix de Azúa: «Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón, era la fuerza que alzaba y soportaba al vigía, y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las verdades y relatos no eran, por tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la veracidad de lo que aparece en cada momento». Usemos este excelente ejemplo, para concluir que escribir es cumplir un rito que entraña muchas cosas, entre ellas la salvación. Como en los pactos diabólicos, el universo de la escritura exige la entrega del alma. Escribir es dispersar palabras que propicien recuerdos y, por tanto, conjuren la aparición de un mundo nuevo que de algún modo reorganice, rectifique y le otorgue una luz especial a nuestro mundo de todos los días. O lo que es lo mismo, escribir es un intento de dar a los hechos, a las cosas y a los hechos la fijeza de la eternidad. «Instante, detente, eres tan hermoso», decía Göethe en el Fausto. Cada vez que un hombre se pone a escribir, tiene la pretensión de encerrar en esas páginas un universo. Cada libro pretende reclamar para su existencia un mundo que esté más allá de la muerte y que triunfe sobre ella. Cada escritor propone un objeto exterior, concreto y sólido, y sabe que ese mundo, rescatado del caos, es lo único de sí mismo que habrá podido precisar. No sé si al escribir habremos ganado la partida al sultán persa que a cada uno nos acecha. En todo caso, es casi seguro que ya casi no hablamos de Luis Felipe, el rey burgués. Nos sigue inquietando, en cambio, con quién casamos a Eugenia.

Nota:

1. Texto leído en un homenaje que se le ofreció al autor en la Cátedra Luis Cernuda, de la Universidad de Sevilla.