Henry George

PÁGINAS RESCATADAS, a cargo de Jorge Domingo Cuadriello
Tiene el espíritu humano condensaciones y levantamientos, y mientras de una parte tiran unos a podrirlo, con conmovedora y magnética hermosura se levantan otros a defenderlo y preservarlo. Hay dulces almas, llenas de generosidad, consagradas como por una investidura invisible a aventar las malicias que acumulan sobre el mundo las almas despóticas o interesadas. Se levanta ahora en los Estados Unidos un hombre de inefable y penetrante espíritu, en quien lo superior de la razón y lo cabal del instinto de justicia dan fortísimo encanto a la pujanza con que castiga e intenta cambiar las desigualdades inicuas de que padece innecesariamente el hombre. Nació de mansa cuna; era impresor de oficio; aprendió de la vida sus ideas: entendió que para curar es preciso conocer; y en vez de aumentar con lamentos estériles la desdicha, echó su juicio sereno, como quien echa una luz, por entre las agonías que indignaban su mente armoniosa y le henchían el corazón de una febril piedad. Cuando creyó saber de dónde venían la pobreza y los vicios, escribió un libro que se leerá de pueblo en pueblo, como desde hace un siglo se viene leyendo La Riqueza de las Naciones. Pero no: se leerá más, porque a nuestro americano le movió al estudio de la economía de los pueblos un espíritu semejante a su intensidad y pureza al espíritu de Cristo. Ese es HENRY GEORGE.

Tendrá unos cincuenta años, y no hace más que cinco que empezó a ser famoso, desde que produjo en New York su libro El Progreso y la Pobreza, que hoy tiene cada trabajador debajo de su almohada, y cada hombre de pensamiento al lado de su pluma. No vale solo por lo que resuelve, sino por lo que enciende en caridad las almas. Ni una palabra de odio contra los privilegiados de la fortuna hay en este libro escrito por uno de los humildes de la tierra. Lo ameno y patético de su raciocinio formidable seduce a los mismos cuyo bienestar amenaza con sus dogmas. Tuvo cuidado de adelantar a sus conclusiones los datos en que las establece, y no cometió el error de dejar solo al sentimiento, que más brilla que salva; sino lo produjo del examen, puesto que ya los hombres no se dejan arrebatar sino por lo que les conquista la razón. No se deben levantar, se dijo sin duda, las tormentas que no se pueden calmar. Y vale más dejar el mal tranquilo si se ha de revelarlo antes de tener a mano su remedio. Los meros agitadores son criminales públicos.

¿Cómo es, se dijo George, que los progresos materiales e intelectuales del hombre, no solo no evitan la degradación y la miseria, sino que las producen? ¿Cómo es que la libertad de las instituciones, la riqueza del suelo, la enormidad de la riqueza nacional, la rapidez de las comunicaciones de mar y de tierra, y el perfeccionamiento de las industrias, no han creado, al combinarse, un estado social pacífico y equitativo, en el que cada criatura humana desenvuelva sin penuria y sin odio el ser completo, sino que por lo contrario se viene a parar en que los que más trabajan han de mendigar como un favor un salario insuficiente e inseguro, mientras los que trabajan menos aglomeran, y dilapidan verdaderos montes de oro? ¿Qué hierro infernal marca al nacer al hombre, en cuya virtud cruza la existencia como condenado, sin hallar el trabajo que sus brazos requieren, el alimento que apetece el cuerpo, y el sosegado cariño por que suspira su alma?

Puesto así el problema, que empezaba a ser fuerte para ser innegable, George estudió, desembarazado de teorías, los elementos vivos de la producción de la riqueza pública, en su valor y relaciones; las varias clases de propiedad actual, y cuál es del hombre legítimamente y cuál no lo es; las partes justas del producto del trabajo que deben ir a cada factor de él, según su importancia en la producción; las causas que en una comunidad de hombres iguales permiten la acumulación de la riqueza fuera de toda relación con el trabajo e inteligencia de los que la acumulan; las razones anormales que privan a los hombres útiles de empleo y sustento en un pueblo rico, en que cabría con holgura triple población de la que lo habita ahora: y después de traer desde su raíz todos esos males e inconveniencias, y eslabonarlos con lógica tan cerrada que no hay diente de sierpe que los muelle, Henry George deduce que la causa principal de las desigualdades sociales, y de la degradación, furia y miseria que inevitablemente les siguen, es el repartimiento en propiedad constante del suelo nacional, que no es legítimamente de nadie porque nadie lo puede producir, y solo debe pertenecer en arrendamiento a los que saquen fruto de él, cuyo fruto sí verdaderamente les pertenece, en tanto que la renta del suelo debe ser pagada a la comunidad para atender a los gastos necesarios de conservación, defensa y mejora públicas. Así el que viene al mundo con dos brazos tendría tierra donde emplearlos, como tiene aire que respirar, agua que beber, sol que lo caliente.

