La existencia del infierno es una de las cuestiones que más ha marcado la historia de la Iglesia y que resulta muy difícil de aceptar para el hombre moderno. No es para menos. Durante siglos, tanto por parte de la Iglesia (para apartar a los fieles del mal) como por parte de sus enemigos (para combatirla) se ha usado y abusado de la imagen del infierno como un lugar de llamas inagotables creado por un Dios celoso e implacable, lugar donde después de esta vida aquellos que se apartaron un milímetro de las enseñanzas de la Iglesia sufren sin esperanza tormentos eternos.
Esta imagen se magnifica en muchas de las iglesias surgidas de la Reforma; en algunos casos incluso con la enseñanza de que algunos están predestinados desde su nacimiento a no salvarse.
¿Es así, realmente? ¿Y cómo esto casa con el Dios misericordioso que alabamos todos los domingos en la misa y con el Jesús que perdonó a quienes lo clavaron en la cruz? ¿Acaso Dios no sabe de qué frágil barro estamos hechos y cuán fácil nos resulta errar? ¿Tanto pesan los pecados de un ser insignificante en relación con la grandiosidad de un Dios que ha creado tantas maravillas en un universo que parece no tener fin?
Preguntas graves son estas. Busquemos, pues, respuestas dentro de la fe de la Iglesia, nuestro firme asidero ante el temor a qué sucederá cuando no pertenezcamos ya al mundo de los vivos. Nos guiarán en esta empresa la Biblia y el Magisterio; bases de la fe que profesamos.
» El infierno en el Antiguo Testamento
Desde el tiempo de los profetas, para la mentalidad judía la justicia prevalecía sobre cualquier otra consideración; en consecuencia, aún el pueblo elegido resultaba castigado severamente por sus faltas, siendo epidemias, sequías y ejércitos invasores los instrumentos del merecido castigo.
Proverbios y Sirácida enumeran el premio que en esta vida reciben los justos: vida larga y apacible, numerosa descendencia y ser recordado entre bendiciones. Recompensas y castigos eran recibidos solo mientras el ser humano se afanaba bajo el sol. El Libro de Job, sin embargo, alertaba que la desgracia puede abatirse sobre el justo, no teniendo relación directa con sus posibles pecados, sino poniendo a prueba la reciedumbre de su fe.
Aún no se tenía conciencia de Paraíso o visión de Dios para los justos después de la muerte. Solo mucho después vino a entenderse esto. El Sheol (Infierno) era un reino de tinieblas y olvido que recibía a todos al final de la vida, y quienes entraban en él ignoraban todo cuanto pudiera suceder en el mundo de los vivos; incluso desconocían que estaban muertos (Job 3, 13-15; 17-19; 14, 21-22; Eccl 9, 4-6; Sal 88, 6 11-13). Tal era su tristeza que ni a Dios podían bendecir (Gén 37,35; Núm 16, 30-33; Job 10,21-22; 17,13; Sal 48,18; 54,16; Prov 27,30; Ecl 12,5; Is 14,15; Ez 31,21).1
» El infierno en el Nuevo Testamento
En el Nuevo Testamento uno de los términos utilizados para designar el infierno es «Gehenna», «Gehena de fuego». Sobre el origen de este término la versión Nácar-Colunga de la Biblia nos informa en sus notas lo siguiente: «valle que rodea a Jerusalén por el oriente y el mediodía, donde los israelitas inmolaron a sus hijos al ídolo Moloch (2 Re 23,10; Jer 7,31; 32,35).» También se le designa como abismo, lago de azufre, tártaro y horno de fuego. A las tinieblas se le sumó el horror de las llamas. La visión que se tenía del infierno (Gehena) como castigo definitivo para los malvados fue perfilándose con el tiempo como un lugar de llamas eternas (Mt 8,22; Mt 13,42; Mt 13,50; Mt 18,9; Ap 20; 10; Ap 20,14-15; 2 Ts 1,7).
