Hace algún tiempo dos fotos levantaron polémica entre los cubanos, pero es una lástima que hayan sido tan escasos los polemistas. Podría pensarse que los interesados no abundaban.
Primera foto: Un ciudadano cubano muestra en su vivienda, bien en alto, la bandera norteamericana. Segunda foto: Un grupo de jóvenes «rumberas» recibe al primer contingente de norteamericanos llegados al país después de los acuerdos firmados por los presidentes Barack Obama y Raúl Castro. Estaban «vestidas» con banderas cubanas.
Más de un siglo antes, «al volver de distante ribera», un poeta buscó afanoso su bandera. La vio, pero otra estaba además de la suya. Para el poeta, en su patria no debía haber más que una, la suya. Él sabría por qué. ¿Y nosotros lo sabemos?
Una bandera, a fin de cuentas, ¿qué es? Según se mire, no es nada. O lo es todo. Un pedazo de tela común y corriente, o un símbolo. No pretenderé teorizar al respecto, pues sería intrusismo de mi parte; reflexionaré solo a partir de lo que siento, que también es una forma de llegar al conocimiento.
Alejado de cualquier afán académico, afirmo que, para mí, un símbolo es «algo», por lo general de orden material, en que los humanos consensuamos que se encuentra implícito otro «algo» de orden trascendente. En cierto momento el consenso se institucionaliza de una manera u otra, y el símbolo implica rituales socialmente establecidos por el tiempo, por la autoridad o, lo más común, por ambos. En el caso de la bandera nacional y el resto de los llamados símbolos patrios, sus rituales se fijan en normas jurídicas de la República que determinan cómo, cuándo y dónde usar o no usar el símbolo, incluso las características físicas que debe mostrar el objeto devenido símbolo; también penalizaciones por violentar la norma establecida. El sistema de reproducción ideológica de cada sociedad aporta el elemento educativo que garantiza que las nuevas generaciones «hereden» la trascendencia del símbolo.
» Permiso para una digresión
En el caso de la bandera cubana, siempre me ha llamado la atención el hecho de que las normas jurídicas establecen el ritual para dos símbolos. Es decir, dos objetos denominados bandera constituyen un único símbolo, con rituales diferentes: Un objeto preside las sesiones del máximo órgano de poder del Estado cubano, su parlamento o Asamblea Nacional, solo eso; el otro preside cualquier acto oficial. Este segundo objeto es el que la mayoría de la población reconoce como su símbolo patrio; el primero es solo un recuerdo histórico, y mucho me temo que bastante desconocido.
Al respecto, confieso que en la historia de nuestra bandera encuentro un elemento que me resulta, además de curioso, intranquilizador: Carlos Manuel de Céspedes, representante de lo mejor entre los señores criollos que con él se levantaron en armas, da el grito de independencia en octubre de 1868. Posteriormente, sus camaradas de armas le dan un golpe de Estado (los colegas historiadores que me perdonen el término, pero así lo siento) y lo abandonan a su suerte. De sobra conocemos el final. Al momento del alzamiento, el justamente llamado Padre de la Patria enarbolaba la bandera que, pensaba él, sería el símbolo de la República igualitaria, independiente y sin esclavos resultante de la lucha iniciada.
Se equivocó: La bandera de la República cubana es la que trajo a nuestra tierra un extranjero anexionista y perseguidor de abolicionistas en Cuba, antes de eso servidor de la monarquía en España y, más atrás, en Venezuela combatiente contra Bolívar. La república naciente prefirió canonizar el símbolo que ese personaje aportó a nuestra historia. Ello demuestra que los símbolos suelen surgir espontáneamente y después canonizarse, pero también pueden imponerse por decreto.
Antes de seguir, unas palabras sobre el título de mi presentación. Entre mis hijos y yo existe una antigua costumbre consistente en que si uno de los tres dice «pensé», o «estuve pensando», los otros le preguntan: «¿Te dolió?». Una broma familiar, pero detrás se esconde una verdad: Pensar duele. De ahí que pensar el símbolo pueda resultar doloroso. Pensar esas dos fotografías puede doler. No sin razón.
