El siguiente artículo está inspirado en el libro de Fermín Valdés Domínguez El 27 de noviembre de 1871 y la película de Alejandro Gil Inocencia.
En el pasado Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano se estrenó la película Inocencia, del realizador cubano Alejandro Gil, inspirada en los dolorosos y terribles sucesos ocurridos en La Habana en noviembre de 1871, y que culminaron con el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina. La película logra recrear la época con admirable realismo, y presenta un hecho tristísimo de la historia de nuestro país que todos pensábamos que conocíamos, pero que, al encenderse las luces de la sala, muchos nos dimos cuenta de que no era así.
El filme se desarrolla en dos tiempos paralelos: en el momento en que ocurrieron los hechos, los días 23, 24, 25, 26 y 27 de noviembre de 1871, y dieciséis años más tarde, 1887, cuando Fermín Valdés Domínguez (interpretado en el filme por Yasmani Guerrero) se encuentra finalizando la última versión de su libro El 27 de noviembre de 1871 y busca el lugar donde reposan los restos de sus compañeros injustamente ejecutados. Afortunadamente, tengo en mi casa el libro de Valdés Domínguez, editado en nuestro país en 1969, con detalladas notas del autor y de Luis Felipe LeRoy Gálvez. Al inicio se incluyen unas cartas y textos de varias personas, a manera de prólogos, que comentan su trabajo y emiten sus criterios sobre los hechos relatados. Son ellos: Fernando Portuondo del Prado, Eduardo Yero, Antonio Zambrana, Enrique José Varona. Y uno, bellísimo, de Martí, fechado en abril de 1887 en Nueva York.
La película se basa, fundamentalmente, en lo expuesto por Valdés Domínguez, testigo presencial de los sucesos al ser uno de los jóvenes encarcelados y, también, por supuesto, en otras fuentes, pues el director, Alejandro Gil, hizo una valiosísima labor de investigación durante varios años que incluyó la realización de un documental sobre ese tema. En este trabajo solo pretendo señalar algunos aspectos de la historia que, por razones lógicas de la narración fílmica, no se ajustan a lo expuesto por Valdés Domínguez. Son detalles quizás sin gran importancia, pero que es bueno que se conozcan.
Existe una natural tendencia a dar por cierto lo que se ve en las películas con temas de la vida real, sin detenerse a pensar que los realizadores tienen que presentar una historia creíble y, también, amena, de hechos de los que no se tiene toda la información. He querido, igualmente, ahondar en otros aspectos de lo sucedido con posterioridad a los eventos presentados en el largometraje, con los que, sin dudas, se podría hacer otra película.
» La amistad entre José Martí y Fermín Valdés Domínguez
Fermín Valdés Domínguez ha sido recordado principalmente por su gran amistad, desde la infancia, con José Martí. Se sabe que nació el 10 de julio de 1853 (algunos autores fijan su fecha de nacimiento en 1852), el mismo año en que nació Martí, y que conoció a este en la escuela San Anacleto en 1860. Así lo cuenta Mañach en su excelente biografía Martí, el Apóstol (1933): «Pero el que más se ha aficionado a él es Fermín Valdés, aproximadamente de su misma edad, espigado, de ojos saltones. Como es niño de casa rica, Pepe, siempre algo consciente de su propio traje raído, se ha mostrado sobrio hacia él. Fermín no ha recatado su empeño por vencer el desvío. Le ha hecho pequeños favores, le ha ofrecido reiteradamente parte de su merienda. Han acabado por hacerse grandes amigos.» (pp. 19-20)
Continúan sus estudios juntos y ya en 1868 Martí y Valdés Domínguez se encuentran cursando el segundo año de bachillerato en San Pablo, el colegio particular de Rafael María de Mendive, el mentor de Martí, y cuya influencia, así como el cariño que le profesaba, fueron fundamentales en su formación y en la de muchos de los adolescentes que estudiaron bajo su tutela. Las noticias del levantamiento de Céspedes en Bayamo el 10 de octubre son seguidas con pasión y entusiasmo por los jóvenes. El 19 de enero de 1869 —aprovechando la época de libertad de prensa decretada por el general español Domingo Dulce— publica Valdés Domínguez el primer y único ejemplar de su periódico El Diablo Cojuelo, y unos días más tarde aparece el también único número de La Patria Libre, dirigido por Martí, que incluye su drama patriótico Abdala con un texto de Mendive, entre otras colaboraciones. El 22 de enero ocurren los sucesos del Teatro Villanueva, encarcelan a Mendive —cuyas ideas políticas favorables a la independencia eran conocidas por las autoridades españolas—, clausuran San Pablo; Martí visita a su maestro —que pronto será deportado— en la cárcel: La Habana es un hervidero. Martí busca refugio en la casa de Fermín, en la calle Industria 122, asiste a las clases de francés de su amigo y lee todo lo que puede en la biblioteca de la casa. Fermín Valdés Domínguez era hijo adoptivo del «guatemalteco hidalgo» (p. 37), como lo llama Mañach, José Mariano Domínguez Salvajauregui, quien también había adoptado a otro niño, Eusebio, y los crió con amor y dedicación. José Mariano se había establecido en Cuba alrededor de 1830 y gozaba de una holgada posición económica.
El 4 de octubre de 1869 un grupo de Voluntarios irrumpe en la casa de los Valdés Domínguez, pues creyeron que Fermín y unos amigos se burlaban de ellos. Realizan un registro y encuentran en la gaveta del escritorio de Fermín una carta fechada aquel mismo día, dirigida a Carlos de Castro y Castro y firmada por Martí y Valdés Domínguez. En la carta critican al joven Castro, cubano, discípulo también de Mendive, por haberse alistado en el Cuerpo de Voluntarios. Martí, Fermín, su hermano y otros compañeros son arrestados por «sospechas de infidencia». Es de todos conocido lo que sucede después: los dos amigos se confiesan autores de la carta, pero al final el fiscal decide que fue Martí quien realmente la escribió. La letra de los dos amigos es muy parecida, pero la vehemencia de la auto-inculpación de Martí lo convence. El 4 de marzo de 1870 un Consejo de Guerra celebra el juicio: Fermín es condenado a seis meses de «arresto mayor» en la fortaleza de La Cabaña, su hermano Eusebio y los otros implicados son desterrados y Martí es condenado a seis años en las canteras, donde padece todo tipo de sufrimientos y vejaciones. Gracias a los esfuerzos de su familia, la influencia de un amigo de su padre, el catalán José María Sardá, y teniendo en cuenta su edad y el deplorable estado de su salud, cumple solo seis meses, es deportado a Isla de Pinos y luego a España, hacia donde parte el 15 de enero de 1871. Fermín queda en Cuba y poco después matricula en la Universidad de La Habana la carrera de Medicina.
He querido comenzar por el presidio político de Martí y Fermín por ser un antecedente importante de los sucesos ocurridos en noviembre de 1871. El estallido de la guerra tres años antes, más una serie de acontecimientos complejos de suma importancia ocurridos en España y en la Isla, hicieron que la situación política en Cuba fuera de gran tensión. Como colofón a la tirantez existente, el 8 de octubre de ese año se realiza el famoso rescate de Julio Sanguily por el mayor general Ignacio Agramonte y un puñado de mambises. Treinta y cinco hombres cansados y famélicos se enfrentaron, con coraje y con vergüenza, a una columna del ejército colonial y lograron rescatar al valiente brigadier, lo que constituyó una enorme humillación para los españoles.
A continuación, iré presentando algunos de los momentos que me interesan destacar del libro y de la película, sin entrar en muchos detalles, pues la historia completa se encuentra registrada en numerosos documentos y en la propia película.
» El encarcelamiento de los estudiantes.
