Re-señas de libros

Sánchez, Miguel Á. Capablanca, leyenda y realidad. La Habana, Ediciones Unión, 2017, 399 pp.

Al genial ajedrecista José Raúl Capablanca posiblemente le corresponda el mérito de haber sido el primer cubano en dar a conocer personalmente, de forma masiva, en el Hemisferio Occidental la existencia de nuestro país: desde la Rusia zarista hasta Argentina, desde Canadá hasta Berlín, desde Nueva York hasta Budapest. En las dos primeras décadas del siglo xx de seguro sería poco lo que se sabía de Cuba en esos lugares. Gracias a sus dotes extraordinarias como jugador, a su comprobada precocidad en el dominio del llamado juego ciencia y a sus sensacionales victorias en simultáneas, partidos de exhibición, matches y campeonatos no tuvo límites la admiración provocada por Capablanca en los más disímiles escenarios y ante los públicos más heterogéneos. Su carrera como ajedrecista era seguida con gran atención, sus más encumbrados contrincantes tuvieron que abrirle un espacio entre ellos con respeto y sus partidas fueron reproducidas en diarios y revistas de numerosos países y analizadas hasta el menor detalle. A los 33 años de coronó campeón mundial, en 1921, y solo dos años después apareció publicado en La Habana, bajo la firma de José Antonio Gelabert, su primer esbozo biográfico: Gloria del Tablero: Capablanca. A partir de entonces numerosos han sido los estudios sobre la vida y la trayectoria de este gran ajedrecista que han visto la luz en distintas lenguas y en distintas partes del mundo, sin tomar en consideración los incontables artículos periodísticos. Nos atrevemos a asegurar que ninguno de esos textos supera en caudal de información y en respaldo documental esta obra de Miguel Á. Sánchez, que supera la biografía homónima que había publicado, también en Ediciones Unión, en 1978.

En el primer capítulo el autor decidió brindar un provechoso resumen de la historia del ajedrez en Cuba: cómo llegó y cómo fue arraigando la pasión por este juego entre los nativos y los españoles residentes en la isla, hasta el punto que acaudalados comerciantes, industriales y hacendados de la colonia no dudaron en echar mano a sus bolsas para sufragar los gastos de importantes eventos, e incluso lograron la celebración en La Habana en 1892 del match por el título mundial entre el ruso Chigorin y el escocés Steinitz. Este último, asombrado por la acogida que recibieron en La Habana, declaró entonces que esta ciudad era «Eldorado del ajedrez». A continuación Miguel Á. Sánchez pasó a detallar la historia familiar de Capablanca, sus abuelos, padres y hermanos, y se detuvo en la exposición de la genialidad de este, quien ya a los cuatro años era capaz de desafiar tablero de por medio a los adultos, entre ellos a su padre.

Aunque el biografiado estuvo muy lejos de haber sido un ardoroso guerrero o un apasionado político que arrastrara multitudes, sino un solitario jugador de ajedrez que desarrollaba sus batallas en silenciosos salones y ante una mesa, resulta emocionante seguir su carrera, disfrutar de sus victorias y deplorar tanto sus fracasos como las zancadillas que algunos, movidos por muy mala voluntad, trataron de ponerle. En todo momento resplandece la imagen elegante, caballerosa, triunfal de este cubano que levantó aplausos apasionados, ganó incontables admiradores y amigos y conquistó el sentimiento de numerosas mujeres. Dolorosa viene a ser la lectura de las páginas finales de esta obra, dedicadas a su ocaso como jugador y a su prematura muerte, cuando aún podía haber alcanzado nuevos triunfos.

El autor intercaló en orden cronológico la reproducción y los necesarios comentarios acerca de las principales partidas de Capablanca, sin obviar sus derrotas y sin dejar de señalar las pifias que ocasionalmente cometió. De notable interés viene a ser el conocimiento de las relaciones —no siempre armoniosas— que mantuvo con sus contrincantes, en específico con su más tenaz adversario, el ruso Alexander Alekhine, quien siempre demostró hacia el cubano una extraña mezcla de admiración, odio, envidia y temor. También de un modo respetuoso y sin caer en escabrosas interioridades el biógrafo anotó de modo general las desavenencias conyugales de Capablanca, pues estas repercutieron significativamente en su vida.