Pensemos la primera foto: Un ciudadano iza en su casa una bandera extranjera. La bandera es un símbolo; izar una u otra es una decisión personal, pero ese acto, en sí mismo, también simboliza algo en que se debe pensar. El ciudadano prefirió rendir honores al símbolo patrio extranjero y no al suyo. Acaso no sea el único con esa preferencia, él solo ha sido más desenfadado y sincero. No viola ninguna ley, dígase de paso, solo se atreve a mostrar sus sentimientos. Su escala es individual, podría pasarse por alto, pero es indicador de que existe un problema nada despreciable: El sistema de reproducción ideológica ha fallado, al menos con él. ¿Se sentirá ciudadano cubano?
Vayamos ahora a la segunda foto: Funcionarios de una institución estatal, para mostrarse «simpáticos» ante un grupo de visitantes extranjeros, tomaron el símbolo patrio con el cual muchos cubanos han ido al combate a lo largo de su historia, y lo convirtieron en atavío festivo para que hermosas mujeres «rumbearan» delante de ellos. Ya no se trata de un ciudadano que en su espacio personal, en un acto de libertad individual, decide identificarse con un país que no es el suyo. Se trata de un colectivo de personas con responsabilidades administrativas, quizás también políticas, que decidieron cubrir a un grupo de muchachas (bastante someramente, por cierto, pues se ha de mostrar muslos y caderas apetitosos al visitante) con el símbolo patrio más conocido. Haciendo escarnio, con ello, de las normas jurídicas reguladoras del ritual de ese símbolo. No un acto individual en un espacio privado, sino un acto colectivo en un espacio público. El sistema de reproducción ideológica que falla con un individuo falla también con los funcionarios que, ante la colectividad, representan al Estado que ostenta esa bandera como símbolo patrio. Duele pensarlo. »
Dejemos por un momento la bandera
Ella y el himno nacional son seguramente los símbolos más conspicuos para un pueblo. Están acompañados por muchos otros, algunos más institucionalizados, otros menos; unos con rituales normalizados, otros no. Pero todos son portadores de contenido, ninguno es inocente. Nada relacionado con la cultura es inocente, desde luego, y los símbolos, del tipo que sean, son quizás el elemento menos inocente de una cultura.
Símbolos pueden ser los objetos, las personas y hasta los personajes literarios. Nadie duda del valor simbólico para un cubano de Don Quijote, de Céspedes o de Mariana Grajales, la Madre de la Patria.
Un intérprete cantaba hace un tiempo que no había tenido Mickey Mouse; en su lugar había tenido a Elpidio Valdés. Nunca me ha quedado claro a dónde apunta la declaración. Sé, en cambio, que mis hijos tuvieron a Elpidio Valdés, y gracias a ello la historia de las luchas por la independencia les resultó más cercana. Yo no tuve Elpidio Valdés, tuve Mickey Mouse. También tuve un blanco con superpoderes llamado Supermán. Y otro llamado Tarzán, quien, con solo un grito, aterrorizaba a decenas de negros feos y belicosos que tenían prisionera a la bella y grácil muchacha blanca. Mis nietos, por su parte, no disponen de ninguno de esos símbolos: Su mundo está lleno de monstruos superpoderosos y digimones, otros tantos símbolos. Culto a la fuerza, a las armas, a la guerra, a la destrucción del otro. No ritualizados, no llevados a norma, estos símbolos pueden cargar tanta fuerza expresiva, o más, que una bandera, y van conformando una cultura globalizada en la cual los viejos símbolos tienden a desvanecerse. O ya no tienen lugar.
Acaso alguien replique que se trata de un proceso normal, que es natural que ese tipo de símbolos se generalice, en virtud de la fuerza económica en que se apoyan, y que quienes no tenemos medios que oponer a ese fenómeno estamos condenados a asimilarlos y hacerlos nuestros. Cuando menos, a convivir con ellos, tratando de que «lo nuestro fundamental» se conserve. Quizás sea así. Tal vez sea la única alternativa: convivir tratando de sobrevivir.
