En septiembre de 1961 -ya dispuesto casi a regresar a Cuba- decidí quedarme a trabajar definitivamente en Madrid. Un buen amigo español de mis tiempos de estudiante me convenció de que trabajando aquí, en España, y proyectando misioneramente mi labor hacia América Latina, podía hacer mucho más por Cuba. Así lo acepté y así fue. El modesto trabajo de seguimiento de la realidad cubana a lo largo de más de 40 años y todo lo que pude hacer -escribir, publicar ¡y hablar!- por Cuba y los cubanos, tuvo lugar gracias a este hecho.
Una de mis ocupaciones entonces tenía que ver con los estudiantes latinoamericanos en España. De esta manera pude percatarme de que al exiliado cubano se le solía considerar como reaccionario o conservador a ultranza; por lo que sus opiniones y sus vivencias eran generalmente invalidadas. De vuelta de una situación que trastornó su vida en Cuba, o, en el mejor de los casos, le decepcionó profundamente, el exiliado cubano se constituía como la contrafigura del revolucionario ardiente dispuesto a cambiar pronto todas las estructuras e implantar un sistema social más justo. La amargura y el escepticismo del exiliado casaban mal con las impar i e n c i a s d e l “revolucionario”. Tuve constancia de que esta cuestión había sido motivo de reflexión de algunos cubanos en la diáspora y que incluso llevó a la rectificación de actitudes injustificadas, producto, la mayoría de las veces, más de tensiones emotivas que de una convicción profunda. Aunque los que se esforzaban por hallar la equidad en sus juicios no encontraban mejor acogida.