«Divested of all its demagogic intentions,
in which Afro-Cubans serve the pure and simple purpose
of a propagandaweapon —a tool to be handled
or mishandled according to the need—.»
Carlos Moore
«Cuba: The Untold Story»
En 1961 Walterio Carbonell (1920-2008), un intelectual negro marxista, publicó la investigación Crítica: cómo surgió la cultura nacional, donde afirmaba que las religiones de origen africano fueron fundamentales para la constitución de la nación y, sin embargo, le parecía «sospechoso» el silencio de algunos intelectuales revolucionarios a la hora de referirse a ellas. Según Carbonell, las religiones africanas habían hecho posible que se salvara parte de la experiencia generacional de los afrocubanos e hicieron la función de «organizaciones políticas que combatían la esclavitud» (p. 123). Sin embargo, los revolucionarios callaban y Carbonell sospechaba que ese silencio provenía del hecho de que Karl Marx (1818-1883) había dicho que la religión era el opio del pueblo y por tanto estaba excluida de una sociedad socialista. ¿Por qué rechazarla por «salvajes» o por ser una droga si este había sido el argumento que esgrimieron los ideólogos colonialistas y burgueses contra ellas y había servido tan bien a los esclavos?
Carbonell, como se sabe, nunca recibió una respuesta del gobierno y tuvo que sufrir el ostracismo a partir de la publicación de aquel libro, que no volvió a reeditarse hasta 2005, 44 años después. No obstante, agrego, en ningún momento de su ensayo Carbonell defiende el derecho de los religiosos a creer. Su defensa de la subjetividad espiritual de los africanos parte de su importancia para la cultura nacional, del negro como sujeto marginado por la cultura burguesa, con lo cual el objetivo de su defensa transciende lo puramente religioso y exalta estas subjetividades por su fin práctico: el haber sido un vehículo de lo político y haber formado parte de una identidad rechazada que a la Revolución le tocaba reivindicar. ¿Lo hicieron? Sí, pero solo en la medida en que fueron un reflejo de sus ideas y fueron el «origen» de años de lucha que al final dio al traste con la dominación burguesa y el capitalismo en Cuba.
En dicho aspecto los planteamientos de Carbonell serían tan interesados como los de los revolucionarios, ya que ambos veían la religión como un sinónimo de dominación en un sistema de clases, o como un instrumento del que se sirve el poder burgués y la iglesia para mantener al pueblo oprimido. Según Carbonell, no podía hablarse de la religión africana como «opio del pueblo» cuando habían surgido en un sistema sin clases y se utilizaban para investigar la realidad tal y como un científico lo hacía en las sociedades modernas (p. 122). En una sociedad clasista, pensaba el crítico seguidor de las ideas de Marx, sí se tenía razón para hablar de la religión como una droga. Esto explica que no estuviera en desacuerdo con las medidas que tomó el gobierno contra católicos al inicio de la Revolución, cuando expulsó a los curas y expropió a la Iglesia sus colegios y la Universidad de Santo Tomás de Villanueva (p. 30). El hecho de que no hubiera pasado nada, como dice, no indicaba para él que la Revolución hubiera actuado con fuerza avasalladora sobre los creyentes, sino que la Iglesia Católica en Cuba había sido «vencida» de antemano «por las creencias africanas y espiritistas» (p. 30)y por consiguiente le había facilitado el camino a los revolucionarios.
