En 1492 Cristóbal Colón, financiado por los reyes católicos de España, desembarcó en las costas del Caribe y dio inicio así al proceso de colonización de América. Después de establecer el primer asentamiento europeo en Santo Domingo, los españoles se trasladaron a Cuba en 1511 y fundaron allí siete villas con nombres de santos patrones, entre ellas San Cristóbal de La Habana, en la costa norte en 1519. A partir de ese momento Cuba se convierte en un punto estratégico para las naves españolas que viajan por la cuenca del Caribe. Salen de sus costas las expediciones de Hernán Cortés y la de Hernando de Soto para conquistar México (1519) y la Florida (1539). Al mismo tiempo, es invadida y amenazada por corsarios franceses como Jacques de Sores, quien tomó e incendió La Habana en 1555, lo que dio paso, según Carlos Mendoza, a un nuevo ciclo constructivo de fortificaciones con el objetivo de hacer La Habana inexpugnable (p. 53).
Así, las obras que se les encarga hacer a ingenieros como Bautista Antonelli y maestros de obras como Francisco de Calona son de mucha más envergadura de las que existían o sobrevivieron al ataque del corsario francés. Fueron los castillos de La Fuerza, El Morro y de La Punta los que servirían de defensa ante nuevas agresiones y protegerían los tesoros que las flotas llevaban a la Metrópolis. El dinero para la construcción de estas fortificaciones vendría de México, el famoso «situado», que muchas veces se retrasaba y causaba malestar entre los gobernadores y sus empleados. Nace así la «ciudadela militar», un periodo caracterizado por obras militares, soldados del Rey que cuidan los fuertes, y una constante alarma ante los ataques de corsarios y piratas que tratan de apoderarse de la villa. Este periodo dominará toda la segunda mitad del siglo xvi y se extenderá hasta las primeras décadas del xvii (Arrate p. 409, Castro p. 12). Para que se tenga una idea del tráfico que pasaba por La Habana, basta ver las cifras de los barcos que entraron al puerto en 1574: 160 buques de España y 115 de la América española (Arrate p. 415). Tal número de naves agregaba una población flotante que permanecía en la villa por meses, «ynvernando», aguardando una mejor temporada o simplemente evitando encontrarse con los corsarios en las costas, para seguir viaje. A esta población de soldados se agregaba la que permanecía en los fuertes, que en 1593 se estima fueran 198 en el castillo de El Morro, 140 en La Punta, y 302 en La Fuerza (Wright vol. 1 p. 156), (Mendoza p. 109).
La Habana era entonces una villa pobre y para sustentar esta población la corona enviaba dinero, armas, pólvora y comida, que si no llegaba a tiempo dejaba a los soldados sin recibir un sueldo durante meses. Los documentos de archivo publicados en 1927 por Irene Wright muestran la perenne frustración de los gobernadores de la Habana ante tales demoras y el desabastecimiento general de la urbe cuando esto sucedía. A lo que se sumaban los destrozos que producían las tormentas tropicales que azotaban de vez en cuando el Caribe, dos de las cuales ocurrieron en esta segunda mitad de siglo y muestra lo vulnerable que era la población ante estas catástrofes naturales. Una ocurrió en 1588 y la otra en 1595. En ambas ocasiones el ciclón acabó con las cosechas, las casas y las obras militares que se estaban construyendo. Así, en una carta que le escribe el gobernador Juan de Texeda al Rey, el 4 de junio de 1589, le dice que la ciudad, al «presente esta tan falta de vituallas que es cosa que espanta por la seca de este año y por un uracan que derribo los arboles y hizo grandes danos» (Wright vol. 2 p. 153). Seis años después, cuando ocurre la segunda tormenta tropical, el entonces gobernador de La Habana, Don Juan Maldonado Barnuevo, le cuenta lo sucedido a su majestad: «A los veinte y nueve del pasado comenco una tormenta por el norte y bino a parar en el sur duro aquella noche y el dia siguiente fue tal u la obra de la punta lo era que cuando amaneció avia arrasado casi la mitad de ella sin dejar mas señal de murallas ni terraplenes que si jamás alli lo ubiera avido». (Wright vol. 2 p. 228)
En esta carta Maldonado habla del derrumbe de la fortaleza de La Punta, que él utiliza para culpar a los ingenieros y maestros de obras, como Bautista

Jacques de Sores saqueó e incendió La Habana en 1555.
