El artículo que publiqué en esta revista sobre el pensador ateo inglés Richard Dawkins, citado en el blog católico de un amigo, provocó la reacción de un lector que me preguntó irónicamente si en realidad yo creía que Dios había desplazado el sol varios miles de millones de millas para lograr el milagro espectacular presenciado en Fátima.
Le respondí que ciertamente Dios no está tan necesitado que deba hacer tal cosa para que crean en Él. Hay razones mucho más sencillas para tener fe en su poder. El delicado engarce que sostiene la vida en este Universo, la increíble complejidad de la materia y del espacio-tiempo, nos hacen dudar de que todo esto «se haya creado por sí solo». Por otra parte, que ya no se recurra a la Escolástica para los debates científicos no implica que los viejos argumentos resumidos por Santo Tomás de Aquino en favor de la existencia de un Dios creador hayan perdido su fuerza. Porque no concebimos que algo sea causa y efecto de sí mismo; no podemos imaginar una sucesión infinita de causas que no haya tenido comienzo.1
En otra parte de su objeción a mi artículo el lector apoyaba la justificación de lo sucedido allí con el resobado argumento de la alucinación colectiva. Creo que no se puede tapar ese sol con un dedo. No ese. Algo espectacular sucedió allí. Cualquier cosa que haya sido. En caso de otra interpretación debe explicarse cómo pudo ser anunciado con tanta antelación por una muchachita campesina y de escasa instrucción, y cómo pudo ser presenciado por tantas personas.
Entiendo su punto de vista, aunque no lo comparta. El hombre moderno encuentra muy difícil aceptar la posibilidad de los milagros. No encajan en su lógica. Incluso creyentes, o personas que en principio no tienen mayor dificultad para aceptar la existencia de un Dios creador, tratan de minimizar por inconvenientes los propios milagros de Cristo expuestos en la Biblia que se les comenta cada domingo en la misa. Encuentran más cómodo pensar en los milagros como algo que sucedió en el pasado, y solo muy esporádicamente pudiera suceder en estos tiempos. No estamos en tiempos de milagros. No en este siglo XXI.
La ciencia nos enseña que todo en este Universo ocurre según determinadas leyes. El milagro, visto como «algo que no puede ser, que no puede suceder» significaría una ruptura de esas leyes. El milagro no es una categoría científica; no tiene cabida en sus distintas disciplinas. Tampoco se puede repetir a voluntad en un laboratorio, lo que hace más difícil aceptarlo.
Muchas veces se intentan explicar los milagros, específicamente las sanaciones, solo en función de la posible influencia de la mente sobre el cuerpo, cuando no se recurre a mecanismos aún desconocidos de reacción del organismo humano. Cualquier otra explicación, sencillamente, «no puede ser».
En muchas personas si algo no es demostrable, les surge la duda. Pero sucede que no todo es demostrable. Si vamos a considerar ciencia solo lo que puede ser comprobado experimentalmente dejaremos fuera mucha buena ciencia que se está haciendo.2 A veces, como en la historia,3 donde no se pueden hacer demostraciones con experimentos —jamás tendremos las mismas condiciones de partida— hay que conformarse con lo comprobable, lo constatable, como señalaba acertadamente el entonces cardenal Ratzinger en su Introducción al cristianismo. La ciencia tiene límites, y la mejor manera de sacar el óptimo provecho de ella es conocer cuáles son, y no intentar sobrepasarlos, o querer asumir como definitivo y cierto lo que en realidad es solo conjetura o modelo matemático plausible, pero de ningún modo demostrado.
«Ser o no ser, esa es la cuestión»
Por otra parte, aceptar la posibilidad del milagro va más allá de la pregunta de si las leyes naturales se cumplen siempre, o si la casualidad (palabra que no suena demasiado bien cuando hablamos de ciencia; resulta mejor decir impredecibilidad) puede estar presente. La aceptación de la posibilidad del milagro está ligada a la aceptación previa de la existencia de un Dios creador. Solo así todo encaja. Si se acepta la existencia de un Dios que ha creado un Universo de la nada, lo cual implica que es radicalmente distinto de su creación, el «totalmente Otro», no se ve por qué habría de regirse por las leyes de su creación.
De acuerdo: no es tan sencillo aceptar la existencia de Dios. No en estos tiempos, cuando hemos visto tantos horrores que parecen negar la posibilidad de un Dios que nos ama. No cuando tantas veces nos sentimos impotentes ante el mal, la enfermedad, la miseria, el hambre. Ante estas situaciones es totalmente legítimo preguntarse si realmente existe Dios, tanto más que aceptar la posibilidad de su existencia exige en ocasiones cambios radicales de conducta y de consideraciones morales. Hablarle de Dios al hombre moderno es la tarea gigantesca que tiene ante sí el cristianismo.
