Una enconada polémica de diciembre de 1963 entre cineastas, críticos y dirigentes políticos en torno a la proyección de varias películas por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos y el papel del arte y el cine en la sociedad.
El auge que desde hace ya algunos años ha alcanzado el debate en los diferentes dominios de la actividad social en Cuba y sobre los más diversos temas (culturales, políticos, históricos, económicos, etc.), garantizado en gran medida por la expansión de los medios electrónicos y la participación en ellos de voces y puntos de vistas contrastantes, le ha conferido a la polémica, como fenómeno discursivo, casi género literario, una vitalidad que trae a la memoria las intensas y en gran medida fundadoras contiendas de los años 60 del pasado siglo.
Algunos de estos debates, en su gran mayoría dispersos en numerosas publicaciones periódicas de la época, fueron recogidos en 2006 por la ensayista y profesora Graziella Pogolotti en el volumen Polémicas culturales de los 60 (Editorial Letras Cubanas), en cuyo prólogo, a cargo también de la compiladora, se reconocía que: «Abordar en su conjunto las polémicas de los años 60, involucradas en el ancho territorio de las ciencias sociales y la cultura, exigiría disponer de varios volúmenes y de la contribución de varios especialistas.»1 El repaso de estos textos permite advertir la actualidad que aún conservan motivos para la querella, puntos de vista, estrategias de argumentación y maneras de decir. Los debates incluidos en esta selección se agruparon en cinco secciones: «Sobre cultura y estética en la Revolución» (una polémica que se desarrolla desde enero de 1963 a marzo de 1964, entre un grupo de cineastas, intelectuales comunistas y profesores universitarios acerca del carácter partidario y clasista de la cultura), «Políticas culturales» (debate ocurrido a finales de 1963 en el cual diversas voces discuten sobre la pertinencia de la exhibición de algunas películas extranjeras, el papel social del arte y del cine en particular), «Sobre la novela de la Revolu
ción» (polémica acerca de la estética de la novela, desde julio de 1964 a febrero de 1965 entre José Antonio Portuondo y Ambrosio Fornet —y en la que terció Manuel Díaz Martínez, aunque su texto no aparece en el volumen de Pogolotti)—, «Arte y literatura revolucionarios» (polémica entre junio y septiembre de 1966, que enfrentó a Jesús Díaz y Jesús Orta Ruiz a propósito de la literatura revolucionaria) y «Sobre El Puente» (donde Jesús Díaz y Ana María Simo debaten, entre abril y septiembre de 1966, acerca del grupo literario El Puente).
La participación de los cineastas en estas contiendas y del ICAIC como institución oficial encargada de la gestión de esa manifestación (en todas sus dimensiones: artística, industrial, comercial, etc.), los destacaba como un polo de opinión, no necesariamente homogéneo ni unánime, en algunos de los principales debates acontecidos en la primera mitad de la década de los 60.
El affaire en torno a la censura del corto documental PM de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, que enfrentó a sus realizadores con la institución a cargo del arte y la industria cinematográficos, condujo a la celebración en junio de 1961 de las reuniones entre los intelectuales cubanos y los dirigentes revolucionarios en la Biblioteca Nacional, en donde Fidel Castro pronunció el discurso luego denominado Palabras a los intelectuales, reconocido hasta la actualidad como un referente central en la formulación de la política cultural oficial.
El papel que los debates en torno a esta manifestación artística desempeñaron en la configuración de la política cultural en la primera década del proceso revolucionario en Cuba venía avalado por la actitud «comprometida» y beligerante de los miembros del gremio, así como por la importancia concedida al cine en virtud de la función social para la que estaba destinado —en Palabras a los intelectuales Fidel Castro afirmó que «entre las manifestaciones de tipo intelectual o artístico hay algunas que tienen una importancia en cuanto a la educación del pueblo o a la formación ideológica del pueblo, superior a otros tipos de manifestaciones artísticas. Y no creo que nadie pueda discutir que uno de esos medios fundamentales e importantísimos es el cine como lo es la televisión.»2
Entre las polémicas reproducidas en la compilación de Graziella Pogolotti, la contenida en la sección «Políticas culturales»3 refleja, por la diversidad de los puntos de vista y la atención prestada a las particularidades artísticas y las connotaciones políticas e ideológicas del cine, la aludida preeminencia alcanzada por este arte, al tiempo que ilustra acerca de algunas de las tendencias políticas en conflicto en el contexto histórico de la primera mitad de la década del 60. En el curso de la polémica se exponen las circunstancias que la propiciaron y que justificaron algunas de las posiciones tomadas de acuerdo con las responsabilidades institucionales de los actores implicados.
La proyección en los cines de películas extranjeras de reciente producción —importadas por el ICAIC tras algunos años, posteriores a 1959, en que habían escaseado los estrenos en las salas— suscitaron comentarios críticos acerca de la influencia nociva que algunas de ellas pudieran tener en el público.
En la sección «Aclaraciones» del periódico Hoy, en su edición del 12 de diciembre de 1963, se comenta una carta de Severino Puente, «actor de la Radiodifusión Nacional» donde este hacía referencia «a ese nuevo tipo de películas que se exhiben en nuestras salas cinematográficas, en las que se muestra la corrupción o la inmoralidad de algunos países o clases sociales, pero donde nunca se resuelve nada.» Entre las películas cuyo argumento cuestionaba se incluían La dulce vida de Federico Fellini, Accattone de Pier Paolo Passolini (italianas), El ángel exterminador de Luis Buñuel (de nacionalidad española según el comentario aunque es en realidad una producción mexicana) y Alias Gardelito de Lautaro Murúa (argentina). Con respecto a estas obras, el autor del comentario se pregunta si: «¿Es positivo ofrecerle a nuestro pueblo películas con ese tipo de argumentos derrotistas, confusos e inmorales sin que tenga antes, por lo menos, una explicación de lo que va a ver?» (p. 145).
Por su parte, el redactor de «Aclaraciones» (identificado con posterioridad como Blas Roca, director de Hoy), aunque reconocía que no había visto esas películas, ni podía emitir una opinión concreta sobre ellas, hizo suyos estos comentarios y el de «trabajadores que fueron a verlas» desde donde desaconseja su exhibición al pueblo y, en particular, a la juventud.