Antonelli, su sobrino Cristóbal de Roda, y Francisco Calona, con quienes establecía una sorda disputa que el Rey tuvo que zanjar con firmeza en favor de su ingeniero. Por eso el gobernador le decía al Rey que la ruina de la fortaleza «descubrió tanta falsedad y flaqueza en las murallas» (Wright vol. 2 p. 228), como si a este le hubiera sido posible diseñar un edificio más fuerte. No habla de los daños que sucedieron en la ciudad y en los campos, pero quien lea de la fuerza del viento y las lluvias que había destruido aquella muralla, trincheras y terraplenes, que había sacado los barcos de la bahía y subido a los montes, podía imaginarse los destrozos de los bohíos de paja, que eran la mayoría en la ciudad. Maldonado se limita en esta carta a pedirle al Rey más artillería, pólvora y balas para el fuerte, cuyas piezas y ruedas habían volado o caído al mar, y de las cuales carecía la ciudad y eran tan necesarias para impedir que los «enemigos de la santa fe católica» pudieran tomarla (Wright vol. 2 p. 228).
Nuevamente por eso, en abril de 1595, cuando la corona se entera que Francis Drake, el corsario británico, podía invadir La Habana, envió tres embarcaciones con otros seiscientos soldados para protegerla. La sospecha no se hizo realidad. Nadie se acercó a sus costas, y Maldonado continuó de gobernador otros cinco años. No obstante, bajo su gobierno sucedió uno de los procesos criminales más oscuros en la historia de Cuba. Me refiero al juicio y condena de sesenta hombres en 1596 por cometer el pecado nefando.
Los documentos conocidos hasta la fecha, que dan fe de este proceso, son tres, y están rubricados en diferentes años. En uno de ellos, el titulado «Memorial de Ronquillo», se cuenta este hecho a través de ocho testigos, entre ellos Juan de Maldonado, que servían a la corona en la Isla o que estaban de paso por allí cuando sucedió este proceso. Fue escrito para apoyar la petición de traslado del teniente general de La Habana, Lucas Gomes Ronquillo, a las plazas que estaban vacantes en México, Lima y Sevilla después de haber servido nueve años en Cuba. En una de estas crónicas se nos dice que Ronquillo había recibido el grado de bachiller y licenciado en la Universidad de Salamanca y había sido abogado en la Audiencia de Sevilla antes de llegar a Cuba. Que había tomado posesión de su cargo en 1595, es decir, dos años después que Juan de Maldonado fuera designado gobernador y que todavía en 1604 no había conseguido trasladarse. Entre los muchos servicios que se mencionan en el memorial está el que nos ocupa, que dice que Ronquillo «Hizo un descubrimiento y Pesquissa el año De [15]96 estando allí la armada general Don Bernardino de abellaneda de gran suma de someticos que yban del Piru y nueva españa y se juntavan en la abana a cometer este delito y pecado nefando que se yba entrando por los Soldados de los presidios de la Habana». (Nuevos 81).
Por «somético», se entendía «sodomita», un delito perseguido y juzgado con severidad por las autoridades españolas y la Santa Inquisición que consistía en derramar el semen en un recipiente «no apto» para la procreación (Camba p. 22). Como explica Mark Jordan en The Invention of Sodomy, el adjetivo viene de un gentilicio del Antiguo Testamento, que se refiere a las personas de la ciudad de Sodoma, destruida por Dios. Era aplicado a los hombres que tenían sexo a «contra natura», con otros hombres o con una mujer. Lo importante de notar, como dice Jordan, es que tal uso del gentilicio era una reducción del significado original de la historia, ya que esta no podía ser leída como una condena divina contra las personas del mismo sexo sino como una fábula que remarcaba la importancia de la hospitalidad (p. 31). El uso del término, por consiguiente, es una invención del siglo xi, específicamente del monje benedictino Peter Damian, con el cual se intentaba juzgar cualquier relación de este tipo por ser horrenda, nefanda y viciosa. Su uso por los teólogos y jueces no hacía más que esencializar un acto a través de una palabra que tenía un poder abstracto que «abolía los motivos y las circunstancias» (Jordan p. 44, traducción nuestra).

Plano del puerto de La Habana (1567). Original perteneciente al Archivo General de Indias.
