Cuando, en el invierno de 1964, Nelson Mandela desembarcó en Robben Island para cumplir su condena de trabajos forzados a perpetuidad, aquella isla llevaba a cuestas más de tres siglos de horror. Los holandeses primero, luego los británicos, habían confinado allí a los negros reacios a la dominación colonial, a la vez que la utilizaban también como leprosorio, manicomio y cárcel para delincuentes comunes. Las corrientes que la circundan y los tiburones daban cuenta de los temerarios que intentaban escapar de ella a nado. Cuando se estableció la Unión Sudafricana, el gobierno dejó de enviar a Robben Island a locos y leprosos; desde entonces, fue únicamente prisión de forajidos y rebeldes políticos.