Para fundamentar esta recomendación se exponían algunas consideraciones acerca de las particularidades del cine como medio de expresión y de difusión de ideas. Se le atribuye a una obra cinematográfica la capacidad de influir en el espectador de tal manera que podría llevarlo a «desear la guerra de agresión o a odiarla, a amar el trabajo productivo o a despreciarlo, a preferir la ligereza y la banalidad en lugar de la responsabilidad, a sentirse atraído por la generosidad o por la crueldad y el desprecio hacia los demás, a los otros seres humanos.» (p. 146) En contraste con otras manifestaciones artísticas, al cine se le reconoce un efecto más inmediato y directo; de cierta manera se sugiere que las capacidades críticas del espectador se ven superadas «por su forma más vívida, más real, más convincente de comunicarse con el espectador.» (Ibídem) A diferencia del teatro y la literatura, el cine es capaz de mostrar elementos de la realidad representada que en esas otras artes quedan sugeridas o requieren un esfuerzo interpretativo por parte de los receptores. Otra particularidad atribuida al cine es la de actuar no sobre el individuo aislado, sino, de forma masiva, sobre cientos de espectadores.
Como ejemplo de influencia nociva se responsabiliza a las películas norteamericanas de gánsteres de inducir a millares de jóvenes «a seguir los caminos de la delincuencia, de la perversidad, del crimen, de la violencia “sin causa”» (p. 147). El arte, de acuerdo con «Aclaraciones», debía contribuir positivamente al cumplimiento de los objetivos que se habían planteado para la edificación de la nueva sociedad y apelar a los mejores valores del pueblo que enfrentaba excepcionales circunstancias en ese empeño. La participación del arte en «la batalla por esos trascendentales objetivos» podía cumplirse tanto «por acción» como «por omisión», cuando, en el primer caso, la obra «despierta el afán de trabajo, el ideal elevado, el heroísmo valiente, la fraternidad, el compañerismo, la abnegación»; o, en cambio, por omisión, «cuando la obra artística o de entretenimiento evita hacerle propaganda al vago, al proxeneta, al egoísta o presentarlo simpático, atrayente, es decir, cuando evita portar ideas e incitaciones contra la Revolución, contra los objetivos y los ideales de la Revolución» (p. 148).
Establecidas estas precauciones la obra puede cumplir una función como «obra de divertimiento, de recreo alegre, ligero, que ayuda al descanso, da nuevos bríos para el trabajo, nuevas fuerzas para la acción.» (Ibídem) Si bien estos comentarios hacían referencia concreta a ejemplos de la cinematografía internacional, como conclusión se recomienda al cine cubano velar por los modelos que se presentaban a los espectadores.
Un par de días después de aparecida la nota en el periódico Hoy, la sección «Siquitrilla» de Revolución, a cargo de Segundo Cazalis, respondía a los comentarios de Severino Puente y de la redacción del periódico donde había aparecido la carta. Motivaba esta réplica el hecho de que desde «Siquitrilla» se había recomendado a los espectadores las películas objeto de censura en el artículo anterior, porque su importación por el ICAIC había sido un «gran esfuerzo, caro e importante» y por la convicción de que «nuestra cultura debe ser también de ABUNDANCIA». A la sugerencia expresada en la carta dirigida a Hoy de acompañar con esclarecimientos críticos la difusión de las películas cuyo contenido se estimaba nocivo para el pueblo, se le objeta en esta respuesta que: «El señor Severino Puente se siente, por lo visto, más inteligente que el pueblo, y considera que al pueblo hay que explicarle las cosas como a un retrasado mental.» «Es el punto 1 con el que no está de acuerdo la sección “Siquitrilla”. Nosotros creemos en la inteligencia del pueblo. Severino Puente, no.» (p. 149)
A contrapelo del parecer de «Aclaraciones», se celebra la gestión del ICAIC que había permitido presentar al público cubano «las mejores películas del mundo, contrastando con dos años de terrible aburrimiento cinematográfico.»
En esos dos años anteriores se había «[padecido] de un criterio como el que defiende esa carta» con una programación cinematográfica que «daba una “lección” diaria a los espectadores» (p. 150), por lo que el pueblo «cansado de ser tratado como un niño tonto» había preferido películas que, a juicio de «Siquitrilla», eran producto de una época superada por el proceso revolucionario.
En el criterio del redactor de la nota, la contribución del arte a la conquista de los objetivos planteados para la construcción de una nueva sociedad, como el de alcanzar una economía desarrollada, incluía el enriquecimiento intelectual que propician las películas de calidad: «cultura, imaginación, creatividad, productividad, abundancia, son palabras que andan cerca una de otra» (Ibídem); y, a tono con este principio, le sugiere a Severino Puente que dedique sus esfuerzos a mejorar la calidad de la radiodifusión y la televisión, «en general bastante baja», como «forma práctica de ayudar a la abundancia y a difundir las ideas revolucionarias. Hacer programas aburridos, es todo lo contrario.» (p. 151) El respeto por el arte, la cultura, la discusión y la imaginación, concluye esta réplica, había sido uno de los aportes de la Revolución cubana al proceso revolucionario mundial, una expresión de su carácter anti-dogmático.
La propia sección «Siquitrilla» ofrecía con posterioridad su espacio a una respuesta de Severino Puente y la acompañada de una carta de directores del ICAIC que expresaban su oposición a los criterios del redactor de «Aclaraciones». En el primero de estos textos, su autor pregunta si no se ha forzado la conclusión cuando en la réplica a su carta se le acusaba de no creer en el pueblo, de donde provenía y al que entregaba todo su esfuerzo.
Ratifica el criterio expresado con anterioridad sobre aquellas películas que entendía «están plagadas de escenas negativas y no dicen nada nuevo, aparte de la exageración en los momentos de mostrar las lacras e inmoralidades que el mundo capitalista tiene en todas sus manifestaciones y que nuestro pueblo conocía suficientemente» (p. 152), no obstante Puente se dice contrario a la mojigatería y el dogmatismo, que entiende trabas al progreso y la cultura.
Los directores de cine, por su parte, confiesan el estupor que les había causado la coincidencia entre el criterio enunciado por el redactor de «Aclaraciones» acerca de la que este espera fuese la función del cine («Una obra de divertimiento, de recreo alegre, ligero, que ayuda al descanso, da nuevos bríos para el trabajo, nuevas fuerzas para la acción.»), y otras dos opiniones una del Papa Juan XXIII («Enseñar al pueblo, educarle, recrearle, divertirle») y una cita extraída del Código Hays que en los años 30 había regulado la censura de la producción cinematográfica de Hollywood («Forjar caracteres, desarrollar el verdadero ideal e inculcar rectos principios, bajo la forma de relatos atrayentes, proponiendo a la admiración del espectador hermosos ejemplos de conducta.») (p. 155).