El jueves 23 de noviembre de 1871 unos estudiantes del primer año de la carrera de Medicina de la Universidad de La Habana decidieron utilizar un tiempo libre que tenían entre turnos de clases para pasear por las plazoletas y caminos del Cementerio Espada o Cementerio de San Lázaro, como también se le conocía. No podían imaginar, ni en la peor de las pesadillas, que esa decisión acabaría, en menos de noventa y seis horas, con sus vidas y la de otros compañeros. El camposanto se encontraba en el área que ocupan las actuales calles San Lázaro, Vapor, Espada y Aramburu. Según explica Valdés Domínguez:
El edificio en que existía el Anfiteatro Anatómico [conocido como San Dionisio] está a continuación del antiguo y clausurado Cementerio Espada, fue en un tiempo Asilo de Dementes […]. Tiene galerías a derecha e izquierda, y una de estas, muy elevada, es la que lo separa del Cementerio […]. Al salir del Anfiteatro, vieron algunos compañeros el carro en donde habían conducido los cadáveres destinados a nuestro estudio, y subieron a él y dieron vueltas por la plaza que existía delante del Cementerio. (p. 24)
El sábado 25, muy temprano en la mañana y a consecuencia de una acusación hecha por el celador del Cementerio, Vicente Cobas, el gobernador político, Dionisio Lopez Roberts (interpretado en la película por Yadier Fernández), se presentó en el cementerio acompañado de un agente de la policía. Se acusaba a los jóvenes que habían estado el jueves 23 en el cementerio de haber rayado el cristal del nicho donde estaba enterrado el periodista español Gonzalo Castañón, quien había muerto a consecuencia de un altercado con un cubano independentista en Cayo Hueso el 31 de enero de 1870. López Roberts interrogó al capellán, el presbítero Don Mariano Rodríguez, que había visto a los jóvenes el día 23, sobre lo ocurrido y este le respondió que nada había sucedido y que las rayas que se apreciaban en el cristal del nicho eran antiguas, que incluso ya estaban ahí el 2 de noviembre, Día de los Santos Difuntos. A pesar de no existir ningún tipo de profanación, López Roberts decidió presentarse en San Dionisio, donde estaban los alumnos del segundo año. La actitud ejemplar y decorosa del profesor Sánchez Bustamante impidió que se los llevaran detenidos.
Pero no desistió de su plan y en horas de la tarde se presentó en el aula en que estaban reunidos los estudiantes del primer año de Medicina, acompañado de Felipe Alonso (interpretado en la película por Héctor Noas) y varios agentes de la policía. López Roberts interrumpió la clase y acusó a los estudiantes de haber profanado la tumba de Castañón. En esta ocasión el catedrático, Dr. Valencia, no estuvo a la altura del Dr. Sánchez Bustamante, y dejó actuar a López Roberts a su antojo:
De criminal y de indigna calificó nuestra conducta; pero no fueron escuchadas sus acusaciones en silencio: Anacleto Bermúdez primero, y otros después, negaron la comisión de los supuestos delitos, que no podía admitir de buena fe quien aquella mañana había estado en el Cementerio, y rechazaron indignados la imputación que se les hacía; sin embargo, él aseguró, con palabras rudas, que sabía estaba entre nosotros el autor del atentado. No sin habilidad funesta iba tiñendo de color político aquellos pueriles actos del día veintitrés. Carlos Augusto de la Torre hizo ver cuán errado iba en aquella tendencia, y en nombre de todos le exigió declarase el nombre del culpable, que decía conocer, porque, no existiendo para nosotros, habíamos de pensar que mentía. (p. 29)
Como los estudiantes negaron haber cometido los hechos que se les imputaban, decidió, en un acto de soberbia y evidente abuso de poder, encarcelarlos a todos, que eran, inicialmente, cuarenta y cinco. El catedrático de la asignatura de disección y profesor de los estudiantes, Dr. Domingo Fernández Cubas (interpretado en el filme por Osvaldo Doimeadiós), los acompañó a prisión y se mantuvo todo el tiempo al lado de ellos hasta el último momento.
En horas de la noche López Roberts presentó la acusación ante el general Segundo Cabo, Romualdo Crespo, encargado del Gobierno y la Capitanía General por ausencia del Conde Valmaseda , que se encontraba en campaña militar. Comenzaron los interrogatorios, los estudiantes que habían estado en el cementerio reconocieron que habían jugado con el carrito, pero negaron con vehemencia haber cometido ningún acto criminal. En un momento de su libro, dice Valdés Domínguez: «solo éramos culpables del delito de ser estudiantes».
Para agravar aún más la situación, había sido convocada una Gran Parada militar en la Plaza de Armas el domingo 26, en la que desfilaron más de diez mil voluntarios. Durante el desfile se escucharon gritos de «¡muerte a los traidores!», pues la manipulación de López Roberts y de algunos oficiales del Cuerpo de Voluntarios había penetrado ya en las mentes de los voluntarios y de la muchedumbre enferma de odio que los seguía. Terminada la parada militar, unos trescientos voluntarios se dirigieron por el Paseo del Prado hasta la cárcel, vociferando, lo que atrajo a muchas más personas, que llegaron a ser, según relató el oficial de Voluntarios, Justo Zaragoza (citado por Valdés Domínguez), más de mil; clamaban por la muerte de los estudiantes y gritaban los nombres de algunos de ellos a través de bocinas. La situación estaba totalmente fuera de control. Desde la prisión, los injustamente encarcelados escuchaban los gritos y las amenazas de la turba enardecida. Cuenta Valdés Domínguez:
El escándalo que los Voluntarios promovieron en la Plaza de Armas no era mayor que el de la muchedumbre que rodeaba la Cárcel […]. Los generales Venene y Clavijo, vinieron a aplacar la multitud y los amotinados los obligaron a permanecer en el patio de la Cárcel, en donde pudimos verlos al amanecer, sentados en un banco de madera. Llegó también López Roberts y fue recibido con una atronadora vocería. Mataron de un bayonetazo a uno de los caballos de su coche, y lo hubieran muerto sin los rápidos auxilios de la guardia exterior de la Cárcel, que no pudo evitar, sin embargo, que le hundieran el sombrero hasta los hombros y le llamara muchas veces ladrón. Se refugió en el hospital de San Felipe y Santiago, que estaba en los altos de la Cárcel. (p. 43)
» Primer consejo de guerra. Defensa de Capdevila
El general Romualdo Crespo, que sustituía al Conde Valmaseda, fue el máximo responsable de la matanza ocurrida el 27 de noviembre de 1871, y así lo demuestra Valdés Domínguez en su libro. Es cierto que la situación imperante en La Habana era angustiosa y difícil, pues Crespo no contaba con un solo soldado del ejército regular que lo respaldara en la protección de la capital, solo con el Cuerpo de Voluntarios, conformado en su mayoría por españoles y, también, por cubanos leales a la Metrópolis. Alargaría mucho este trabajo explicar la situación económica que existía en La Habana en aquellos años, y la extracción social mayoritaria de los miembros del Cuerpo de Voluntarios. El hecho cierto es que había una guerra en el oriente y centro del país en la que estaban muriendo españoles. Los estudiantes cubanos, hijos, en su mayoría, de peninsulares y criollos que gozaban de una holgada posición económica, eran vistos como posibles insurrectos, y así se refleja muy bien en la película. Las noticias que llegaban del frente de batalla no eran buenas; Agramonte les acababa de infligir una dolorosa derrota, los Voluntarios querían un escarmiento definitivo, brutal y sangriento, y Crespo temió enfrentárseles.
López Roberts, por su parte, en su afán de ganar favores y, también, dinero, fabricó una mentira con algunos elementos de verdad para hacerla creíble (lo único cierto, en realidad, era que los muchachos habían jugado en el cementerio). No importaba que fueran inocentes, era el mensaje que, pensaron equivocadamente, transmitiría a los jóvenes que aún no se habían sumado a las filas mambisas. Nada más parecido al «¡crucifícalo!» que le pidieron a Pilatos, como recuerda Eduardo Yero, director del periódico El Cubano, en cuyos talleres se imprimió la tercera edición del libro de Valdés Domínguez.