Carbonell, por supuesto, no era el único que criticaba a la Iglesia Católica en esta época. Después de Playa Girón, el Gobierno cubano clausuró todas las escuelas religiosas del país, alentó el éxodo de los católicos y cerró los centros espiritistas. En septiembre de 1961 declaró persona non grata a la mayoría del clero extranjero y expulsó en el barco Covadonga en dirección a España a más de un centenar de religiosos cubanos y españoles, entre ellos el obispo de la Habana, el camagüeyano Aurelio Boza Masvidal (1915-2003). Los motivos para hacerlo podemos encontrarlos en los escritos del líder comunista Blas Roca Calderio (1908-1987), quien dirigió la Comisión que redactó el proyecto la Constitución de Cuba (1976) y fue presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Según Blas Roca en su artículo «La lucha ideológica contra las sectas religiosas», el gobierno había hecho bien en arremeter contra el clero porque el imperialismo norteamericano y «todos los enemigos de clase» habían utilizado la religión para dañar a Cuba (p. 28). A lo que agregaba en típica retórica marxista, que la principal labor de la Iglesia era engañar a las masas, infundirle espíritu de resignación y de conformidad con la explotación de los poderosos. Los Estados Unidos usaban la cristianización, decía, como un arma de penetración y (neo)colonización en el mundo, de tal forma que detrás de la labor del clero se agazapaban los poderes de las compañías bananeras y las empresas de petróleo yanqui. Y afirmaba seguidamente: «En lugar de la confianza en el hombre y en la ciencia, las religiones y las sectas propagan la prosternación ante el poder sobrenatural de los dioses, la aceptación de sus males como manifestación de sus designios inescrutables, la espera de los milagros y de las soluciones venidas del cielo, la curación por medio de rezos, invocaciones y promesas» (p. 32).
¿Cómo aparece entonces esta lucha, no de masas, sino por las masas proletarias en la literatura y el cine cubanos? ¿Con qué instrumentos del poder el Estado socialista combate a los religiosos o la influencia que estos tenían en Cuba? Los rastros de esa lucha aparecen en novelas y películas. Aquí me concentraré en dos de ellas: La última cena (1976) de Tomás Gutiérrez Alea (1928-1996) y El otro Francisco (1975) de Sergio Giral. En ambas narraciones fílmicas se toma la religión de los esclavos para representar a los revolucionarios, los rebeldes, y mostrarle al público cómo realmente había sido la historia de la esclavitud. En las dos películas la principal intención será mostrarles a los cubanos la complicidad del clero con los antiguos esclavistas, vistos ahora como una extensión del aparato colonial.
En la obra de Alea, los hechos que se narran son supuestamente históricos, ya que como se anuncia desde el inicio de la película estos «tuvieron lugar en un ingenio de la Habana durante una semana santa a finales del siglo xviii» (2:52). Este ingenio es el del conde de Casa Bayona, de quien habla Moreno Fraginals (1920-2001) en El Ingenio. Afirma este historiador en su famoso libro:
El excelentísimo señor conde de Casa Bayona, en un acto de profundísimo fervor cristiano decidió humillarse ante los esclavos. Y remedando a Cristo, un Jueves Santo, lavó los pies a doce negros, los sentó a su mesa y les sirvió sus platos. Pero he aquí que estos esclavos, cuyos conocimientos teológicos no eran muy profundos, en vez de comportarse como los apóstoles, lo que hicieron después fue sublevarse valiéndose del prestigio que adquirieron frente a los demás miembros de la dotación y terminaron quemando el ingenio. El cristianísimo acto lo finalizaron los rancheadores cazando a los negros cimarrones y clavando en doce lanzas las cabezas de los esclavos ante los cuales se humillara el excelentísimo señor conde de Casa Bayona. (p. 99)

Fotograma del filme La última cena (1976), de Tomás Gutiérrez Alea.
Moreno Fraginals inserta esta historia en su ensayo, que muchos consideran su obra magna, a modo de explicación de las relaciones entre la Iglesia Católica y los dueños de esclavos a finales del siglo xviii. Esta anécdota, además de ser recreada en la película, pone en movimiento varias escenas que muestran los conflictos entre el clero y los hacendados cubanos. En El Ingenio, Fraginals afirma que con el desarrollo del complejo azucarero en Cuba a finales del siglo xviii la iglesia se enfrentó a los amos que se resistían a seguir ciertas demandas como eran pagar el diezmo, no dejar que los esclavos trabajaran los domingos e incluso pagarles a los capellanes para que adoctrinaran a la dotación y oficiaran en los entierros. La razón era, que «los modernos sacarócratas, en la obsesionante carrera de aumentar la producción y bajar los costos, van eliminando los gastos que no contribuyen al proceso creador de mercancías» (p. 97). Al final los hacendados ganaron y poco a poco la iglesia perdió su poder y los capellanes tuvieron que irse, pero en el momento que ocurre esta historia, todavía existía un vínculo estrecho entre el amo y el capellán y esto se ve reflejado en la película en la religiosidad del conde y la enseñanza de la doctrina cristiana a los esclavos.