El fuego ablanda los metales y prepara los alimentos. Da luz y calor. Purifica. Pero también puede devorarlo todo; cuando no está al servicio del hombre, cuando las guerras azotan a los pueblos, el fuego consume las ciudades y las cosechas y deja tras de sí tan solo cenizas y desolación. El fuego es la metáfora del conocimiento. Se tenía conciencia de que el castigo de los malvados había de ser terrible. Y la muerte en la hoguera es uno de los más terribles castigos.
» La visión medieval
La visión más conocida del infierno, como se le concebía en la Edad Media, es la que ofrece el poeta italiano Dante Alighieri (1265-1321) en la Divina Comedia, obra escrita entre 1304 y 1321. En la primera de sus tres partes (Infierno, Purgatorio, Paraíso) imagina un descenso al Infierno que tiene por guía al poeta latino Virgilio (Publio Virgilio Marón, 70 a.C. – 19 a.C.). El infierno, ubicado en las entrañas de la tierra (recordemos que en esa época aún no habían sucedido los viajes de descubrimientos y el mundo conocido era solo una pequeña porción del real) tiene forma de cono invertido y está dividido en 9 círculos; en ellos el castigo está ajustado al tipo de pecados de cada condenado. Tan vívidas y dolorosas resultan las escenas, que el adjetivo «dantesca» ha quedado en el lenguaje popular para describir una situación intolerable de horror y sufrimiento.
Durante la Edad Media la visión del infierno como un lugar de llamas eternas se exacerbó; desdichadamente las llamas fueron incluso demasiado terrenales en algunos casos, cuando defendiendo de forma equivocada la fe fueron quemados en la hoguera varios sospechosos de herejía.
» Otros tiempos, otras visiones
Entre las concepciones surgidas a raíz de la Reforma, el calvinismo (confesión que toma el nombre de su fundador, Juan Calvino) sostiene la doctrina de la predestinación, la cual plantea que aunque Dios ya ha decidido de antemano quiénes se salvarán y quiénes no, las personas deben buscar en su interior la gracia divina.
El filósofo y místico sueco Emanuel Swedenborg planteó en su libro Sobre el cielo y sus maravillas y el infierno (1758) que después de la muerte el ser humano permanece durante un tiempo en el mundo espiritual antes de escoger si viaja al cielo o al infierno.
En la concepción espiritista el ser humano experimenta reencarnaciones sucesivas (que pueden ocurrir en este mundo o en otro de los posibles planetas habitados) en pos de su perfeccionamiento espiritual. La condición actual de un individuo está determinada por su conducta en existencias pasadas. Otras ideas, de corte panteísta, no ven la necesidad de un Dios que premie el bien y castigue el mal.
En la actualidad en los ambientes de espiritualidad difusa goza de popularidad cualquier combinación de estas concepciones, amén de teosofías del más variado pelaje y resabios gnósticos, donde el verdadero infierno consiste en el paso por esta existencia.
En el mundo cristiano, tanto en el campo protestante como en el católico, el paulatino avance de las ciencias y el mayor conocimiento de nuestro mundo, además de una lógicamente mayor madurez en los enfoques teológicos, las cándidas visiones acerca del infierno y su ubicación han dado paso poco a poco a concepciones en las cuales el peso se desplaza hacia la cuestión de la naturaleza y las razones de existencia de este.
Entendámonos. Nadie sabe de cierto cómo es el infierno «por dentro». Pero tampoco necesitamos saber exactamente qué se siente al caer por un precipicio. Con lo que imaginamos nos basta y sobra para no querer que nos suceda. Las imágenes con que las Sagradas Escrituras describen el infierno y las visiones de los santos, han de interpretarse correctamente. Expresan, de modo asequible a nuestra imaginación y entendimiento, la frustración y la vaciedad, la desesperación, el horror de la lejanía definitiva de Dios. Las revelaciones privadas sobre el infierno han de llegarnos como nos llega el conocimiento de todas las cosas, mediante sensaciones, intuiciones y la fuerza de la imaginación que reúne los fragmentos de conocimiento de modo que formen un cuadro coherente y nos permitan asomarnos a una verdad.