En la carta que escribió y publicó Crespo a su llegada a España después de su destitución, explica:
[…] pedían el inmediato fusilamiento de los cuarenta y cuatro detenidos [eran cuarenta y tres], previa, a la vez, de un Consejo de Guerra permanente, al cual someterían los Voluntarios las personas sospechosas por sus simpatías a la insurrección; que diese orden para que un buque de guerra saliese con dirección a la Isla de Pinos y trajese a La Habana a los individuos allí desterrados por el Capitán General, para someterlos también al expresado Consejo. Necesario es remontarse a la época del terror de la Revolución Francesa para encontrar en la famosa Ley de Sospechosos algo que se asimile por su sangriento colorido a las proposiciones formuladas en un momento de febril sobrexcitación por las comisiones de los Voluntarios. (pp. 89-90)
Era tan explosiva la situación reinante en la capital, que el Vicecónsul estadounidense, Henry C. Hall, en un telegrama que envía a su gobierno en la mañana del 27 de noviembre, prácticamente menciona la posibilidad de una intervención militar en la Isla. El telegrama, reproducido por Valdés Domínguez, dice así: «Demostraciones de los Voluntarios contra la autoridad del Gobierno. Gobierno impotente. Serios temores de una matanza en cualquier momento. Barco de guerra útil. Habana». (p. 219)
Crespo, aterrorizado ante la violenta y explosiva situación, cedió a las presiones y convocó un primer Consejo de Guerra, compuesto por capitanes del ejército («seis vocales veteranos», los nombra Valdés Domínguez), presidido por un Coronel, que comenzó sus sesiones a las doce de la noche. Fue designado como defensor de oficio el joven capitán español, de tan solo 26 años, Federico Capdevila. La defensa de Capdevila fue un ejemplo de dignidad y coraje:
Triste, lamentable y esencialmente repugnante es el acto que me concede la honra de comparecer y elevar mi humilde voz ante este respetable Tribunal, reunido por primera vez en esta fidelísima Antilla, por la fuerza, por la violencia y por el frenesí de un puñado de revoltosos, que hollando la equidad y la justicia, y pisoteando el principio de autoridad, abusando de la fuerza, quieren sobreponerse a la sana razón, a la ley. Nunca, jamás en mi vida, podré conformarme con la petición de un caballero fiscal que ha sido impulsado, impelido a condenar involuntariamente, sin convicción, sin prueba alguna, sin fechas, sin el más leve indicio sobre el ilusorio delito que únicamente de voz pública se ha propalado. Doloroso y altamente sensible me es que los que se llaman Voluntarios de La Habana hayan resuelto ayer y hoy dar su mano a los sediciosos de la Comune de París, pues pretenden irreflexivamente convertirse en asesinos, y lo conseguirán, si el Tribunal a quien suplico e imploro, no obra con la justicia, la equidad y la imparcialidad de que está revestido. Si es necesario que nuestros compatriotas, nuestros hermanos bajo el pseudónimo de Voluntarios, nos inmolen, será una gloria, una corona por parte nuestra para la nación española; seamos inmolados, sacrificados; pero débiles, injustos, asesinos, ¡jamás! De lo contrario, será un borrón que no habrá mano hábil que lo haga desaparecer. Mi obligación como español, mi sagrado deber como defensor, mi honra como caballero, y mi pundonor como oficial, es proteger y amparar al inocente, y lo son mis cuarenta y cinco defendidos […]. (pp. 44-46)
Los Voluntarios, enfurecidos por la defensa de Capdevila, lo insultaron y uno de ellos intentó agredirlo físicamente; el aguerrido capitán tuvo que defenderse con su espada; desde el patio de la cárcel se escuchaban los gritos que pedían su cabeza. Fue tanta la ira de los Voluntarios que Capdevila, escoltado por algunos de los presentes, tuvo que esconderse en el sótano de la cárcel y solo pudo salir después de pasadas muchas horas. A pesar de la valerosa defensa que hiciera Capdevila, recogida íntegramente en el libro de Valdés Domínguez, se les encontró culpables de profanación, por lo que se decidió aplicar lo establecido en el Código Penal vigente, que no era, en ningún caso, la pena capital.
» Segundo consejo de guerra
Los Voluntarios, que lo que querían era dar un escarmiento y vengarse de lo que estaba sucediendo en el oriente y centro del país, no satisfechos con el castigo que se les había impuesto a los estudiantes, exigieron la creación de un segundo Consejo de Guerra compuesto, esta vez, por un Coronel, un Fiscal, seis capitanes vocales y nueve capitanes de los Voluntarios. La balanza a favor de los Voluntarios aseguraba la sentencia de pena de muerte que ya estaba fijada, pues así lo habían dejado muy claro los Voluntarios y las turbas que arrastraban con ellos, con sus gritos, amenazas y actos de violencia.
El segundo Consejo de Guerra inició sus sesiones en la madrugada del lunes 27. No se presentaron nuevas pruebas, no se convocaron testigos (tampoco se hizo en el primer Consejo): «No tenían una sola declaración que nos acusara del más leve delito. No pudiendo ninguno de los jueces preguntarnos nada que tuviera relación con la supuesta profanación, se limitaron a buscar quién llevaba una sortija u otra prenda de brillantes, para hacer caer sobre él el delito de haber rayado el cristal.» (p. 50)
Uno de los capitanes veteranos que fungía como vocal, fue designado como el defensor. ¿Qué podía hacer, después de haber visto lo ocurrido a Capdevila? La defensa de Capdevila fue contundente, pero en esos instantes no importaban ya ni la verdad ni la mentira. El segundo Consejo de Guerra, en sesión sumarísima, en horas de la madrugada del lunes 27 de noviembre, violando todas las normas jurídicas, legales y de elemental decencia, los condenó a la pena de muerte por fusilamiento.
Inocencia está basada en hechos reales, pero es una película de ficción. Por tanto, sus realizadores se tomaron algunas licencias con el objetivo, lógico y válido, de lograr una narración fluida y emotiva. Los estudiantes que habían estado en el cementerio habían sido separados, desde el inicio, del resto, y no eran cuatro sino cinco, por lo que no se llegó a la cifra de ocho duplicando la supuesta cifra de cuatro. Los que habían estado jugando en el cementerio fueron: Anacleto Bermúdez (20 años y 6 meses); Ángel Laborde (17 años y 10 meses); José de Marcos y Medina (20 años); Pascual Rodríguez y Pérez (21 años). Otro estudiante, Alonso Álvarez de la Campa (16 años, 5 meses y 2 días) tomó una flor del jardín del cementerio. Al primero que separaron fue a Pascual Rodríguez y Pérez:
Salió de allí para la Cárcel, mandándosele poner en bartolina inmediatamente porque contestó de una manera enérgica a las preguntas que le hacía el Gobernador. Y lo vimos salir con aquella digna altivez que lo inmortalizó en el lugar del suplicio […]. Aquella misma noche fue encerrado en un calabozo, Ángel Laborde y tras él, José de Marcos y Medina. En él los encerraron porque declararon que habían jugado con el carro […]. No se escapó del calabozo, el niño Alonso Álvarez de la Campa, y pronto mi buen hermano Anacleto Bermúdez, el amigo de mi alma […]. (pp. 31-32)
Valdés Domínguez narra en su emocionante testimonio un momento muy bien expuesto en la película, cuando el capitán Felipe Alonso le dice al adolescente de solo 16 años, Alonso Álvarez de la Campa: «¡Ay, Alonsito, ni los millones de tu padre te han de valer para que no te vuelen los sesos!». Se sabía que eran cinco los que morirían, pero los Voluntarios querían más sangre por lo que decidieron «quintar» la cifra de los jóvenes encarcelados. Eran cuarenta y tres, escogerían uno por cada cinco. De haberse mantenido la cifra inicial de cuarenta y cinco, hubieran sido nueve y no ocho el total de ejecutados. Así lo narra Valdés Domínguez:
El Consejo estaba deliberando sobre el número de víctimas que bastarían para saciar la furia de los amotinados. Comprimidos por la exaltación creciente de la multitud, el Consejo acordó ir proponiendo a esta los sentenciados a muerte en corto número, fijando el máximo de la sentencia en ocho, producto que resultaba de quintar los que nos hallábamos presos […]. ¡El crimen fue el sorteo! ¡La justicia entonces fue la rifa! […]. El azar respondió a aquella acusación espantosa con los nombres de Carlos Augusto de la Torre (20 años), Carlos Verdugo (17 años y 11 meses) y Eladio González (20 años). (pp. 41 y 53)
» Lo que sucedió en la capilla
Después de celebrado el segundo Consejo de Guerra, los ocho estudiantes condenados a muerte fueron llevados a la Capilla de la cárcel para que se confesaran y escribieran cartas de despedida a sus familiares, amigos y novias. En la película, el capitán Ramón López de Ayala (interpretado por Jorge Luis López), jefe del pelotón de fusilamiento, les ofrece salvar sus vidas si juran lealtad a España: «Deberían aprovechar esos papeles que están en esa mesa para pedir perdón, confesarse incondicionales a España y a su Rey, es su última oportunidad de salvar sus vidas dignamente. Muestren lealtad a la Corona y serán perdonados. España es benevolente con quienes la obedecen. Es su última posibilidad de ver salir el sol nuevamente.»
Esta escena, una de las licencias que se toman los realizadores del filme, no tiene ningún sentido ni es coherente con los hechos históricos. ¿Quién o quiénes hubieran hecho tal ofrecimiento?, ¿los miembros del segundo Consejo de Guerra que había sido convocado con el propósito exclusivo de enviarlos al paredón, desconociendo lo dictado en el primer Consejo? ¿Qué sentido, entonces, había tenido nombrar un segundo Consejo de Guerra?, ¿volver a lo acordado en el primero? ¿Y la macabra rifa para llegar a ocho, por qué se hizo? En caso de que hubiese ocurrido este ofrecimiento, ¿cómo iban a proceder?, ¿los condenaban a prisión?, ¿los dejaban en libertad? Si los dejaban en libertad, ¿cómo pensaban sacarlos de la cárcel, que se encontraba sitiada, y listos los Voluntarios para linchar al primer estudiante que saliera? En el guión no se tuvo en cuenta que este ofrecimiento rompe la continuidad lógica e histórica de los sucesos de esos fatídicos días. Si se quería sugerir el compromiso político de los estudiantes condenados a muerte con la causa del independentismo, debía haberse realizado de otra manera. Y, de hecho, se hizo, al presentar la actitud digna y, en ocasiones, desafiante, de muchos de los estudiantes, al enfrentarse con valentía a las acusaciones que se les hacían, y a la propia muerte. Pero al introducir esta escena en el filme, se crea confusión sobre lo que realmente ocurrió.