Tenemos entonces que en los documentos que tratan de este proceso en Cuba aparece la palabra «somético», que era un derivado del adjetivo «sodomítico», que como dice el Diccionario de autoridades (1726-1739), «es del estilo baxo. Suele decirse Sodomítico» (VI p. 149). Según el memorial, todo comenzó cuando un esclavo negro se le apareció a Ronquillo el 3 de mayo de 1596 para decirle que un soldado de las galeras llamado Ponce le había persuadido que fuese con él al monte y allí «sobole atentento sus Berguencas y Hizo otros actos deshonestos» (Nuevos p. 86). Enseguida, dice el documento, Ronquillo tomó preso a Ponce, le tomó confesión, lo condenó a tormento, y este confesó que había cometido pecado con dos hombres diversas veces. Como dice el memorial: «Confesso otros actos del dho. Pecado que abia cometido con otras persas. El Tinte fue Haziendo aberiguaciones de que rresultaron culpados e indiciados muchas Persas. que estavan en la avana y en los Reynos de castilla y nuevaespaña» (Nuevos p. 86).
La investigación del teniente general, por consiguiente, reveló una red más amplia de hombres de Perú, Castilla y Nueva España. La Habana era el centro de estas reuniones donde se juntaban todos y por eso Ronquillo fue tan implacable con ellos. Los condenó a morir en las llamas. Debo aclarar ahora, que este proceso fue uno de los muchos que según este documento, Ronquillo llevó a cabo durante los años que ocupó el puesto de teniente general de la ciudad bajo las órdenes de Maldonado. Sin embargo, llama la atención que en la mayoría de ellos los acusados son los soldados que servían al rey. En el caso de Ponce, como dice el documento, este era un soldado de las galeras, donde el Rey tenía a los forzados y esclavos que propulsaban los barcos a remo que patrullaban sus costas. Pero en otros casos criminales que menciona, los protagonistas son también soldados de La Fuerza y del Morro, quienes asesinan a un mercader para robarle su dinero (Wright vol. 2 p. 84). A ellos también se les tomó prisionero y se les aplicó tormento para que confesaran ya que se tenía la confesión como la prueba máxima de la verdad (Valiente p. 114).
Podemos ver entonces cómo una ciudad compuesta en su mayoría por soldados, los delitos más notorios y repetidos podían venir de este grupo, que además, como confiesa el mismo Juan Maldonado en sus cartas al Rey, no recibían un sueldo por periodos prolongados y todo el dinero que sacaba de los impuestos de aduana o los préstamos de los vendedores de vino, se gastaban en las construcciones militares. Con lo cual quedaba una población de cientos de hombres solos, con armas y sin dinero viviendo al fiado, que trabajaba sin ninguna recompensa. Así, según Diego Fernández de Quiñones en una carta al rey fechada en 1582, le decía: «los soldados que asisten en este presidio pasan mucha necesidad de vestido y calzado porque las pagas no pueden ser tan a tiempo que se puedan Remediar y así la necesidad de tomar fiado cada uno lo que a menester» (Wright vol. 2 p. 289) .La misma situación se repite con el gobierno de Juan de Maldonado, que le ruega al rey, una y otra vez, que le mande dinero para pagarle a los soldados ya que “se le deven oy seis meses de sus jornales aviendoles dado un socorro de un bien pequeño enprestito» (Wright vol. 2 p. 245).
A juzgar incluso por lo que le cuenta Maldonado al rey la situación de las galeras era aún peor. Bajo el gobierno de su antecesor, Juan de Texeda, había dos galeras que se dedicaban a cuidar las costas de La Habana, pero en el momento en que él escribe esto, solo quedaba una «y esta oy tan acabada que entre esclavos y forcados no ay oy setenta que sirvan y asia sido fuerca valernos de peones» (Wright vol. 2 p. 249). Como resultado, el 20 de abril de 1596, dice el gobernador, que al tomar noticia de la cercanía de los ingleses en Puerto Rico, mandó a preparar la galera, enterándose más tarde que estaba tan podrida que ni siquiera podía ponérsele un árbol y los remos, con lo cual tuvo que despedir a los peones, y dejó los forzados y esclavos «y la gente necesaria para su guardia y sustento» (Wright vol. 2 p. 244).¿Qué nos dicen entonces los documentos que hablan del juicio que se les siguió a los hombres que fueron acusados de sodomía junto con Ponce?
