Cuando Barack Obama asumió la presidencia de Estados Unidos en enero del 2009, recibió de su predecesor varias herencias nefandas, entre ellas una política hacia Cuba que ha fracasado tanto en sus fines como en sus medios. Después de medio siglo de ingentes y obstinados esfuerzos en todos los terrenos (económico, político, diplomático, de seguridad) Washington no había logrado lo que siempre se había propuesto: revertir la Revolución cubana mediante el derrocamiento de sus autoridades legítimas y su sustitución por otras más dóciles al dominio norteamericano; y “contener” el ejemplo de la Isla, evitando el surgimiento de regímenes políticos similares en la región.
Esta política se ha instrumentado por varios carriles de acción hostil hacia la Habana: ruptura de relaciones diplomáticas e intentos de aislamiento; negación persistente de la legitimidad del gobierno revolucionario y de negociar con el mismo cualquier asunto que no sea de alta prioridad de seguridad nacional, como puede ser el migratorio; bloqueo económico, comercial y financiero; intentos de subversión política a través del financiamiento de grupos opositores favorables a los intereses estadounidenses; guerra propagandística a través medios de comunicación dirigidos específicamente a ese fin; uso de la emigración cubana con fines injerencistas. Estos han sido los instrumentos más comunes de una política fallida.