Le han traído una adúltera. La infeliz tiembla como una hoja: sabe lo que le espera. El adulterio se castigaba con la muerte (Lev 20,10). Ni siquiera muerte de espada, que pudiera ser rápida y limpia; sino apedreada la culpable, como sabandija.
El evangelista no cuenta qué fue de su compañero de delito. Tampoco cuenta de atenuantes para ella.
Se la traen al Maestro. Dícenle: “Maestro, esta mujer ha sido tomada en el mismo hecho, adulterando; y en la ley Moisés nos mandó apedrear á las tales: tú pues, ¿qué dices?” (Jn, 8,4).