A los doctores José Boris Altshuler Gutwert,
por describir la Naturaleza con rigor científico,
y Víctor Bruno Henríquez, por cambiarla del mismo modo.
Al que suscribe le gusta soñar y deambular por la ciudad, disfrutar de su entorno y recordar aquellos tiempos en que los relojes marchaban bien. Entonces se podía saber la hora a cada instante con solo dirigir la mirada a lo alto de los edificios. Ellos decoraban la ciudad y regalaban un toque familiar siempre muy necesario. Un día dejaron de funcionar y la capital se transformó.
Mientras circulan en cualquier sentido de la Rosa Náutica son excelentes compañeros de regocijos e infortunios; permiten organizar la vida y proyectar el mañana con pequeño margen de error, pero al declararse en huelga, la existencia normal desaparece y los medidores del tiempo se convierten en seres muy peligrosos. Bajo ciertas circunstancias, aún no estudiadas, esta parada es capaz de provocar la distorsión del espacio-tiempo de donde adviene la existencia diaria, sin que al inicio nos demos cuenta.
Muchos consideran que este instrumento solo mide la duración de los acontecimientos, que es un simple dispositivo para ordenar los sucesos en secuencias y establecer un pasado y un futuro, los cuales flanquean a un tercer conjunto de eventos llamado «presente», en el cual vivimos. Pero la realidad es otra, totalmente distinta, cuando todos se detienen a la vez. En ese instante el ahora se congela.
Medirlo es fundamental para planificar el desenvolvimiento de la vida social: el empleo, el hogar, la escuela, la ciudad, el transporte… Como la civilización opera y se coordina de acuerdo con el avance del tiempo, toda gran ciudad tiene muchos relojes, pero posee uno que la identifica. A Praga, por ejemplo, se le reconoce por su Reloj Astronómico, inaugurado en el año 1410; a Berna, por el de la Torre Zytglogge, que indica la hora desde hace unos seis siglos; a Moscú, por el de la Torre de Salvador, con cuatrocientos años de edad; y a Londres, por supuesto, la identifica el Big Ben, que en lo alto de la Torre Elizabeth da la hora desde 1858.
Pese a que en nuestra capital nunca se instalaron relojes tan sublimes como los de Berna, Praga, Rusia o Londres, sí poseía muchos aparatos modestos, pulcros, diferentes y oportunos distribuidos por toda la ciudad. Sin embargo, hay que reconocer que cuando ocurre algún acontecimiento relevante, nadie en ese momento se fija en el reloj. ¿Quién lo iba a mirar al caer el Muro de Berlín?, por ejemplo. Tal vez por ese motivo su derrumbe se emplea a modo de línea fronteriza entre dos etapas, y ahora se habla de un suceso determinado aclarando si tuvo lugar antes, en o después del Muro.
También La Habana tuvo un muro, aunque de conceptos, híspido y poco etéreo: la superficie decorada con llamados a la guerra antimperialista, a la lucha de clases y a la formación del Hombre Nuevo. Mientras se erigía tuvo lugar un período de ascenso para la ciudad, y en particular para quienes se pasaron de creyentes a no creyentes en un santiamén. Fue una época en que la espiral del desarrollo, ayudada por el bloque socialista, subía, subía, subía… aparejada con enormes deudas.
Una vez concluido, se extirpó radicalmente al Dios bíblico en el que todos creían hasta ese momento, y hubo muchos adioses a tíos, hijos, padres, esposos y se impuso una uniformidad forzosa para todos con la finalidad de que el colectivismo imperara a cualquier nivel, de arriba abajo. Hasta las agujas fueron obligadas a caminar en un único sentido para evitar diferencias y privilegios, mediante la expropiación forzosa de la novena preexistente en el compás de navegación.
La paridad que se impuso a los relojes no trajo dificultades en los primeros años, pero llegó un día terrible en que, cansados de tanto marchar en un único sentido, se declararon en huelga, y los pocos ejemplares que a veces funcionan hoy lo hacen avergonzados de los huelguistas y trastabillan bajo impulsos irregulares que provocan la desorientación de los paseantes ingenuos que aspiran a organizarse mirando sus agujas.
