A cargo de Jorge Domingo Cuadriello
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No nos referimos a aquella política que Don Antonio Maura llamaba del grifo y de la merienda; a la política del engorde; a la política de la rebatiña; a la política de los cenáculos y las camarillas. Esta no tiene o no debe tener jamás ninguna relación con la prensa.
Hablamos de la política en su más alta acepción: de la política que desde Aristóteles se definió como el arte de gobernar rectamente a los pueblos; de la política que pone, no a las repúblicas al servicio de los hombres, sino a los hombres al servicio de las repúblicas Esta política ha de estar estrechamente vinculada con la prensa. Esta política rige, orienta y encauza a los pueblos. Y la prensa rige, orienta y encauza esta política. Se nutre esta política de la opinión pública. Y la prensa crea, ilumina y dirige esta opinión pública.
El gobernante recto necesita mucho de quienes lo aconsejen bien, de quienes le indiquen errores y sus entuertos, de quienes le digan sinceramente la verdad y le presenten, tal cual es, la realidad de los hechos. Debieran bastarle para ello sus ministros y secretarios. Pero estos acostumbran más servir de valladar entre él y las amarguras de dicha verdad y convertir con la lisonja y la adulación, el desmán y el atropello en rasgo de justicia; la arbitrariedad en ley; la ira en energía y la dictadura en autoridad. Por eso el gobernante recto necesita del periódico que le señale el desacierto, lo mismo que el acierto; que le apunte el buen camino cuando se desvía: que fiscalice sus actos y no tenga reparo ninguno en censurarlos cuando así lo exigen la honradez y los supremos intereses nacionales.
Bien sabemos que eso escocerá, irritará e indignará a la mayor parte de los gobernantes. Ello quiere decir que no abundan los gobernantes de buena fe: los gobernantes que se dan perfecta cuenta de que su falibilidad y su flaqueza humanas son en las alturas las mismas que fueron en la tierra baja, y aún se acrecientan en el Poder, porque son en ellas mayores y más difíciles las obligaciones y más fuertes las tentaciones. Pero la prensa, decidida a cumplir a toda costa sus deberes de alta política, ha de prescindir de la indignación y de la sonrisa, que sus censuras o sus elogios produzcan en los gobernantes .
De la relación de los periódicos con esta política de altura nace el invariable fenómeno del aprecio, del afecto y hasta de la gratitud que los buenos gobernantes y los grandes estadistas sienten hacia la prensa. Nada de cohibirla; nada de aislarla de ella, metiendo como el avestruz, la cabeza en el agujero de sus trapacerías y de sus desafueros. La luz y la verdad no molestan a estos gobernantes.
En cambio, ¡qué rencor el de los gobernantes pigmeos, el de los dictadorzuelos, a la prensa veraz y digna! ¡Qué tozudo empeño el de ellos en despojarla de sus derechos y de su voz! ¡Qué fruncir de cejas y qué revolverse cuando los periódicos se atreven a tildar algunos de sus muchos desmanes! Claro está que sería más lógico que se aprovechasen de la censura para arrepentirse de sus yerros y fechorías y enmendarse. Pero ellos son infalibles. Ellos, como el Alejo de “El Soldado de Chocolate”, no pueden equivocarse nunca ni corregirse nunca. Es la prensa la que se engaña. Es la prensa la que se entromete en lo que no le corresponde. Es la prensa la que agita, perturba y embrolla con sus censuras. Es la prensa la que debe callar.
Y como siempre ha de haber gobernantes de este jaez, dispuestos a todos los sacrificios. . . del pueblo, de su propia pitanza y en su propia egolatría, ha de haber siempre también admoniciones y reconvenciones de la prensa, no dispuestas a que se rompa el espejo, porque sea muy fea la cara de los que en ella se miran .
No es necesario decir que hablamos de la fiscalización justa y comedida; de los consejos leales; de las indicaciones nobles y desinteresadas. Lo otro, la impugnación sistemática, el ataque utilitario, el libelismo descocado y mercenario no entran en la alta política ni deben tampoco entrar, por lo tanto, en la prensa decente y honrada.
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José Ignacio Rivero (La Habana, 1895 – Ídem., 1944). Periodista. En la Universidad de la Habana se graduó de Doctor en Derecho Público y Civil. En 1917 asumió la subdirección del Diario de la Marina, que entonces dirigía su padre, Nicolás Rivero, y tras la muerte de este, dos años después, lo sustituyó en el cargo. Escribió en sus páginas la sección “Actualidades” y mantuvo siempre firmes posiciones conservadoras, hispanófilas y católicas. Combatió la dictadura de Gerardo Machado y en 1941 recibió el Premio Periodístico María Moors Cabot, otorgado en los Estados Unidos. Fue una figura admirada por unos y odiada por otros, pero que se mantuvo siempre fiel a sus principios. El presente artículo suyo lo hemos tomado de El periodismo en Cuba. Libro conmemorativo del Día del periodista. La Habana, 1935, pp. 117-118.