Estaba yo navegando por Internet y no sé en qué página de filosofía me encontré la perla que a continuación les trascribo: “Toda persona que nace representa algo nuevo, algo que no ha existido antes, algo original y único”. Lo firmaba Martin Buber. Me gustó, sí señor, me gustó cantidad. Y me puse a buscar cosas de él.
Yo empecé a leer a Buber en el año 65, precisamente cuando él se iba al cielo con Abraham, David y todos los Profetas del Antiguo Testamento. No en vano era judío, muy creyente. Ciertamente es toda una autoridad en filosofía antropológica, defensor del hombre como valor absoluto que descubre la propia dignidad del yo en el encuentro y diálogo con el tú.
Pues, al hilo de esa frase que encabeza este artículo, vamos a hablar de la persona humana, del hombre y de la mujer, joven, niño o más mayor: del valor único que es, de cómo llega a conocerse cuando conoce y respeta al otro. El maestro Martin Buber nos servirá de tutor.
Así empieza el Salmo 8: “Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra… Al ver el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que cuides de él? Lo hiciste apenas inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor, le diste poder sobre las obras de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies…”. ¡Miren que la Filosofía dice y dice cosas acerca del ser humano tratando de aclarar su valor! Pues la Palabra de Dios lo asemeja casi a un dios. ¿Seremos capaces de apreciar lo mucho que valemos? Sí, usted y yo, el vecino y el compañero de escuela o trabajo. Todos, porque somos únicos e irrepetibles. Dios, según nos va haciendo, rompe el molde de donde salimos para que cada uno de nosotros seamos irrepetibles. De ahí que, por inmenso respeto, nadie pueda jugar con nadie a su antojo, capricho o conveniencia.