Según el memorial, el licenciado Ronquillo hizo lo que se esperaba de cualquier oficial encargado de mantener el orden y la ley: apresó a los acusados y les aplicó la tortura. Sabemos que el teniente general debió seguir con celo y eficacia los interrogatorios porque, como él mismo dice, logró encontrar a los culpables en 30 días, y además, se afirma en uno de los documentos que iba a «la cárcel desde por la mañana asta las dos y tres de la Tarde y muchos días asta las nueve de la noche» (Nuevos p. 81). Las visitas a la cárcel tenían la finalidad de interrogar a los reos, lograr que confesaran la verdad y quiénes habían sido sus cómplices. No se dice en ninguno de estos documentos que métodos de tortura usó para hacerlo, pero al parecer todos se autoculparon. En realidad, los jueces tenían una infinidad de métodos para conseguir que lo hicieran. Las sesiones de tormento podían repetirse por varios días hasta que el reo confesara, pero si este lograba mantener su inocencia entonces salía absuelto. De modo que los interrogatorios se convertían en un duelo entre el fiscal y el reo, entre el dolor y el deseo de terminar con el tormento, y al final aún si el reo salía libre o «negativo», terminaba muchas veces gravemente herido.
Para tener una idea del sufrimiento por el que pasaban basta leer las descripciones de los tormentos que hace el jurista español Antonio Quevedo y Hoyos en el Libro de indicios y tormentos (1632). En esta obra Hoyos explica varias formas de torturar para que los jueces supieran en qué momento y cómo utilizarlas. Entre los métodos que explica está el del agua, que consistía en echarle agua al paciente por las narices, «tapándole la boca». El del «ladrillo», que radicaba en ponerle los pies «mui caliente al reo». El llamado «el moscón» que se ponía en el ombligo del acusado «porque asi orada las mismas tripas» (73). El llamado «de la cabra» que consistía en mantener al reo con hambre por varios días y luego untarle los pies con sal «para que se los lama, lo qual ella haze tambien con la habre y gusto de la sal, que se los rompe y despedaza» (73). Este tormento, y otros como el del «cordel» o las sillas y «jaulas con púas», eran por tanto unos pocos entre una infinidad de formas de marcar y destruir el cuerpo. Formas de extraer la «verdad» del culpable y si era posible reconciliarse con Dios, ya que como se sabe, en la época de la monarquía española un delito podía acarrear una pena civil y religiosa. Así, la sodomía era condenada por la Santa Inquisición y los poderes seculares. No obstante, como dice Francisco Tomás y Valiente en La tortura en España, este tipo de procedimiento judicial tenía sus límites, que podían ser fijados por la edad de los acusados o su rango social.
En los tres documentos que conocemos de este proceso se afirma que el número de acusados sobrepasó la suma de cincuenta, y por eso debemos suponer que todos fueron hallados culpables de pecado. En el memorial se dice que Ronquillo «hizo justicia de 50 sométicos sin otros muchos que murieron huyendo de esta justicia» (Nuevos p. 81). En el documento firmado en 1599, se afirma que hay «otros muchos»: «Y así además de los cinquenta y un sométicos que quemó quedaron culpados otros muchos», por lo que no extraña que esa cifra suba en el tercer documento a «sesenta someticos delincuentes» los cuales afirma Ronquillo con orgullo «hise quemar». Cómo y cuándo los quemó es un dato que debe horrorizar a cualquiera que lea hoy su testimonio, pero que en la época en que declara, llena de amenazas de piratas, hambruna, asesinatos y, sobre todo, de celo religioso, no debió inquietar a nadie. Todo lo contrario. Debió mostrar su firmeza e integridad o como dice Juan Maldonado en su testimonio a favor de su teniente general, su «mucha cristiandad Sobre todo» (Nuevos p. 83). Vale reproducir por tanto la parte del documento de 1604 en que Ronquillo confiesa lo que hizo con los acusados y las razones que tuvo para quemarlos. Afirma:
permitía la magd de Dios que todos los años sucediesen tan grandes tormentas que se llevava los frutos y mantenimientos y las casas y edificios y una tormenta de estas se llevó la mayor[¿] del castillo de la punta de la guardia de aquel puerto y en veinte y quatro días hice justa de sesenta sométicos delincuentes a los qua les hise quemar en un horno de cal porque no havía otro lugar más capaz para tanta jente y después acá no a sucedido ninguna tormenta y las tierras mui estériles an dado abundantissimos frutos porque las mui fértiles por esta causa no los davan. (Archivo General de Indias, Legajo 129)
Tenemos entonces que según las propias palabras del teniente general de la Habana, los hombres que habían tenido relaciones sexuales entre ellos debían morir porque eran los culpables de las tormentas que azotaron a Cuba en esa época y la esterilidad de sus tierras. Sus pecados ofendían a Dios y por tal motivo Dios permitía que sucediesen ciclones y huracanes que dejaban la tierra desolada y la ciudad con hambre. Tal forma de pensar es hoy, por supuesto, inaceptable, pero dice mucho de cómo se administraba la justicia en la época, cuando el juez asumía la razón del Estado y buscaba criminales que culpar con el fin de acabar con los males (naturales) que sufría la población. En última instancia, como diría Michel Foucault, el Estado debía ser defendido, a través de «tecnologías regulatorias», como esta de la sexualidad (Society p. 249), y los jueces debían utilizar cada una de las herramientas a su disposición para hacerlo. El objetivo en este caso era identificar un grupo, y culparlo de un pecado horrendo para salvar al resto y así hacerles creer a todos que se había acabado con la ofensa. Este es el mecanismo que René Girard en Sacrificio llama el «chivo expiatorio» gracias al cual los culpables deben sacrificarse para salvar el reino.