El filme muestra cómo los esclavos eran maltratados y la iglesia no hacía nada, y por consiguiente, en las reseñas del filme que aparecieron en Cuba ninguno de los críticos dejó de notar la complicidad de esta con el sistema esclavista y el maltrato de los negros. Carlos Galeano, en la nota titulada «Para rescatar la imagen» dice que la película era «una alegoría del comportamiento político de la burguesía en el curso de la historia… [que cuando] ve amenazada su supervivencia como clase, sustituye sin pudor su fachada “democrática” (“cristiana”) por el fascismo abierto» (p. 148). Según Galeano, La última cena pertenecía a una vertiente del cine cubano de la Revolución de «restituir la verdadera imagen del esclavo en nuestra historia». Lo importante para él era que la película mostraba con veracidad una época, y el papel de los africanos para la formación de la cultura y la identidad nacional, así como «la tradición de lucha por la independencia» (p. 149). Otro crítico también cubano, Mario Rodríguez Alemán (1926-1996) decía algo similar, que el filme demostraba que «la llamada civilización es a la postre la “barbarie”» (p. 162). Y para Alejandro G. Alonso, un crítico de Juventud Rebelde, la película mostraba «la lucha de clases y el sometimiento de la religiosidad a los intereses económicos de quienes detentan el poder» (p. 162).
En tal sentido, Alea no podía estar en mayor acuerdo con estas reseñas que dejaban implícito la concordancia del filme con los postulados revolucionarios y marxista de la lucha de clases, el «combate» contra la Iglesia Católica, la «secta de los Testigos de Jehová» y el apoyo que recibió la Junta que dio el golpe de estado en Chile en 1973, por parte de la «Democracia cristiana», ya que en su entrevista con Gerardo Chijona, Alea alude a esta coyuntura histórica como uno de los resortes que motivaron el filme: «un hecho reciente que nos tocó muy de cerca… el golpe de estado fascista en Chile y el consecuente apoyo que recibió de la “Democracia Cristiana” reveló, para aquellos que aún no estaban convencidos, cómo una clase no puede trascender sus intereses» (84).
En lugar de basar sus argumentos en el caso específico del conde de Casa Bayona, estos críticos dan a entender que esta había sido la forma tradicional en que se habían comportado los religiosos, y por esto había que rechazar la religión. No es casual entonces que a los religiosos se les tildara de fascistas, contrarrevolucio narios y de hacerles daño a los cubanos. Si hubieran querido darse una versión balanceada de esta relación, solamente habrían tenido que matizar estas cuestiones, y notar que la paulatina secularización de la sociedad cubana, como sugiere Vera Stolcke, comenzó a principios del siglo xix, con el incremento de la esclavitud en la isla.
Como dice Stolcke en Racismo y sexualidad en la Cuba colonial desde finales del siglo xviii hasta mediados del xix la proporción de religiosos en la isla descendió enormemente. En 1778 había 1 063 clérigos en la isla, lo que significaba un cura por 168 personas. En 1846, esa misma cifra había disminuido a 432 religiosos por 2 080 habitantes y la razón estaba, dice, que a los curas se le hacía «muy difícil reconciliar el catecismo con el debido respeto a la propiedad y evitar concentraciones de esclavos que pudiesen amenazar la seguridad de los pueblos» (p. 98). Este descenso abrupto del número de curas sirviendo a la población esclava muestra no solo el poco interés que llegaron a tener los hacendados en el adoctrinamiento espiritual de los negros. Muestra también que si bien el adoctrinamiento religioso era una forma de asegurarse el amo la sumisión de los negros, los amos tenían miedo de que los curas se inmiscuyeran en el «gobierno de los esclavos» y dificultaran la capacidad del amo de mantener el control de su dotación (Hall pp. 48,51).
