Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (SS Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, Introducción, 1998)
El ser humano realiza la búsqueda de la verdad por tres caminos simultáneos y que se complementan entre sí: en primer lugar, la propia experiencia, adquirida en contacto con la realidad; en segundo, el análisis racional de esos datos y su confrontación con experiencias previas; por último, la aceptación de conocimientos recibidos de otros. Es obvio que la mayor parte de nuestros conocimientos se obtiene por esta última vía; esta aceptación de testimonios ajenos, desde las enseñanzas trasmitidas por los padres o los maestros, hasta la información diseminada por los Medios de Comunicación Social –no siempre tan dignos de crédito- constituye lo que llamamos Fe. No es, por lo tanto, un concepto relacionado exclusivamente con el ámbito religioso, sino la aceptación de un modo de conocer, absolutamente indispensable para el desarrollo humano. No obstante, en esta reflexión, cada vez que se emplee dicho término, se hará en referencia expresa a la Fe religiosa.