Así no privarían del mundo de trabajar a los hombres necesitados y útiles los que adquieren por dinero o influjo extensiones considerables de terreno, atraen con el producto de parte de ellas la población hacia sus dominios, y aprovechándose del aumento del valor que la población acumulada da a la tierra, la venden o la arriendan por cantidades onerosas a los mismos por cuya presencia e industria ha aumentado la tierra su valor. Así no caerían en manos privadas las grandes empresas de utilidad pública, cuya propiedad es pública por su naturaleza, no solo porque los inventos de la mente humana deben aprovechar por igual a todos los hombres, sino porque ninguno de ellos puede existir sin la tierra, que aun en el injusto sistema actual sólo de la nación adquieren, que es su única dueña: y ¿por qué da la nación aquello por que ha de tener que pagar luego? Así, como más espacio libre para edificar, y con una renta moderada por la ocupación del suelo, aumentaría el número de casas y cada familia podría vivir con decoro en la suya, no como ahora, que hay edificio donde viven hacinadas como cerdos, y hediondas y lívidas, mil doscientas criaturas, que van pudriendo la especie, que se cruzan como las bestias en la sombra, que mueren a carretadas: un sesenta por ciento de los niños muere cada año en estas infames casas.

Así, no acumulándose por concesiones ilegítimas de la tierra nacional en unas cuantas manos la riqueza maravillosa de la explotación de ella que iría a la nación, tampoco se acumularía el enorme poder que viene de ella en las corporaciones privilegiadas, ni sacarían estas de la circulación en su provecho exclusivo la tierra que es naturalmente para el provecho de todos los hijos de la nación, ni distribuirían entre unos pocos las sumas ganadas en virtud de la posesión de la tierra, que por esto pertenecen a la nación por entero y deben ceder en su beneficio, ni la ambición de los asociados en estas corporaciones reduciría, como hoy reduce, los salarios de los trabajadores a sumas que no cubren las necesidades primarias de la vida, para poder repartir entre los asociados el caudal estupendo que reviste de oro las paredes y construye palacios de tierra y de mar, faz a faz de la miseria y la ira de los que verdaderamente lo producen.

Así, libres los hombres de la penuria que los agobia, y de la cólera que los inquieta, obtendrían sin esfuerzo excesivo la remuneración debida a su trabajo, vivirían en salud y dignidad, y desaparecería una condición social en que la desigualdad injusta fomenta la guerra. – – – Acá solo exponemos, sin esquivar cobardemente nuestra simpatía, ni adelantar tampoco como nuestra la que es idea ajena, y solo hay aquí espacio para apuntar. Padres santos, obispos y filósofos, el de Aquino, el obispo Mac Nulty, Stuart Mill, Herbert Spencer, tantos más, concuerdan con George en que la tierra es de todo el pueblo que la vive, y que el hecho de nacer es un derecho inalienable y personal a la tierra en que se nace: solo se paran los filósofos en el modo de poner esta filosofía en acción: ¿cómo, sin un trastorno enorme, podrían pasar los pueblos del sistema actual de propiedad del suelo sobre que están constituidos, a un sistema totalmente diverso, que les arranca lo que se han habituado a considerar como suyo? ¡También consideraron como suyos, dice George, a los negros! ¿Eran por eso los negros propiedad legítima de los hombres? ¿El que hereda lo robado, le quitará por el hecho de heredarlo la mancha de robo? ¿Qué derecho verdadero tiene un muerto a disponer para después de su vida de una tierra que él no trajo a la vida, ni creó con el trabajo de sus manos?

Todo lo que él trabajó, sí es suyo: la propiedad es sagrada: Es propio del hombre, sea un centavo, sea un ciento de millones, todo lo que ha acumulado por el ejercicio de su brazo o de su mente: sin propiedad no tiene sabor la vida, ni la muerte es tranquila, ni crece el ser humano: pero lo que el hombre no ha producido no puede ser suyo. Es verdad, dice George, que el cambio al nuevo sistema sería radical; pero no tendría que ser violento. Lo que importa es que sea justo, como los filósofos lo acuerdan; que sea cierto que con el sistema actual no mejora el bienestar de los hombres, como no mejora, aun en el país más rico y libre del Universo; que sea necesario, como es, para evitar tremendos conflictos, procurar con la mayor cordura posible un estado en que no haya causa para ellos, en la función equitativa, y libre de las capacidades y aspiraciones humanas. Y para poner en planta el nuevo sistema, George ha ideado un método tan racional y suave, que de todo lo de su libro es lo que causa más pasmo.