Por otra parte, predicamos un Dios que no puede ser medido ni pesado. Se me ha dicho en ocasiones, no siempre con ingenuidad o sincero deseo de entender: «Nunca he visto a Dios. ¿Usted lo ha visto? ¿Cómo puede estar seguro de que existe?» Y he respondido: «¿Ha visto usted un pensamiento? No me parece. Pero está convencido de que existe, pues ha visto sus consecuencias, ¿no? Así pasa con Dios».
Santo Tomás nos recuerda que Dios ha provisto adecuadamente la posibilidad de que lleguemos a Él, ya sea por la vía del intelecto o por la vía de la fe; pero ambas vías tienen sus dificultades. La fe es originada por la gracia; es algo que debe ser recibido. La razón necesita de una visión desprejuiciada.
A la inversa, resulta un craso error atacar a las ciencias (o a la razón) en nombre de una religión, algo que ocurre en algunas iglesias fundamentalistas. Como dice con su aplastante sentido común el padre Brown en uno de los mejores cuentos del escritor inglés Chesterton, atacar la razón es de mala teología.
«Pero entonces, ¿debo dejar de ser objetivo?»
Muchos científicos no ven la necesidad de aceptar la existencia de un Dios creador. Otros, en cambio, la aceptan, o no niegan totalmente esa posibilidad, y no por ello dejan de ser científicos o pierden la capacidad de hacer importantes aportes a las ciencias. No tiene demasiado sentido argumentar, como se hace a menudo, que guardan en compartimientos separados al creyente y al científico, o que no son siempre consecuentes en su pensamiento.4 En esta cuerda se considera que la objetividad y la religión son polos opuestos. En el mejor de los casos, esto constituye una exageración.
La objetividad total no existe, al menos para la mente humana. Nuestras teorías y razonamientos siempre parten de experiencias y saberes anteriores, y resultan inevitablemente influidos por estos. El observador es siempre de algún modo parte del experimento. En la obra antes citada, el entonces cardenal y hoy Papa Emérito razonaba:
Sabemos hoy en día que el observador entra en el experimento físico y que esa es la única forma de experimentar algo físicamente. Esto quiere decir que en la física no se da la objetividad pura, que desde el punto de partida la respuesta de la naturaleza depende del problema que se le ponga. En la respuesta hay siempre parte del problema y del que lo plantea; en ella se refleja no solo la naturaleza en sí, en su pura objetividad, sino también parte del sujeto humano. Esto también puede aplicarse al problema de Dios. No se da el puro observador. No se da la objetividad pura. Cuanto más alto humanamente está el objeto y cuanto más entra y compromete el propio observador, es menos posible la pura distancia, la pura objetividad. Si la respuesta es objetivamente imparcial, si la expresión supera finalmente los prejuicios de los inocentes y se explica como científica, el locutor se ha engañado a sí mismo. Al hombre no se le concede objetividad. No puede poner problemas ni experimentar nada. Por eso la realidad, «Dios» solo aparece a quien entra en el experimento de Dios, en la fe. Quien entra, experimenta. Solo quien coopera en el experimento pregunta, y quien pregunta, recibe respuesta. Teniendo en cuenta todo esto, veamos, pues, qué entendemos por milagro.
«El milagro es, por encima de todo, señal»
En la vida diaria la palabra «milagro» se aplica a muchas situaciones disímiles. Se habla de «milagro económico», «milagro de precisión», alguien «se salvó de milagro», «fue un milagro que no pasara aquello», etc. En todos estos casos se alude a cosas extremadamente difíciles y que nadie esperaba sucedieran, pero que, contra todo pronóstico, sucedieron.
Ahora bien, incluso en un estado de aceptación de fe, en muchas ocasiones no se tiene del todo claro qué se ha de entender por milagro.
El milagro para nosotros, los cristianos, es en primerísimo lugar una señal. Abundantes son las citas bíblicas al respecto (Mt 9,6; Mc 2,10; Jn 2,23; Jn 3,2; Jn 6,2; Hch 2,43, por solo mencionar algunas). Pudiera ser o no «algo que no puede pasar» o «algo rarísimo, estadísticamente posible, sí, pero muy raro». Lo que más importa es que se trata de una señal. Señal que se recibió en respuesta. Que hace que nos sintamos interpelados. Mientras peregrinemos en el tiempo y no veamos al Señor cara a cara —nos recuerda el teólogo alemán Rahner en uno de sus trabajos5— todo lo que se refiere a la Revelación tiene como elemento constitutivo la palabra humana, pues necesariamente es el mensaje de Dios puesto en palabras humanas, y así habrá que asumirlo e interpretarlo. De modo similar, todo lo que desee transmitirnos como señal en un milagro es necesariamente por la vía de este mundo material, y en consecuencia debemos ser capaces de discernir el mensaje al margen de cómo se nos transmite.
