Desde los albores de la humanidad hasta nuestros días, las prácticas religiosas de cualquier sociedad tienen -o deben tener- varias funciones integradoras en la vida del ser humano, brindan una determinada cosmovisión de la existencia del universo y de la persona, e influyen en los planos afectivos y emotivos. De este modo el universo religioso personal del creyente viene a ser una zona de seguridad y satisfacción, la cual se nutre mediante ritos y actos de fe que le ayudan a enfrentar las frustraciones e incertidumbres de la vida, y al mismo tiempo le afirman en la reconciliación consigo mismo y con su comunidad. Esto robustece la voluntad y la conciencia del creyente, le proporciona madurez y reafirma su identidad.