Si bien reconocen que esta analogía no es rigurosa, rechazan como una «deformación dogmática de la filosofía marxista-leninista» que el texto aparecido en Hoy pretenda definir la función social del cine sobre principios comunes al pensamiento de la Iglesia Católica y el mencionado código. De absurdo califican la capacidad de atribuir al arte «mágicos poderes», la facultad de transformación de la conciencia que el redactor de «Aclaraciones» había argumentado y que en el criterio de los cineastas desconoce las relaciones dialécticas entre la obra de arte y la conciencia, el «diálogo crítico» que se establece entre el receptor y la obra, «siendo la vida, el espectador y su contexto histórico, la influencia determinante fundamental» (p. 156).
De la incapacidad del cine y el arte de ejercer tal «exorcismo» era evidencia la propia Revolución que hubiese sido imposible si tal efecto lo hubiera ejercido «la penetración de la “cultura de masas” imperialista que padeció nuestro país durante tantos años». Como conclusión, los directores cinematográficos denuncian la propuesta de prohibición de unas películas «de innegables valores culturales y artísticos» desde las páginas de «Aclaraciones» como un intento encaminado a «restringir a ultranza el desarrollo de nuestra cultura, a deformar unilateralmente la información, a negar, por último, la libertad que nuestras pantallas cinematográficas conquistaron el Primero de Enero de 1959» (p. 157).
Mario Trejo (Felonius), Fausto Canel y José de la Colina acompañaban su «Selección de cine» para 1963, aparecida el 17 de diciembre en Revolución, con una nota donde insisten en la refutación de los argumentos de «Aclaraciones». La importación de buenas películas por el ICAIC en ese año, impedida en los anteriores por la necesidad de ahorrar las divisas disponibles, había buscado una variedad temática y formal para favorecer el desarrollo de la cultura, imposible de alcanzar «sin una total información, sin una actitud abierta y crítica hacia todas las manifestaciones artísticas» (p. 160). Las películas que se habían proyectado en el año (algunas de ellas realizadas por «hombres de reconocida militancia progresista y pública solidaridad con Cuba») reflejaban las realidades, los problemas, y los conflictos «que viven otros pueblos que todavía no han alcanzado la hora de su liberación». La validez del cine está en su capacidad de estimular al espectador para dar soluciones y transformar al mundo. El pueblo cubano había mostrado frente a los más disímiles eventos históricos una madurez de conciencia política y moral «que excluye, por vanidosa y superflua, toda postura paternalista respecto de lo que puede o debe ver, de lo que puede o debe entretenerlo [sic.], de lo que puede o debe instruirlo.» (p. 161), una actitud como esta coincidía con la que en épocas anteriores era defendida por las guías morales de cine o la Legión de la Decencia.
La carta de los directores cinematográficos mereció una respuesta desde Hoy, donde se acusa de falta de seriedad, de honradez intelectual y política la comparación descontextualizada de las frases de «Aclaraciones», Juan xxiii y el Código Hays; y se le atribuye la intención de azuzar contra esa sección «a los partidarios de ciertas actitudes que no concuerdan con el sentido elevado y renovador del socialismo» (p. 221) Las opiniones de la sección del periódico Hoy tenían en cuenta la circunstancia histórica de Cuba en ese momento y luego de citar in extenso la nota recusada por los directores se reitera que, en su opinión, el papel del cine era participar directa o indirectamente en «la batalla de NUESTRO PUEBLO por la defensa, por la economía, por la producción, por el socialismo» (p. 224). Los argumentos de los cineastas estaban animados por la finalidad de «escamotear el pensamiento revolucionario, achacarle a “Aclaraciones” actitudes que no tiene, promover la división, salir a defender lo que no atacamos, sembrar el confusionismo, y, a su amparo, justificar lo que no tiene justificación»(Ibídem).
Y como réplica proponen un debate serio basado en tres inquietudes: «¿Qué función debemos asignarle, en el presente período, al cine en nuestra Cuba revolucionaria y socialista?» «¿Debe el cine, como medio poderoso de influencia que es, participar o no participar en la batalla de nuestro pueblo por la defensa, la economía y la construcción del socialismo? Si participa, ¿cómo debe hacerlo?» (Ibídem).
De regreso de un viaje por Oriente el redactor de «Aclaraciones» da cuenta de la polémica desencadenada a partir del artículo aparecido en esa sección el 12 de diciembre. Aprovecha para establecer los principios que, desde su punto de vista, fundamentan la validez de las películas, de las obras artísticas en sentido general. Más allá de los gustos particulares de cada cual, sustentados en los más disímiles aspectos de una obra, es en la finalidad a la que sirve donde reside su verdadero valor, entendida esta aquí como la contribución que presta a la Revolución, pues «[n]ada hay más importante que la Revolución porque su suerte decide la de nuestro pueblo, y en lo que tiene de universal, el de los trabajadores del mundo» (p. 166).
A juicio del redactor de la sección, las prioridades planteadas en esos momentos de la etapa de construcción del socialismo, determinaban los valores admisibles en las obras cinematográficas. Presidían esta exigencia: la defensa de la patria frente a las agresiones; la elevación, multiplicación y mejoramiento de la producción; y la afirmación de la conciencia revolucionaria socialista. En consecuencia: «[n]ada que afloje el espíritu combatiente, de sacrificio y pelea de nuestro pueblo, nada que lo contamine de blandenguería burguesa o de despreocupación frente a los imperialistas, sus lacayos y sus gusanos contrarrevolucionarios es bueno»; «[n]ada que incline a no trabajar o a no esforzarse en el trabajo, nada que tienda a aflojar la disciplina en el trabajo, nada que propague […] la vagancia, nada que tienda a disminuir el esfuerzo, la producción […] puede ser bueno», «[n]ada que deprima la conciencia revolucionaria socialista, que la combata o la niegue, que vaya contra ella, puede ser bueno.» (p. 167) Afirmada la centralidad de estos principios el autor de la réplica reconoce que no es partidario ni de películas aburridas, ni de las que intentan dar una lección a los espectadores, ni de la mojigatería, ni es del criterio que las películas deban provenir exclusivamente del campo socialista, con tal de que no alejen a «núcleo alguno de los espectadores de las tareas históricas que tiene ante sí nuestro pueblo» (p. 168).