Más aún, la religión católica, y en especial el culto a la Virgen de la Caridad del Cobre en Cuba, fue uno de los apoyos espirituales más importantes durante la guerra de independencia. Las metáforas y símbolos religiosos católicos aparecen íntimamente conectadas a la causa independentista en proclamas como «Laboremus» de Rafael María Merchán (18441905), en la novela Escenas de la revolución de Cuba. Los Laborantes, de H. Goodmann, e incluso en la prédica antirracista y fraternal de José Martí (1853-1895). Aún más, en la historia de Cuba no faltaron líderes revolucionarios con ideas religiosas como Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874), el padre Guillermo Isaías Sardiñas (1917-1964) y Frank País (1934-1957), hijo de un ministro bautista de Santiago de Cuba. No obstante, la película de Alea se enfoca en la crítica a la religión católica al extremo que parece una prueba cinematográfica de la acusación de Blas Roca cuando decía que «los enemigos de clase han utilizado a la religión para su labor contrarrevolucionaria» (p. 28). No podía ser de otra forma después que en la declaración del «Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura» celebrado en 1971 se acentuara el papel de los medios audiovisuales en la lucha revolucionaria y en la educación del llamado «Hombre nuevo». Decía la declaración:
El congreso insistió en la necesidad de considerar la radio y la televisión no solo como medios de entretenimientos y diversión, sino, fundamentalmente como instrumentos de gran eficacia, en la formación de la conciencia del hombre nuevo […] El cine como medio masivo de comunicación, es el arte por excelencia de nuestro siglo. Lenin dijo, «es de todas las artes la más importante» […] Es por eso que el Congreso pide la continuación de películas y documentales cubanos de carácter histórico como medio de eslabonar el presente con el pasado. (pp. 14-15, énfasis nuestro)
Como se sabe, en el «Primer Congreso de Educación y Cultura» se tomaron medidas trascendentales que afectaron a miles de niños, adolescentes y adultos por décadas en la isla. Comienza con él lo que se conoce eufemísticamente como «quinquenio gris», 1971-1976, periodo en que se anuló totalmente la crítica de escritores y artistas cubanos; se oficializó la integración de los niños a las labores productivas a través de las escuelas en el campo. Se aprobó la creación del «expediente acumulativo» para seguir su desarrollo docente e ideológico en las escuelas hasta que alcanzaran la edad adulta (p. 7). Se condenaron las actitudes «extravagantes», la «desviación entre los jóvenes» (p. 10) y se condenó la homosexualidad por ser una «patología social» (p. 13). Más importante aún, para el tema que estamos tratando, fue que en este congreso se aprobó que ante las «sectas oscurantistas y contrarrevolucionarias», la actitud de los revolucionarios debía ser «desenmascararlas y combatirlas» y utilizar «la enseñanza científica en la escuela para combatir la mentira, la superchería y la farsa contrarrevolucionaria» (p. 12).
Estas declaraciones fueron concluyentes y no extraña por ello que el tema de la religión se trate en esta película de una forma tan directa, tan crítica, y tan dogmática. Por eso, vale señalar que si bien Alea critica a los religiosos católicos aquí, por otro lado, no hace lo mismo con la subjetividad espiritual de los esclavos. Posiblemente, porque a pesar de caer en la categoría de «superchería y la farsa» supersticiosa, como la habían catalogado tantos intelectuales en la República, incluyendo a Fernando Ortiz (1881-1969), esta le permitía mostrar el punto de vista del oprimido. Un punto de vista diferente, que pudiera interpretarse como otra forma de lo real maravilloso que se hizo tan popular en Hispanoamérica en la década del sesenta y del setenta. Porque como decía el crítico Dennis West, al igual que otras obras del realismo-mágico latinoamericano, Alea busca crear aquí dos visiones de la realidad. Una mágica (subdesarrollada) y otra racional, moderna, que «no percibe los elementos mágicos del mundo» (p. 159). Y afirma West que Alea «radicaliza esta tradición literaria del realismo mágico, admitiendo únicamente un punto de vista, el de los negros oprimidos» (p. 159).
