Elogio del hombre corriente

A cargo de Jorge Domingo Cuadriello

Advertencia: Que me perdone el Diccionario, pero no existen palabras sinónimas. A las de significado más parecido las separa un matiz. El arte de matizar es lo que más importa en la literatura. Y si la literatura persigue ser un relato de la vida se debe conocer el arte de vivir como el de matizar. Tal vez yo haya caído ahora en pecado de sinonimia, pero lo que me interesa en el artículo a continuación es que no se me crea capaz de elogiar al hombre vulgar o al hombre mediocre cuando persigo destacar la importancia social del hombre corriente.

La muerte de un gran artista ha provocado en estos días una campaña literaria contra el hombre corrien te.1 Si no hubiera tantos de este tipo, el artista desa parecido estaría hoy vivo; gloriosamente laborioso; instalado en la fama, el bienestar y la salud. «Todos en él pusisteis vuestras manos». Lo hemos matado entre todos. Con nuestras manos asépticas de hombres corrien tes, manos de una caridad bien entendida puesto que atienden «en primer lugar» a sí mismas, le hemos trasmitido una enfermedad mortal y procurado un hambre sin remedio. Era un genio y no supimos tolerarle sus extravagancias. ¿Acaso el genio es, como nosotros, lo corriente? ¿No está diagnosticado como una forma de locura? ¿La lista de los locos geniales no es infinita? ¿La genialidad no consiste en correr con el pensamiento más que la corriente de las horas? ¿Y cómo vivir el genio entre nosotros, normal en nuestra compañía, si su misión es dar un brinco fantástico, funambulesco, ridículo a nuestros ojos, para adelantársenos en la vida e ir a esperarnos en la muerte? Dejemos al genio delinquir según las leyes temporales. No delincamos nosotros desestimándolas. Él sufre en vida su locura para que mañana nosotros encontremos en su locura de hoy nuestra más cómoda, saludable, superior y corriente manera de vivir.

El pintor Fidelio Ponce de León, cuyo fallecimiento motivó el presente artículo de Rafael Suárez Solís en 1949.

El pintor Fidelio Ponce de León, cuyo fallecimiento motivó el presente artículo de Rafael Suárez Solís en 1949.

Sin embargo, replican algunos, también es infinita la lista de los genios que han discurrido por la existencia común sin llamar la atención, sin escandalizar las costumbres, sin irritarnos con sus extravagancias. Incluso se cuidaron de parecer hombres corrientes para mejor animarnos a convivir con ellos desde ahora mismo en el mundo maravilloso del futuro… Tal vez no sean genios verdaderos muchos de los que nos lo quieren hacer creer con sus rarezas, con sus impertinentes libertades. Decía Víctor Hugo refiriéndose a los genios: «El Arte grande, si se emplea la palabra en su sentido absoluto, es la región de los Iguales». Y después de argumentar, según su estilo, por el encadenamiento de las imágenes, concluía: «Dios crea el Arte por intermedio del hombre».

Pues bien, si no subimos a «la región de los Iguales» en busca de unos pocos ejemplos en los que consolarnos de nuestra manera corriente de vivir, encontraremos que los indiscutibles, los genios verdaderos, han sido hombres de conducta social muy parecida a la de sus contemporáneos más sencillos. La propia sencillez ¿no es uno de los atributos del genio? ¿Qué es el hombre corrien te sino una síntesis de las genialidades del pasado? «Los genios forman una dinastía», agrega Víctor Hugo. Cada uno de ellos representa la suma total de lo absoluto realizable por el hombre ¡Lo absoluto realizable! Es decir, lo que luego es norma cotidiana en la existencia del hombre corriente. Y nos ofrece los ejemplos que a nosotros nos fuera peligroso elegir en «la región de los Iguales»: Homero, Job, Esquilo, Isaías, Ezequiel, Lucrecio, Juvenal, San Juan, San Pablo, Tácito, Dante, Rabelais, Cervantes, Shakespeare. Es posible que cada uno de éstos causara asombro —tal vez trastorno— en su tiempo; pero a ninguno se le tomó por extravagante. «Homero es el enorme poeta niño. El mundo nace, Homero canta. Es el pájaro de esa aurora». ¿Hay nada más sencillo, menos extravagante que un pájaro? «Job da comienzo al drama». Cuando el drama se hace artifi cial y pierde sus razones humanas, su sencillez, se le llama tragicomedia. Bergson dice que el chiste suele ser la mecanización de la gracia. «Isaías parece cernirse sobre la humanidad como el fragor continuo del trueno».