En la edición del 19 de diciembre del periódico El Mundo aparecía bajo el título de «Las mejores películas» una contribución a la polémica, en donde se suscribían los principios en los que se fundaba la anterior nota de “Aclaraciones” para juzgar la calidad de las obras cinematográficas. Se admite aquí la validez tanto de un cine enfocado a las masas como de aquel que presta más atención a los aspectos estéticos —y, del cual se afirma, por ese camino deviene instrumento de expresión personal, alejado de las masas. No se trata, sin embargo, de negarle valor estético al cine orientado a ellas, pues su efectividad se resiente cuando disminuye su calidad artística. En coincidencia entonces con la postura de «Aclaraciones» se reconoce como «cine para las masas» uno que «en ningún momento pueda resultar contrario a la Revolución y que en la mayor medida posible la sirva y la defienda».
Las mejores películas serían en consecuencia las que «siendo interesantes y atractivas, técnica y artísticamente distinguidas, sirvan al mismo tiempo las tres necesidades fundamentales» (p. 184) señaladas en «Aclaraciones». Desde el mismo medio de prensa en que apareciera «Las mejores películas» el crítico José Manuel Valdés Rodríguez propone «Unas palabras sobre tres films discutidos» (pp. 204-206) donde expresa sus puntos de vista sobre Accatone (El vagabundo), La dulce vida y El ángel exterminador, excluyendo el comentario de Alias Gardelito porque no había visto la cinta. El tema de la delincuencia en la niñez y la juventud no había sido tratado con profundidad en el cine capitalista. En la sociedad socialista este tema había perdido actualidad histórica, por lo que su tratamiento cinematográfico se remontaba en la Unión Soviética a 1931. Entre los filmes analizados, en Accatone no se dilucida la raíz social de este problema. De La dulce vida, realizada con maestría, la propaganda había explotado el ángulo sexual y escandaloso. La cercanía con la estética surrealista hace de El ángel exterminador una cinta de difícil compresión incluso para los especialistas, lo que limita su alcance. A pesar de estos señalamientos y de considerar que ninguno de los filmes enaltecen al hombre, Valdés Rodríguez aboga por el esclarecimiento de su significación real, rechaza considerarlas un peligro y se opone a su prohibición.
En cambio, desde la sección «En Cuba, Arte y Literatura» de la revista Bohemia, se afirmaba (en un artículo titulado «El arte puede y debe esclarecer la conciencia del hombre») que las películas impugnadas constituían denuncias de las condiciones de vida en la sociedad capitalista, y solo desde una lectura superficial podían considerarse perjudiciales. El cine, en cuanto arte no debe tener como objeto distraer a las masas. «El arte, el reflejar la realidad en toda la riqueza de sus infinitas contradicciones, puede y debe esclarecer y profundizar la conciencia del hombre, del hombre que hace la Revolución, y por el rigor de la lógica y la plenitud de la fantasía, darle a este hombre una imagen cabal de sí mismo y del mundo en que vive» (p. 218) y al reducirse sus funciones a «exalta ción del ideal» y al «recreo alegre, ligero» se castran sus posibilidades y se le reduce a propaganda y pasatiempo.
El propio periódico Hoy había publicado con anterioridad a estas otras intervenciones en la polémica un artículo del presidente del ICAIC, «Alfredo Guevara responde a las Aclaraciones», donde este señala como su principal preocupación las contradicciones que desde el punto de vista institucional se habían manifestado en la polémica entre el ICAIC y ese medio de prensa, al que califica de órgano oficial del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS), y a «Aclaraciones» como «página editorial» del periódico, «atendida seguramente por el compañero Blas Roca». Fuera él o no el autor de las notas, Guevara —quien con este trabajo confiesa su intención de «definir posiciones»— expresa su preocupación de que los criterios expresados en una sección dedicada a tratar problemas del desarrollo revolucionario u orientaciones de orden ideológico puedan prestarse a interpretaciones desde su punto de vista inaceptables.
Opina que las consideraciones expuestas en «Aclaraciones» habrían de conducir a una más atenta y crítica recepción por los espectadores de las películas impugnadas y en el caso de los lectores, a cuestionar «una columna que aborda tan superficialmente los problemas de la cultura, y del arte cinematográfico en particular, reduciendo su significación, por no decir su función, a la de ilustradores de la obra revolucionaria, vista por demás en su más inmediata perspectiva.» (p. 170) El carácter revolucionario de un artista, afirma, le viene dado no por cantar la acción diaria, sino por descubrir y exponer el hilo de las cosas, hitos hasta ese momento no alcanzados. El artista puede y en ocasiones debe abordar los temas más urgentes, pero es el propagandista, especialista de la agitación política quien debe asumir ese papel.
La visión de un artista sobre el deterioro moral de un personaje, en el capitalismo o el socialismo —donde, de acuerdo con el autor de esta réplica, la mayor plenitud y autenticidad comporta una mayor complejidad del hombre— no debe ser considerada propaganda de un comportamiento, ni «incitación a la destrucción o la autodestrucción». La promoción de estereotipos en los argumentos y los personajes (héroe positivo, final feliz, moraleja constructiva, etc.) caracteriza al realismo socialista, no al «realismo de la época del socialismo»4 que, afirma Guevara, podría suscribir como realismo socialista si se tratara del de una época en que «el artista resulta armado de un método crítico, de profundización y análisis, que le abre posibilidades ilimitadas; de una época en que los creadores quedan en condiciones de realizar su obra sin cortapisas ni presiones reaccionarias…» donde «la realidad es el mundo real, y no un segmento de él» (pp. 171-172). El arte que se ha presentado como realista y socialista es en cambio «un arte muchas veces reaccionario, arte-opio, adormecedor o excitante, en el que se proponen a los espectadores y lectores, arquetipos abstractos —realmente abstractos— que pueden competir en falsedad e irrealidad con los mejores personajes de Corín Tellado, o la imagen habitual de supermanes de todo tipo» (p. 172).
La propuesta de limitarse a proyectar obras «de agitación o tranquilizadoras» en lugar de un «cine adulto, complejo, dirigido al hombre integral» se sustituirían la riqueza de las obras por «propaganda acaso edulcorada con fórmulas estetistas, y el público quedaría reducido a una masa de “bebés” a los cuales maternales enfermeras administrarían la “papilla-ideológica” perfectamente preparada y esterilizada» (pp. 172-173). Por este camino se produciría «no una revolución cultural ni una revolución en la cultura, sino simple y llanamente un retroceso en el hombre, y también en la Revolución» (p. 173). Al final de su réplica Alfredo Guevara juzga la autoridad que les asiste a los implicados en la polémica en relación con los postulados de la política cultural de la Revolución y la capacidad de cada cual para esgrimir como suyos estos principios. La coincidencia de algunos de los criterios del redactor con pronunciamientos planeados explícitamente como «política cultural del Gobierno Revolucionario» —en concreto se citan «los puntos del informe del Consejo Nacional de Cultura al Primer Congreso Nacional [de Cultura]», celebrado en diciembre de 1962—, conducen a afirmar al presidente del ICAIC que «no sabemos de otros lineamientos culturales que los que emanan del discurso de Fidel en la Reunión con los Intelectuales» y a rechazar los criterios que sobre la cultura y el arte cinematográficos formulados en «Aclaraciones». Advierte además que las exigencias que se le hacían a la programación cinematográfica habían sido puestas en práctica en otros campos contradiciendo de facto las ideas del discurso de Fidel.