Debo aclarar ahora que esta era la forma típica de pensar en el siglo xvi, que establecía una conexión entre Dios y la tierra, buscando encontrar una respuesta moral a las catástrofes naturales. De ahí que el propio Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, publicada apenas cinco años antes de que ocurrieran estos sucesos, le dijera al príncipe Felipe que Dios castigaba los abusos de los españoles en el Nuevo Mundo hundiendo las naves que regresaban a Europa cargadas de oro. Para Las Casas, las tormentas eran como Dios hacía «venganza de tan grandes injusticias» (Brevísima p. 84). Por eso, en su prólogo a la obra, dirigida al príncipe, le dice que debía evitar estos crímenes en el Nuevo Mundo «para que todo el estado de la corona real de Castilla, espiritual y temporalmente Dios lo prospere y conserve y haga bien y bienaventurado» (Brevísima p. 73). Si España no cumplía este deber, la Corona y toda Castilla sufriría la venganza de Dios. Con lo cual Las Casas toma al príncipe de rehén, obligándolo moral y espiritualmente a cumplir con su mandato (Camacho p. 60). Por consiguiente, si Las Casas esgrimía la venganza de Dios para proteger a los indígenas, Ronquillo haría lo mismo para condenar a los hombres acusados de sodomía a la hoguera. Ninguno podía escapar a la camisa de fuerza que implicaban las ideas de su tiempo. Solo que ambos usaban la razón de la intervención de Dios con propósitos diferentes.
No por gusto la historiadora norteamericana Irene Wright en Historia documentada de San Cristóbal de la Habana en el siglo xvi (1927) dejó escrito una frase corta y enigmática que en base de lo que hemos explicado aquí se entiende perfectamente. Según Wright al hablar del huracán que destruyó la villa de San Cristóbal en 1595, «más tarde, alegando que este huracán fue un castigo enviado por la Divina Providencia, el licenciado Ronquillo escribió sobre ese tema la página más negra que el autor ha tenido que descifrar en toda la historia colonial de Cuba» (vol 1 p. 167). Lamentablemente, Irene Wright no aclara quién fue Ronquillo ni explica a qué se refería con esta frase. Asimismo, desconocemos si alguno de los historiadores cubanos que publicó o leyó su monografía, la cual recibió el primer premio del certamen anual que convocó la Academia de Historia de Cuba, le preguntó qué quería decir con ella. O si a Fernando Ortiz, quien era el presidente de la institución, le llamó la atención.1 Lo cierto es que ninguno habló del tema, ni tampoco lo hizo Wright, porque su libro se ocupaba principalmente de la construcción de las fortalezas de La Habana y los conflictos entre gobernadores. No trataba del pecado nefando, que en 1919, cuando escribe esta obra, era un tema tabú, de igual modo que lo sigue siendo hoy.2 De ahí que no hallamos sabido hasta hoy quién fue este licenciado y que lamentablemente las referencias bibliográficas que deja la historiadora a pie de página no nos sirvan tampoco, porque después de un siglo, el Archivo General de Indias ha cambiado su forma de clasificar los documentos y ya no los agrupa en «estantes», «cajones» y «legajos». Pero si seguimos sus indicaciones podemos ver que al menos aparecían en Sevilla en 1919, siete documentos que hablaban de este proceso de los cuales solo se han localizado hasta ahora tres.