Al oír los discursos de connotados intelectuales y dirigentes culturales y políticos cubanos, yo creería que en el país hay plena conciencia de la guerra de símbolos en que se encuentra inmerso el mundo moderno, y que existe una definida línea de defensa de nuestro potencial simbólico: Lo mío primero. Mas las fotos mencionadas al inicio, sobre todo las rumberas embanderadas, me hacen dudar bastante. Si el sistema funciona tan bien como la suma de sus partes, es evidente que en este caso el sistema muestra importantes fisuras.
No es nada novedoso. En realidad, hace décadas que se vienen cediendo posiciones en ese famoso enfrentamiento cultural. No siempre por la acción de «agentes externos» o «enemigos». Cuando se han abandonado tradiciones connaturales a los cubanos (igualmente símbolos), otras han llenado sus espacios. Un ejemplo: en virtud de nuestra herencia española y católica, durante siglos tuvimos Reyes Magos. Bajo el ropaje de una medida económica, pero en realidad como consecuencia de equivocadas concepciones de «lucha ideológica», se eliminó, entre otras festividades de carácter religioso en sus inicios, pero ya populares, la celebración de los Reyes Magos. Los niños cubanos no esperaron más por esos tres reyes venidos del Oriente (árabes los tres, obsérvese, y uno de ellos negro), porque esa tradición (ese símbolo) era religiosa y no tenía cabida en un Estado que proclamaba el ateísmo casi como nueva religión.
El espacio no quedó vacío. Nunca queda vacío. Hoy los niños cubanos el 6 de enero esperan los regalos que les ha de traer un simpático y rubicundo viejito llamado Santa. O Santiclós. No árabe. No negro.
Europeo
Santa Claus siempre estuvo, no apareció de repente. Convivía con las Reyes Magos. Pero no era popular. Ahora lo es. Los Reyes Magos, no. Ellos han dejado de ser un símbolo para muchos niños cubanos. No fueron agentes externos quienes eliminaron la convivencia de símbolos y borraron un elemento de la tradición cubana a favor de otro que no lo era.
Nuevos símbolos se están imponiendo, a la vista de cuantos nos alertan sobre la guerra de símbolos. Hay uno que todavía no ha ganado (al menos no del todo) los barrios populares, pero lleva años presente en ciertos lugares: Halloween. Los cubanos «de a pie» conocían la tradición, pero no la practicaban: No es tradición cubana. En cambio, dispongo de información cierta acerca de su celebración, desde hace varios lustros, en zonas del oeste de La Habana donde la mayoría de las personas no anda a pie.
«Con su pan se lo coman» y que les aproveche, si es su gusto, me dije hace años, cuando oí hablar de eso por primera vez. Si no tratan de indigestar a los demás, poco importa. Pero no es el caso. En 2016 y 2017, al menos en una escuela primaria de esa zona habanera las maestras orientaron a los alumnos ir disfrazados a clases para celebrar Halloween. Esto es, ni más ni menos: El sistema de reproducción ideológica orienta a la joven generación a adoptar una nueva tradición, un nuevo símbolo. De ahí a que toda Cuba se apropie de esa costumbre no va mucho. Recientemente, algunas amigas me han asegurado que sí, que Halloween ya se celebra en otras escuelas y en alguna que otra facultad universitaria. Cosas veredes, amigo Sancho.
Otra nueva tradición (otro nuevo símbolo): Cuando mis hijos aprendieron a leer oficialmente (en realidad, sabían de antes), se realizó el tradicional acto «Ya sé leer», en el cual se entregaron diplomas y flores, los padres hicimos regalos, etc. Cuando aprendió mi nieto, en el curso 2016-2017, al acto se le agregó un nuevo elemento: el birrete para la foto… «como se hace en otros países». ¿Inocente imposición de un nuevo símbolo? A estas alturas, no sé qué decir. Por cierto, un dato insignificante: Se orientó a los padres que compraran el birrete, o hacerlo ellos mismos si no tenían el dinero. Ningún niño quería ser menos que los demás.
Por cierto, parece que la orientación de la foto con birrete «vino de arriba», pues vi por la Calzada de Diez de Octubre niños con él y el cartelito «Ya sé leer». ¿Orientaron nuestras autoridades educacionales la adopción de una costumbre que no existía en Cuba?