Contestando a este artículo del presidente del ICAIC aparecería en las páginas de Hoy una «Respuesta a Alfredo Guevara», dada a conocer en seis partes, publicadas entre el 19 y el 27 de diciembre de 1963. Asimismo se incluía en las páginas de ese periódico una nota donde «El Consejo Nacional de Cultura contesta a Alfredo Guevara». Firmada por Vicentina Antuña, presidenta de ese organismo gubernamental encargado de la conducción de la política cultural oficial, este texto responde a la impugnación que en el texto contestado se hacía acerca de la validez de las declaraciones del Primer Congreso Nacional de Cultura como formulación de la política cultural oficial.
La presidenta del Consejo apunta en primer lugar
que los postulados discutidos y refrendados en ese cónclave (resumidos en diez puntos que declaraban los principales objetivos que en materia de política cultural debía encarar este órgano) habían recibido la aprobación unánime de los participantes, entre los que se encontraban, además de activistas del Consejo, representantes de las organizaciones de masas de los organismos estatales vinculados con el quehacer cultural y una «nutrida delegación del ICAIC encabezada por su Presidente».
Le reprocha a este último no haber manifestado en ninguna ocasión durante el Congreso sus reservas con los diez puntos y que pretenda desconocer la autoridad del Consejo: «una profunda incomprensión de las funciones del Estado y de cada uno de sus organismos, así como de la disciplina y la relación que ha de existir entre ellos.» (p. 190); en consecuencia se emplaza a Alfredo Guevara a dar respuesta a cuatro puntos en los que se resumen las contradicciones con sus puntos de vista: en virtud de qué principios desconoce el derecho del Consejo a ejercer sus funciones; con qué argumentos fundamenta que los diez puntos se hayan presentado, sin serlo, como lineamientos de la política cultural del Gobierno Revolucionario; en qué hechos se basa para plantear una contradicción entre la orientación de la política cultural por el Consejo y las ideas expresadas por Fidel Castro y Osvaldo Dorticós; y cuáles son las razones de su discrepancia con los diez puntos enunciados como objetivos más urgentes de la política cultural del Gobierno Revolucionario y que no había expuesto en el momento de su discusión y aprobación.
La primera entrega de la respuesta al presidente de ICAIC ofrecía ejemplos de lo que consideraba un efecto positivo de las obras artísticas. Un viejo campesino de 78 años de la región oriental —al que junto a algunos dirigentes revolucionarios el redactor de «Aclaraciones» había ido a distinguir con el carnet de militante del Partido Unido de la Revolución Socialista—, antiguo luchador de Realengo 18, había conservado a buen resguardo de esbirros de la tiranía novelas rusas y soviéticas sobre la guerra, y las había compartido con un joven combatiente del Ejército Rebelde. Las obras de escritores soviéticos habían inspirado también el coraje de otros combatientes como un miliciano de Playa Girón, quien había comentado en una ocasión al autor de esta respuesta cómo Los hombres de Pánfilov, de Alexander Bek, lo «“habían ayudado” en la pelea con los mercenarios enviados por los imperialistas norteamericanos» (p. 179).
A estas novelas, se aduce, hacía referencia el presidente del ICAIC cuando juzgaba peyorativamente al realismo socialista. Como una negación del carácter revolucionario del artista que «canta la acción diaria», se entiende la afirmación de que el artista «testigo y profeta» no lo sea o lo sea más porque aborde esos temas; y a propósito se trae a colación un comentario de Fidel Castro donde les reprochaba a los escritores no haber emprendido la narración artística del enfrentamiento al ciclón Flora, una crítica que no había sido entendida inicialmente, pero aceptada con posterioridad por la propia Unión de Escritores, como una «reclamación a que se cantara la “acción diaria”».
No obstante se reconoce que es también revolucionario el artista que no refleja lo cotidiano, sino la «vida en toda su dimensión». De igual manera, la posibilidad de que el arte sirva o no a la propaganda, como alternativamente había sugerido Alfredo Guevara, no debe llamar a escándalo cuando los redactores discuten este tema. La posibilidad de tratar la gran diversidad de temas que la realidad sugiere y que Guevara había planteado como un complemento al reclamo planteado al artista de atender los acontecimientos más inmediatos, no puede significar que se autorice cualquier contenido, pues, «[e]n el arte, como en lo demás, somos contrarios a lo contrarrevolucionario, a lo anti-socialista y a lo reaccionario.» (p. 182)
La continuación de la respuesta de «Aclaraciones» dedica varios artículos a analizar los argumentos expuestos en la réplica de Alfredo Guevara a la luz de las ideas expuestas en Palabras a los intelectuales. Se recuerda en estas páginas que las reuniones donde se había pronunciado este discurso habían sido motivadas por el incidente en torno a la prohibición del corto documental PM que «presentaba una imagen completamente falsa de La Habana de diciembre de 1960 y denigrante para nuestro país», «una Habana de cabarets y vicios» cuando «nuestro pueblo tomaba el arma, se hundía en el fango de las trincheras y mantenía a la fría y lluviosa intemperie el ojo abierto de la vigilancia» (p. 185). En aquella ocasión, se afirma, el presidente del ICAIC no había querido responsabilizarse con la decisión que proponía, y había invitado a miembros del gobierno y del Consejo de Cultura a ver la cinta.
El líder de la Revolución, a pesar de no haber visto la película, había apoyado la decisión tomada y de sus palabras el redactor resalta dos puntos: «[l]a función y responsabilidad del Gobierno Revolucionario de fiscalizar lo que se exhibe al pueblo» y «[l]a gran importancia del cine, por la influencia que tiene en el espectador, como medio de educación o de formación ideológica del pueblo» (pp. 187-188). En relación con la libertad formal o de contenido, la mayor dificultad se planteaba con respecto al segundo de estos aspectos, y, de la interpretación de las palabras de Fidel, se concluye que solo para el artista honrado que no fuera revolucionario este tema podría constituir un problema, pues, para el revolucionario «no habrá nada por encima de la Revolución y juzgará a todo, incluyendo su obra y su arte, según el interés de la Revolución», subordinado plenamente al objetivo de servir a la causa de redención del hombre, de los explotados y de los trabajadores.