De todas formas, podemos entender por los documentos que sí tenemos los motivos que llevaron al teniente general de La Habana a quemar sesenta hombres en un «horno de cal», que dicho sea de paso, fue de las primeras obras constructivas que se hicieron en La Habana, bajo el gobierno de Mazariegos, y al parecer estaba en Guanabacoa (Wright vol. 2 p. 41). Los quemó allí porque, como dice, no encontró un lugar más propicio para quemar tantas personas. Al hacerlo cumplía con la ley y con su consciencia de cristiano. Procuraba atajar a tiempo el mal porque al ser La Habana una plaza militar tan importante, se evitaba que tal «pestilencia» entrara en las fortalezas y con las naves se trasladara al resto de las Indias, ya que para decirlo con el lenguaje iconográfico del escudo, la villa de San Cristóbal era «la llave» que «abría» las rutas a México, la Florida, Panamá y Honduras.
Debemos recordar, además, como Michael Hardin, los textos de la conquista están llenos de referencias a prácticas sexuales alternativas, que eran vistas con rechazo por los conquistadores y que fueron castigadas sin impunidad por ellos. De hecho, la persecución de este pecado fue un pretexto para que Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo conquistaran México (Hardin 11), ya que decían que los indígenas del Nuevo Mundo vestían como mujeres, eran sodomitas, idólatras y caníbales. Todo lo cual servía para justificar su derecho a conquistarlos.
En consecuencia, Gonzalo Fernández de Oviedo, el cronista oficial del Rey en esta época, afirmaba en su Sumario de la Natural Historia de la Indias que en Tierra Firme «comen carne humana, y son abominables, sodomitas y crueles» (p. 113). Argumento que repite en la Historia general y natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano, al decir que en el territorio de Nicaragua había prostitutas y sodomitas, que vivían de forma licenciosa, similar a las que llevaban las cortesanas en el decadente Imperio romano: «pues que hay cuylones (que cuylon llaman al sodomita)» y se hacían bacanales, y fiestas nocturnas, sin importarle a los maridos, ni causar celos ni penas (p. 102, vol. 4 énfasis en el original).
Bartolomé de las Casas, sin embargo, pensaba diferente, ya que albergaba la sospecha que detrás de estas acusaciones se escondían formas de denigrar a los indígenas y justificar la violencia. Por eso cuando Las Casas escribe en su Historia de las Indias, sobre las costumbres de los amerindios de Cuba y La Española critica al cronista oficial de la Corona, y no solo afirma que en ninguna de las Islas del Caribe se comía carne humana, sino que no tenían «otras costumbres malas», como las que mencionaba el historiador: «solamente Oviedo, que presumió de escribir historia de lo que nunca vio, ni conoció, ni vio algunas destas, las infamó de este vicio nefando, diciendo que eran todos sodomitas» (Historia p. 93). Para probarlo, Las Casas da su testimonio personal de haber vivido durante tantos años en las Islas del Caribe. Incluso, el padre llega a citar el testimonio de una vieja indígena, que había estado casada con un español en Cuba, a quien le preguntó si recordaba que en la isla se cometiera tal pecado, a lo que esta respondió: «Padre, no, porque si la hubiera entre los indios, las mujeres, a bocados, los comiéramos y no quedara hombre dellos vivos» (Historia p. 93). Las Casas, sin embargo, no incluye en su respuesta un rechazo de este pecado en la Tierra Firme, donde Hernán Cortés lo había denunciado y parece irónico que en el mismo lugar donde critica la acusación de canibalismo cite las palabras de una indígena diciendo que de haberlos encontrado, se los hubiera «comido». Él simplemente habla de lo que conoce y dice que cuando había ido a Cuba, supuestamente con Diego Velázquez, encontró un indio con enaguas y le pareció extraño. Vale citar in extenso el fragmento para que se tenga una idea mejor de su explicación. Afirma:
