Los escándalos que, en materia sexual, tienen como protagonistas a ministros ordenados constituyen el mayor problema, la mayor crisis, el mayor pecado y, al mismo tiempo, el mayor desafío que enfrenta la Iglesia Católica en estos tiempos. Si en otras épocas la Iglesia tuvo que enfrentar las herejías doctrinales o la simonía y el enriquecimiento material de los consagrados, el gravísimo problema actual tiene que ver con los escándalos por los abusos sexuales cometidos contra menores de edad por parte de hombres y mujeres dedicados al servicio religioso y ministerial.
De la manera como este asunto se enfrente y resuelva dependerá la credibilidad y el rumbo de la comunidad católica en el futuro.
El problema se torna cada vez más grave, más escandaloso, más complejo y de mayores implicaciones porque la religión —sociológicamente hablando— tiene una función de «institución rectora» en la sociedad, y la católica lo ha sido en Occidente por dos mil años. Es decir, la religión es la que impregna e informa con valores morales y guía con ellos el ser y quehacer de instituciones y hombres en cada comunidad humana para el logro del bien común. Pero, además, porque en cada sociedad son los líderes y guías espirituales los portaestandartes de los más altos y nobles valores morales (humanos y religiosos) y modelos de vida para sus seguidores. Por eso, cuando la religión y sus líderes fracasan en la tarea de ser testigos ejemplares de los valores morales que predican, la sociedad entera queda «al garete», sin guía, sin norte, sin dirección, sin rumbo moral, sin ejemplos a seguir e imitar. Por tanto el conflicto de la religión es y se manifiesta en la sociedad y en sus instituciones.
Este problema de los escándalos por abuso sexual de los ministros de la Iglesia Católica, que ha hecho crisis, constituye ante todo una crisis de autoridad, de coherencia entre lo que se cree y predica y lo que se vive y practica. Este fenómeno repercute en toda la comunidad humana y eclesial. Es un asunto que a todos nos cuestiona, nos involucra, nos concierne en distintos ámbitos, así como los siguientes:
» A nivel social:
Tenemos que reconocer nuestra falta de autoridad, de coherencia, y nuestra hipocresía en la práctica de la sexualidad humana por varias razones, pero especial y concretamente, porque nos rasgamos las vestiduras ante escándalos como este, pero debemos reconocer que hemos construido una sociedad hedonista y pansexualista. Hemos amplificado una sexualidad que, en una búsqueda desenfrenada de placer, hace de la mujer, del cuerpo humano, de la pornografía y de las manifestaciones eróticas en la publicidad, en la música, en el humor, en el mercado, etc., una posibilidad inmediata, rápida, sin valores ni criterios morales, de encontrar placer a costa de lo que fuere.
Es de esa sociedad pansexualista, hedonista, erotizada y pornográfica, inmoral en todos los campos, de donde provienen los ministros y consagrados de la Iglesia Católica. Estos no caen del cielo sino que nacen y crecen en una sociedad que divulga, trafica, promociona y vende el sexo a toda hora y que luego, hipócritamente, juzga y se rasga las vestiduras.
En estos escándalos los medios de comunicación han desempeñado un papel importante por no haber cumplido con su responsabilidad social de transmitir valores y modelos de vida y, muy por el contrario, se han dedicado a vender morbo, pornografía y escándalos. Se divulga en demasía lo escandaloso porque vende, pero no se informa ni se dan a conocer los buenos ejemplos ni los testimonios que a diario hay en la vida y la obra de tantos sacerdotes, religiosos y religiosas en el mundo entero. » En la iglesia católica:
A nivel jerárquico, es decir, en lo que toca a las autoridades, hay que reconocer que no bastan los gestos simbólicos, las reiteradas peticiones de perdón a las víctimas, las buenas intenciones. Se precisan con urgencia reformas que sanen de raíz estos males y que eviten las repeticiones de esos abusos y escándalos. Se necesitan decisiones que supongan profundas reformas que traigan consigo cambios radicales en el ser y quehacer de la vida y el ministerio de los consagrados y consagradas. Reformas que disciernan entre lo que es esencial y fundamental y lo que es accidental y accesorio en la vida y en el servicio a la Iglesia. Reformas que cambien radicalmente el proceso de selección vocacional, la formación y todo el estilo de vida de los seminaristas, los religiosos y religiosas. Reformas sustanciales en el concepto y valor del celibato y de la castidad aquí y ahora. Reformas que tomen en cuenta la profunda humanidad en la experiencia de la vida cristiana, consagrada y ministerial. Reformas, en fin, que supongan una profunda revisión de los principios doctrinales de la moral sexual que enseña la Iglesia.
Mientras esto no suceda, todo queda en encubrimiento y silencios cómplices, en maquillaje, en gestos de buena voluntad y en el riesgo de que los escándalos no cesen…
Los laicos, frente a esta grave crisis y en búsqueda de radicales y urgentes soluciones, han de tomar conciencia del tipo de sociedad antievangélica en la que vivimos y de la pertenencia a la comunidad eclesial no solo para la asistencia pasiva y esporádica a los ritos litúrgicos sino para ser y hacer parte activa en el ser y quehacer de la Iglesia, en la vida y misión de la Iglesia en el mundo. Los laicos no son —según una visión clericalista y limitada de la Iglesia— receptores de sacramentos y de gracia mediada por los ministros como administradores, dispensadores y protagonistas únicos de la gracia de Dios en la vida eclesial. No. Los laicos son hijos de Dios y miembros vivos de la Iglesia; constructores de familias y de la sociedad donde nacen y crecen las futuras vocaciones a la vida sacerdotal, matrimonial o religiosa. Los laicos hemos de estar dispuestos a pedir perdón y a perdonar, a vivir la experiencia del perdón al modo de Jesús de Nazaret y dispuestos, además, a entender que en esta grave situación sufrimos todos: las víctimas, los victimarios, la Iglesia y la sociedad entera.
En lo que corresponde a los ministros ordenados, religiosos y religiosas, hombres y mujeres consagrados al servicio del pueblo de Dios como primeros agentes de la tarea evangelizadora de la iglesia en el mundo, urge autenticidad en la vida cristiana por el bautismo y en la consagración especial de sus vidas a Cristo y a su Evangelio. Urge autoridad, coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Urge entrega y compromiso con el estilo de vida elegido y con las promesas y votos hechos. Se impone fidelidad a la palabra dada y compromiso con la sociedad y la Iglesia. Debemos recordar siempre que los discípulos de Cristo «estamos en el mundo, pero no somos del mundo» (Juan 15,19), porque la lógica y el estilo de vida cristianos no son la lógica del mundo. Porque nuestro comportamiento y nuestra lógica tienen que ser según la lógica de la Cruz, la sabiduría de Dios y del Evangelio. (1 Cor 1,17)
Mientras llegan las reformas urgentes y radicales para la solución de esta crisis seguimos confiados y esperanzados, en medio de tempestades, porque está presente en la barca de Pedro —aunque a veces parezca dormido— nuestro Señor Jesucristo, que prometió estar con nosotros «todos los días y hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20).