En las páginas 126-127 Miguel Á. Sánchez incorporó la información tomada del Diario de la Marina de que el 24 de diciembre de 1911 en el Frontón Jai Alai de La Habana Capablanca y Juan Corzo realizaron una partida con piezas vivientes, hecho que, según el semanario El Fígaro, constituyó la primera partida de ajedrez viviente en Cuba. Acerca de este tema nosotros podemos aportar el siguiente testimonio del poeta asturiano Alfonso Camín, quien llegó muy joven a nuestro país y en los años de 1909 y 1910 estuvo confinado en el Castillo del Príncipe por haber cometido un delito común. En su libro de memorias Entre palmeras (Vidas emigrantes), publicado en México en 1957, casi cincuenta años después, plasmó esta evocación:

No todo eran penas en la Cárcel de La Habana. Recuerdo que nos visitó, en la Galera número 7, José Raúl Capablanca, cubano muy correcto y campeón mundial de ajedrez. El que derrotó a Juan Corzo en el campeonato de Cuba, a Frank Marshall, campeón de América y a los mayores ajedrecistas de San Petersburgo, contrincante de Lasker, nos dio una exhibición magnífica y muy original. El tablero de ajedrez era el centro de la galera y se prestaron a servir de las treinta y dos piezas de que se compone el juego, los propios reclusos, moviéndolos él de un lugar a otro por medio de señales. Claro que vino con él otro jugador que enseguida fue derrotado.

Capablanca era blanco, elegante y de pelo negro, tipo de verdadero criollo que anda en sociedad. No desmentía su apellido ni en el traje. Iba vestido de blanco, de aquel famoso dril «número 100», de inmejorable calidad, que ahora apenas si existe en Cuba. Campos, Antonino y yo le dedicamos unas palabras de gratitud y Capablanca salió emocionado, entre una nutrida ovación de todos los presos. (pp. 242-243)

De confirmarse esta información, como resultaría obligatorio hacer, antes de la exhibición en el Frontón Jai Alai el propio Capablanca celebró una partida de ajedrez con piezas vivientes en la cárcel de La Habana.

La biografía se cierra con la llegada del cadáver de Capablanca a su patria. Por lo visto el autor no consideró necesario dedicarle un espacio a los honores que se le ofrecieron ni a los discursos que se pronunciaron. Es muy cierto que en aquel minuto su vida y su carrera ajedrecista habían concluido y ya pertenecían al pasado; pero aún durante un tiempo permanecieron latentes algunos aspectos relacionados con su vida y, más aún, con su repentino fallecimiento. Veamos uno de esos aspectos: al año siguiente de su desaparición vio la luz con grandes titulares en la primera página del diario habanero Prensa Libre correspondiente al domingo 6 de junio de 1943 la siguiente noticia: «Murió envenenado Capablanca. Por el arsénico perdió el campeonato en Buenos Aires». De acuerdo con la información, «El hecho se puso de manifiesto cuando fueron analizadas en un famoso laboratorio de los Estados Unidos las vísceras del Maestro Capablanca (…) La investigación científica demostró la existencia de residuos arsenicales en sus vísceras que por su cantidad no podían ser debidas a un tratamiento medicinal.» (…) «Según parece, el activo veneno le fue administrado a José Raúl Capablanca desde la ocasión de su viaje a Buenos Aires, donde representó a Cuba en un importantísimo Torneo Internacional de Ajedrez.» El redactor de esta noticia evidentemente confundía el match de Capablanca contra Alekhine, celebrado en Buenos Aires en 1927, que perdió, y el Campeonato Mundial, realizado en esa ciudad, pero en 1939, que ganó.

Cuatro días más tarde, el 10 de junio, este diario volvió sobre el tema con este otro titular: «Acusan a Alekhine, traidor a su patria y agente nazi, de haber envenenado a J. Raúl Capablanca. Publicarán los amigos del maestro un libro con sus investigaciones, anuncia Valderrama». En esta ocasión se reprodujo una larga carta de acusación del pintor Esteban Valderrama, íntimo amigo del ajedrecista y autor de algunos de sus retratos, en la cual afirmó que había elementos suficientes para encausar internacionalmente a Alekhine por el envenenamiento de Capablanca. También añadió que compartían ese criterio el doctor Domingo Gómez Gimenárez, médico personal del ajedrecista, y el amigo común Mario Figueredo. Aseguró además que en Buenos Aires en 1927, cuando defendía su corona, el cubano comenzó a padecer de frecuentes vómitos y que poco antes de fallecer el mencionado doctor le había hecho un radio cardiograma y le había detectado una lesión de hacía alrededor de tres lustros en una circunvolución cerebral.