A esto diríamos nosotros, que no es que Alea «admita únicamente» este punto de vista. Es que no lo condena como hace con las ideas católicas porque necesita de esta otra religión para demostrar el espíritu de rebeldía del esclavo, algo que conecta desde el punto de vista teleológico con el proyecto revolucionario de los «100 años de lucha.»

Fotograma del filme El otro Francisco (1975), de Sergio Giral.
De hecho, Alea no fue el primero en plasmar el proceso por el cual la religión se convertía en un arma del pueblo. Alejo Carpentier (1904-1980) ya lo había hecho en El reino de este mundo (1949) cuando resaltó la importancia del vudú en la sublevación de los esclavos de Santo Domingo y la misma creencia aparece en el libro de H. Goodmann, cuando mostró cómo esta misma creencia era compartida por los esclavos cubanos y los independentistas se aprovecharon de ella para enfrentar a los españoles.
Como se sabe, el protagonista principal de la novela de Carpentier, Mackandal, es quemado vivo en la hoguera y, sin embargo, sus partidarios piensan que gracias a sus poderes licantrópicos pudo huir de sus perseguidores. Esto mismo es lo que piensa el esclavo Sebastián en La última cena, quien dice que sus polvos lo convertirían en otra cosa cuando saliera al monte y así ni el amo ni los rancheadores podrían atraparlo. Afirma: «Esta vez Sebastián sí tendrá con que defenderse. Esto son poderes mío. Con esto [saca los polvos de una bolsa] Sebastián se jace palo en lo monte. Se jace pescao en los ríos. Se jace piedra. Se jace sumsun damba. Vuela y a mí nadie me pue agarrá. A mí nadie me pue matá» y diciendo esto sopla los polvos en la cara del amo que está dormido después de emborracharse (01:11:49).
Consecuentemente, después de estallar la sublevación en el ingenio del conde de Casa Bayona, el espectador ve cómo uno de los esclavos que huye de la plantación da vueltas alrededor de una ceiba, eufórico (1:38:30), y otro hace gestos en lo alto de una loma, imitando a un pájaro mientras grita: «biricó, ya me están saliendo plumas, biricó ya me están saliendo alas» (1:40:10), y se lanza al despeñadero. El resultado es que se destroza contra las rocas. Algo similar ocurre con Sebastián. Mientras este corre por el monte la cámara lo sigue en forma de travelling, alternando su figura con imágenes de un aura tiñosa, un río, caballos salvajes que corren, y rocas que caen de una montaña con lo cual se sugiere que el esclavo finalmente se convierte en ellos y puede escapar así de sus perseguidores (1:48:05).
Esta metamorfosis sería consecuente, por tanto, con el poder de transformación que se les asigna a las religiones animistas que practicaban los esclavos en los barracones. Son un ejemplo de la victoria del esclavo sobre el amo y por extensión, sobre el colonialismo español. Pero al mismo tiempo, es otra forma de utilizar la religión como un dispositivo de lucha o de poder, como una máquina de guerra que más que reflejar la ideología del esclavo muestra un interés por apoyar una ideología propia, que no es otra que la del realizador.
En otras palabras, esta se convierte en un arma de lucha en ambas manos, ya que sirve para mostrar la victoria de los oprimidos, aunque al trasladarla al pasado, sugiero, pierde su capacidad de «religar» en el presente a los fieles o de servir a otra causa que no fuera la política. Porque si todo lo que logra Sebastián al final de su odisea es convertirse en «palo en lo monte» y «pescao en los ríos» esa libertad no podía estar más alejada, espiritual e ideológicamente, del espectador promedio, y de la filosofía marxista-leninista del Estado cubano. De manera que, si bien, en esta película la religión africana no es un arma enemiga, tampoco es la solución que imagina el materialismo dialéctico, la racionalidad que toma cuerpo o exige el Estado cubano. Sí es un dispositivo que le permite al esclavo sublevarse, y es por esto que como dice Ambrosio Fornet en una de las reseñas de la película, el esclavo Sebastián se vuelve «un indoblegable mensajero de la rebeldía y el cimarronaje» (p. 148).