Ahora bien, siendo una señal, solo quien esté «sintonizado» puede recibirla e interpretarla debidamente. Porque en ocasiones pareciera que Dios responde de forma indirecta, mediante parábolas, alusiones, llamándonos a considerar las cosas desde un punto de vista nuevo e impensado. Si lo transmitido no se reconoce como tal señal, y se entiende solo como una de esas cosas raras que a veces ocurren y nadie sabe por qué, la conclusión queda en manos de cada cual. Es cuestión de fe. Ella, sin embargo, no es aceptación ciega. La fe es una condición de posibilidad para la existencia humana. No es una actitud de oposición a la razón para explicar cosas para las que no se dispone de una explicación racional.
Los milagros «oficiales»
Ahora bien, para aceptar «oficialmente» algo como milagro la Iglesia establece criterios sumamente rigurosos. Por ejemplo, la incorruptibilidad del cuerpo después de la muerte no es necesariamente considerada entre los sucesos milagrosos; deben existir además otros elementos, como una vida de reconocida santidad, la imposibilidad, más allá de cualquier duda razonable, de que algún medicamento o tratamiento o condiciones ambientales hayan intervenido en la preservación del cuerpo, etc. Las curaciones aceptadas como milagrosas han de estar por completo documentadas desde el punto de vista médico, tanto antes como después del suceso, y excluida del todo cualquier posibilidad razonable de remisión espontánea por razones naturales. Además, han de ser inmediatas; a lo más, «de la noche a la mañana». No se toman en cuenta curaciones que ocurran en un lapso de tiempo largo. La persona que experimenta la curación ha de vivir al menos diez años más, y su fallecimiento ha de deberse a otra causa, no a la enfermedad objeto de la curación. Ya se ha de ver entonces cuán rigurosas son las condiciones que se exigen.
Muy pocos de los cientos de curaciones en el santuario de Lourdes, por ejemplo, son aceptados, ya sea por documentación incompleta o posibilidad de que de alguna forma el estado psíquico de la persona haya podido influir.6 No es ocioso repetir aquí que incluso el espectacular milagro presenciado en Lourdes por el doctor Alexis Carrel, más tarde Premio Nobel de Medicina, no está incluido entre los «oficiales».
En ocasiones se argumenta, siguiendo al pensador David Hume: «ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a menos que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que trata de establecer». Yo añadiría: «o que el milagro suceda ante nuestras narices». Hume no niega la posibilidad del milagro; solo pone el listón lo suficientemente alto para que no todo sea considerado a priori milagroso. Esto es comprensible, dado el paso acelerado de las ciencias, pero lo que no tiene sentido es absolutizarlo.7
No todo prodigio es milagro, como no lo es el que realiza un hábil ilusionista para asombrar al público. Como nos explica la definición de milagro8 dada en la documentación del Concilio Vaticano ii, el mensaje transmitido en un milagro —especialmente los descritos en el Nuevo Testamento— es de lectura múltiple. Apunta en varias direcciones. El milagro de las bodas de Caná no se realiza solo para que no desluzca una fiesta o demostrar poder sobre las cosas; significa que Dios bendice el matrimonio entre hombre y mujer porque bendice a la familia. El milagro de los panes y los peces no es solamente dar de comer a gente cansada y hambrienta; es también una forma de recordarnos que si compartimos lo que tenemos siempre habrá una forma de que alcance para todos.
Por otra parte, los efectos de un milagro presenciado o experimentado van más allá de lo físico; la persona resulta espiritualmente transformada.
«Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a este monte…»
A veces estas palabras se toman demasiado al pie de la letra. El milagro es una respuesta a la fe, pero no constituye una obligación por parte de Dios. Siempre habrá dificultades y problemas que afrontar. La vida no es de azúcar; por eso conviene releer en ocasiones el Libro de Job.
Tampoco el milagro recibido habrá de ser siempre el pedido. A la ingenua constatación «ese no es el milagro que pedí» siga la respuesta: «pero es el que Dios entiende que necesitas». En cualquier caso, debemos tener tino al pedir. Mejor pedir «dame fuerzas» que «quítame esta dificultad»; para algunos puede resultar sorprendente que la simple y sincera petición «dame inteligencia para encontrar las respuestas que me están pidiendo» tenga como resultado pensar con más claridad.
El milagro tiene cabida en el orden de este Universo
El milagro no debe ser excluido del entramado de este Universo; es parte de él. Es una de las formas en que Dios se nos da a conocer.