No tenemos conocimiento de que con posterioridad se volviera a abordar este asunto e ignoramos si finalmente se llegó a publicar ese libro de denuncia, lo cual nos lleva a pensar que en realidad esta era infundada. Pero consideramos que Miguel Á. Sánchez, por la gravedad de la acusación y todo lo que implicaba, debió abordar este asunto y dejarlo esclarecido. No obstante esa omisión, Capablanca, leyenda y realidad es el estudio biográfico y el homenaje que merecía este genial ajedrecista, quien constituye para el que suscribe, además, un misterio.

Rodríguez Ramos, Manuel. Las estaciones del viajero. Madrid, Editorial Verbum, 2017, 202 pp.

No son escasas en las letras cubanas de las últimas décadas las obras narrativas que tienen como cimientos el exilio o la emigración de individuos que marchan al extranjero en busca de nuevas oportunidades y para dejar atrás un sistema socio-político que repudian. Muchas de esas obras, escritas y publicadas por lo general en los Estados Unidos, poseen una fuerte carga testimonial, intentan ser representativas de un drama colectivo que se ha extendido durante mucho tiempo y constituyen una suerte de exorcismo de demonios y de pesadillas del pasado. Algunos de los autores que abordaron esta temática fueron Reinaldo Arenas con Viaje a La Habana (1990) y Jesús Díaz con Las cuatro fugas de Manuel (Madrid, 2002). A ellos ha venido a sumarse ahora el narrador y cineasta Manuel Rodríguez Ramos con su primera novela, titulada Las estaciones del viajero, que resultó finalista en el Premio Iberoamericano Verbum en 2016.

La historia que nos ofrece se basa en la trayectoria vital de un joven llamado Alejandro Soler, quien cursaba estudios de arquitectura en la Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría (CUJAE) cuando fue sorprendido por varios militantes de la Unión de Jóvenes Comunistas de su Facultad a la salida de una iglesia tras haber asistido a una Misa de Gallo. A esta grave «falta» se le sumaron otras: tener en su cuarto una fotografía de Los Beatles y una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre. Con estos elementos «acusadores» fue llevado a una especie de juicio público en una asamblea de aula, se consideró que no tenía derecho a estudiar en la Universidad, porque es solo «para los revolucionarios», y se le envió a realizar labores agrícolas en los campos de Camagüey como parte de su proceso de rehabilitación ideológica. Tras cumplir con ese castigo y sabiendo que estaba ya socialmente marcado por un estigma, en el verano de 1973 emigró a España con sus padres. Los capítulos siguientes fueron destinados a narrar sus experiencias en Madrid y, en menor medida, en Bilbao, Barcelona, Pamplona y en otras ciudades.

El autor se complació en recrear el atractivo de algunos lugares, como el Museo del Prado, la calle de Alcalá, el bar Chicote y la fuente de Cibeles, así como de la gastronomía y la coctelería españolas y de la «marcha» madrileña a través de los bares de copas. La llegada del protagonista a España coincide con la etapa final del régimen de Francisco Franco y la agonía y muerte de este, momento histórico que el autor aprovecha para establecer analogías con la situación de la Cuba que dejó atrás.

No escasa relevancia poseen en la novela las aventuras amorosas de Alejandro Soler y sus fantasías sexuales, en algunos casos concernientes a la novia que dejó en La Habana y en otros a las españolas que llega a conocer. Eran aquellos también los años del «destape» de los jóvenes en España después de varias décadas de prohibiciones y mojigatería en que el desnudo del cuerpo humano y las relaciones sexuales fueron considerados tabú. De igual modo, Manuel Rodríguez se complació en incorporar a los diálogos y a la narración breves citas de escritores tan variados como Pedro Salinas, Antonio Machado, Lezama Lima, Edgar Alan Poe, Blas de Otero y Bakunin, así como letras de canciones de Joan Manuel Serrat y de Paco Ibáñez.

Las estaciones del viajero es una obra bien estructurada, con líneas argumentales definidas y trazadas con acierto. Posee un tempo plausible, los acontecimientos expuestos se desarrollan con fluidez y naturalidad y los personajes ha sido bien definidos. A nuestro entender, los conflictos más logrados se corresponden con los enfrentamientos familiares, unas veces entre el hijo y el padre, separados como consecuencia de la Guerra Civil española, y en otras ocasiones entre la hija que decidió permanecer en Cuba y sus padres que emigraron. Este último hecho sirve para ilustrar la fractura que sufrió la familia cubana como consecuencia de la intransigencia política impuesta a partir de la radicalización del proceso revolucionario.