En la cuarta parte de la respuesta se incluyen nuevos puntos en los que se resumían las extensas citas del discurso a los intelectuales. Además de reiterar los ya mencionados acerca de la importancia del cine, de la autoridad del gobierno revolucionario para fiscalizarlo, de la libertad que se concedía al tratamiento de la forma y el contenido, o el papel que se esperaba desempeñara el artista revolucionario, se incorporaron nuevos aspectos o se ofrecían precisiones complementarias a los ya formulados: sobre la naturaleza del vínculo establecido por una obra con la Revolución como principio para juzgar su validez y el de su contenido; que «el artista revolucionario logra sin conflictos que su obra o la que exhibe sea revolucionaria, se identifique con las necesidades y propósitos de la Revolución»; el interés de garantizar la creación de los creadores honestos aunque no fueran propiamente revolucionarios; y el objetivo de que los creadores produzcan para el pueblo y de elevar el nivel cultural de este para acercarlos a los primeros.
Publicadas también en Hoy, el 21 de diciembre, las «Declaraciones de Alfredo Guevara» sucedían a los tres primeros artículos de la «Respuesta…» y serían parcialmente respondidas en la última parte de esta. Con tales «Declaraciones…», su autor pretendía establecer «un tono más serio y ajustado» a las cuestiones que se debatían en torno al cine, el arte y las relaciones con el público. En la entrega de «Aclaraciones» correspondiente al 18 de diciembre, había quedado establecido que correspondía a Blas Roca la autoría de los trabajos aparecidos en esa sección y, por lo tanto, dada su condición de miembro de la Dirección Nacional del Partido Unido de la Revolución Socialista, podría inferirse que desde esa instancia se desautorizaba el trabajo del ICAIC y «se iniciaba un cambio limitador y reaccionario» en la programación cinematográfica en contradicción con los principios expresados en Palabras a los intelectuales, que evadía las formas simplificadoras, abría al creador infinitas posibilidades de tratar la realidad y le reconocía a los espectadores el derecho a enriquecer y aguzar su conciencia en el contacto «con todos los tesoros del arte».
Se reitera entonces la preocupación formulada en el trabajo anterior acerca de la autoridad que le asistía a Blas Roca, como un miembro de la dirección del PURS y director de Hoy, de establecer desde las páginas de «Aclaraciones» —difundidas con posterioridad en un folleto homónimo entre los militantes del Partido—, sin coordinación con este órgano de dirección política, un ataque «sin base real» contra la programación cinematográfica. Solo de parte del Comandante en Jefe se afirma estar dispuestos a aceptar como representantes de una institución que se violenten las decisiones y se fuercen los juicios críticos sin una discusión previa. Se objeta también en estas «Declaraciones…» la identificación que se había sugerido de la crítica a una «versión primitiva y común del realismo socialista» con toda la literatura y el arte soviéticos contemporáneos. La creación artística, se afirma, no puede verse condicionada por «un punto de vista inmediatista y utilitario», pues debe poner sus miras en el porvenir y en la vida en su conjunto.
El desarrollo de la conciencia socialista y la plenitud del hombre van parejos al conocimiento, al acceso a las fuentes de información, al combate frente a la ideología y la práctica reaccionaria, a una más compleja y calificada actitud crítica.
Sostiene además Alfredo Guevara que el redactor de «Aclaraciones» «siente un cierto, acaso profundo desprecio por los intelectuales» que se manifiesta en «el temor al pensamiento, a la variedad y riqueza de sus manifestaciones, y al espíritu creador, de búsqueda, independiente, que rechaza la rutina, y se levanta sobre sus propios pies» (p. 202). No se trata, sin em
bargo, de idealizar a los intelectuales o su medio en Cuba, pero, como una difícil situación espiritual se plantea la de aquél que entorpezca el derecho de las masas a la información, al estudio de las manifestaciones del pensamiento y del arte, y tenga que enfrentar el escenario en el cual los «medios intelectuales» lleguen a convertirse en una capa apreciable de la población. Solo el pensamiento «vivo, anti-rutinario, anti-dogmático, siempre innovador y creativo, respetuoso de su propia naturaleza», no sujeto a un nuevo Índice (en alusión al Index librorum prohibitorum, el listado de libros reputados por la Iglesia Católica como perniciosos para la fe), podía garantizar el desarrollo pleno tanto del arte como de la ciencia.
La penúltima entrega de la «Respuesta a Alfredo Guevara» discurría acerca de las motivaciones que habían llevado al redactor de «Aclaraciones» a desaconsejar la proyección de las películas que mencionaba sin haberlas visto. Se admite entonces que «no nos basamos en las películas, ni juzgamos sus valores como tales, sino que nos basamos en las opiniones de trabajadores que las han visto, en los efectos que tienen sobre los espectadores» y a propósito se citan los comentarios de obreros y trabajadores que le habían manifestado al autor de la nota su disgusto con el contenido de algunas películas. En particular Acattone y Alias Gardelito habían sido consideradas desmoralizadoras para la juventud; sin embargo, de acuerdo con estos testimonios, El ángel exterminador era incomprensible y se le reprochaba a La dulce vida no aportar una salida, juicios estos por los que «Aclaraciones» entendía no debían ser calificados tales filmes de negativos.
El principal reparo a estas películas se enfocaba en la naturaleza de los modelos individuales que mostraban, «esos alegres, personalmente simpáticos, proxenetas, pervertidos, ladrones, vagos, irresponsables» (p. 214), que se temían un modelo nocivo para la juventud. Una inquietud parecida había expresado Fidel Castro a propósito del fenómeno denominado «elvispreslianismo», «jóvenes que, guitarra en mano, pelo caído sobre la frente, pantaloncitos apretados se exhibían en actitudes feminoides en diversos lugares de la capital y pretendían invadir la zona de nuestros estudiantes» (Ibídem). A juicio del redactor de «Aclaraciones» esta tendencia había aflorado en Cuba por la difusión en todos los canales de un modelo surgido en el medio social estadounidense.