Por otra parte, no debemos olvidar nunca la misericordia de Dios. Para usar la gráfica expresión oída a un viejo sacerdote, ya fallecido: «Si crees que Dios se la pasa esperando a que peques para castigarte, entonces todavía no lo conoces».
La creencia en un Dios que perdona y acoge a sus hijos es el gran mensaje del cristianismo. Dios tiene una paciencia infinita con el ser humano. Lo respeta tanto que incluso le ha dado la libertad de negarlo. ¿Cómo no iba a tener compasión de él y darle todas las oportunidades de arrepentirse? Y además, ¿acaso hemos olvidado que existe el Purgatorio?

El segundo círculo del infierno, para el pecado de la lujuria, por William Blake para la Divina Comedia de Dante.
» ¡Pero el Purgatorio se lo han inventado los católicos!
Esta opinión la oímos muchas veces decir a los hermanos separados. Los ortodoxos tampoco aceptan esta doctrina, que es de fe en el catolicismo. Sin embargo, rezan por los difuntos. Examinemos la cuestión en detalle.
Ya la religiosidad judía entendía realizar sacrificios expiatorios en favor de los muertos para que fueran limpiados de sus pecados (2 Macabeos 12, 46). Está claro que si ya hubieran sido definitivamente condenados, esto no tendría sentido. En Mt 12,32 encontramos: «Al que diga una palabra contra el Hijo del Hombre se le perdonará, pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro». Si se le perdonara en el otro mundo al ya fallecido, entonces no podría ser en el Infierno, lugar de perdición definitiva, pero tampoco podría ser en el Paraíso, al tratarse de un pecado que habría que limpiar. San Pablo también oró por los difuntos, especialmente por Onesíforo: «Que el Señor derrame su misericordia sobre la casa de Onesíforo, porque muchas veces me ha dado nuevo aliento, sin avergonzarse de estas cadenas. Al contrario, cuando vino a Roma, me buscó activamente, y me encontró. Que el Señor le conceda encontrar su misericordia en aquel día» (2Tim 1, 16-18; 2Tim 4, 19).
San Pablo en 1 Co 3, 10-15 presenta una imagen de purificación a través del fuego para las faltas no condenatorias. San Gregorio Magno (540-604) se expresa en el mismo sentido.
El cristianismo desde el principio practicó la oración por las almas de los fieles difuntos, entendiendo que Dios siempre dará al ser humano todas las oportunidades posibles de salvación antes del juicio definitivo, si bien el término Purgatorio no era usado aún. Ya en el siglo ii es condenada la herejía de Basílides, quien negaba esto. La doctrina sobre el Purgatorio se reafirma en los Concilios de Florencia (1431-1445) y Trento (1545-1563).
» En el Credo confesamos: «Fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos»
Ante esta confesión de fe, más de uno se ha preguntado: ¿acaso Cristo mereció descender a los infiernos? ¿Fue allí a liberar a los condenados? ¿Qué se quiere expresar con esto? Esta formulación, explicitada en el Símbolo de los Apóstoles, buscaba fundamentalmente reafirmar, contra la herejía de los docetistas,2 que Jesús había sido verdaderamente hombre, y que realmente había muerto y después sepultado. «Descender a los infiernos» era una expresión común: todos los muertos terminaban allí. Efesios 4, 8-10 refleja esto. La formulación presente en 1 Pe 3,18-19 expresa de forma simbólica y en la visión del Apóstol el significado de la muerte en la cruz de Cristo para la salvación no solamente de quienes accedieron o accederán en el futuro a sus enseñanzas, sino para los de tantos ausentes.