Lo que me interesa subrayar en estas narraciones, por tanto, es que a pesar de la actitud de rechazo que asumió el gobierno hacia las religiones, en La última cena y El otro Francisco, estas son instrumentalizadas para atacar a la Iglesia Católica, con la que siempre ha estado en pugna —como decía Carbonell—, reclamar una herencia anticolonial y proveerle a estas narraciones un contenido artístico-folclórico atractivo para el espectador profano que se resumía en cantos, bailes y patakíes de origen africano. Un ejemplo de este tipo de folklorización de la espiritualidad religiosa de los africanos aparece en una larga escena donde comen el conde y los esclavos y uno de ellos cuenta una historia, baila y el resto lo acompaña, haciendo incluso que el propio amo se alegre y comience a cantar una sevillana. En estos casos estamos en presencia de un uso ideológico de la espiritualidad africana, que no tiene cabida en la sociedad socialista porque es vista como una rémora del pasado, pero cuyos restos (cantos, creencias e historias) son convertidos en armas, en artefactos culturales, para entretener a las masas y transmitir una ideología guerrera (Moore, p. 209).
Un año antes de estrenar Gutiérrez Alea su película, Sergio Giral había recurrido a una tesis similar en El otro Francisco (1975), cuyo guion fue escrito por el propio Alea en colaboración con Julio García Espinosa (1926-2016). Esta película retoma el argumento de la novela de Anselmo Suárez y Romero, recreado después por Antonio Zambrana (1846-1922) en El negro Francisco (1873). Pero a diferencia de ellos dos, el otro Francisco no será el negro manso que le interesaba subrayar a los reformistas y a los independentistas cubanos. Será un sujeto controlado por la ideología para que su imagen coincida con los objetivos y presupuestos del gobierno.
Así, la película de Sergio Giral se propone corregir la novela del esclavista cubano, criticando por un lado a Anselmo, y por otro, acentuando el trato cruel que recibían los negros en los ingenios. Esta crítica aparece en forma de voz narrativa en off, similar a como lo hace Gutiérrez Alea en Memorias del subdesarrollo (1968). Esta voz en off resulta ser una voz magisterial que explica con autoridad entre las voces de los personajes las escenas. Una voz magisterial que, sin embargo, no se da cuenta que los personajes caen en anacronismos inaceptables como cuando tratan de demostrar las injusticias del sistema. Uno de estos anacronismos lo ponen en boca del amo, don Ricardo, quien le dice a la madre, la señora Mendizábal, que «nada más hace falta mirarlos [a los esclavos] para darse cuenta uno que descienden de los monos» (27:36 énfasis nuestro).
¿Por qué es esta una frase anacrónica? Porque en 1839, cuando Anselmo Suárez y Romero (1818-1878) escribió y leyó en la tertulia de Domingo del Monte (1804-1853) su novela, Charles Darwin (1809-1882) no había publicado todavía el Origen de las especies, donde por primera vez sugiere la idea de que los hombres habían evolucionado de los monos. Darwin publicó su libro en 1859, veinte años después que Anselmo Suárez y Romero había escrito su narración. Aún más, la recepción de la teoría evolucionista en Cuba no comenzó hasta finales del siglo xix, con escritores autonomistas como José Antonio Cortina (1853-1884). Los negros sí eran comparados con los animales y con objetos que pudiera demostrar su abyección, pero en 1839, era imposible que Ricardo supusiera que los negros habían «descendido» de los monos.
No obstante, como la película es una versión «corre gida» de la novela de Anselmo Suárez y Romero, cualquier argumento anacrónico era válido en la medida en que mostrara una imagen cruel de los amos o respondiera a las ideas de clase. De ahí que se hable también de «conciencia de clase» y de «ideólogos burgueses», quienes estaban más interesado en las nuevas tecnologías que en cuidar a sus siervos. En tal sentido, su anacronismo tiene un propósito didáctico. Sirve de aparato explicativo para demostrar desde una visión marxista la complicidad de los amos con los sacerdotes católicos, quienes les recordaban a los esclavos en los ingenios que para llegar al Paraíso era necesario primero «pasar por el calvario, llorar y gemir. Tal es nuestro destino» (41:14).