Por otra parte, el autor de la respuesta discrepa de la defensa que de una película como Accatone había planteado un lector a partir de la afiliación al partido comunista de su director, Pier Paolo Passolini, quien por demás, se aclara aquí, había tenido un vínculo conflictivo con esa agrupación política.
A la última parte de la respuesta, se sumaban unas «Declaraciones de Blas Roca» que contestaban puntualmente algunas de las afirmaciones de Alfredo Guevara en sus comunicaciones anteriores. En ellas se niega el atribuido carácter de página editorial a la sección «Aclaraciones» y por lo tanto, se refuta que en su perfil editorial se encuentre trazar directivas o violentar decisiones. De igual modo se discute el derecho de Guevara a juzgar la potestad que le asiste a Blas Roca en el cumplimiento de las responsabilidades asignadas por la Dirección del Partido, y se rechaza las que se entienden insinuaciones del presidente del ICAIC sobre la existencia de discrepancias con el Primer Secretario, Fidel Castro, y el «presentarnos como adversarios de la libertad cultural y temerosos de los intelectuales». La denuncia de antiintelectualismo sería el objeto principal de refutación en la entrega final de la respuesta a Guevara, a quien se responsabiliza personalmente con pretender «presentarnos ante los intelectuales como su enemigo, del que tienen que cuidarse o defenderse y frente al cual tienen que apoyar a Alfredo Guevara —adalid del pensamiento libre— para su ciega lucha sin motivo, sin razón y sin principios
contra nosotros.» (p. 225) Merecían el desprecio y el antagonismo, en cambio, aquellos intelectuales y artistas con una activa oposición a la Revolución.
Se sugiere aquí que la polémica había tenido una expresión pública menos evidente o formal y que al calificar de alboroto la reacción de los cineastas (un expresión de antiintelectualismo para Guevara) se criticaba: «al escandalizarse sin motivo por una opinión emitida a la que se le achacan intenciones y sentido de los que carece en absoluto, a la fabricación de fantasmas para combatirlos ruidosamente, al corre-corre; al chuchuchú, a la recogedera de firmas, a las bolas irresponsables e irrespetuosas puestas a rodar como verdades sabidas de buena tinta, a las encuestas en que “el pueblo opina” por boca de los amigos del círculo, a la defensa frenética […] de algo que nadie ataca.» (p. 226) A partir de las palabras de Guevara se infiere que sus referencias a la intelectualidad, cuyo pensamiento y espíritu creador era temido por el redactor de «Aclaraciones», se limitaba al grupo de cineastas del ICAIC que habían expresado su oposición a los comentarios de esta sección. La afirmación de la posibilidad de que la intelectualidad se convierta en «una apreciable parte» de la población, resulta fútil en la medida que los intelectuales «son […] una “parte importante de la población”»; e incluso, tampoco aprueba el autor de la respuesta que, para garantizar esta identificación —la que, aducía Guevara, pondría en una situación espiritual difícil a los censores—, debía admitirse una «libertad de las manifestaciones del pensamiento» que, entre otros ejemplos, no hubiera suprimido el Diario de la Marina, viejos textos de historia, el corto documental PM, muñequitos en colores y revistas que envenenaban a la niñez.
El derecho a la información debía evitar mostrar lo negativo «con respecto a la verdad y a la lucha contra la explotación y la opresión del hombre por el hombre» y ofrecer en cambio «lo positivo, lo verdadero, lo que sirve al pueblo laborioso para su liberación» (p. 230). Esta responsabilidad en la difusión correspondía por entero al Gobierno Revolucionario que había suplantado a los empresarios particulares al expropiar los espacios de exhibición y asumir sus responsabilidades. Descontada la posibilidad de que un propietario privado decidiera desde su propio interés individual, si un funcionario hiciera algo «que no responda a la calidad necesaria», bastaría «[c]on llamarle la atención y procurar todos que esa calidad se logr[ara] », por lo tanto habría que escoger mejor en un futuro las cintas que se presentarían en las salas; procurando que «en los marcos de una calidad dada y de los criterios revolucionarios y socialistas que informan nuestra sociedad, las diversas películas satisfagan los distintos gustos del pueblo y de los espectadores en general» (p. 232). Para otro momento se difería el debate sobre aspectos más generales relacionados con el arte y la cultura. Con el título de «Aclarando Aclaraciones» se recoge también en el volumen preparado por Graziella Pogolotti una «Nota aclaratoria» y una última intervención de Alfredo Guevara en la polémica que no habían sido publicadas en su momento y habían aparecido con anterioridad a la publicación de Polémicas culturales de los 60 en la compilación de trabajos de Guevara Revolución es lucidez (Ediciones ICAIC, La Habana, 1998, pp. 210-218). En la «Nota» su autor califica la referencia al campesino combatiente de Realengo 18 en las «Aclaraciones» del 19 de diciembre como una referencia equívoca y la rechaza como un intento de «crear y denigrar ante la opinión pública a quien difiere de sus opiniones» (p. 210), tácticas impropias de un dirigente y de la prensa revolucionaria.