Valdés Domínguez no habla de esto, nada mencionan los jóvenes en sus cartas, tampoco LeRoy Gálvez en sus notas, ni siquiera el propio López de Ayala, en una carta incluida en el libro de Valdés Domínguez y que publicó el periódico La Iberia, de Madrid, el 26 de octubre de 1872. Tampoco refiere Valdés Domínguez que los jóvenes se manifestaran abiertamente contra España, dando gritos de «¡Viva Cuba libre!», como aparece en el filme. Y es que esto hubiera sido una provocación innecesaria y peligrosa, que hubiera podido proporcionar la excusa ideal a los Voluntarios y a las turbas, como las llama varias veces Valdés Domínguez, para fusilarlos a todos.
Los Voluntarios, por los documentos consultados, no querían justicia, ni les importaba que los jóvenes se declararan culpables ni que juraran lealtad a España. Pedían a gritos la muerte de los estudiantes. Sabían que eran inocentes de todo: no habían profanado ninguna tumba, no habían rayado el cristal del nicho. Tampoco había pruebas de que alguno de ellos militara en grupos que estuviesen conspirando contra España. El padre de uno de los fusilados, Álvarez de la Campa, antiguo oficial de Voluntarios, en una carta que escribió al Rey de España, fechada el 15 de marzo de 1872, que nunca llegó a sus manos pero que sí circuló por La Habana, plantea:
[…] Temí, por lo tanto, Señor, que la gran calumnia hubiera preparado un motín que desprestigiase el principio de autoridad y, hollando la santidad de las leyes, inmolase a jóvenes inocentes e incapaces de la menor demostración contra la causa de España; porque, hijos de peninsulares una gran parte, figurando algunos en las filas de los mismos Voluntarios, y dando todos pruebas inequívocas de lealtad, puesto que ni emigraron ni fueron a las filas de los insurrectos, a pesar de la seducción y de los esfuerzos que sin duda harían para ello muchos de sus antiguos compañeros que abandonaron las aulas inmediatamente después del grito de Yara, no había razón para sospechar de sus buenos sentimientos ni para presumir remotamente que sus juegos juveniles tuvieran significación política, cuando no hubo voces, ni palabras, ni obras que así lo indicasen. (p. 98)
Califica lo sucedido como un «asesinato jurídico», y en ningún momento menciona que se les ofreciera salvar la vida si juraban fidelidad a España. Muchos de los cuarenta y tres estudiantes encarcelados eran hijos de españoles. Posiblemente, muchos de ellos eran partidarios de la independencia de Cuba, pero no era de eso de lo que se les acusaba. De hecho, Valdés Domínguez, que había estado preso por «sospecha de infidencia» junto con Martí, en el momento en que publicó su libro en 1890, era miembro activo del Partido Liberal Autonomista y así lo expresa en varias oportunidades. Eran sospechosos de «infidencia», eso sí, porque eran jóvenes, estudiantes y cubanos. En todo caso, como escribiera Martí al principio del libro de su amigo, «eran culpables solo de la alegría que en la juventud infunden el espacio y la luz».
» La escena de la confesión
En el filme hay una escena que, para mi gusto, es excesivamente larga y, también, innecesaria: la supuesta confesión de Ángel Laborde. Y utilizo la palabra «supuesta» porque es muy improbable que el sacerdote hubiese revelado lo que en la iglesia católica se conoce como secreto de confesión. Es una escena ficticia y, a mi entender, no aporta ningún elemento importante a la historia. En la escasa media hora que les concedieron a los muchachos, se confesaron y escribieron brevísimas esquelas a sus familiares y amigos. Hubiera sido, quizás, más interesante y emotivo, escuchar en off algunas de esas desgarradoras misivas. Valdés Domínguez reproduce diez que le entregaron los familiares de seis de los condenados, una de ellas del propio Ángel Laborde. Reproduzco algunas:
Mamá, papá, Luis, Victoria, familia, Donata, mis hermanos: adiós. Muero inocente. Me he confesado.
Angelito
Mis queridos padres y hermanos: hoy, que es el último momento de mi vida, me despido de ustedes, y que se consuelen pronto. Les recomiendo en particular a mi Lola y que ella guarde mi sortija y que la leontina que tiene mi hermano la entregue a Lola. Sin más, échenme la bendición y no olviden mi recomendación.
Anacleto Bermúdez y Piñera
Habana y noviembre de 1871 Lola: acuérdate de mí, tu Anacleto
Mi queridísima mamá, mi padre y hermanas y ahijada; te dirijo esta para decirte que me excuses de todo lo malo que te he hecho, lo mismo le dirás a mi padre y hermanas […]. En el escaparate que sirve para la ropa de mesa está un dije negro de oro, el cual regálaselo a mi hermana Cecilia. La sortija tuya quiero que vuelva a tu poder como un último recuerdo […]. Os quiere entrañablemente y envía su último adiós, tu hijo que te verá en la gloria.
Alonso Cerra
Un pañuelo que tiene Domínguez [Fermín Valdés] cógetelo en prueba de amistad y dale este que te incluyo. Mira si mi cadáver puede ser recogido.
Eladio González (pp. 62-67)
» El intento de rescate por parte de un grupo de abakuás
Valdés Domínguez no menciona el hecho del intento de rescate de los abakuás, pero sí aparece recogido en su libro el incidente, sin que se mencione el nombre de la secta. En el periódico La Quincena del 30 de noviembre, que se publicaba en La Habana los días de salida del correo para España, bajo el título de «Sucesos graves», se narra lo ocurrido en los trágicos días de noviembre y, en un párrafo, se comenta: «Un incidente tuvo lugar a las once de la mañana del lunes. Apostados detrás de los fosos que se extienden frente a la plaza de la cárcel, un mulato y dos negros dispararon sus revólveres contra los voluntarios, hiriendo a un alférez de artillería pero, perseguidos en el acto, fueron muertos al intentar la fuga.» (p. 8)
También, el investigador e historiador Gonzalo de Quesada, comenta en Martí, Hombre: (1940): «¡Y los Voluntarios no contentos con aquella infamia, añaden lo de cinco muertos de la raza de color “recogidos en diferentes lugares de este barrio —reza el informe del celador de La Punta— los cuales estaban todos heridos de disparos de fuego y bayoneta”, sin que se pueda, como suele suceder siempre en los casos de asesinato oficial, “averiguar quiénes eran los muertos ni los causantes de ellos”». (p. 49)
En la película hay una escena en la que el jovencito Alonso Álvarez de la Campa habla de la secta abakuá, al saludar a un muchachito negro que dice es su «hermano de leche». Y en una emotiva y trepidante secuencia, se representa el intento de rescate. Todo parece indicar que el hecho sí ocurrió, pero existe muy poca información y se desconocen los nombres de esos heroicos jóvenes que trataron de liberar a los estudiantes, en una acción generosa y osada, sin ninguna posibilidad de éxito, en medio de una ciudad paralizada por el terror. En ese instante, ese día, no hubo diferencia entre blancos y negros. Fueron, sencillamente, jóvenes cubanos unidos por lazos muy profundos, de amor y solidaridad, que estuvieron por encima de la política, las diferencias de clase, y el miedo a la muerte.