¿De qué forma pudiera existir una ciudad sin muchos relojes que operen en sentidos diversos y puedan encontrar entre todos el mejor modo común de medir el tiempo? Imposible planificar la vida diaria, la eficiencia de una empresa, el transporte público, la distribución de la papa o el inicio de un concierto cuando huelgan los relojes.
Han surgido múltiples teorías para explicar la desorganización imperante en la ciudad. Muchos científicos y sociólogos, profundos conocedores de la situación actual, pregonan, intentando acertar, que los culpables son el bloqueo imperialista, la Fosa de Bar tlett, la mafia anticubana, la calina sahariana, los ciclones, el calentamiento global, la corriente de los Niños, el bamboleo de Chandler… y otros culpables más.
Sin embargo, los entendidos no se percatan de que el orden lógico de la causa seguida del efecto que tiene lugar en otros países, se ha trastocado en el nuestro, donde el efecto antecede a la causa, provocando que los eventos ya no condicionen el paso del tiempo, sino que las manecillas sean las que gobiernen el orden de los sucesos y se diluya el futuro en el pasado, en cerrándonos en el laberinto de un raro espacio físico sin Ariadna, paralizado en un eterno presente con nulidad temporal, el cual extingue en los obreros hasta los deseos de reclamar un salario digno, como hacen los trabajadores de otros países.
Pocos saben que los relojes son los creadores de un escenario infrecuente, ni real ni virtual, el cual ha lentificado tanto a la ciudad que parece sumergida en un océano más viscoso y denso que el Bálsamo de Schostakovky y a una profundidad mayor que la longitud de la Raspadura alzada cien veces sobre sí misma; donde la presión es tan descomunal que hasta la Giraldilla ha perdido su libertad de rotación. Ellos, nadie más, son los culpables de que todo opere a la velocidad de las babosas… con excepción de los runruneos, que alcanzan una rapidez muy superior a la del sonido en el diamante.
En este insólito escenario se pueden apreciar numerosas ruinas que constituyen obras maestras de la arquitectura del equilibrio estático y del abandono urbanos, las cuales demuestran que la suma de los torques, de las fuerzas y de los buenos propósitos son peligrosamente iguales a cero. La rotura de las calles, el deterioro de los edificios—habitados o no—, la falta de calidad en las obras constructivas y de mantenimiento, que parecen ejecutadas en cámara lenta por aprendices infantonegligentes, son algunos de los efectos causados por la inmovilidad de los cronómetros. Hasta la pintura recién aplicada comienza a descascararse tras unos pocos aguaceros por culpa de las tozudas manecillas.
Nuestro mundo capitalino ya es otro completamente distinto al de antes y tan increíble como el de Alicia, donde no corretean conejos blancos con chaleco y reloj, pero abundan los cocheros de almendrones y de caballos que ganan mucho más que un maestro y un médico juntos. Tampoco se ven animales que hablen, pero hormiguean los humanos que hablan como seres irracionales. El espacio curvado por el no-tiempo embrolla las leyes naturales a tal punto que provoca la aparición de individuos capaces de exigir un lugar que no les corresponde en una cola que no hicieron. Quién sabe si por estos motivos haya sido titulada Ciudad Maravilla.
Cualquiera que recorra la capital mirando al contexto puede palpar la influencia nefasta de los relojes en paro. Quien escudriñe percibirá que la cronoplejia imperante ha dado lugar a una espiral de desarrollo que nunca asciende, sino que permanece encerrada en un solo plano, con una erre constante y tendiente a cero que provoca que todo se repita continuamente y se confunda el ayer con el mañana. Si el caminante aguza la sensibilidad del corazón, verá que el emblema de Todos contra todos, surgido de la «lucha» diaria, ha desarraigado de cuajo al martiano «Con todos y para el bien de todos».
