Le pondrás por nombre Jesús

“… llevan este nombre (el de cristianos) de Cristo, que fue mandado a ejecutar con el último suplicio por el procurador Poncio Pilato durante el imperio de Tiberio…”. (Tácito, 75-120 d.C)

“No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en tu seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30-33). Con estas palabras el Ángel de la Anunciación se dirige a la Virgen María dándole a conocer, junto al anuncio de la Encarnación, el nombre que llevaría Aquel que en seno inmaculado se haría hombre.

El nombre dado a una persona era de importancia vital en la antigüedad, venía a ser algo así como su esencia, “su yo”; allí donde estaba el nombre estaba la persona (Dt 12, 5). El nombre también implicaba “propiedad”. Cuando el nombre de una persona era pronunciado sobre algo o sobre alguien este quedaba sometido bajo el dominio de aquel cuyo nombre era pronunciado. Ejemplos de ello pululan en las Escrituras: si el nombre de Joab se hubiera pronunciado sobre la ciudad de Rabá, que había rendido, le hubiera pertenecido a él y no al rey David (2 Sam 12, 28); las mujeres pasaban bajo la autoridad del varón cuando su nombre “se pronunciaba” sobre ellas (Is 4, 1). El faraón de Egipto pone de manifiesto la potestad que ejerce sobre el rey de Judá “cambiándole el nombre” (2 Re 23, 34); incluso las primeras páginas del Génesis, para expresar el encargo que recibe el hombre de dominar sobre la tierra, recogen: “Y Dios formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera” (Gn 2, 19).