» El cuadro del pintor Manuel Mesa Cubillo. El fusilamiento
Como bien se presenta en la película, los estudiantes fueron fusilados de dos en dos, de rodillas, los ojos vendados, de cara al paredón. Pero el único cuadro que existe sobre el tristísimo suceso los presenta a los ocho juntos, unos arrodillados, otros de pie. El autor de ese cuadro (óleo sobre lienzo) fue el villaclareño Manuel Mesa Cubillo (nacido en Sagua la Grande), quien, basado en los hechos y en los pocos testimonios que del momento mismo de la ejecución existen, recreó ese doloroso instante. Valdés Domínguez, testigo presencial de todo lo ocurrido en la cárcel, no entra en detalles. Así relata esos últimos minutos:
![]() Fusilamiento de los estudiantes de medicina el 27 de noviembre de 1871. Cuadro del pintor Manuel Mesa Cubillo. |
[…] Todo estaba preparado y, para completar la crueldad del acto, nosotros, desde nuestra galera, habíamos de verlos salir maniatados al suplicio […]. Sacaron de las bartolinas a los que en ellas hicieron esperar la muerte y, poco antes de las cuatro de la tarde, estaban ya todos en capilla, y sacerdotes católicos fueron los últimos que recogieron sus pensamientos […]. Habían estado media hora en Capilla. Los ocho adolescentes pasaron el rastrillo de la Cárcel y nos dijeron adiós por última vez […]. Alonso Álvarez de la Campa, el mártir de dieciséis años, era el primero. A nuestros ojos pasaron con la sonrisa de la inocencia en el semblante, y entre sus manos esposadas, la cruz inmortalizada por el héroe del Gólgota, pasaron por última vez. El tambor calló; siguió un momento de silencio terrible y mortal, sonó al fin una descarga de fusilería, se repitió tres veces la descarga […]. En la Plaza de la Punta, frente al costado norte de la Cárcel, y apoyando ambas cabezas en el edificio […] colocaron de dos en dos, de espaldas y de rodillas, a mis infortunados compañeros. ¡A las cuatro y veinte minutos murieron!
Otro testimonio, del jefe del pelotón de fusilamiento, el ya mencionado López de Ayala: «Sentenciados ocho de los reos a ser pasados por las armas, fueron puestos en capilla, en donde recibieron con fervor los auxilios de nuestra santa religión, confesando y comulgando. Excepto dos, los demás entraron en el cuadro con bastante serenidad.» (p. 87)
» Qué pasó con los treinta y cinco jóvenes que quedaron con vida.
El resto de los treinta y cinco fueron condenados a reclusión carcelaria: once, a seis años; veinte a cuatro; cuatro a seis meses. Y se les incautaron todos sus bienes. El Consejo firmó la sentencia a la 1 pm del lunes 27 de noviembre. Las cifras de las condenas fueron, como todo en ese proceso, arbitrarias. Según Valdés Domínguez, se tuvieron en cuenta las edades para fijar los años de cárcel: los de mayor edad, cumplirían más años de prisión.
No me detendré en narrar las espantosas condiciones de aquel injusto encarcelamiento ni de los trabajos forzados en las canteras de San Lázaro. Los jóvenes, mezclados con asesinos y criminales, rapados y con cadenas en los pies, fueron sometidos a castigos inhumanos y humillaciones de todo tipo. Afortunadamente, este suplicio duró solo cincuenta días. Valdés Domínguez no puede precisar qué fue lo que motivó la mejoría de su situación, piensa que fueron: «órdenes superiores, y que estas fueron dictadas gracias a las constantes súplicas de nuestros padres; al clamor, que hasta nosotros llegaba, de toda la prensa extranjera, y a las protestas de los periódicos insulares.» (p. 120)
Enviaron un grupo a la Quinta de los Molinos, que era la residencia de verano de los capitanes generales, a cortar el césped y barrer las alamedas; otros fueron enviados al «Departamental», a los talleres de cigarrería, zapatería, sastrería y tabaquería. Pero seguían injustamente presos. El 30 de abril de 1872, uno de los estudiantes que cumplía en la Quinta de los Molinos, logró fugarse, lo que implicaba la posibilidad de volver a las canteras. Mientras tanto, la repulsa internacional presionaba sobre la Corona, la prensa inglesa había calificado los sucesos del 27 de noviembre como los «bárbaros asesinatos de La Habana». La propia prensa española calificó los hechos de «brutales», «deplorables», «dura, excesiva y cruel la pena de muerte […]», etc.
Finalmente, el 10 de mayo de 1872 llegó a La Habana el indulto, que si bien no era lo que se pedía y que nunca se obtuvo, o sea, la libertad incondicional y el reconocimiento de la injusticia cometida, al menos los salvaba de la cruel prisión. Pero los Voluntarios y la muchedumbre enardecida que los acompañaron siempre, las turbas, no se habían calmado, pues la guerra continuaba y la situación militar seguía tensa en la manigua. Sin embargo, esta vez las autoridades españolas hicieron lo imposible para proteger la integridad física de los estudiantes y hacer cumplir la ley. Así lo cuenta Valdés Domínguez:
El día 11 de mayo de 1872 recibió el Comandante del Presidio la orden de ponernos en libertad. Como a las seis y media de la tarde se nos formó en el patio del Departamental y a algunos se nos quitó, en el yunque, la cadena de tres ramales. Tratábase de ponernos en libertad aquella misma tarde; pero pronto, distintos grupos que se formaron en el Prado, y frente al Presidio, indicaron a los jefes de este que era imposible hacerlo. De esos grupos partió la amenaza de arrastrar al primero de nosotros que saliera, y el Ayudante Dr. Anglada, tuvo que contestar severamente a los insultos de que fue objeto porque quiso defendernos. Estos hechos obligaron al Comandante a oficiar al Gobernador Superior Político, para que se dignara ordenarle la forma en que deberá proceder a ponerlos en libertad (frases textuales). El General Ceballos no pensó como Crespo, no creyó, sin duda, justa la indignación de las turbas que se oponían a nuestra libertad, y aquella misma tarde nos volvieron a poner los grilletes, a los que ya nos lo habían quitado y nos reunieron en una galera, sin decirnos cuál era la determinación que se iba a tomar para dar cumplimiento a las órdenes superiores. (pp. 133-134)
Se determinó sacar a los estudiantes de madrugada, vestidos con sus trajes de presidiarios y grilletes puestos, mezclados con más de cien reos, en formación de cuatro en cuatro, camino a las canteras, hasta el pequeño muelle de La Punta. Allí aguardaban dos lanchas. En la mayor montaron a los reclusos (que regresaron a tierra y a las canteras), en la menor a los estudiantes, que fueron conducidos a la fragata de guerra, el buque-correo «Zaragoza». Y fue en la cubierta que se les comunicó que estaban en libertad. El Comandante de la nave, Don Federico Lobatón, les dijo que:
[…] podíamos permanecer en el buque hasta el 30 de mayo, y embarcarnos para España en cualquier vapor, siendo preciso que ese día lo verificásemos en el correo los que no lo hubiesen hecho antes; nos permitió recibir, de sol a sol, las visitas de nuestros padres, familiares y amigos; puso a nuestro servicio gente a bordo, y nos indicó la necesidad de que nos costeásemos nuestros alimentos durante aquellos días. Inmediatamente se nos quitaron los grillos, y antes de dos horas todos vestíamos nuestros antiguos trajes y estrechábamos en nuestros brazos a nuestras familias y amigos, para los que siempre estuvo franca la escala. Ese día, memorable para todos, nos ofrecieron los marinos un fraternal almuerzo. Aquel banquete fue la primera protesta de los hombres dignos a la que asistimos: colocado cada uno de nosotros al lado de un marino, para demostrar la unión que entre todos y nosotros querían ellos que existiera. (p. 134)
Un policía les comunicó, por orden del Capitán General Ceballos, que podían embarcarse a bordo de cualquier buque que se dirigiese a puerto español, o esperar el correo del 30. Como dice Valdés Domínguez, no los deportaba el Gobierno, los deportaban las turbas, una muchedumbre enceguecida por el resentimiento, manipulada y dirigida por los Voluntarios. Fue de esta dramática manera que la España digna quiso y pudo restañar, al menos un poco, la terrible tragedia que en su nombre, se había cometido.
» El hijo de Castañón exhuma los restos de su padre. La búsqueda de los cuerpos de los estudiantes
En la película se expone de forma emotiva la obsesión de Valdés Domínguez por demostrar la inocencia de todos los estudiantes, y la injusticia cometida. Desde que llega a España no descansa hasta publicar dos folletos en que lo demuestra. Termina sus estudios de Medicina y regresa a Cuba en 1876 para ejercer su profesión, pero en ningún instante ha olvidado a sus compañeros muertos. Es su gran deseo recuperar los restos de sus amigos y construir un monumento en su memoria para que el crimen no sea jamás olvidado.
Fernando Castañón (un joven de unos veinticinco años, como se lee en la noticia que reproduce Valdés Domínguez, aparecida en el periódico La Lucha, del 19 de enero de 1887), hijo del periodista Gonzalo Castañón, había viajado a La Habana a exhumar los restos de su padre para llevárselos a su ciudad natal, y Valdés Domínguez aprovecha su presencia para pedirle que confirmara que la tumba de su padre nunca había sido profanada.