Si el peregrino desea profundizar aún más en la distorsión multidimensional provocada por la perlesía del tiempo, debe acudir sin falta a cualquier mercado agropecuario de la ciudad. Allí verá que las balanzas tuercen toda operación mercantil y la inexactitud del peso, siempre por defecto, es frecuente; el viajero comprenderá en ese instante que no existe un instrumento de medición en todo el establecimiento—ni en toda la ciudad—que respete las normas de la Oficina Internacional de Pesas y Medidas. La mejor báscula es incapaz de funcionar correctamente cuando las dimensiones se pliegan por culpa de la huelga. Incluso puede verse que hasta los inspectores se desorientan en el espacio del tiempo-nulo y se olvidan de quién compra, también de quién vende, jamás de quién paga.
Son difíciles de explicar las situaciones contradictorias que atraviesa quien desee sondear nuestro entorno comparándolo con otros espacios existentes fuera del país donde se cumplen las leyes de la geometría de Euclides, que establece: la línea recta es la menor distancia entre dos puntos. Y el tiempo transcurre como siempre porque sus relojes funcionan con normalidad. ¿Cómo explicarle a alguien que viva fuera de nuestra realidad, sin usar el espacio de Riemann, que un viaje de siete kilómetros puede durar tres horas? Para entender el universo capitalino hay que estudiar mucho y juzgarlo desde dentro.
Si el supuesto visitante quiere arriesgarse a descubrir las cualidades más peligrosas del espacio torcido por la presencia del tiempo-cero, debe abordar una guagua —paraíso de «jamoneros» y carteristas— para descubrir cómo cien personas van donde caben diez, escuchar música de mal gusto y a un volumen de rompetímpanos, mojarse con el sudor ajeno, rozar partes pudendas de ambos sexos, percibir olores a no-baño, recibir empujones y codazos así como contraer cualquier enfermedad trasmisible por contacto —oftalmológica, dérmica— y también respiratoria por el estornudo de los acatarrados.
Quien quiera desentrañar qué ocurre en ese lugar donde la huelga temporal nos ha confinado, tiene que estar dispuesto a aceptar lo insólito como normal, tener la imaginación de Lewis Carroll y la inteligencia de Albert Einstein. Entonces entenderá por qué los sindicatos no defienden a sus afiliados y las razones por las cuales los economistas se encuentran tan desorientados como los inspectores del agromercado, incapaces de rectificar esta situación donde los altos precios escarnecen al salario promedio.
Solo aquellos investigadores de nuestra realidad, extranjeros o criollos, que posean las características intelectuales mencionadas, podrán explicar la permanencia de dos monedas nacionales para un mismo comercio, a pesar de las reiteradas promesas de unificarlas.
Por fortuna existen otras vías menos incómodas para interpretar correctamente la curvatura del espacio cero-temporal dominante. El estudioso, en la tranquilidad de su hogar, puede leer la prensa, escuchar la radio, ver esa televisión donde se muestran de modo exhaustivo que los huelguistas han jorobado la vida diaria de abajo arriba. Por culpa de su parada intransigente, no resulta insólito advertir que las noticias del pasado resurgen con marcada insistencia en los medios informativos como si hubieran sucedido hoy, confundiendo a los buscadores de reportajes nuevos. Las informaciones nacionales, sin importar su lejanía espacio-temporal, se repiten, se repiten y se repiten hasta el mareo, intentando llenar los huecos que deberían corresponder a otros hechos más recientes, pero que tienen lugar solo cuando el tiempo deviene. Por tal motivo, a través de nuestros informativos impresos o radiados, el buscador de noticias conocerá el color de los dinosaurios, la llegada de los extraterrestres, el sexo de las abejas, la alimentación de los vikingos; también se enterará de lo bueno que sucede en los países amigos y de todo lo perverso de los enemigos.
