Espíritu público

A cargo de Jorge Domingo Cuadriello

Muchas definiciones de nuestra vida ciudadana pudieran subsanarse si la comunidad estuviese dotada de fuerte espíritu público. Por tradicional indiferencia hacia las cosas del procomún, por desapego a conocer cómo se invierten los caudales públicos, por aislarnos en nuestras casas respectivas formando pequeñas islas de lamentaciones y, también, por la esperanza bíblica de que el maná caiga del cielo, o lo que es lo mismo, que por órdenes superiores y mandatos de arriba —los poderes centrales— debe hacerse todo, falta espíritu público, o sea, ese acuerdo colectivo, generoso y enérgico, que suple con su acción reparadora y vigilante las fallas que entorpecen el desarrollo progresivo de nuestras ciudades.

Cierto que pagamos numerosos y hasta excesivos tributos para estar bien atendidos; cierto, que sabemos de su mal empleo, de las reiteradas negligencias, de los punibles abandonos, de las corruptelas políticas; pero tenemos que vivir. Tenemos que propender no solo al «estar», sino al «bienestar». Con quejas, en pocas ocasiones cívicamente mantenidas, con agravios verbales que se disuelvan en la atmósfera, poco adelantamos. No llega a crearse una conciencia colectiva que pene, estimule o recompense de acuerdo con una crítica razonable.

En nuestra calle está el bache; el parque de la esquina está sin flores; la falta de alumbrado de noche señala peligros en nuestra vía; la escuela pública del barrio es un bochorno; la falta de agua nos impide la limpieza, casi nos obliga a la sed. Todos esos males los conocemos, todos esos males los censuramos. La acción de la ciudadanía se limita a murmurar, a gritar a lo sumo, contra los culpables. Substancialmente, nos ponemos de lado y dejamos que los males continúen; seguimos nuestra mala vida, llena de inconvenientes, sin ninguna decisión, como no sea rumiar con lentitud los propios sinsabores. Posiblemente, reelegimos al mismo funcionario en descrédito, por esas tuercas de la maquinaria política que hacen de nuestras elecciones una caricatura grotesca de la voluntad popular. No hay tal voluntad popular. El pueblo no tiene voluntad. Se deja llevar y se deja traer con cierto vago fatalismo que nos llegó en los ancestros andaluces, y se aumentó luego con el arribo de razas esclavizadas, como la china y la negra.

Gracias a la cercanía e influencia de la civilización anglosajona, que desde los tiempos coloniales ya se advertía en Cuba, superamos con el impulso personal de cubanos avisados las quiebras y los retrasos de nuestra manera de vivir. El progreso de esta Isla en el orden material ha sido una lucha decidida, constante, heroica, de la iniciativa privada frente a todas las situaciones políticas que hemos tenido. Nuestra carreta nacional subió la cuesta del camino fangoso porque siempre tuvimos algunos bueyes de poderosa testa, que a pesar de todos los pesares, iban hacia adelante. Y como en los versos de Agustín Acosta, hasta «se relamían los morros» no obstante las imprecaciones de los carreteros…

Estamos espiritualmente dotados para una vida mejor. La mala organización y la mala administración nos la niegan. El cubano de la urbe sabe —y le gusta— vivir bien en su casa. Pero el cubano no ha aprendido todavía cómo debe vivir bien en su barrio, cómo debe vivir bien en su ciudad, cómo debe vivir bien en su nación. Tenemos un gran espíritu doméstico. Nos falta espíritu público. Al cubano parece no preocuparle cómo impedir que en su cuadra haya baches. El cubano ignora cómo debe conseguir que el parquecito de su barrio esté cuidado, limpio, con árboles, flores y fuentes; cómo evitar que la escuela pública —donde va su hijo— esté en un local antihigiénico, de paredes rotas y sucias, y el maestro no rinde la labor que debiera. Él no sabe cómo ha de conseguir que a la hora de ponerse bajo la ducha, de la tubería salga agua. Hablará hasta por los codos. Dirá perrerías de los que gobiernan. Formará hasta una «tángana»… La «tángana», en el fondo, no nos remedia de viejos males, sino que los hace peores… Cuando el patriotismo empiece por amar nuestra  calle, nuestro parque, nuestro barrio, nuestra escuela, como decimos que amamos nuestra República, seguramente que los cubanos, además de «estar» en Cuba, tendremos el «bienestar» en Cuba

 

Antonio iIaizoz (La Habana, 1890 – Ídem., 1976). Ensayista, periodista, historiador y diplomático. En la Universidad de La Habana se graduó de Doctor en Pedagogía (1920) y en Filosofía y Letras (1921). Durante el gobierno de Alfredo Zayas ocupó la Subsecretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes. Fue Catedrático Auxiliar de Literatura Castellana en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana y Gran Maestro de la Masonería en Cuba (1928-1931). También ocupó la vicepresidencia de la Asociación de la Prensa en Cuba y la presidencia del Círculo de Bellas Artes. Perteneció a la Academia de la Historia de Cuba y a la Academia Nacional de Artes y Letras. Colaboró en numerosas publicaciones periódicas, entre ellas Alerta, Diario de la Marina y El Siglo, y su amplia bibliografía incluye los títulos Enrique Piñeyro: su vida y su obra (1922), Lecturas cubanas (1924), La crítica en la literatura cubana (1930), La vida amorosa de Martí (1937), Sinfonía del terru ño (1949), La historia es un «relajo» (1954) y Libros y autores cubanos (1956). Durante la dictadura de Batista se desempeñó como Embajador de Cuba en España (1952-1955) y en Venezuela (1957-1959). Después del triunfo revolucionario ocupó la dirección de la Academia Cubana de la Lengua. Entre otras condecoraciones, recibió la Orden Caballero de la Corona (Italia), la Orden José Rizal (Filipinas), la Gran Cruz de Isabel la Católica (España) y la Orden Nacional de Mérito Carlos Manuel de Céspedes (Cuba). El presente artículo suyo lo hemos tomado del periódico El Mundo Año 50 Nro. 15804. La Habana, 11 de abril de 1951, p. 6.