Cuentan que una compleja máquina sufrió una avería y nadie en el taller pudo arreglarla. De ella dependía toda la producción, así que hicieron traer a varios especialistas, que tampoco dieron en el clavo después de trabajar intensamente varias semanas. Al fin alguien recordó a un ingeniero ya jubilado del taller y le pidieron que viniera a ver la máquina rota. El ingeniero apenas le echó un vistazo, apretó un tornillito, y el equipo arrancó. El jefe le preguntó cuánto costaba el trabajo y el ingeniero puso en un papel la cifra de 100 pesos. El jefe se molestó: ¿cómo era eso de que por apretar un tornillito y cinco minutos de trabajo iba a cobrar 100 pesos? Pero el ingeniero, sin inmutarse, desglosó así los honorarios: mano de obra: 1 peso; saber qué tornillito apretar para que la máquina funcione, 99 pesos.
Detrás de esta historia, que pudiera parecer un chiste, hay una gran moraleja: el conocimiento no es la simple acumulación de saberes; es un sistema de saberes prácticos y teóricos para solucionar problemas, y aún para evitarlos. No hay nada más práctico que una buena teoría, dijo alguna vez un grande de la ciencia. Pero para llegar a esa teoría salvadora, nuestro ingeniero, médico, zapatero o campesino ha tenido que pasar por un proceso de aprendizaje de muchos años, de sacrificios y de no pocos fracasos.