En conversaciones con un buen amigo, de mente excepcionalmente brillante, pero obsesionado con la cientificidad de todo, he podido constatar el auge de ideas tales como la negación del libre albedrío, al cual se busca relegar como un asunto del oscurantismo y de las religiones, siempre ajenas a los postulados científicos. La concepción de un universo caótico donde impera el azar y todo depende de la estadística —presentar, al menos como una hipótesis de trabajo, la posibilidad de que este universo tenga un sentido—, es algo rechazado sin más como anticientífico. Continuando en esa dirección se arriba a la desesperanzada convicción de que este universo no tiene ningún sentido. De más está decir que tal visión es cualquier cosa menos alegre y optimista.
Ante la imposibilidad de que las ciencias factuales puedan hallar y justificar un sentido y una finalidad a este Universo —entiéndase que ello no es una deficiencia, sino que no es tarea de estas ciencias— muchos se sienten movidos a descartar sin más tal posibilidad. Otros, en cambio, se empeñan en probar que existe una finalidad, pero negando cuidadosamente que alguna voluntad (léase Dios) se halle tras ella.
Si solamente se tratara de esto, quizás no deberíamos preocuparnos. Ciertamente, no es de esperar que todo el mundo coincida con nuestra visión de las cosas y, en fin de cuentas, podría pensarse que solo se trata de una postura filosófica. Decidir si este Universo tiene sentido, y cuál podría ser este, ha sido tarea del ser humano desde los comienzos de la racionalidad. Innúmeras religiones y filosofías han debatido, debaten y debatirán este tema. »
¿A qué preocuparnos?
En ese orden de cosas, como diría un conocido comentarista de televisión, me vienen a la mente otras cuestiones, que si bien a primera vista parecen no estar relacionadas con este asunto, ciertamente lo están. Y en su conjunto, si se llevan al extremo, sirven de apoyatura a concepciones que pueden resultar peligrosas, como espero hacer ver más adelante. Estas líneas buscan una reflexión sobre estos temas.
» La ciencia, solo la ciencia
Pretender que solo tiene validez lo que puede ser demostrado implica que cosas como la moral y la ética quedan fuera, nos advertía el Papa Emérito en una de sus conferencias. Puesto que ambas son necesarias en una sociedad civilizada, tal consideración al menos debería hacernos razonar con más cuidado, y sin apresuramientos.
Podríamos añadir de nuestra cosecha que la compasión, el amor y el sentido de la justicia son otras cosas difícilmente medibles, pesables o contables; tanto menos predecibles. ¿Cuánto pesa la belleza? ¿Qué densidad podría tener un pensamiento? La propia ciencia tiene límites; hay cosas que jamás podremos saber. Nada sin medida (Medén áneu métron), decían con razón los antiguos. Los extremismos no son convenientes.»
¡No existe el libre albedrío!
Por libre albedrío entendemos la concepción según la cual una persona puede elegir y tomar libremente sus propias decisiones.1 Este concepto ha sido tema de debate durante prácticamente toda la historia de la filosofía.
Muchos filósofos niegan rotundamente su existencia. Entienden que todas las decisiones resultan condicionadas de alguna manera por las circunstancias, la idiosincrasia, el trasfondo cultural, la experiencia, etc. y en consecuencia no son, no pueden ser, enteramente libres. Otros opinan que esto no es tanto así. También se debate actualmente el tema en el mundo científico (la Biología, las Neurociencias, la Física). En ocasiones los argumentos de una y otra parte dan la impresión de que se intenta dividir un pelo por la mitad, de tan exquisitos que tratan de ser.
Para el mundo ortodoxo y el catolicismo,2 entender el significado del libre albedrío es fundamental desde el punto de vista de la moral. Todo se resume en una sola pregunta: teniendo conocimiento de qué es lo correcto y qué no lo es, ¿somos capaces de escoger entre el bien y el mal?
Entendámonos. Está claro que toda decisión resulta siempre mediada hasta cierto punto por la realidad de la existencia concreta del individuo. Nadie existe fuera de una realidad temporal, de una cultura, de un medio, de sus genes. Y es precisamente esa situación particular y concreta del ser humano en la cual él obra, la que nos interesa. No nos referimos al caso de un loco, de un infeliz enfermo privado de sus facultades mentales. Y tampoco nos interesa un ejercicio teórico, sino la actuación del ser humano ante Dios.
