La Habana, ciudad difamada

A cargo de Jorge Domingo Cuadriello

No hay pueblo antiguo o moderno que no tenga una leyenda en la que suele creerse cuantas veces se trata de esbozar su carácter. Su origen y formación es realmente un proceso desconocido; pero su contenido es una cosa concreta y familiar, un conjunto de conclusiones con vigencia en la historia, con influencia en el arte y con efectivo calor en el mundo tangible y preciso por excelencia de la economía. Ser inglés, alemán, norteamericano, francés o suizo, sin otra especificación personal, significa algo definido porque tras esa condición se levanta en cada caso la leyenda de un carácter nacional, todo un conjunto de rasgos psicológicos que damos por seguramente establecidos. Es la estampa espiritual de cada pueblo, de perfiles tan precisos e indiscutibles que en este orden de cosas casi no se admiten excepciones. Y como las naciones, las ciudades tienen también su leyenda, que, después de formada, nadie discute. La frivolidad y la gracia de París, el mercantilismo y el vértigo vital de Nueva York son sencillamente axiomas incontrovertibles, lugares comunes para rellenar la obra de escritores mediocres.

Pero hasta nuestra época, esa síntesis del carácter de un pueblo, o de una ciudad más o menos famosa, era el resultado de un largo proceso natural de las relaciones entre gentes diferentes, que por serlo, adquirían conciencia de lo diferente que eran los demás. Porque todos estos retratos de una colectividad han sido siempre hechos, y puestos en circulación, por los que no pertenecen a ella. Es el juicio certero o inexacto de los demás, de los extraños. Pero en la edad de la propaganda, de la vertiginosa y universal difusión de todas las noticias, esas leyendas, como todo lo del mundo actual, se elaboran artificialmente. Son un artículo más de la producción en masa.

Por eso a los cubanos, pueblo pequeño numéricamente, receptor y no productor en el mercado mundial de todas las cosas, de las materiales y de las espirituales, les interesa tanto cuidar de su leyenda, de su estampa espiritual como pueblo que en solo unos cuantos años le pueden fabricar —y sin duda le están ya fabricando— en los grandes centros de la propaganda internacional, en manos, por desgracia, no como antaño de escritores famosos, viajeros o artistas, sino en las menos aptas y responsables de agentes de negocios, bien retribuidos para fomentar y orientar las corrientes de turismo de acuerdo con determinados intereses.

El desconocimiento o la mentalidad simplista o ingenua de ciertos viajeros del siglo xix pudo crear la imagen poética de una España de panderetas, arbitraria versión de lo hispánico; pero la irresponsabilidad de algunos periodistas y agentes de propaganda norteamericanos ha dado origen no a versiones románticas de este tipo, sino a grotescas caricaturas, al presentar, con el poder de su formidable propaganda, lo que, según ellos, son los pueblos «latinos» del Sur.

La deprimente tergiversación y la enorme inexactitud histórica comienza por esa denominación de «latinos», degradación y errónea aplicación de un nombre a un mundo heterogéneo hoy casi mitológicamente latino. Y si hay un ejemplo típico, continuamente reiterado, de esa psicología caricaturesca de una ciudad, difícilmente podría citarse otro mejor que el de La Habana, demostración en este caso de que muy poco significa la cercanía geográfica para el mejor interconocimiento de los pueblos.

Uno de esos órganos del periodismo sensacionalista y posiblemente despreocupado que lucha por invadir el mercado de la publicidad en Norteamérica, la revista Exposed, en su número xii, del pasado febrero, ha querido «batir el record», en la serie que es ya muy numerosa de hirientes caricaturas de nuestro carácter como pueblo, sintetizado por el injurioso semanario en una monstruosa y repugnante versión de La Habana como ciudad de abyección y de escándalo.

Como de cualquier ciudad de numerosa población y junto a vías del tránsito internacional, podía haber exagerado el periodista personajes y escenas de corrupción realmente existentes; pero solo en virtud de un esfuerzo temerariamente sostenido de extravagante fantasía y de malignidad rampante, pudo haber acabado, en torpe amontonamiento, un resumen tan unilateral y deprimente de la vida para visitantes de ínfima categoría moral que puede ofrecer cualquier ciudad del mundo.

Nada se escapa al rebajamiento general del atrabiliario descriptor. La suciedad física y la sordidez moral marchan paralelamente en el desdichado relato. Para comenzar, el autor —firma Steve Ryan— establece que los cubanos han hecho del turismo una especie de ciencia con todas las implicaciones que en inglés puede tener la palabra racket. Con desaforado énfasis, insiste primero en la enorme suciedad material de La Habana. «La ciudad es sucia», dice, y añade: «No solo por la suciedad que cubre las calles y edificios como negro fango, sino por la que hay en sus entrañas». Tras deprimentes y absurdas referencias a la política cubana, la descripción se detiene en el Hotel Nacional para pintar el Malecón como una avenida junto al Golfo de México «de cinco millas de basura amontonada que conduce al Palacio Presidencial».