La novela comienza en su justo momento, en la ruptura de un estatus aborrecible, en la trascendencia, en la salida del huevo, en la emancipación, en la fuga hacia las alturas del individuo, y se cierra también en su justo momento, en la inminencia del regreso al punto de partida, solicitud formulada al protagonista por su padre cuando se encontraba en su lecho de muerte. Pero esto pertenece a la evanescencia que provocan las imprecisiones del deseo, la voluntad y la realidad. Porque en la novela hay buenos momentos de esas imprecisiones, donde el sueño intenta sobrepasar a la realidad y al final esta se impone, pero deja abierta una brecha a la especulación.

Las estaciones del viajero cuenta con una prosa acertada, pero de acuerdo con nuestra apreciación con un nivel de adjetivación que consideramos excesivo. En algunas ocasiones se incorporan tres o más calificativos a un sustantivo. Como ejemplos podemos citar: «Furtivo, rápido, nervioso fue aquel viaje a París» (p. 53); «Culto, cordial, inteligente, refinado, irreverente, y a veces herético —fue la presentación que hizo Virgilio del muchacho…» (p. 64); «Atardecer vehemente, noche apasionada, madrugada lenta y minuciosa…» (p. 87); «la vida para Virgilio sería otra: comedida, suspirante, desapasionada, nostálgica, bajo el acecho de la Muerte atenta e insaciable.» (p. 90); «Acicalada y lista para el baile; femenil, galante y coqueta; tocada con sombrero de encaje y adornos de flores y de plumas, la Muerte sonríe festiva y jovial.» (p. 101). Se podrá argüir que esta en una de las tantas variantes de la prosa y de la descripción, que el autor está en su legítimo derecho de elegir las formas expresivas y emplear los recursos que considera de su gusto; pero nosotros no podemos dejar de manifestar nuestro desagrado ante lo que consideramos una sobredosis de la adjetivación.

Las estaciones del viajero se cierra con un final abierto —valga la paradoja— que da pie a la especulación e insinúa una continuidad que quizás se materialice en otra novela.

Francos Lauredo, Aurelio. Españoles en Cuba: retrato de familia. Asturias, Fundación Archivo de Indianos-Museo de la Emigración, 2018, 369 pp.

En unas fechas tan tempranas como las primeras décadas del siglo xx, cuando era muy elevado el saldo inmigratorio de españoles en Cuba, comenzaron a manifestarse los intentos iniciales de aproximarse a aquellos individuos para recoger sus experiencias de vida en tierra cubana. Entre esos tanteos inaugurales estuvieron Cuba. Galería de españoles notables (Semblanzas y biografías) (1908), de A. M. Álvaro Bauso, y Asturianos en Cuba; entrevistas (1931), de Cándido Posada Sánchez. En ambos casos la mirada se dirigía a personalidades que habían logrado sobresalir en el círculo de la colonia española, principalmente en las esferas económica y social. Junto con la disminución del flujo demográfico procedente de la antigua Metrópolis y, más aún, con el proceso de radicales transformaciones iniciado en 1959, decayó el interés que despertaban aquellos que habían cruzado el Océano Atlántico con la esperanza de «hacer la América».

No fue hasta inicios de los años 90, cuando se llevó a cabo un mayor acercamiento entre los gobiernos de Madrid y de La Habana, que volvió a situarse en el foco de investigadores, cineastas y escritores las historias de vida de aquellos inmigrantes, en su mayoría ya entonces de muy avanzada edad, que aún se hallaban en suelo cubano. En 1992 salió publicado en Oviedo Cuba, los asturianos del silencio, de Juan de Lillo, un recuento de la presencia de los naturales de Asturias en Cuba con numerosas entrevistas personales, y en 1996 se proyectó por primera vez el excelente documental histórico en seis partes de Santiago Prado Pérez de Peñamil Historia de una migración, igualmente con entrevistas a varios nativos de dicho principado. En esta misma relación podemos incluir también el volumen de la periodista Miriam Rodríguez Betancourt Asturias en la memoria (2008). Sin embargo, el más persistente compilador de los testimonios individuales de la colonia española ha sido Aurelio Francos Lauredo.