Seguramente estoy exagerando; acaso seré acusado (ya lo he sido) de «nostálgico de un socialismo fuera de moda». Pero quiero llamar la atención sobre lo que se esconde detrás de los hechos. No creo que valga la pena escuchar enardecidos discursos en defensa de los valores culturales cuando quienes los pronuncian no toman en cuenta su entorno más inmediato (los funcionarios que embanderaron a las rumberas respondían a una estructura gubernamental) o a su propia familia (muchos de los niños de la escuela a que me refiero son hijos, nietos, sobrinos… de alguna personalidad muy importante del país). Habría que saber si ellos son también defensores de nuestros valores culturales, de nuestros símbolos, o son los primeros en abandonarlos y adoptar los ajenos.
Quiero, para terminar, referirme a un símbolo muy especial, un elemento caracterizador de la nacionalidad. Que nos define, aunque acaso se pueda opinar que no es científico llamarlo símbolo: nuestra lengua. Para mí, la lengua española es un símbolo de orden superior, que me define, que habito y que me habita, y en el que me reconozco.
Se ha puesto de moda la enseñanza del inglés en el país. Eso está muy bien. Ya las universidades han decretado que nadie se puede titular sin demostrar suficiencia en el uso del inglés. No tendría yo nada que objetar: Qué bueno que cada graduado universitario, que cada cubano, conozca otro idioma además del suyo. Claro que me pregunto si un graduado de historia del arte no deberá demostrar suficiencia en italiano o francés (mejor que fueran ambos), antes que en inglés. O si un graduado de traducción en francés y alemán estará obligado a demostrar que además domina el inglés. Pero ese es otro tema. Lo que me interesa comentar es que no veo que el mismo entusiasmo de las autoridades del Ministerio de Educación Superior por el aprendizaje de la lengua inglesa se demuestre en relación con el español.
A fines del siglo pasado un grupo de enamorados del español, entre los que nos encontrábamos traductores, terminólogos y especialistas en información científico-técnica, estuvimos tratando de hacer conciencia entre otros profesionales de la palabra sobre la falta de una política lingüística nacional moderna y científica, acorde con las complejidades del mundo. Aquel intento pereció por la falta de interés de muchos, quienes consideraban que el país no debía distraer su atención en un tema ajeno a los graves problemas económicos del momento y la desidia de otros, que no veían por qué ocuparse de algo como la lengua, que nos es dada naturalmente. Y, por fin, por la mala voluntad de unos pocos que consideraron que les robaban protagonismo y destruyeron lo que no eran capaces de construir.
Casi dos décadas después de aquel fracaso, sigo creyendo que el país necesita una política, que no es lo mismo que una ley, que oriente la relación de los cubanos con nuestra lengua y con las demás lenguas del mundo.
Nosotros vehiculamos la cultura nacional mediante la variante cubana del español. No mediante el inglés, no mediante el francés, no mediante las variantes madrileña, argentina o mexicana. Del gran mosaico dialectal del español, usamos nuestra parcela, que posee las características que nuestro desarrollo como nación le ha aportado. De ahí que sea nuestro tesoro cultural más valioso. Más pareciera que muchos de los que deberían protegerlo no son conscientes de su responsabilidad. Algo así como lo ocurrido con las rumberas embanderadas.
No veo que el mismo esfuerzo que se realiza por hacer agradable el aprendizaje de las lenguas extranjeras, en particular del inglés, se realice cuando se trata del español. Observando a mis hijos, antes, y a uno de mis nietos, ahora, no encuentro progreso; en ambos casos, en esencia, los métodos son los mismos. Que son más o menos similares a los de mi infancia. Y con la diferencia de que, en aquel lejano tiempo en que fui niño, nos hacían dictados casi todos los días, nos obligaban a una composición casi todos los días, y nos tomaban la lectura en alta voz casi todos los días. Y con la otra diferencia, además, de que entonces no nos obligaban a leer a toda velocidad, como hacían en tiempos de mis hijos (no sé cómo es ahora). En aquellas escuelitas pobres, mal dotadas y con maestros mal pagados, cuando cobraban, las clases de español nos las daban a partir de los errores que cometíamos. Ahora el proceso es más científico: El niño sale con mala ortografía y pésima redacción de la primaria (de la secundaria, del pre, de la Universidad), ¡pero ha oído una gran cantidad de términos gramaticales y lingüísticos!