Como no tienen lugar, de la ciudad no hallará reseña alguna sobre la cantidad exacta de maestros faltantes; de la estrechez de una enseñanza antirreligiosa y excluyente de padres o tutores; del acoso escolar; del porqué están proscriptas las escuelas religiosas en una ciudad que es de todos sin distinción —píos o no— desde 1902; del contrasentido entre los Exámenes de ingreso a la Educación Superior y la eficacia de la Enseñanza Media; de la cuantía monetaria destinada a las actividades útiles para demostrar que mi idea es la mejor; de la elección por carambola; de las pérdidas humanas y materiales en colaboraciones bélicas; de los quebrantos financieros por planes o proyectos malogrados; de la inflación laboral; de la necesidad de alinear con elevada angostura el trabajo cuentapropista; de la supresión de los comprobantes de pago en los medios de transporte público, de cabotaje y terrestre; del significado de «recuperar la voluntad hidráulica» —¿cómo, cuándo y por qué se perdió?—; de la interdicción de huelgas; de la vigilancia de barrio; del zapateo a la privacidad; de las causas del tríptico amoral: hago, digo, pienso; de la reprobación artística; de los refugios, cines, tiendas y piscinas clausurados, devenidos criaderos de vectores; de la vigilancia de contaminantes atmosféricos; de los inmuebles abatidos en cada cellisca; de la acumulación de inmundicias y escombros en la vía pública; del beneficio digestivo de ese chícharo al 50 % que posee tantos sabores como vírgenes el santoral; de la periodicidad de las carencias; del origen de la ropa reciclada; de la acentuación del número de dipsómanos y miccioneros a cielo abierto; de los abuelos de la calle; del total de vecinos emigrados; de los suicidios; del bajón de la natalidad; de la razón de abortos por cada mil embarazadas; de las diferencias entre compañero, señor y ciudadano; del menosprecio a Liborio ante el foráneo; de la delincuencia juvenil; de la inestabilidad matrimonial; del hostigamiento sexual en entidades castrenses y centros de trabajo; de los asesinatos ni de otros disimiles sucesos que sí ocurren con elevada frecuencia en aquellos países que no amigos.
El investigador debe comprender que es muy difícil para un periodista o comunicador social, por muy bueno que sea, describir un entorno donde no se cumplen las leyes euclidianas. Porque nada —insisto, nada— puede suceder al paralizarse el tiempo.
El visitante de la capital no tiene por qué preocuparse si no descifra a plenitud las complejidades del no-tiempo con su luxación espacial acompañante. Porque ni los mejores peritos de la Asociación de Relojeros Ordenancistas entienden con claridad cómo acabar con esta huelga que ha durado varias décadas, y no cesan de recorrer toda la ciudad buscando y buscando por dónde les entra la cuerda a los relojes. Con toda seguridad se sienten tan abrumados por la incomprensión del problema, que se han visto obligados a declarar que tales correteos solo son de mantenimiento, y así no deteriorar la esperanza que los citadinos han puesto en la naciente asociación.
Quien estudie la ciudad debe confiar plenamente en la pericia y el empeño de los relojeristas para aplanar las dificultades existentes; con responsabilidad ellos buscan una solución definitiva que los ponga otra vez en marcha, pero se les torna espinosa la tarea. Porque los aparatos no quieren entrar por el aro y hasta viajaron al exterior para constatar cómo funcionan otras maquinarias.
Han viajado a Estados Unidos, Francia, Rusia, China, Corea, Vietnam, Laos, Reino Unido… deberían ir también a Praga, a Berna, pero de poco o nada valdrán las travesías para cotejar una realidad nulo-temporal con la de ellos. Con seguridad los expertos olvidan que nuestros relojes tienen mecanismos diferentes y que intentar semejante cotejo es análogo a comparar el funcionamiento de una lanchita de Regla con el de un crucero turístico.
La solución está localizada aquí, muy dentro, en las profundidades más entreteladas de nuestra realidad. Es muy seguro que algunos relojeros avispados ya sepan que el problema no radica en la sirga, sino en las manecillas, y que todo volverá a la normalidad cuando le sean restituidos a la brújula los sentidos confiscados. Aunque ninguno ose, por modestia, levantar el índice para señalar el rumbo.
Al que suscribe le gusta soñar y deambular por la ciudad, disfrutar de su entorno pese a la detención en el tiempo, y recordar aquellos períodos de bonanza en que los relojes marchaban bien, y vislumbrar el futuro de La Habana con una espiral auto ascendente; una capital sin huelga de relojes, donde se cumplan nuevamente las leyes de Euclides y no haya necesidad de echar mano a la geometría de Riemann, ni de ser un Carroll o un Einstein para explicar y desvanecer con sensatez toda situación extravagante que en ella se produzca.