Con estas palabras, tanto Alea como Giral volvían a criticar la influencia de la Iglesia Católica en Cuba y usaban para ello una perspectiva marxista, antiesclavista, anticolonial y anticatólica. Y si este fue el caso del catolicismo en este filme, ¿cómo aparece el motivo religioso africano? Otra vez alentando los deseos de libertad de los negros. Uno de estos esclavos, Crispín, dice en un momento que deseaba escaparse y refugiarse en un palenque de cimarrones donde había estado otro esclavo lucumí, recién atrapado, porque allá estaban los orishas. Así, una noche los esclavos se unen alrededor de Ogún para quejarse, y planear la huida (1:00), cosa que hacen poco después.
Aclaro ahora que ninguno de estos personajes o estas situaciones aparece en la novela de Anselmo Suárez y Romero, y el propósito que tienen en esta película es criticar al amo y rechazar la imagen de mansedumbre que este dio de sus siervos en la narración. Porque a pesar de que el suicidio de esclavos era muy común en las dotaciones, según muestra el filme, hubo también casos de revueltas contra el sistema que Anselmo no incluyó en su novela, como tampoco lo hicieron los otros escritores del grupo delmontino o los independentistas de 1868. Giral y Alea, sin embargo, sí lo hicieron, y por eso, en lugar de terminar con el suicidio de Francisco, la película termina con los esclavos escapando del barracón y encontrando refugio en las montañas.
En la última escena de la película estos miran desde lo alto de una loma la extensión del territorio cubano, y entonces se explica a través de un texto escrito en la pantalla que tuvieron que pasar muchos años y ocurrir muchos horrores antes que la «vanguardia revolucionaria» se organizara y rompiera la barrera del color en Cuba. Esa vanguardia estaba compuesta por «Céspedes, Agramonte, Martí, Maceo, Gómez y muchos otros patriotas, [que] unieron a blancos y negros y fundieron todas las fuerzas en su lucha por la liberación e independencia de la isla, en su lucha por crear nuestra nación» (1:36:04).
Por «vanguardia», estos realizadores se referían a los que habían abierto el camino para que ellos mismos, los revolucionarios, hicieran realidad los sueños de los patriotas que se habían alzado contra España. Vanguardia aquí tiene un significado guerre ro, militar. Son los hombres que van delante. Con lo cual la película termina repitiendo el mismo patrón teleológico en que se apoyaron otras narraciones de este periodo que describen un patrón de liberación que comienza en 1868 y termina en 1959. En este proyecto se toma al esclavo cimarrón como la mimesis o el origen de la gesta independentista, con lo cual los revolucionarios reclaman el legado guerrero de la nación. Resucitan los «muertos» útiles de la colonia y de la esclavitud para crear sus propias genealogías y tradiciones, igual que antes lo hicieron los mismos revolucionarios del 68 que «vengaron» la muerte de los indígenas del periodo de la colonización.1
De esta forma, la rebelión de los esclavos a principios del siglo xix estaría en función del proyecto nacionalista de 1959. Su mímesis no será el negro suicida, ni el esclavo que aspira a regresar a África. Tampoco, por supuesto, es el esclavo fiel y bueno, amigo del amo partidario del régimen colonial. Este es un esclavo apropiado por el proyecto nacionalista, resucitado para servir a la nueva ideología, que impone sobre ellos un concepto de nación que no existía, ni se proponían hacer. Dicho gesto, a no dudarlo, es otra manipulación de los contenidos de la Historia, de una forma muy similar a como lo hicieron los historiadores franceses en el siglo xix. Estos intelectuales van definiéndose con un fin desde su origen, al unir pedazos y muertos a medida que transcurre el tiempo, como decía Benedict Anderson, en un proceso de «exhumación» (p. 95).