hallamos un indio solo que traía unas enaguas, que es vestidura de mujeres, con que se cubren de la cinta hasta la rodilla, de lo cual tuvimos alguna sospecha si había algo de aquello, pero no lo averiguamos; y pudo ser que por alguna causa, aquel y otros, si quizá los había, se dedicasen a hacer oficios de mujeres y trajesen aquel vestido, no para el detestable fin, de la manera que refiere Hipócrates y Galeno, que hacen algunas gentes cithias, los cuales, por andar mucho a caballo, incurren en cierta enfermedad, y para sanar della, sángranse de ciertas venas, de donde finalmente les proviene a que ya no son hombres para mujeres, y, conociendo en sí aquel defecto, luego mudan el hábito, y se dedican, ofrecen y ocupan, en los oficios que hacen las mujeres, y no para otro mal efecto. Así pudo ser allí o en otras partes de estas Indias donde aquellos se hallasen, o por otras causas, según sus ritos y costumbres, y no para el fin de aquellas vilezas. (Historia p. 94)
En este fragmento, por consiguiente, Las Casas rebate los argumentos de Oviedo, con quien desarrolló una larga disputa a lo largo de los años, y niega rotundamente que en las islas del Caribe hubiera indígenas que practicaran este pecado, algo que como bien puede verse por sus palabras, el fraile tenía como una «vileza», y que en boca de Oviedo, era una calumnia contra la gente que el Adelantado no quería. De modo que igual que hace en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), el fraile busca la forma de defender a los indígenas apelando a la historia antigua, a las costumbres de otros pueblos que no eran los españoles, y hable de hombres que vestían como mujeres y tomaban las funciones reservadas tradicionalmente a ellas no por otra razón que por enfermedad. Su perspectiva, a pesar de ser crítica de este pecado se ubica en el otro extremo a la de Oviedo, Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo y el licenciado Ronquillo porque ve que detrás de ellas se oculta el poder del interés, las acciones que él consideraba viles, la infamia, para atraer con estos argumentos al lector, que como dice Las Casas, pensaría otra cosa si supiera que Oviedo «había sido conquistador, robador y matador de indios, y [culpable de] haber echado en las minas gente dellos, en las cuales perecieron, y asi ser enemigo cruel dellos» (Historia p. 94).

La Flota de Indias rumbo a España.
En su libro Bartolomé de las Casas recurre, por tanto, a mecanismos retóricos, típicos de las narrativas de la Conquista, como el «testimonialismo» (Pastor p. 97) o conocer de cerca al historiador o al Adelantado, para ofrecer una razón moral que descalifica sus argumentos. Recurre a su inmensa erudición y su conocimiento de los clásicos, para defender a quienes a lo largo de su vida trató como víctimas de la ferocidad y la avaricia de los españoles. Esto no quiere decir, repito, que el fraile condone este tipo de prácticas sexuales, ni que por haber vivido en Cuba supiera si los indígenas practicaban este «pecado». Su testimonio, como él mismo afirma, a pesar de ser «ocular,» no es exhaustivo y la indígena a la que le preguntó sobre esto, podemos suponer que conocía muy bien lo que pensaban de estas prácticas los españoles. Hoy día sabemos que los indígenas tenían una relación con su cuerpo distinta a la de los españoles, y que la desnudez no era un tema prohibido ni tabú como lo fue para ellos.Mas allá de esto, podemos decir que la figura del hombre indígena vestido de mujer que Las Casas ve en Cuba aparece en otros lugares de las Américas durante el tiempo de la Conquista, y recibía el nombre de «berdache». Estos hombres, además de vestirse como mujeres, hablaban como ellas, y «se dedica[ban] a hacer oficios de mujeres» (Historia p. 94). Algo que para la mentalidad española del siglo xvi era un comportamiento inaceptable, ya que no caía dentro de las categorías binarias que ellos usaban para hablar de la sexualidad. Las Casas es el único que nota esta forma no-normativa de la sexualidad en Cuba, pero rechaza que tales indígenas tuvieran relaciones sexuales entre ellos. No obstante, la sexualidad de los indígenas en Cuba, de la que no se habla por haber tan poca evidencia, aparece incluso en ídolos tainos como los que dio a conocer en el Congreso de Americanistas de Madrid, el naturalista español Miguel Rodríguez Ferrer, los cuales tienen la forma de un falo y uno de ellos fue encontrado en el tronco de una caoba que hubo que aserrar para sacar (p. 247).