Con haberse pospuesto el análisis de aspectos culturales más generales para otra oportunidad en el texto final de la respuesta a Alfredo Guevara y al haberse dejado de publicar «Aclarando Aclaraciones», la polémica había perdido quizás en su momento una profundidad teórica y un análisis más abarcador de los fundamentos estético-filosóficos, políticos e ideológicos que habían orientado el debate, o al menos la posibilidad de definir aún más los principios en los que se basaban estas medidas de excepción durante la materialización de la política cultural oficial y en sus consecuencias futuras. Después de haber situado, en sus «Declaraciones…» del 21 de diciembre, los términos en los que entendía se había desarrollado la discusión —las responsabilidades personales y las consecuencias políticas— el presidente del ICAIC le concede mayor importancia a aclarar «los fundamentos ideológicos y prácticos de las diferencias de principio que se han suscitado» entre los principales interlocutores «en cuanto concierne al arte cinematográfico, y a la cultura en general» (p. 233-234). El modo de entablar la polémica desde las páginas de Hoy era un reflejo del dogmatismo que lo animaba. Al conducir la discusión de un modo unilateral y arbitrario, reservarse el derecho a la calumnia y reclamar un respeto no desde la condición de revolucionarios, sino como lo hacen «dioses y santos», Blas Roca había evitado que el debate justificara su necesidad. Para Guevara la referencia a Palabras a los intelectuales debía hacerse desde el propio texto y no a partir de glosas, apuntando, en una aparente referencia irónica a la sección de Hoy que enfrentaba: «Fidel no necesita aclaraciones». Los intelectuales habían mostrado su reconocimiento de que la dirección de la política cultural y el deber de asumirla correspondía al Partido y al Gobierno, no a nadie personalmente, por tal razón no se había
puesto en duda esta responsabilidad, sino la de un «Secretario del Partido —y no un artista— el que discute, y sólo a título individual, la política de un Organismo de Gobierno» (p. 236). Desde las Palabras… de Fidel Castro se podía advertir también el tema de la polémica: «aclarar cuándo se está realmente —e independientemente [de] las intenciones— a favor de [la Revolución], o cuando menos, cómo se la sirve con mayor eficacia.» (p. 237) Desde el propio marxismo es posible amortajar la ideología, un «marxismo de los miedos» se le llama aquí, que refleja «una profunda desconfianza en el hombre» y le hace preguntarse al autor del artículo: «cómo es posible invocar en repetidas ocasiones la opinión de algunos trabajadores, idealizando su condición como fuente espontánea de la verdad, y de cualidades críticas y agudezas de orden ideológico, y al mismo tiempo negar sus capacidades para discernir y apreciar las obras de arte, y proponer en consecuencia que se les niegue el acceso a esa fuente del conocimiento y la experiencia humana» (p. 238). Sin embargo, no por esto se avala «el culto de la espontaneidad», la razón les asiste a los trabajadores en la medida que su grado de conciencia y lucidez ideológica o su inteligencia determina sus opiniones, incluso para los «sí, trabajadores» del campo cultural. De donde se definiera uno de los objetivos que se había planteado el ICAIC: la formación del hombre nuevo «informado y rico de vida que pueda apreciar la obra de arte, o la que busca serlo y nos entrega un elemento de verdad» (Ibídem). También se denuncia una versión del marxismo «estático, copista y rutinario, que busca desesperadamente fórmulas para sintetizar en unos trazos las soluciones que “deben” aplicarse a los más tormentosos problemas» (p. 239).
En cuanto a la crítica, cuando su método se sustituye por «la copia de la experiencia sabida» (las obras de corte «balzaquiano» o «gorkiano»), se escamotea como resultado la vida misma de la creación; y a propósito se acude a una cita del poeta comunista francés Louis Aragon: «…No comprendían que en este caso el ejemplo de Engels no es el texto, la frase sobre Balzac, sino el comportamiento de Engels ante Balzac, y que seguir este ejemplo no es recitar una oración, sino ser capaz, ante otro hecho, de la inteligencia de Engels o de Marx.» (cita original en p. 242). Cuando desde estas posiciones y con estos presupuestos se acude a la práctica esta se violenta y convierte en mimética. Al mismo tiempo se estaba desconociendo desde una concepción burocrática y libresca el cambio operado en la conciencia del pueblo desde el primero de enero de 1959 y se desconocía que la revolución cultural había tenido un efecto sobre la realidad y proponía un mundo cada vez más extenso. Con limitar la participación de trabajadores y creadores coartando sus posibilidades, cabría esperar «una revolución mágica, en la que el protagonista de la historia ya no será el hombre sino alguna fuerza ignota y mesiánica, acaso oculta en tendencias que el devenir propone como ine ludibles» (p. 244). «No se trata de prohibir sino de liberar» y esto supone una responsabilidad de trabajar por elevar el nivel intelectual y asegurar un público cada vez más exigente y crítico de las obras de arte, entre ellas las cinematográficas.
Al calor de la polémica, el periódico Hoy había publicado en la misma página de la «Respuesta a los directores cinematográficos» fragmentos de un poema de Félix Pita Rodríguez «Crónica sobre un pequeño cónclave» reproducido también en Polémicas culturales de los 60 (pp. 219-220). Desde estos versos el artista, el poeta, encarna la voz al pueblo en su reclamo a aquellos que hablan con las mismas palabras que este ha forjado: «se preguntan hasta cuándo van a estar usando sus palabras,/ hasta cuándo las van a retener/ como una propiedad privada más». Los usurpadores de la palabra «levantan murallas y tapias y suspenden los puentes levadizos,/ y están hablando,/ todavía están hablando/ sobre el derecho a seguir hablando,/ sobre la libertad para seguir hablando/ de lo que están hablando y no les pertenece.» Sin embargo, cabría preguntarse si esta «Crónica…» no entraña también un escamoteo paradójico en la pretensión del poeta, desde su propia palabra, de reclamarla en nombre del pueblo, y cuánto entonces se requiere para que la plenitud de su ejercicio sea en todos el atributo de cada uno. En la obstinada vigencia de este conflicto no agotan aún su energía las polémicas.
Notas:
1. Graziella Pogolotti (selecc. y pról.), Polémicas culturales de los 60. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2006, p. xv.
2. Castro Ruz, Fidel (1961): «Palabras a los intelectuales», en Revolución, letras, arte. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, p. 19.
3. Nuestras citas de los textos de la polémica provienen de la compilación de Graziella Pogolotti (cf. supra) por lo que solo hacemos referencia a las páginas correspondientes. En la antesala del capítulo que se le dedica a este debate se consigna que: «Agradecemos a Alfredo Guevara por habernos facilitado los textos ya digitalizados que integran este capítulo». Algunos de los materiales recogidos (como el titulado «El camino trazado por nuestra Revolución», o «El grito» de Alejo Beltrán, seudónimo de Leonel López-Nussa) participan marginalmente de la polémica, en la medida que no se refieren explícitamente a algunos de los otros textos por más que sus argumentos los enfrenten con variada intensidad. En sentido general preferimos entonces limitar nuestro resumen a aquellos que hacen patentes los interlocutores tomados como referencia.
4. Debido a una errata en la reproducción del texto de Alfredo Guevara en Polémicas culturales de los 60, existe una ambigüedad que no permite advertir con claridad este contraste. En la versión del libro se omite una línea (p. 171) y donde dice: «Sabemos de qué se trata, y no es la primera vez que escuchamos “cantos de sirenas”: el héroe positivo, la necesidad del final feliz, la moraleja constructiva, la elaboración de arquetipos, el llamado realismo socialista, en una palabra, socialismo, de una época en la que el artista resulta armado de un método crítico, profundización y análisis…», en el original se expresa: «… la moraleja constructiva, la elaboración de arquetipos, el llamado realismo socialista, en una palabra.» y en párrafo siguiente «Si el realismo socialista es el realismo de la época del socialismo de una época en la que el artista resulta armado de un método crítico, de profundización y análisis …» (en la página 2 del 17 de diciembre de 1963 y no el 18 como está fechado en el libro).