El hombre corriente de hoy no teme al trueno porque ha inventado el pararrayos. El miedo es una manifestación de la ignorancia. Y el saber es lo más sencillo en el hombre que usa el cerebro como la más simple de las herra mientas… «Juvenal posee la pasión, la emoción, la fiebre, la llamarada trágica, la risa vengativa.» ¿No es hoy cualquiera un Juvenal después de haber conquistado el hombre el derecho a la libre emisión del pensamiento, a «alimentar e inflamar de justicia y cólera su corazón»? «Tácito es el historiador». Hoy lo llamaríamos periodista… «Juan es el anciano virginal. Toda la savia ardiente del hombre, transformada en humo y temblor misterioso, se alberga en su cabeza, como si fuera una visión.» Ahí está, genialmente definida, esa cosa corrien te —no importa si milagrosa— que se llama una Hermana de la Caridad, «Pablo es aquel a quien se le apareció el porvenir». Ahorro, previsión, cálculo, inventiva, llamamos hoy a esa corriente figura humana. Nuestra pedagogía atiende principalmente a la educación para el futuro… «Rabelais hizo este milagro: el vientre».

El hombre corriente de hoy ha hecho más: ha inventado el ombligo. Cada uno de nosotros no quiere ser menos que el ombligo del mundo. «Caballeros, soy el señor don Miguel de Cervantes Saavedra, poeta de espada y, en prueba de ello, manco». Y cuando llega a Shakespeare, dice Hugo: «¿Qué es? Podríase, quizá, responder: es la Tierra. Shakespeare sacude una calavera y de ella hace que caigan estrellas». Y eso tampoco es una extravagancia cuando vemos surcar los aeroplanos y nos sentamos a escuchar por la radio lo que nos dicen en voz baja nuestros hermanos en los antípodas.

Todos ellos fueron hombres sencillos; genios ayer sólo preocupados en llegar hasta hoy para ser contemporáneos de nosotros: los hombres corrientes. Y pudiéramos establecer un método para distinguir a simple vista al genio del pseudo-genio, al dios del semidiós. El semidiós es el hombre que se endiosa. El endiosado —pongo aparte los locos: los genios a quienes algo enloquece no suelen ser un genio. «Nosotros, que aquí hablamos, no creemos en nada fuera de Dios». ¡Genial advertencia! Es la única manera de creer en lo maravilloso. Para hacernos devotos de ese modo, Dios hizo que su Hijo —el Hijo del Hombre— fuera en la tierra la imagen de la perfecta sencillez. Hablaba de lo incomprensible y lo comprendían los carpinteros, los campesinos, los pescadores, las pecadoras, es decir, los humildes: el hombre y la mujer corrientes.

Veinte siglos después, un hombre sencillo, un sabio —Estanislao Sánchez Calvo—, después de discurrir por el reino de lo maravilloso positivo, por los misterios de lo inexplicable lo desconocido, del instinto y lo inconsciente, de lo sobrenatural y el milagro, de la hipnosis y la sugestión, de la transmisión del pensamiento, de la adivinación y el libre albedrío, de las apariciones, expresó esto tan sencillo que nadie se atrevería a llamar una extravagancia filosófica: «Lo divino, en último extremo, no es más que esto: una superioridad misteriosa; así como lo religioso es una dependencia reconocida. Las hipótesis crecen y se ensanchan a medida que la ciencia extiende sus dominios. Hemos visto al positivismo chocar en “la energía infinita y eterna” como en la razón última de las cosas. Es que la ciencia, como el mar en las costas, toca ya en las orillas de lo divino. No falta más que atribuir a esa energía primera el designio, la sabiduría. Esta debe ser la última hipótesis: Dios».

Luego, genios, conviene no endiosarse. Porque Dios es la suprema sencillez.

 

NOTAS

1 Se refiere al destacado pintor Fidelio Ponce de León, quien falleció en La Habana días antes, el 19 de febrero de 1949. (N. del E.).

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Rafael Suárez Solís (Avilés, Asturias, 1881 – La Habana, 1968). Ensayista, periodista, novelista, dramaturgo y crítico de arte. En 1907 arribó a Cuba y poco después ingresó en el cuerpo de redacción del Diario de la Marina, de cuyo valioso Suplemento Literario fue responsable años después. También perteneció a la redacción de los diarios Información y Alerta. Recibió los premios periodísticos Justo de Lara, José Ignacio Rivero y Juan Gualberto Gómez. Colaboró en numerosas publicaciones cubanas y entre sus obras se hallan los ensayos Molde, imagen (1928) y la Resonancia del silencio (1941), la novela Un pueblo donde no pasaba nada (1962) y el volumen Teatro (México, 1954). En 1966 fue nombrado Socio de Honor de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. El presente artículo lo hemos tomado del periódico Alerta Año XV Nro. 54. La Habana, 7 de marzo de 1949, p. 4.