Los redactores de los evangelios apócrifos (no canónicos) se halaron el pelo imaginando (por ejemplo, en las «Actas de Pilato» o «Evangelio de Nicodemo») cómo fue ese descenso y cómo Satanás corrió a alertar a sus legiones para que todo cerrojo y todo pasador fuera asegurado, y los demonios puestos sobre las armas para impedir la entrada del Salvador. En el apócrifo «Evangelio de Bartolomé» Cristo saca del infierno a Adán y a otros justos, accediendo a una súplica del arcángel Miguel.
» En fin, ¿dónde está el Infierno?
El infierno no es un lugar; es una situación. Es el estado de quien ha rechazado definitivamente el amor y el perdón de Dios. El encierro definitivo en sí mismo frente a Dios, lo cual conduce a las tinieblas ardientes de la privación de Dios.3
Entendámonos. Dios quiere que todos se salven (Juan 3,17). Pero ha dado al ser humano total libertad para elegir entre el bien y el mal, y respeta su decisión. Como explicaba San Juan Pablo II, «el infierno es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.»4
La condenación es el resultado de una autoexclusión; la consecuencia de cerrarse al bien y optar decididamente por obrar el mal, a sabiendas y con pleno conocimiento de lo que está haciendo.
Tampoco sabemos de cierto quiénes han entrado ya a ese estado donde no hay esperanza. Todos tenemos familiares y amigos por quienes pedimos y cuya suerte tememos haya sido la condenación. Pero eso solo lo sabe Dios. De nuevo según San Juan Pablo II: «La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia, pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar “Abbá, Padre” (Rm 8,15; Ga 4,6)».
Algunos teólogos, tanto católicos como protestantes, y también escritores católicos (Papini, por ejemplo) han aventurado que en su momento Dios llamará a sí a todas las almas. Ya en el siglo III Orígenes supuso que al final de los tiempos todos los condenados y hasta el mismo Satanás serían perdonados.5 Esta idea fue condenada como herejía.
Si bien podemos desear esto, claro está que es solamente un deseo que tiene su raíz en la esperanza y no en dato cierto. Depositemos pues en las manos de Dios, que nos conoce mejor que nosotros mismos, nuestras esperanzas y sobre todo nuestra conducta, y confiemos en su misericordia. Conviene que tengamos presentes las palabras del papa Francisco en la vigilia del centenario de la Capilla de las Apariciones de Fátima (2017): «Cometemos una gran injusticia contra Dios y su gracia cuando afirmamos en primer lugar que los pecados son castigados por su juicio, sin anteponer —como enseña el evangelio— que son perdonados por su misericordia. Hay que anteponer la palabra misericordia al juicio, y en cualquier caso, el juicio de Dios siempre se realiza a la luz de su misericordia. Por supuesto, la misericordia de Dios no niega la justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro pecado junto con su castigo conveniente. Él no negó el pecado, pero pagó por nosotros en la cruz. Y así, por la fe que nos une a la cruz de Cristo, quedamos libres de nuestros pecados; dejemos de lado cualquier clase de miedo y temor, porque eso no es propio de quien se siente amado (cf. 1 Juan, 4:18).» Notas:
- Biblioteca de autores cristianos. Madrid, 1972, p. 1632.
- Herejía surgida a finales del siglo i. Niega que Cristo fuese verdadero hombre (en griego: dókesis = apariencia). En consecuencia, su sufrimiento en la Pasión fue mera apariencia.
- Rahner, Karl Curso fundamental sobre la fe. Madrid, 1974, p. 506.
- Audiencia del miércoles 28 de junio de 1999.
- Esta propuesta es la llamada Restauración (Apocatástasis), que implicaba la idea de que, al final de los tiempos y luego de sufrir diversas penalidades, todos los condenados al Infierno —incluyendo a Satanás y a los restantes ángeles caídos— serían liberados.