No puedo dejar de señalar algo más terrible. Si, por casualidad, papá y mamá tienen suficiencia en español y se les ocurre revisar la correspondiente libreta de su hijo, no será nada del otro mundo si, al menos dos veces a la semana (estoy siendo conservador), encuentra que el maestro indujo al alumno en error, sea porque lo «corrigió» y marcó como falta lo que estaba bien, sea porque no marcó como falta lo que estaba mal. Es la experiencia desagradable que viven hoy en día muchas familias. Demasiadas.
¿Acaso quienes convertirán a Cuba en país con profesionales suficientes en inglés permitirán faltas de ortografía y redacción en esa lengua? ¿Que las tengan sus teachers?
No sé qué concepto de cultura se defiende en el país cuando se permite que los maestros tengan faltas de ortografía y sintaxis, y cuando los errores ortográficos y de dicción pululan en los medios de difusión. Cuando los discursos que oímos, incluso de representantes de la intelectualidad, están llenos de comodines lingüísticos, frases hechas, redundancias, abusos del gerundio y claros errores de concordancia.
Tomemos, por ejemplo, el comodín (por tanto, vacío de significado) jugar un papel, sin el cual pareciera que no se puede hacer un discurso público ni escribir un artículo político o periodístico. Pero nadie es capaz de «traducir» a un lenguaje preciso qué se quiso decir con esa expresión. No es el único caso. Ese es el español que se generaliza.
Son comunes en nuestros medios de difusión y entre nuestras figuras públicas el uso de palabras y expresiones con un significado distinto del que realmente tienen. Al referirse a la tumba de Martí en Santa Ifigenia, hay periodistas que hablan de «la cripta de José Martí». Otros se refieren al «onomástico» de una organización o una empresa (o recuerdan el onomástico de Juan el día de santa Isabel). Otros «dan al traste» con algo cuando quieren decir que lo mejoraron. Hasta nombres de programas fijos aparecen con faltas de ortografía en la televisión. Pareciera que ya no se permite trabajar en los medios de difusión si no se repiten a cada minuto tales joyas expresivas. Y soy parco en la enumeración de ellas.
Si a nuestro símbolo de identidad más definidor, la lengua, así lo maltratan quienes deben defenderlo, ¿tiene sentido hablar de defensa de los símbolos de nuestra nación?
Las fotos citadas al inicio no son más que una minúscula muestra de lo que en realidad está sucediendo. En lugar de oír arengas, me gustaría ver a las autoridades culturales y políticas (en todos los niveles) enfrentar este fenómeno en todas sus aristas. Y predicando con el ejemplo.
El ciudadano con la bandera extranjera tenía su derecho a hacerlo. El funcionario que «vistió» a las rumberas de banderas cubanas no lo tenía. Pero ambos son la expresión de que el sistema reproductor de la ideología funciona mal. No es con consignas como se hace respetar y amar los símbolos, los patrios y los demás que llenan nuestra cultura. Es necesaria la conciencia de su importancia. No de su importancia en abstracto, sino en concreto. Si me preocupa que los demás no cuiden nuestros símbolos o los sustituyan por otros, debo comenzar por analizar si yo mismo, y los cercanos a mí, están haciendo lo correcto. Si ocupo una responsabilidad política, ideológica, gubernamental, si soy un funcionario de cualquier nivel, no debo permitir que en la escuela de uno de mis familiares se establezca una costumbre que nos resulta ajena. Si dirijo una escuela, no debo permitir que los maestros no dominen el idioma. Si dirijo un órgano de difusión, no debo permitir que transmita errores idiomáticos. Si soy funcionario de turismo no debo permitir que los símbolos patrios se conviertan en trajes de rumberas.
Quinta de los Molinos, 22 de noviembre de 2017