En el caso del proceso contra los sodomitas de La Habana en 1596, sin embargo, no involucró a indígenas, de los que todavía quedaba una población importante en Guanabacoa. Involucró a los soldados, y en los documentos que tenemos no se dice explícitamente su raza o su etnia. De los sesenta hombres condenados a las llamas solamente se menciona uno que se dice que no era blanco en el memorial de 1604, cuando se afirma que «Vino del Piru un mulato llamado Juo Sanchez que andava en Dhas Prouincias veinte y quatro años abia Vsando Del dho Pecado y dentro de Veinte días despues que llego le prendio y Descubrio muchos delincuentes en el Piru y nueuo Reyno de granada y le quemo Por sometico famoso» (Nuevos p. 81). ¿Tuvo que ver en algo la raza de los acusados en este proceso? Posiblemente, porque como explica Úrsula Camba Ludlow en «Mulatos, morenos y pardos marineros. La sodomía en los barcos de la Carrera de Indias, 1562-1603» con frecuencia los acusados de este pecado no eran blancos, lo cual no era extraño, «si tenemos en cuenta la calidad y condición de quienes se hacían a la mar en las flotas de Indias» (p. 21 énfasis en el original). Y en efecto, quienes lean las comunicaciones entre los gobernadores de La Habana y el rey podrán ver que con frecuencia se habla de mestizos, indígenas y negros con el tono despectivo que era típico de una sociedad dividida en esclavos y amos. Así, en 1588, Gabriel de Luxan, se queja al Rey de la situación en la que se encontraba la villa de San Cristóbal, amenazada por el corsario «Francisco Draque», y le dice que el Virrey de México le había mandado dos compañías de doscientos soldados: «gente bien ynutil porque son mesticos y mulatos e yndios que no siruen sino de hurtar quanto pueden y destruyen las huertas» (Wright vol. 2 p. 118).
Más aun, a pesar de que la raza del primer acusado de sodomía en La Habana no se especifica en los documentos que citamos, podemos creer que era mulato también, porque en otro juicio se dice que un tal Jerónimo Ponce había sido remitido desde La Habana a consecuencia de este delito. Que era mulato, y que se le siguió un pleito en 1603 en España, por tener relaciones sexuales en la cárcel con un esclavo morisco llamado Domingo. En el juicio, según Úrsula Camba Ludlow, Jerónimo Ponce declaró que había sido marinero de la Carrera de Indias, que era natural de Sevilla y que había sido encarcelado cinco años atrás, a los 15 años de edad aproximadamente (p. 34). Si sacamos cuenta entonces, su primera condena dataría de alrededor de 1598, lo que coincidiría con la del tal Ponce del que se habla en el memorial de Ronquillo, que, recordemos, narra un proceso de 1596 y en el cual se afirma que el acusado había confesado bajo tormento haber tenido relaciones sexuales con un esclavo y otros hombres condenados a las llamas.
Para resumir entonces, es importante prestar atención y seguir investigando el proceso que desde el punto de vista cronológico es el primero que se conoce en Cuba contra hombres acusados de sodomía. Analizar las condiciones sociales que se crearon en La Habana al convertirse en una ciudadela militar, dependiente del dinero que llegaba a través del Rey, el centro que ocupaba en el comercio de Indias, y los barcos que llegaban para trasladar las riquezas de América a la Metrópolis. Una ciudadela de hombres solos, con armas y sin dinero, que guardaban el punto principal de entrada de las naves al Nuevo Mundo y que había que defender a toda costa, aun de sus propios soldados. En este ambiente de carencias es fácil entender por qué tantos soldados fueron acusados de robos, asesinatos y, en este caso, el de cometer el pecado nefando. Un delito del que primero se acusó a los indígenas y luego a mulatos, negros y mestizos.
Obras citadas:
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Notas:
- Manuel Pérez Beato en Habana antigua, apuntes históricos critica a Wright por sugerir algunas fechas para la fundación de La Habana. Decía entre otras cosas, con ironía, que «todo esto prueba, que el tema presentado por la Academia no se cumplió en el trabajo de la Sta. Wright. Ahora bien, la Academia adquirió de este modo, por un modesto precio, lo que sin dudas hubiera costado más pidiéndolo directamente al Archivo de Indias». Pérez Beato era el historiador de la provincia de La Habana.
- Se han publicado varios libros sobre el tema, dos de ellos en Cuba, uno escrito por Víctor Folwer Calzada, y el otro por Abel Sierra Madero que recibió el premio Casa de las Américas. Ninguno de estos libros sobre la sexualidad en la Isla menciona este caso.