La fantasía escatológica del autor describe imperturbablemente estos dominios de la mugre y el hedor. El Palacio Presidencial es «un edificio que no ha visto un baño desde el año uno»; y La Habana Vieja es «una colección de ruinosos edificios de construcción española aglomerados a lo largo de calles estrechas» en las cuales se subraya «el ladrido de los perros y el rancio olor de la carne en descomposición».

Este es el adecuado escenario de la única muestra de la población habanera que recoge el relato: prostitutas, rufianes y mendigos; hampones y muchachos que arrojan los bajos fondos. Para dar la nota de veracidad al cuadro, se añaden algunas direcciones y algunos nombres de los personajes de aquella fauna, y fotografías para documentar el brutal aquelarre del juego, prostitución y alcohol. Y eso es La Habana, según el periodista norteamericano, una ciudad a unas cuantas millas de Norteamérica, habitada por esa especie de «latinos» que se llaman cubanos.

El caso denunciado de la revista Exposed es esencialmente un hecho en una serie que, por desgracia, no tiende aún a terminarse. No sería recomendable —aunque sí explicable— reaccionar en Cuba contra él pasionalmente. Es un hecho del implacable choque de intereses debido a los desajustes del mundo en que vivimos, y considerándolo como tal, debe actuarse. En primer término, claro está, como la mujer del César, ser honrados, pero además también como ella, parecerlo. Cuidar de esa leyenda que tiende a recoger la semblanza espiritual de nuestro pueblo.

Además del grave, del fundamental problema de nuestra moralidad interna, nada menos que el corazón mismo de la cuestión cubana de hoy y siempre, Cuba, pueblo pequeño muy cerca de los centros del poder y de la propaganda que gobiernan al mundo occidental, está urgida de una defensa permanente e inteligente de sus intereses materiales y morales en todos los pueblos con los cuales está relacionada, y particularmente con los que pueden influir decisivamente lo mismo en los destinos de la batida isla de corcho que en los destinos del mundo.

Esto es repetir que necesitamos imperiosamente el desarrollo sistemático de una política exterior. Un lugar común, como los que suelen rellenar los llamados programas de la generalidad de nuestros partidos políticos en los tiempos en que tales instituciones se usaban en nuestro país.

Pero la vieja y axiomática verdad no merecería repetirse si no se la presentara con tal amplitud que pudiera comprender la defensa de los intereses morales de la nación. Apoyada en la superación de una crisis interna de moralidad que nadie puede negar, debe alzarse fuera de Cuba la defensa de su personalidad espiritual como pueblo respetable no solo por su riqueza, sino por su moralidad y por su cultura.

En esa lucha, que requiere tacto, comprensión y persistencia, todo es arduo indudablemente. No nos acompaña la realidad demográfica, ni el poder material; pero basta con tener clara conciencia de que es una básica e ineludible cuestión de subsistencia nacional. O conquistamos austera e inteligentemente el derecho al respeto de los demás pueblos, o perecemos vendiendo azúcar y tabaco. Solamente la adecuada y necesaria coordinación de valores económicos y valores morales puede consolidarnos internamente y defendernos en lo exterior. Que así como hoy ya el mundo sabe que, a pesar de ciertas reiteradas y espectaculares apariencias, Norteamérica no es esencialmente la tierra del gansterismo y del rock and roll, alguna vez pueda saber también, a despecho de todas las formas de la propaganda malévola, que Cuba no es la isla de las maracas, la mariguana y el bongó, sino la patria de hombres de pensamiento, de acción y de carácter que bien pudieran pasar por paradigmas de humanidad en cualquier pueblo del mundo culto.

Raimundo Lazo (Camagüey, 1904 – La Habana, 1976). Ensayista, profesor y crítico literario. Doctor en Derecho Civil (1925) y en Filosofía y Letras (1926) en la Universidad de La Habana. Fue profesor de Lengua y Literatura Españolas en el Instituto de Segunda Enseñanza de Camagüey y más tarde en el de la capital. En 1937 ganó por concurso oposición las cátedras de Literatura Cubana e Hispanoamericana e Historia de la Lengua Española, en la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad habanera. También impartió clases en centros de altos estudios de los Estados Unidos y de México. Fue miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras y de la Academia Cubana de la Lengua y presidió el Instituto de Literatura Iberoamericana. Colaboró en Bohemia, Revista Cubana, Mensuario de arte, literatura, historia y crítica, Anales de la Academia Nacional de Artes y Letras, Diario de la Marina, El Mundo, Prensa Libre, Boletín de la Academia Cubana de la Lengua y en otras publicaciones. Por su oposición a la dictadura de Batista tuvo que abandonar el país y tras el triunfo revolucionario de 1959 se desempeñó como primer Embajador y Delegado Permanente de Cuba ante la UNESCO. Más tarde se reintegró a su cátedra universitaria y desplegó una intensa labor como conferencista. Entre sus numerosos estudios se encuentran Martí y su obra literaria (1929), Historia de la literatura hispanoamericana (1967), El romanticismo, fijación sicológico-social de su concepto (1970), Gertrudis Gómez de Avellaneda: la mujer y la poetisa lírica (1972) e Historia de la literatura cubana (1974). El presente artículo lo hemos tomado de la revista Carteles Año 38 Nro. 14. La Habana, 7 de abril de 1957, pág. 24.