Aceptar esto implica que somos responsables por nuestras acciones. No por gusto el Credo nos hace reconocer que hemos pecado mucho por medio del pensamiento, la palabra, la obra y la omisión.
No solo nosotros creemos en la responsabilidad individual. La sociedad civil también asume que sí somos responsables de qué hacemos y qué no hacemos. No me parece que en un tribunal sirva de mucho —salvo en el caso ya mencionado de un alienado— argumentar filosóficamente que no puedo tomar decisiones libres y conscientes, que no puedo escoger entre obrar bien y obrar mal; que mi decisión no está —al menos totalmente— en mis manos, y en consecuencia no soy responsable ni culpable de nada.
Ahora bien, teniendo antes de obrar —o no obrar— todo el conocimiento de qué es correcto y qué no, ¿de cuántas cosas debería sentirme libre entonces para afirmar que estoy en condiciones de tomar una decisión verdaderamente libre, que no resulte condicionada? ¿De mis circunstancias, de mi cultura, de la experiencia, de la ley de gravedad? ¿De qué? ¿Debería acaso el ser humano dejar de ser tal cual es? ¿Debería no existir en su realidad concreta? Una pregunta se impone: ¿hasta dónde se quiere llegar con esto? ¿Hasta evadir la responsabilidad por los propios actos?
Disminuir la percepción de la responsabilidad no es buena cosa. En palabras del entonces cardenal Ratzinger, hoy Papa Emérito: «Entonces resulta que la medida del hombre no es el bien o el mal, sino la capacidad. Lo que es capaz de hacer». Nuestras certidumbres serán entonces solo las que nos dan la ciencia y la tecnología asociadas. Todo lo demás resulta falso, infundado. Los temores que puedan surgir ante esta postura se atribuyen a consideraciones morales trasnochadas. Sin embargo, también el humanismo ateo y el simplemente agnóstico hablan de límites morales, como la crítica de los experimentos nazis con prisioneros, el rechazo a la creación de armas bacteriológicas o la denuncia de las armas atómicas. »
Pero, ¿y la lógica?
Si vamos a tomar en serio el hilar tan fino en lo tocante al libre albedrío, podríamos encontrarnos algunas sorpresas. Supongamos por un momento que no puedo tomar decisiones libre y conscientemente. Bueno, es complicado, porque si realmente no puedo tomar decisiones totalmente libres y conscientes, tampoco podría —conscientemente al menos— hacer tal suposición; pero hagámosla en bien de la reflexión. Si esto es así, la lógica, el razonamiento lógico, que implica escoger consciente y voluntariamente entre alternativas, desaparece. No podría elegir una línea de conducta y seguirla.
Donde las dan, las toman… Si la lógica es inoperante, lo es la ciencia, que depende de esta. No parece, pues, que este tipo de razonamientos vaya por buen camino.

Ángel con las virtudes Temperancia y Humildad contra Demonio con los pecados Ira y Odio. Fresco de 1717, Iglesia de San Nicolás, Cukovets, provincia Pernik, Bulgaria.
» Finalidad o no finalidad, he ahí el dilema
Como habíamos dicho, la posibilidad de que exista una finalidad para este Universo es algo que han debatido desde siempre las mentes más brillantes, sin llegar a una conclusión definitiva. Desde el punto de vista de las religiones, resulta sin dudas mucho más fácil hallarle un sentido a todo esto.
Ello no quiere decir, por supuesto, que todas las concepciones religiosas sobre cuál podría ser tal finalidad sean acertadas, o que una vez propuestas —las certezas no existen aquí— hayan sido correctamente interpretadas después. Cuando, por ejemplo, se decía en los viejos tiempos que Dios había creado el Universo para su gloria, nunca faltaba quien viera eso como expresión de un egoísmo supremo que solo busca su propia satisfacción en la adoración por parte de sus criaturas. La simple consideración de que así como la gloria de un hombre lo son sus hijos, sus éxitos y cuán lejos pueden estos llegar; y que similarmente pudiera pensarse que Dios se glorificaba de igual modo con sus criaturas, y con que una de ellas llegara incluso a ser capaz de reconocerlo, quedaba fuera de muchas mentes.
Pero examinemos en más detalles el tema que nos ocupa.