Señor Castañón: No en nombre de los que como yo sobrevivimos a los sucesos del 27 de noviembre de 1871, sino en memoria de mis compañeros muertos, vengo a suplicarle que tenga la bondad de darme una carta en donde conste que ha encontrado Ud. sano el cristal y sana la lápida que cubre el nicho de su señor padre, desmintiendo este hecho el estigma de profanadores que llevó a la muerte a niños inocentes (p. 157)
La exhumación se llevó a cabo el 14 de enero de 1887:
[…] Comenzaron los trabajos de la exhumación, por desprender el cristal que cubría la lápida, y todos vieron en él tres rayas que la mayor no medía más de seis centímetros; luego se desprendió la lápida, que no contenía ninguna señal de violencia […]. Abierto el nicho[…] se extrajo un sarcófago de hierro, completamente cerrado por gruesos tornillos. Separada la tapa de hierro que cubría el cristal, y limpio este de polvo, operación que comenzó el mismo Valdés Domínguez, quien fue el primero que pudo ver los restos, todos los presentes observaron que estos y las vestiduras se encontraban en correcto estado. (p. 158)
Luego de comprobar que la tumba estaba intacta, el joven Castañón le firma la carta a Valdés Domínguez y, en un gesto de gran delicadeza, lo recibe en su casa. Ya Valdés Domínguez tenía la prueba que necesitaba y que echaba por tierra todas las mentiras fabricadas. Si el hijo de Gonzalo Castañón, el hijo del «ofendido», había podido comprobar que la tumba de su padre no había sido violentada en ningún momento ni de ninguna manera, quién podría ya dudarlo.
En su libro, una versión ampliada de los dos primeros folletos que vieron la luz en Madrid, incluye documentos, cartas y notas de prensa que avalan su investigación. Su denuncia es sin odio ni revanchismo, y por eso reproduce toda la información que ha ido acumulando a través de los años, para que sean los hechos los que hablen. Con algunos elementos de ficción que no cambian la esencia del asunto, en el filme se cuenta todo lo que hizo Valdés Domínguez para rescatar los restos de sus compañeros muertos. Después de hablar con los familiares de los fusilados y con algunos de sus compañeros de prisión, se fija la fecha de la exhumación de los ocho estudiantes. En el ‘Acta de Hechos’ se registró que los fusilados habían sido enterrados en un terreno cercado con maderas, «contiguo, por el lado derecho, al Cementerio Cristóbal Colón, cuyo terreno es conocido en dicho Cementerio por “no católico”: […] A los cadáveres se les condujo al Cementerio provisional conocido por San Antonio Chiquito, y se inhumaron en terrenos que hoy están fuera del consagrado posteriormente para la Necrópolis de Colón. Una Compañía de Voluntarios los acompañó hasta allí». (p. 62)
Y más adelante, en la nota a pie de página, aclara:
En el libro 6to. de defunciones de blancos, del Cementerio de Colón, a los folios 235, 236 y 237, se encuentran asentadas las partidas números 949, 950, 951, 952, 953, 954, 955 y 956 en las que consta que en 27 de noviembre de 1871 fueron inhumados mis ocho compañeros, como pobres, por haber sido fusilados. Se inscribieron estos asientos en 14 de febrero de 1872 y los firma el Pbro. D. Juan Bautista Peraza. (p. 68)
Con la ayuda de sus amigos, encuentra los restos de sus compañeros muertos:
[…] El concurso del Dr. D. Miguel Franca y Mazorra —mi amigo queridísimo, esposo de la Sra. Doña Cecilia Álvarez de la Campa, hermana de nuestro compañero Alonsito, cuya muerte ha dejado en mí profunda tristeza— y el desprendimiento y largueza con que supo obviar todos los obstáculos, así como el empeño de mis compañeros supervivientes, me ayudaron a sacar aquellos restos del fondo de una fosa común, situada fuera de la tapia del Cementerio, en la que no había una cruz, un recuerdo ni señal alguna que indicara el lugar donde reposaban. (p. 195)
Y para que quedara constancia de todo, solicitó que se redactara un Acta, en presencia de testigos, entre ellos médicos forenses, familiares y amigos de los fusilados. El 8 de marzo de 1887 se congregaron en el lugar que había indicado el celador del Cementerio, Claudio Suárez, como el lugar donde se habían enterrado los cuerpos de los fusilados. Abrieron un metro diez centímetros y se encontraron seis cuerpos que no eran de los estudiantes. Se excavaron ocho fosas cercanas y tampoco estaban allí. Se continuó al día siguiente, se encontraron otros restos y, finalmente, a una profundidad de dos metros y cincuenta centímetros: «…se encontraron bajo una gruesa capa de tierra, y en el fondo de la fosa, como había indicado Suárez, cuatro esqueletos colocados de Norte a Sur, e inmediatamente sobre ellos otros cuatro de Sur a Norte, y procedieron todos los señores facultativos a su reconocimiento.» (p. 199)
El acta detalla, con la crudeza del lenguaje forense, el estado en que se encontraban los restos, y menciona una serie de objetos personales que estaban en el lugar, enumeración que resulta sumamente triste y perturbadora:
[…] se hallaron dieciséis suelas de zapatos con tacones gastados por el uso en algunos, y un par de ellas en la forma conocida de «punta dura». Una medalla religiosa de metal muy oxidada. Un gemelo, es decir, un botón de gemelo de jockey. Tres botones de ídem de hueso. Uno ídem de metal. Varios restos de hebillas de las comunes de chaleco y pantalón. Varios botones de hueso y de nácar. Un botón de cuello con pie de marfil y cabeza al parecer de oro. Varios gruesos molares orificados. Una hebilla de zapato de forma oval, al parecer de plata. Cuatro más cuadradas adheridas a fragmentos de correas de zapatos, y también al parecer de plata. Y finalmente un instrumento que, reconocido por los facultativos presentes, dijeron ser un portacauterio de los que generalmente llevan a las disecciones los estudiantes de primero y segundo año de Medicina. (pp. 199-200)
Igualmente, Valdés Domínguez solicitó se describiera la fosa, con medidas exactas de ancho, alto y profundidad, y la distancia en que se encontraba del muro del Cementerio.
A partir de ese momento, se convocó una colecta popular para recaudar fondos con la idea de construir un mausoleo donde depositar los restos de los ocho estudiantes. Valdés Domínguez que fue nombrado presidente de esa comisión, destinó, íntegramente, los derechos de autor de su libro para ese fin.

Mausoleo a los estudiantes de Medicina
En el Cementerio de Colón existen dos monumentos dedicados a conmemorar los sangrientos acontecimientos de noviembre de 1871. El primero, ubicado en la zona noreste, a pocas cuadras de la entrada principal, a la izquierda: un obelisco de diez metros de altura, con un ángel que protege la entrada, descansan los restos de los jóvenes inmolados. Junto a ellos, años más tarde, se colocaron los restos de Valdés Domínguez (el 7 de julio, 1910), del defensor de los adolescentes, Federico Capdevila (27 de noviembre de 1904), así como los del abnegado profesor, Dr. Domingo Fernández Cubas (el 27 de noviembre de 1908).
El otro, también en la zona noreste, está, al entrar, a la izquierda, hacia arriba. Consiste en un fragmento de pared o muro que marca el límite del cementerio en 1871. El fragmento de muro tiene ocho orlas negras con los nombres de los fusilados. Detrás, ocho copas negras enfrentadas de cuatro en cuatro. Al fondo, ocho rectángulos de cemento, en posición vertical, también enfrentados de cuatro en cuatro y, en el centro, un ángel y una cruz; al pie de la cruz, una fecha: 1871. Detrás de la cruz, un muro con una inscripción casi ilegible por el paso del tiempo, que dice: «En este lugar extramuros del cementerio estuvieron sepultados anónimamente los ocho estudiantes de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871 y aquí permanecieron hasta el 9 de marzo de 1887 en que los exhumó su compañero y reivindicador de su memoria Fermín Valdés Domínguez.» Debajo de la inscripción, los nombres de los ocho inocentes y unos datos: «Construido, develado y donado a la Universidad de La Habana el 27 de noviembre de 1959 por Carlos de la Torre y Díaz, contador-colector general de esta necrópolis C. Colón».
» El reencuentro con Martí en España.