No habría, según su método, que revisar un solo título de propiedad territorial, ni que privar de ellos a los que lo tienen, ni que alterar sus derechos en virtud de ellos: habría simplemente que irlos inutilizando por grados, de modo que cuando, a pesar del título la tierra hubiese salido en realidad de manos de los que la poseen, el sistema funcionaría ya tan seguramente en el bien general y palpable, que la pérdida del valor pagado por tierra se compensase por la mejora adquirida en virtud de la nueva organización pública. «No sería necesario confiscar la tierra, sino la renta.» «Lo que ha de hacerse es apropiarse la renta en forma de contribuciones». «No hay que hacer más que abolir toda especie de contribución, y dejar solamente en vigor una contribución sobre el valor de la tierra.» «De este modo, la simple reforma de la tarifa bastaría para poner en acción el nuevo sistema.» – – – Semejante libro fue saludado como un soberano esfuerzo de la inteligencia. Ya está en toda lengua viva. En Inglaterra y en los Estados Unidos, no hay pluma que no haya escrito loores, ni hombre que sepa letras y no lo haya leído.

No era El Progreso y la Pobreza la declamación colérica, sentimental o vacía de un espíritu justo e imperfecto, sino el estudio sesudo de un mal grave y visible, dulcemente calentado por un alma amorosa, que da en todo él magia de redención al raciocinio. Y en esto se vio la naturaleza humana, que es buena y agradecida antes que cauta e inteligente. El amor prendió en la masa, antes que el sistema en los intelectos. Los infortunados sintieron un amigo en aquel en quien los dichosos veían un pensador temible y los hombres de letras saludaban a un maestro. El amor es tan raro en el mundo que los hombres lo acogen con júbilo cuando aparece: y toda la maldad y el interés del Universo no impedirán que el hombre amante prevalezca. Los ingleses y los norteamericanos se apegaban a George, como a un Mesías. Se sujetaban en su cariño a la callada, de miedo que los dispersasen, como los galos en las cuevas alrededor del muérdago. En New York, donde vive George, se sentía que los trabajadores adelantaban, que se organizaban, que se defendían, que se mostraban persona, que cansados de esperar remedio de los partidarios políticos que se suben al gobierno y la riqueza sobre sus votos, meditaban: meditaban en el modo de aparecer, y revelar su fuerza. Hasta que al fin, de súbito, surgieron, con ocasión de las elecciones de este otoño para Corregidor de la ciudad; y se supo una mañana con asombro que los obreros presentaban como su candidato para el oficio, no a un descompuesto hablador que se los tuviese ganados por sus furores, sino a aquel que nacido de su seno los sirve sin adularlos: a HENRY GEORGE. – – –

Este ha sido un levantamiento conmovedor y admirable. Perdieron la elección; pero la ganaron. Cien años tiene de vida el partido demócrata, que viene desde la guerra de la independencia: treinta tiene el partido republicano, que se levantó, so pretexto de extinguir la esclavitud de los negros para abatir el predominio de los Estados del Sur en que privaba. Y este partido de los trabajadores apareció en Octubre de este año, armado como la diosa, y venció al partido republicano, y solo por 20, 000 votos (70, 000 contra 90,000) fue vencido por el demócrata que cuenta un siglo de existencia. En ímpetu, en entusiasmo, en generosidad, en espíritu, los venció a ambos. Venció a pesar de estar en los empleos públicos republicanos y demócratas; de tener por enemiga la policía que vigila las elecciones; de estimular con su aparición la actividad de los que hacen oficio provechoso de la política, y se ven amenazados en el pan. Venció a pesar de que, como contra todo movimiento poderoso, le movieron guerra vil, y los demócratas pelearon la elección como defensores de la propiedad contra «la mole temible y exaltada que la atacaba.»

Venció a pesar de que, en frente de los caudales que aquí se prodigan en tiempo de elecciones, ni un solo peso dio de su bolsa el candidato de los obreros, ni tuvo para los gastos cuantiosísimos de la compaña más que el centavo de los trabajadores. El centavo de los trabajadores, el respeto de toda alma bien puesta, el pasmo de sus rivales, y la ayuda de palabra y de obra de mucho hombre de mente, de catedráticos de Universidad, de clérigos católicos, de sacerdotes presbiterianos, de un monje protestante que ha hecho su casa entre los pobres. Aquel vuelo de llama de la época virgen de la cristiandad, aquí se ha visto. Aquella creencia apasionada de la muchedumbre. Aquella pálida cabeza del caudillo. Aquel ardiente amor por los desventurados, e indignación ante los abusos de los poderosos. Andan los fariseos que no se palpan. Todos tienen palabras dulces para los infelices: ¡que hermanos tan repentinos, tan sumisos, tan amables y considerados! Como pavesas los va echando el viento la honrada palabra de este amigo del humilde.

