En uno de los episodios más famosos de la Revolución Francesa, la girondina madame Roland, cuando era conducida a la guillotina durante el período del Terror, se inclinó ante la estatua erigida en la Plaza de la Revolución a la Libertad, y pronunció aquella amarga sentencia: «Libertad, libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!»
En efecto, quienes condenaron y ejecutaron a madame Roland afirmaban actuar en aras de la Libertad, así, con mayúscula. Se consideraban en total posesión de la verdad y les negaban a sus adversarios toda legitimidad. Tal es la receta para el desastre que se ha repetido continuamente en las peores y más violentas confrontaciones políticas, religiosas, étnicas, culturales, ideológicas o de cualquier otra índole. Mientras que todos los conflictos nacen de situaciones complejas, en las que influyen numerosos factores de diversa naturaleza, la tendencia en esos casos ha sido a sobresimplificarlos, casi siempre reduciéndolos a una alternativa dicotómica: ellos o nosotros. Nosotros somos «los buenos», queremos y hacemos el bien. Ellos son el enemigo, o aliados del Enemigo. Son «los malos» que quieren nuestra ruina y desaparición.
Una expresión perversa de esa demonización del adversario se pone de manifiesto en la propaganda de guerra. Para facilitar la aniquilación del contrario, se le presenta como un monstruo cruel e inhumano, agente y emisario del Mal, presto a arrasar nuestros hogares y asesinar a nuestros seres queridos, cuando la terrible realidad es que todos, todos, somos capaces de cometer abusos y excesos. Reconocerlo, y estar en guardia contra nuestros peores impulsos, es el primer paso en aras de evitarlos. El segundo, no menos importante, es reconocer que nuestros adversarios son seres humanos, con los mismos derechos fundamentales que nosotros. Lejos de asumir esas premisas, nos movemos cotidianamente en un ambiente signado por una retórica de guerra y de crispación.
¿Por qué el hecho de que prevalezca uno de los bandos enfrentados tiene que ser la única alternativa posible? ¿Por qué no pueden convivir los adversarios, aportando cada uno lo mejor que tiene y escuchando las propuestas del otro? ¿Es perfecta, imposible de mejorar, alguna de las alternativas que se plantean? Estas son en realidad preguntas retóricas. Sabemos cuáles son las respuestas, por más que rehusemos aceptarlas: ninguna propuesta es intachable y perfecta, todo proyecto es sensible a ser mejorado, nadie lo sabe todo ni está en posesión de la verdad absoluta. En resumen: necesitamos al Otro, necesitamos debatir las alternativas antes de decidir cuál de ellas escoger.
Sin debate, sin intercambio de ideas, el progreso resulta imposible porque solo de la proposición de alternativas a lo que se está haciendo pueden surgir las mejoras necesarias. Darse mutuamente palmaditas en la espalda, felicitándose por logros reales o imaginarios, sin cuestionar nada de lo que se realiza, conduce inexorablemente a una situación de estan camiento y de inmovilismo. Por ese camino, lo único seguro es que no se resolverá ninguno de los problemas actuales, ni se prevendrán algunos de los posibles problemas que pudieran surgir, ni —y esto es, con mucho, lo peor de todo— se encontrará una vía mejor o más rápida para avanzar.
Por supuesto, las críticas siempre son molestas, sobre todo para quienes ejercen el poder, no importa si es político, religioso, económico o de otro orden, y la tentación cae en recurrir a la «solución» más fácil, que es reprimirlas. La verdadera solución, lo que corres ponde hacer, es analizar cada crítica, evaluando el grado de acierto que pueda tener, y asumir ese aporte. Si la crítica se considera errónea, entonces refutarla por medio de la exposición de sólidos argumentos. Reprimir la crítica es una actitud empobrecedora. Lo saludable es siempre fomentar el debate porque estimula el surgimiento de nuevas ideas.
Esto exige reconocer en el Otro, en el adversario, su derecho a disentir y a expresar sus opiniones, y reconocer que sus criterios merecen ser analizados por los méritos que puedan contener, sin ser descartados a priori por provenir de quienes provienen. Esto es esencial para desarrollar una sana cultura del diálogo y del debate.
En Cuba, el artículo 54 de la recién promulgada Constitución de la República podría ser un sólido basamento para esa cultura del debate, al declarar que «el Estado reconoce, respeta y garantiza a las personas la libertad de pensamiento, conciencia y expresión». Resulta muy importante que el artículo constitucional se refiere a las personas, sin distinción alguna.
Lamentablemente, los acontecimientos de los últimos meses, ocurridos alrededor de la promulgación del Decreto 349, las protestas realizadas por el Movimiento San Isidro y el frustrado diálogo del pasado 27 de noviembre con las máximas autoridades del Ministerio de Cultura, incluida la reactivación de los actos de repudio y la incesante hostilidad mutua desplegada tanto en los medios oficiales como en las redes sociales, han puesto de manifiesto una escalada en el nivel de violencia verbal e incluso física en la confrontación ideológica entre cubanos.
Espacio Laical rechaza categóricamente, como inaceptables, todos los actos de violencia e intimidación y todas las expresiones de descalificación lanzadas por unos y por otros, y quiere llamar una vez más a un diálogo sereno y respetuoso entre cubanos de todas las orillas geográficas e ideológicas, sin exclusiones, con la profunda convicción de que el único futuro posible para la Patria será aquel en el que quepamos todos. En verdad sería este un futuro forjado, como lo quiso el Apóstol de nuestra independencia, con todos y para el bien de todos.
La Habana, 24 de junio de 2021. Celebración de san Juan Bautista.