A su llegada a España en junio de 1872, Valdés Domínguez se reúne con su «hermano del alma», José Martí. Al conmemorarse el primer aniversario del fusilamiento, se ofició una misa en la Iglesia Caballero de Gracia, en Madrid. Así lo cuenta Valdés Domínguez:
[…] Ninguna autoridad se opuso a que tributáramos en su honor honras fúnebres dentro de las creencias católicas en las que todos ellos murieron […]. Aquel día circuló por Madrid una hoja impresa que fijamos en algunas de las esquinas más públicas de la Corte, y que fue comentada satisfactoriamente por varios periódicos. Esta hoja, que transcribo, aunque suscrita por mí ya difunto compañero Pedro de la Torre y por mí, la escribió mi hermano queridísimo, el distinguido literato D. José Martí, identificado como cubano, con mis dolores, y con las desventuras y tristezas de la patria. (pp. 147-148)

Fermín Valdés Domínguez (sentado) con José Martí (a la izquierda) y su hermano Eusebio Valdés Domínguez. Madrid, 1872.
En el último párrafo de esa hoja impresa, termina Martí con estas conmovedoras palabras: «¡Lloren con nosotros todos los que sientan! ¡Sufran con nosotros todos los que amen! Póstrense de hinojos en la tierra, tiemblen de remordimiento, giman de pavor todos los que en aquel tremendo día ayudaron a matar!» Ese mismo año Martí da a conocer su extenso y estremecedor poema «A mis hermanos muertos el 27 de noviembre», estructurado en dieciocho partes, del que solo reproduzco los versos iniciales.
Cadáveres amados, los que un día/ensueños fuisteis de la patria mía,/¡arrojad, arrojad sobre mi frente/ polvo de vuestros huesos carcomidos!/¡Tocad mi corazón con vuestras manos!/¡Gemid a mis oídos!/ Cada uno ha de ser de mis gemidos/lágrimas de uno más de los tiranos!/¡Andad a mi redor; vagad, en tanto/que mi ser vuestro espíritu recibe,/y dadme de las tumbas el espanto,/que es poco ya para llorar el llanto/cuando en infame esclavitud se vive!/
En el texto de Martí que aparece al inicio del libro, así como en el que circuló en Madrid el día de la misa, en su poema y, también, en su discurso del 27 de noviembre de 1891, conocido como Los Pinos Nuevos, pronunciado en el Liceo cubano, en Tampa, se siente el dolor de esos recuerdos; cada palabra es como un martillazo de angustia, de tristeza, pero también de indignación y de coraje: «giman», «lloren», «tiemblen» «sufran», «póstrense». El imperativo parece repetirse entre lágrimas. Cada vez que se refiere al fusilamiento, lo hace así, desde la impotencia ante el hecho consumado de la muerte injusta y horrenda de ocho inocentes, pero con la convicción absoluta de que la verdad prevalecerá, el asesinato se condenará y la muerte de esos jóvenes no será inútil porque «cuando se muere / en brazos de la patria agradecida / la muerte acaba, la prisión se rompe; / empieza, al fin, con el morir la vida!».
En las palabras reproducidas al principio del libro, expresa:
[…] ¿Quién sabe dónde va el odio una vez que se le desata? Se llenó nuestra Habana de turbas engañadas y coléricas: temblaron ante ellas los que hubieran podido desarmar su furia con mostrar a sus jefes el ataúd: todavía se estremecen de pavor los que recuerdan las cárceles cercadas, el palacio sitiado, los caballos de los pacificadores muertos a bayonetazos, los toques de corneta anunciando en el lúgubre silencio las gallardas cabezas que caían: hoy solo quedan de aquel drama tremendo unas hebillas de plata, una corbata de seda envuelta a un hueso, y ocho cráneos despedazados por las balas. (p. 34)
Valdés Domínguez regresa a Cuba en 1876, presenta sus documentos y en 1878, después de una serie de trámites burocráticos, se le autoriza a ejercer como médico. Algunos historiadores refieren que la amistad entre Martí y Valdés Domínguez se apagó un poco durante los años en que este militó activamente en las filas del autonomismo. Martí, como muy bien se conoce, era un partidario convencido de la independencia y no creía que de España se pudiera esperar algo bueno para Cuba. Su amigo escribíó en periódicos autonomistas y estuvo muy vinculado a las luchas de su partido. Poco se sabe de esto. Creo que el estudio de los movimientos reformista, anexionista y autonomista es una «asignatura pendiente» que debe ser impartida pronto y bien, para poder entender mejor nuestra historia.
La película Inocencia es una recreación amorosa y apasionante de los sucesos ocurridos aquel fatídico noviembre de 1871. Les da rostro a esos jóvenes y los humaniza. Al preguntarle el actor que interpreta a José de Marcos y Medina, uno de los fusilados, al director de la película cómo era su personaje, Alejandro Gil le respondió: «como tú». Y los espectadores se identifican con esos muchachos y con esos hombres, como el valiente capitán Capdevila, porque los sienten reales, creíbles, «como ellos». Hay que agradecer al director, a todo su equipo y a los actores la realización de esta conmovedora película.
Pero creo que la virtud mayor del filme es haber rescatado a Fermín Valdés Domínguez de «las oscuras manos del olvido», y haberlo colocado en el lugar que se merece. Gracias al filme, muchas personas, como me sucedió a mí, buscarán más información sobre esos hechos tan dolorosos y tan bien presentados. Porque Valdés Domínguez no fue solamente «el hermano del alma» de Martí, lo que, por sí solo, es gloria más que suficiente. Fue un amigo leal, comprometido, «desde que heló aquel horror su juventud», como escribiera Martí en la introducción de la desgarradora denuncia. No descansó hasta demostrar la inocencia de los fusilados y de los que, como él, sufrieron una prisión despiadada e inmerecida. Fue un gran médico y un gran científico. Abandonó después el autonomismo, se incorporó a las filas mambisas y alcanzó el grado de Coronel del Ejército Libertador. Murió en La Habana, en su casa de Industria 122, el 13 de junio de 1910, a la edad de 57 años.
Pienso que El 27 de noviembre de 1871 se debe reeditar e incorporarse como lectura imprescindible en las escuelas secundarias y preuniversitarias de nuestro país, junto a otros documentos de la historia cubana. Su Diario de soldado, en cuatro tomos —que por razones que se desconocen fue retirado de las librerías poco después de su distribución—, debería igualmente reeditarse y estudiarse. La historia de nuestras luchas de independencia es compleja. Era una nación que se gestaba, sin antecedentes democráticos, con grandes y profundas discrepancias y divisiones entre sus líderes. Martí lo sufrió en carne propia. Pero la historia de un país se debe y se tiene que conocer tal y como sucedió, no se puede omitir ni manipular nada.
Quiero terminar este trabajo con palabras de Martí. Nadie como él describió, con palabras encendidas y llenas de amor y ternura, aquellos terribles momentos. Nadie como él entendió la profunda pena y el sufrimiento de su querido amigo de la infancia:
[…] Y después ¡ya no hay más, en cuanto a tierra, que aquellas cuatro osamentas que dormían, de Sur a Norte, sobre las otras cuatro que dormían de Norte a Sur: no hay más que un gemelo de camisa, junto a una mano seca: no hay más que un montón de huesos abrazados en el fondo de un cajón de plomo! ¡Nunca olvidará Cuba, ni los que sepan de heroicidad olvidarán, al que con mano augusta detuvo, frente a todos los riesgos, el sarcófago intacto, que fue para la patria manantial de sangre; al que bajó a la tierra con sus manos de amor, y en acerba hora de aquellas que juntan de súbito al hombre con la eternidad, palpó la muerte helada, bañó de llanto terrible los cráneos de sus compañeros! El sol lucía en el cielo cuando sacó en sus brazos, de la fosa, los huesos venerados: ¡jamás cesará de caer el sol sobre el sublime vengador sin ira!
Notas:
- El 27 de noviembre de 1871, de Fermín Valdés Domínguez. Universidad de La Habana, Cuadernos cubanos, La Habana, 1969. Reproducción de la tercera edición, Santiago de Cuba, 1890. La tercera edición viene a ser la quinta, si se cuentan las dos primeras publicadas en Madrid en 1873 bajo el título de Los Voluntarios de La Habana en los acontecimientos de los estudiantes de medicina.
- No existe mucha información sobre el Cuerpo de Voluntarios. Por algunos documentos consultados en Internet he podido averiguar que esa organización militar se fundó en 1850, aunque ya durante la Toma de La Habana por los ingleses se reporta la formación de los primeros voluntarios urbanos. El Cuerpo de Voluntarios estaba conformado, principalmente, por peninsulares de entre 20 y 50 años. Recibían instrucción militar. También se alistaban cubanos leales a España.
- Juan Jiménez Pastrana: Ignacio Agramonte: documentos: «La revolución parecía agitarse en las convulsiones de la agonía. Hambrientos, semidesnudos, sin municiones, perseguidos sin tregua ni descanso, obligados a buscar refugio en los lugares más inaccesibles […] los legionarios de la Libertad semejaban caravanas de mendigos […]. Fue entonces cuando los más animosos indicaron a Agramonte la necesidad de pensar en las bases de una capitulación honrosa, y como el héroe camagüeyano rechazara indignado la proposición, preguntándole con cuáles elementos contaba para prolongar la resistencia, pronunció aquella frase sublime: “¡Con la vergüenza!”» (p. 380).