Este investigador perteneciente a la Fundación Fernando Ortiz, de La Habana, desde el año 1992 viene trabajando en el Archivo de la Palabra: Españoles en Cuba, que tiene como objetivo conocer y difundir la presencia española en tierra cubana. Resultados de su entrega a ese proyecto han sido los volúmenes de entrevistas Asturianos en Cuba (1997), Madrileños en Cuba (2000), Vascos en Cuba (2011), Andaluces en Cuba (2013) y Riojanos en Cuba (2016), entre otros títulos. Ahora, como décimo aporte ha puesto en nuestras manos Españoles en Cuba: retrato de familia, en el que ha hecho una selección de las entrevistas realizadas años atrás y que abarcan a individuos procedentes de Galicia, Islas Canarias, Extremadura, Islas Baleares, País Vasco, Castilla-La Mancha y otras autonomías pertenecientes al Estado español.

De acuerdo con el autor, la elaboración de su libro ha seguido el principio de que las memorias personales son un elemento de identidad esencial a escala individual y colectiva, donde revisten tanto significado los datos rememorados fragmentariamente como las decisiones argumentadas, o alguna revelación espontánea, que permitan construir series de discursos autobiográficos de amplia utilidad teórica y práctica, al revelar las principales raíces y manifestaciones que caracterizan el desenvolvimiento de los españoles integrados a la población cubana, desde el punto de vista individual, familiar e institucional. (p. XIV)

Como guión de las entrevistas estableció 25 puntos que en orden cronológico parten de un dato elemental: la fecha y el lugar de nacimiento del entrevistado e incluyen a continuación aspectos como el contexto económico de la zona de origen en España, las causas que lo llevaron a emigrar, los trabajos realizados en Cuba y los sentimientos de ruptura o continuidad tras haber salido de su país. En cada caso hay un intento de balancear las fuentes orales (discursivas) y las documentales (ilustrativas). Entre los que brindaron sus vivencias estuvieron el jardinero Antonio Álvarez Martínez (La Rioja), sor Rosario Gutiérrez García (Asturias), el ingeniero Jorge Espresate Xirau (Aragón), el escritor Francisco Chofre (Valencia) y el empresario gallego Eduardo Vilas Romero, representante en la actualidad de la firma VIROEX, suministradora de productos industriales.

La mayor parte de los discursos poseen un tono coloquial, incluso familiar, que propicia en el lector el acercamiento a esas historias de vida no exentas algunas veces de desgarramiento y confesiones personales. Sin embargo, de modo lamentable, en la entrevista efectuada al funcionario cienfueguero Frank Pérez, quien llegó a ser director de las editoriales de Ciencias Sociales y de Casa de las Américas y cuya inclusión en este coro de «españoles en Cuba» resulta muy discutible, el autor cayó en la exposición esquemática de su desempeño laboral en forma de períodos, lo cual acerca más el texto a un informe personal o a un Currículum Vitae y le resta fluidez al relato del hablante.

En el caso de la entrevista a la catalana Monserrat Sancho Minguillón, esta ofreció abundantes datos sobre su origen, sus progenitores, la llegada a Cuba e incluso ilustró con un ejemplo su afición al cultivo de la poesía. Sin embargo, en ningún momento se añade una información importante que posiblemente explicara esa afición suya: su padre, el aragonés Mariano Sancho Gauchola, además de barbero fue un poeta que colaboró en numerosas revistas habaneras y publicó dos libros: Caminos de paz; unos versos y un ensayo (1939) y Placer del alma; versos y prosa (1949). Esto demuestra que el entrevistador no puede asumir nunca el papel de simple receptor pasivo que se limita solo a reproducir lo que afirma el testimoniante; debe además realizar investigaciones colaterales acerca de este para enriquecer o precisar las informaciones brindadas. Con esto no deseamos decir que desconocemos o minimizamos el esfuerzo desplegado por Aurelio Francos en aras de aprovechar cada una de estas fuentes orales.

Españoles en Cuba: retrato de familia es una obra necesaria que se agradece. Si su autor no hubiera acometido estas búsquedas testimoniales ahora careceríamos de historias de vida necesarias para comprender la Historia, con mayúsculas, de toda una época. Solo nos resta exhortarlo a que persevere en esta tarea.

Cueto, Emilio. Cien barcos en la historia de Cuba. Historias de Cuba en cien barcos. Miami, Ediciones Universal, 2018, 530 pp.