Para que exista una finalidad, necesitamos un ente con una voluntad consciente, algo externo a ese ente decisor y sobre lo cual obrará esa voluntad, una intencionalidad y un objetivo a lograr. Se me ha dicho (en virtud de cierto malabarismo filosófico) que puede incluso existir finalidad sin decisión consciente, sin una voluntad, y por supuesto sin intencionalidad. El Universo tendría entonces una finalidad, vaya usted a saber cuál, pero no habría una voluntad que guíe. En esa línea de razonamiento, y si se me permite un ejemplo algo crudo, una deyección de pájaro que nos caiga casualmente sobre la cabeza tendrá una finalidad, aunque no haya existido una intencionalidad en ello. Ciertamente, la aceptación de algunas de las explicaciones que se proponen para evitar recurrir a la idea de un Dios creador requiere una fe ciega…
» La objeción del Diseñador chapucero
Se constata en la evolución la existencia de intentos fallidos, de callejones sin salida, puntos muertos, todo lo cual demostraría que no es un proceso guiado por ninguna voluntad o inteligencia superior. O si este ser supremo realmente existe, resultaría ser un chapucero, el cual, no habiendo logrado la perfección de sus criaturas, mal concebidas desde el mismo instante de su creación, da desesperadamente palos de ciego buscando mejorarlas…
Veamos la segunda objeción, la del Diseñador chapucero.
A primera vista esta objeción luce impresionante. Si el Diseñador es tan inhábil y torpe como parece demostrarlo la evidencia, entonces no encaja con el concepto de un Ser Omnisciente. No sería el Dios que proclama el cristianismo. Sin embargo, esta interpretación presenta varios puntos flacos.
Contrariamente a lo que muchos piensan, el cristianismo bien entendido —excluyendo los fundamentalistas— no se opone a la idea en sí de la evolución; de ninguna manera. Y está claro que desgraciadamente esto no se comprendió siempre así; no pretendemos en absoluto negarlo. Hablar de evolución implica que se parte de la imperfección. Lo perfecto no necesitaría evolucionar. Así que si acepto que hay evolución debo aceptar imperfecciones y callejones sin salida durante ese proceso.
Para apoyar la objeción del Diseñador chapucero hay que presuponer que la evolución tiene un objetivo que se conoce, que tiene un diseñador que busca ese objetivo y que además se conoce cómo piensa y qué estrategia sigue para lograrlo. Solo así se puede juzgar si es un chapucero o no. El objetor debe aceptar todo esto de antemano.
Veamos ahora nosotros punto por punto.
En nuestra cosmovisión (la de cualquier creyente) se acepta sin dificultad (de hecho, ello se impone por sí solo) el criterio de que hay un objetivo; supongamos que el objetor hace el esfuerzo y decide aceptar que todo esto tiene un objetivo, en aras de ver hasta dónde se puede llegar pensando así.
Después debe suponer que conoce ese objetivo. Las religiones y las filosofías conjeturan tal objetivo (lo suponen o lo aceptan por haberlo recibido en una revelación, documento sagrado, etc.) y lo esbozan, siempre aceptando la posibilidad de errores de precisión. Si no se acepta el primer escalón no se puede pisar este.
Llega el momento de declarar que se conoce la estrategia y el modo de pensar con el cual ese diseñador quiere lograr ese objetivo, y en consecuencia se puede decidir si es un chapucero o no. Pero ninguna religión seria pretende saber eso. Hasta ahí ninguna llega, porque sería un exceso de soberbia. Ningún creyente serio de ninguna religión bien estructurada diría que conoce perfectamente por qué ese Diseñador decidió hacer las cosas así y no de otra forma. En consecuencia, habiendo fallado ese escalón, la objeción muere ahí.
» Una clave bien temperada
Nos debemos a nosotros mismos el estar en condiciones de dar razón de nuestra fe. No se trata de bloquear sin más, como guardameta, toda objeción u opinión contraria. Hemos recibido un tesoro que no tenemos derecho a reservarnos; como a los Apóstoles, también a nosotros se nos ha mandado a predicar el Evangelio.
Es necesario el acompañamiento, el razonamiento pausado que nos ayudará a descubrir posibles enfoques erróneos nuestros, y a guiar a quien aún no ve la luz. Una verdad puede ser difícil de enunciar, de comprender o de aceptar, pero ello no la hace menos verdad. ¿Acaso no ayudamos a cruzar la calle a quien tiene dificultad para valerse? ¿No tendemos la mano al necesitado?
Tarea difícil, sí; que exige mucho, pero es de provechoso fruto.
Notas:
- No debe confundirse con el concepto de libertad. El libre albedrío tiene siempre la potestad de obrar o no.
- Algunas confesiones cristianas, como la luterana y la calvinista, no aceptan el libre albedrío.