- Se les acusaba de mucho más: de haber rayado y roto el cristal, que habían arrojado al piso las coronas de siemprevivas, que habían sacado los huesos del ataúd. Pero el sepulcro estaba intacto, solo con aquellas rayas antiguas, cubiertas por el polvo y la humedad. También se les acusó de haber profanado la tumba de Don Ricardo de Guzmán, comandante español que había perdido el brazo derecho combatiendo contra los mambises.
- Gonzalo Castañón Escaro (Asturias, 1834 – Cayo Hueso, Estados Unidos, 31 de enero de 1870). Tenía, al morir, 35 años. Mateo Orozco se llamaba el cubano que lo mató, en una especie de duelo, al considerar que Castañón había ofendido a Cuba y a los cubanos.
- Felipe Alonso era amigo de Castañón. El historiador Ramiro Guerra Sánchez lo menciona en su libro Guerra de los 10 años: 1868-1878, 2, p. 136: «Acompañaban al gobernador: el capitán del Quinto Batallón de Voluntarios, Felipe Alonso, uno de los acompañantes de Gonzalo Castañón en el viaje a Cayo Hueso, donde este fue muerto; el también capitán de Voluntarios, Apolinar del Rato, y varios agentes de policía».
- Fueron separados del grupo un militar peninsular de apellido Godoy, perteneciente al Cuerpo de Sanidad, que era alumno del primer año. Y el jovencito de solo 14 años, Octavio Smith Guenard, nacido en Cárdenas, cuya madre era estadounidense. El hecho de excluir al peninsular militar era ya una señal inequívoca de la intención política de las acusaciones. Según Valdés Domínguez, el Vice-cónsul estadounidense intervino para que se liberara al joven, aunque LeRoy Gálvez es de la opinión de que se tuvo en consideración la edad.
- Llama la atención que el General Crespo no aparezca representado en la película, al ser un personaje fundamental en la historia de los acontecimientos ocurridos en noviembre de 1871.
- El Conde Valmaseda se llamaba Blas Diego de Villate y de la Hera (Vizcaya, 1824- Madrid, 1882).
- Para ampliar sobre este tema, ver los libros de Ramiro Guerra Sánchez citados en este trabajo.
- Federico Capdevila (Valencia, España, 1845 – Santiago de Cuba, 1898). Vivió treinta años en Cuba. Después de los sucesos del 27 de noviembre se trasladó a Holguín. Residió en varias provincias del país. En 1873 se casó con la espirituana Isabel Piña Estrada, con quien tuvo cinco hijos. Durante toda su vida sufrió el acoso de los Voluntarios que no le perdonaron nunca que defendiera a los estudiantes. Al morir, fue sepultado en Santa Efigenia. Años más tarde, sus restos fueron trasladados al Cementerio de Colón y colocados en el panteón de los estudiantes.
- Valdés Domínguez los relaciona con nombres y apellidos y solo registra cinco capitanes. Se fijó la cifra de nueve capitanes Voluntarios teniendo en cuenta los nueve batallones de Voluntarios en servicio, un capitán por cada batallón (Ver: Ramiro Guerra Sánchez: Guerra de los 10 años: 1868-1878, 137-139).
- Ibíd., p. 32.
- La carta circuló en La Habana antes de que el General encargado de enviarla al rey Amadeo pudiese hacerlo. Los Voluntarios implicados en el crimen y nombrados por Álvarez de la Campa lo obligaron, tanto a él como al padre de otro de los ejecutados, José de Marcos Llera, peninsular y Voluntario, que también había escrito al Rey, a retractarse y esconderse en el vapor alemán Germania para abandonar el país.
- Teodoro de la Cerra y Dieppa, uno de los estudiantes que estaba preso.
- Existe poca información sobre este pintor. He podido saber que estudió dos años en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. A su regreso a Cuba presentó en la Asociación de Pintores y Escultores, en 1922, una muestra de su obra. No he podido encontrar la fecha en la que pintó su cuadro con el tema del fusilamiento de los estudiantes de Medicina. Su muerte ocurrió, según la fuente consultada, en 1971, lo que, de ser cierto, no deja de ser una extraña coincidencia histórica al conmemorarse ese año el centenario del fusilamiento de los estudiantes y ser, precisamente ese, su cuadro más famoso.
- Fermín Valdés Domínguez: El 27 de noviembre de 1871, 60-61. Gracias a la abnegada batalla de Valdés Domínguez por reivindicar el nombre de sus amigos muertos y el de todos los estudiantes presos, años más tarde, se logró construir un monumento en el lugar donde fueron ejecutados los ocho estudiantes. Un fragmento del paredón de fusilamiento ocupa el centro del monumento, que fue inaugurado en 1921 en La Punta. Su diseño pertenece al escultor José Vilalta y Saavedra.
- «El 30 de octubre de 1871, como símbolo del inicio de las construcciones, es colocada en ceremonia oficial, la primera piedra de la Necrópolis de Cristóbal Colón en el lugar que hoy ocupa la Puerta de la Paz, la monumental portada de estilo románico bizantino, diseñada por el arquitecto español Calixto de Loira y Cardoso, autor del proyecto original de la Necrópolis». Datos tomados de Necrópolis Cristóbal Colón, Mapa turístico.
- Aparece registrado por la historiadora Teresita Labarca en su artículo «Presencia italiana en la Necrópolis Cristóbal Colón», en Migrazione e presenza italiana en Cuba, Circolo Culturale B. G. DunsScoto, Roccarainola, Italia, 2009: «Monumento grandioso con tres figuras, obelisco, paño y urna de mármol. Lleva la inscripción JOSÉ VILALTA DE SAAVEDRA INVENTÓ. ANDREA & ALESSANDRO BARATTA EJECUTARON. CARRARA».
- Valdés Domínguez menciona que también se celebraron misas ese año en la Iglesia Catedral de Cádiz, en la de San Francisco de Santiago de Galicia, y Merced de Barcelona, a solicitud de los compañeros que residían en esas ciudades.
- Después de un largo silencio entre ambos, en 1887 Martí le escribe cartas bellísimas a su amigo, en las que elogia su dedicación y perseverancia en su lucha por la reivindicación de sus compañeros y la búsqueda de los cadáveres, y no oculta la inmensa admiración que siente por él: «Hace tiempo que no nos escribimos; pero acabo de leer tus cartas en La Lucha y la relación de lo que vale más que ellas, el acto tuyo que las provoca,— y no puedo reprimir el deseo de apretarte en mis brazos» [se refiere a la carta de Fernando Castañón]; «De mi hijo, cuando lo mereciese, no podría decir yo más que lo que tengo que decir de ti» (José Martí: Obras completas, 20, pp. 321, 323-324.).
- Verso de Quevedo, utilizado por mi padre, Eliseo Diego, como título para su primer libro, En las oscuras manos del olvido (cuentos, 1942).
- Igualmente, deberían divulgarse más los lugares en los que, de alguna manera, se recuerdan estos hechos. En una entrevista que le hace la periodista Ana María Domínguez Cruz a Alejandro Gil, publicada en La Jiribilla, este menciona una serie de monumentos en La Habana dedicados a lo sucedido el 27 de noviembre de 1871: «Quizá, este es el hecho de mayor simbología en Cuba, pues ya sabemos que existe el monumento en La Punta, dos en el Cementerio de Colón, las jardineras en el Parque Central, las ruinas del cementerio de Espada, el parque de Infanta y San Lázaro, la calle 27 de Noviembre…». Considero yo que hay que añadir otros, como son: el busto a Fermín Valdés Domínguez en la Avenida del Puerto; la tarja dedicada a los abakuás, en las calles Morro y Colón, en la Habana Vieja; la tarja en la Acera del Louvre, Hotel Inglaterra, dedicada a Don Nicolás Estévanez, el capitán español que realizó allí una enérgica protesta al escuchar las descargas de los fusiles el 27 de noviembre. En el Municipio de Arroyo Naranjo se encuentra el barrio Capdevila y, también, existe una calle larga y estrecha que comunica a la Calzada de Bejucal con la Avenida de Rancho Boyeros, de igual nombre. Pienso que el barrio y la calle fueron nombrados así por el valeroso capitán español pero no he encontrado ningún documento oficial que así lo indique.
- Diccionario de la literatura cubana (1984), t. 2, pp. 1064-1065.