Nada de esto, quiero enfatizar, pone en entredicho el mensaje de liberación postcolonial de El otro Francisco, ni el valor de reafirmación identitaria que transmite este filme. Sergio Giral y Martínez Furé, son intelectuales negros, y este último fue uno de los asesores de la película de Alea también, y es de suponer que al mostrar de esta forma la historia de los esclavos africanos en Cuba ambos estaban haciéndolo con sinceridad, con pasión y con un sentido de autorreconocimiento que es propio de las representaciones étnicas (Camaroff Ethnicity Inc, 25).
El problema con este tipo de representaciones, según lo interpretamos aquí, está en el uso de la etnicidad y de la Historia con fines políticos, legitimantes de una ideología, que si bien abrió espacios de reafirmación para la población negra, reprimió otros, canceló y estigmatizó a los creyentes porque sus ideas y creencias no se avenían con su idea de nación, progreso y sociabilidad. Es decir, se trata de una interpretación interesada con lo cual la reescritura de la novela de Anselmo Suárez y Romero, hecha por Giral, no se diferenciaría de la que hizo Antonio Zambrana en el siglo xix, cuando le imprimió a la novela de Suárez y Romero, su propia ideología abolicionista y redentora-sacrificial, es decir, la de los amos blancos, quienes se convirtieron a partir de ese momento en los nuevos héroes de Cuba.
Para concluir entonces es necesario regresar sobre la historia de las religiones en Cuba y en específico sobre el uso que se ha hecho de ellas a través de la Historia. No solo en la época colonial sino también en la época revolucionaria. Es importante regresar sobre las ideas de Walterio Carbonell en cuanto se refieren a la importancia que tuvieron las religiones de origen africano en la creación de la cultura nacional. Pero hay que hacerlo con la conciencia de que todas las religiones tienen derecho a existir, y los creyentes tienen un derecho inalienable de creer y ser respetados. Un derecho que fue plasmado en la Constitución cubana por los primeros independentistas cuando se alzaron contra el gobierno español y declararon la libertad de culto en la Carta Magna. Ya pasaron los tiempos en que los escritores y cineastas podían entrar al cajón de las religiones y escoger aspectos que les sirvieran de instrumento para defender su propia ideología. Esto no es admisible, como no lo es tampoco la utilización de la religión como arma. La historia del siglo xix nos demuestra que este tipo de instrumentalizaciones solo puede traer dolor y muerte.
Obras citadas:
Alonso, Alejandro G. «Reseña publicada en Juventud Rebelde La Habana 1977». Alea: una retrospectiva crítica. Selección, prólogo y nota de Ambrosio Fornet. La Habana: Letras Cubanas, 1998, p. 162.
Anderson, Benedict. «El efecto tranquilizador del fratricidio o cómo las naciones imaginan sus genealogías». El nacionalismo en México. Ed. Cecilia Noriega Elío. Zamora: El Colegio de Michoacán, 1992, pp. 83-103.
Camacho, jorGE. Amos, siervos y revolucionarios: La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898). Una perspectiva transatlántica. Madrid: Iberoamericana, 2019.
Carbonell, Walterio. Crítica: cómo surgió la cultura nacional. 2da. edición. La Habana: Biblioteca Nacional de Cuba, 2005.
Chijona, Gerardo. «La última cena, entrevista a Tomás Gutiérrez Alea.» Cine cubano 93 (1977): 81-89.
Comaroff, john l & jEAn CoMAroFF. Ethnicity, Inc. Chicago: Univ. of Chicago Press, 2009.
«Declaración del Primer congreso Nacional de Educación y Cultura.» Revista Casa de las Américas vol. 65-66, marzo-junio 1971, pp. 4-19.
Fornet, Ambrosio. «Secuencia 7. La última cena (1975).» Alea: una retrospectiva crítica. Selección, prólogo y nota de Ambrosio Fornet. La Habana: Letras Cubanas, 1998, pp. 146-148.
Galeano, Carlos. «Para rescatar su verdadera imagen.» Alea: una retrospectiva crítica. Selección, prólogo y nota de Ambrosio Fornet. La Habana: Letras Cubanas, 1998, pp. 148-150.
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Nota:
1. Para el discurso de recuperación de la memoria y de los muertos indígenas durante el alzamiento independentista de 1868 véase mi libro Amos, siervos y revolucionarios (2019), pp. 82-84.