Así como sucedió con la mecánica de Newton, no resultaría entonces desechable sin más, a pesar de su fuerte sabor medieval, la tesis de que las leyes físicas con que operamos son solo un subconjunto de un marco mucho más general. Un marco que incluye la finalidad con que Dios creó este universo. Se argumenta a veces que las ciencias no han encontrado ningún sentido ni finalidad en la naturaleza, de modo que tal forma de pensar es absurda. Pero sucede que la tarea de buscar (y encontrar) finalidad al universo y nuestra existencia en él no es tarea de las ciencias, sino más bien de las filosofías y las religiones. Otros argumentos pueden ser que si el milagro es parte de una ley más general, ya no sería milagro, pues solo se entiende como milagro algo que vaya contra las leyes naturales conocidas. Pero así se tergiversa el sentido: no se trata de una «ley más general», sino de un «marco más general» donde no necesariamente ha de ser ley. No entendemos que el obrar de Dios esté restringido por ley alguna. Él es quien las crea.
El debate entre quienes aceptan la posibilidad del milagro y quienes la niegan quizá no termine hasta que Dios nos llame a todos. Mientras, los milagros siguen sucediendo. Cada cual es libre de aceptarlos o no como tales. Esta es nuestra explicación; la explicación de un «católico de a pie», agradecido a Dios por un Universo tan maravilloso y lleno de preguntas, como para que nunca en nuestro camino dejemos de buscar la verdad. Verdad que para nosotros es siempre Camino y Vida con mayúsculas (Jn 14, 6-9). Busque usted la suya.
Notas:
1. Se ha planteado que los modernos conceptos de espacio y tiempo invalidan la idea de causalidad: en ciertas circunstancias los acontecimientos podrían darse simultáneamente, o como en las condiciones que se supone existieron durante el llamado Big Bang, no tener sentido el concepto de tiempo, idea sumamente interesante. En estas condiciones no tendría significado pensar en sucesión de causas, tanto menos pensar en una causa primera, que para el cristianismo es Dios. Incluso el genial físico alemán Heisemberg llegó a pensar que la mecánica cuántica invalidaba la causalidad. Pero si se afirma esto, aún en las condiciones extremas que presuponen estos casos, es el propio concepto de ciencia el que queda «al garete», pues constituye un conocimiento de las cosas por sus causas eficientes y materiales. No se puede hacer ciencia si se minan sus fundamentos mismos.
2.«Hacer ciencia» no es exclusivamente obtener resultados; se hace ciencia siempre que se le plantean a la naturaleza preguntas inteligentes y se sigue un método riguroso.
3.No solo el cristianismo apela a la historia. Si se rechazara la apelación al ejemplo de la historia como ciencia, también se haría tambalear la fe, cuyo fundamento es histórico (una promesa mantenida en el tiempo); pero se minarían de igual forma doctrinas como el marxismo, que se basa en la historia.
4.Recuerdo de las clases de filosofía marxista la reiterada advertencia de que la ideología inevitablemente se manifiesta de una forma u otra en las concepciones científicas. 5 «La evolución del dogma». En Escritos Recientes (Escritos de Teología IV.) Madrid, Taurus Ediciones, 1964.
5.Tampoco son aceptados actualmente como milagros válidos en un proceso de beatificación o canonización los hechos extraordinarios sucedidos durante la vida de la persona tenida por santo o santa.
6.El razonamiento llamado «navaja de Ockham» o principio de parsimonia, atribuido a Guillermo de Ockham, fraile franciscano y escolástico inglés del siglo xiv, asevera que la explicación más sencilla es la más probable. No creo ser el único que se haya preguntado si al negar un milagro evidente en nombre de una ley física que no puede explicarlo, no estamos violando ese principio.
7.La enciclopedia teológica Sacramentum Mundi lo analiza así: «El Vaticano ii reconoce una doble función a los milagros: una función de revelación y una función de testimonio. Por una parte son portadores de la revelación, por el mismo título que las palabras de Cristo; por otra atestiguan la verdad del testimonio de Cristo y la autenticidad de la revelación que es él en persona (DV 4). Poniendo de manifiesto estas dos funciones del milagro, el magisterio no pretende sin embargo agotar todas sus riquezas de significación y de expresividad. De hecho, el milagro es un signo polivalente. Actúa en varios planos a la vez, apunta en varias direcciones. Es el NT el que mejor manifiesta esta diversidad de funciones del milagro, que conviene detallar antes de sistematizarlas.»
8. La enciclopedia teológica Sacramentum Mundi lo analiza así: «El Vaticano ii reconoce una doble función a los milagros: una función de revelación y una función de testimonio. Por una parte son portadores de la revelación, por el mismo título que las palabras de Cristo; por otra atestiguan la verdad del testimonio de Cristo y la autenticidad de la revelación que es él en persona (DV 4). Poniendo de manifiesto estas dos funciones del milagro, el magisterio no pretende sin embargo agotar todas sus riquezas de significación y de expresividad. De hecho, el milagro es un signo polivalente. Actúa en varios planos a la vez, apunta en varias direcciones. Es el NT el que mejor manifiesta esta diversidad de funciones del milagro, que conviene detallar antes de sistematizarlas.