Él habla con la hermosura de quien en el taller del amor tiene bien madurado el pensamiento. Se le ven nacer de lo hondo los discursos, y su gesto familiar es apretarse con las manos la cintura, para echar de sí la verdad con más fuerza, o ponerse las manos detrás, como para dar el cuerpo mejor al enemigo. La campaña fue una bóveda de palmas. Duró un mes, en las calles, en los talleres, en los lugares de reuniones públicas. Los trabajadores le hacían una tribuna con un carro pintado de blanco. Su bandera era blanca. Peroraban con él cigarreros, carniceros, abogados, sacerdotes, empapeladores, ebanistas. Hablaba de día y noche, diez veces cada día. Retaba a sus competidores a discusión pública: no iban. La prensa, que es aquí empresa mercantil, le es enemiga: funda un diario.

El día de la elección, lo rodeaban como a un padre en las casillas, cuando con el clérigo católico y el Gran Maestro del Trabajo las recorría en coche. Y ¡qué hermoso espectáculo! Aquellos doscientos mil hombres que dejaron sus votos en las urnas, no hacían más ruido que el ala de una mosca: venían, votaban, se iban. El día estaba azul, limpio y brillante. Lo enlució aún más un excelente puñetazo que un obrero honrado dio a un político de esquina por hablar con desprecio de los trabajadores. – – – Así, con todo el orden de la libertad, queda fundado con el nombre de «Democracia Progresiva,» el partido nuevo que en los Estados Unidos viene a disputar el gobierno por medios legales para reformar desde él, y con ellos, la organización social, devolver a la nación la propiedad de la tierra, y afirmar en este pueblo nacido del trabajo el predominio de la mayoría que lo practica. Tomará esta u otra forma. Continuará triunfando, o tropezará en detalles. Por cuestiones presentes demorarán la esencial que está más en lo futuro. Prevalecerá o no el sistema de nacionalización de la tierra. Pero es verdad que un libro amoroso ha traído por caminos de orden, en torno a un hombre bueno, los odios pujantes aglomerados con oscuridad de tormenta en el espíritu de los trabajadores.

Aquí está el problema: solo queda la duda de si se resolverá por la guerra o por la paz. Grande es la virtud de la libertad, y es su efecto visible rebajar en el hombre lo que tiene de fiera. El hábito de ejercitar su persona en periodos frecuentes le quita el anhelo de imponerla, que llega a ser desatentado donde se la comprime. Vuelve el deseo de vivir cuando se ve a los hombres ofendidos reclamar libremente sus derechos y fiar al convencimiento la victoria. Pero casi tan bello como el espectáculo de un pueblo libre es el de un hombre, concentrado por su propia reflexión en un monte de amor, de quien los afligidos se cobijan, donde la ley de nuevo truena y relampaguea, y donde, sin más fuerza que la que viene de su ser humano, resplandece la pujanza y benignidad de lo divino. Cría siempre el contraste las condensaciones: y el alma que posee una facultad, la acendra cuando vive donde no se abunda en ella: La indignación aumenta la virtud.

Así Henry George, el impresor sencillo del pueblo de Sacramento, crecido con los dolores de todos los humildes, se ha jurado a ellos, se saca del alma confianzas y arrebatos verdaderamente bíblicos, recoge en sí, por la ira santa de que falte en su pueblo, la compasión por la desdicha, y vive como un hermano mayor entre los hombres buenos, y como un padre a quien se adora en el corazón de los necesitados. ¡Su bandera es blanca!

José Martí (La Habana, 1853 – Dos Ríos, Oriente, 1895). Héroe Nacional. El más grande de todos los cubanos. El presente texto de Martí apareció publicado en el número de noviembre de 1886, páginas 7­8, del mensuario neoyorkino «El Economista Americano», que él se encargó de redactar íntegramente, aunque no firmase al pie cada uno de sus trabajos. Recientemente fue descubierto este número en la Ibero­Amerikanisches Institut, de Berlín, por el investigador y ferviente martiano Jorge Camacho, quien se encargó de divulgarlo en la compilación El poeta en el mercado de Nueva York, Estados Unidos, Editorial Caligrama, 2016, pp. 119­-131. De ahí hemos tomado el presente artículo. Esta es la primera vez que sale impreso en una publicación cubana.