Existen distintos ángulos desde los cuales posicionarse para acometer el estudio del devenir histórico de un país: el económico, el de las luchas del movimiento obrero, el enfrentamiento de los distintos partidos políticos… El escritor italiano Giovanni Papini, muy célebre en su momento y ya hoy bastante olvidado, propuso alguna vez realizar las investigaciones históricas en el orden cronológico inverso: desde el presente hacia el pasado, desde las consecuencias hacia las causas. Emilio Cueto, abogado y erudito en todo lo relacionado con Cuba, no hizo suya esta audaz propuesta de Papini, pero acometió la tarea de adentrarse en nuestro pasado a través de un ingenioso recurso: los barcos que han tenido como destino o como punto de partida la geografía cubana. Cien fue el número de naves que seleccionó para llevar a cabo su recorrido desde nuestro pasado más remoto hasta el presente, desde las modestas canoas en que arribaron los primeros aborígenes, las carabelas de los conquistadores españoles y la embarcación en que navegaban tres humildes jóvenes en la bahía de Nipe en 1612 cuando hallaron la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre hasta la motonave K­Storm, de bandera de los Estados Unidos, que en enero de 2017 trasladó desde Cuba a La Florida un cargamento de carbón vegetal, lo que constituyó el primer intercambio comercial entre los dos países en cincuenta años.

Como es de suponer, no faltan en esta lista otros barcos que han tenido gran significación en la historia de Cuba, como el Creole, que trasladó clandestinamente a Narciso López a Cárdenas, donde se izó por primera vez en territorio cubano nuestra bandera, el Virginius, al servicio de la causa independentista, que cayó en manos de las autoridades españolas y gran parte de los expedicionarios que en ella viajaban fueron fusilados en Santiago de Cuba. También encontramos en este libro otras naves cuya relevancia es bien conocida: el Maine, el Morro Castle, el St. Louis, los yates Granma y Corinthia, el barco de carga francés La Coubre, el mercante Cerro Pelado… Según Emilio Cueto, «…la historia de Cuba (…) es, en gran parte, una historia de barcos» (p. 19).

En efecto, la transportación marítima ha sido fundamental en el proceso histórico cubano. En barcos llegaron los colonizadores españoles y, con posterioridad, las tropas enviadas por la Metrópolis y los numerosos inmigrantes gallegos, asturianos, canarios; llegaron los negros esclavos, traídos por la fuerza de África, los culíes chinos, los braceros haitianos y jamaiquinos, los expedicionarios de las luchas separatistas y revolucionarias. También en barcos arribaron el ganado, los caballos, las semillas de caña y de mango, el hielo y, por desgracia, algunas enfermedades como la llamada gripe española. En sentido contrario, de las costas cubanas partieron maderas preciosas, cargamentos de oro y toneladas de azúcar y de tabaco, combatientes internacionalistas que marcharon a Angola y exiliados en lanchas clandestinas rumbo a los Estados Unidos.

El autor no se limitó a exponer de modo puntual la relevancia de cada una de estas cien embarcaciones, sino que aprovechó la ocasión para incorporar valiosas informaciones sobre nuestro pasado. Así, por ejemplo, se detuvo a resumir el debate de los navegantes europeos acerca de la insularidad de Cuba, anotó la llegada del cine a La Habana en el vapor Lafayette en 1897 y la producción cinematográfica cubana hasta el año 2014, reprodujo el azaroso recorrido de los restos de Cristóbal Colón, detalló una por una las embarcaciones en que se trasladó José Martí, aportó noticias sobre la colonia japonesa en Cuba y no perdió la oportunidad de informar acerca de los vínculos entre Jamaica y nuestro país. La inclusión del barco de pasajeros el Pinero, que realizaba el recorrido Batabanó-Nueva Gerona, le sirvió de trampolín para recordar los hechos más significativos ocurridos en Isla de Pinos desde 1596 hasta 1981, cuando la famosa vaca Ubre Blanca implantó un record mundial al producir 109,5 litros de leche. De igual forma, en las páginas que le dedicó al acorazado Maine incluyó algunos datos poco divulgados entre nosotros, como el siguiente: en abril de 1898 las cámaras de los Estados Unidos aprobaron la enmienda presentada por el senador Teller que rechazaba todo intento de anexarse a Cuba una vez lograda su independencia de España. Por lo general entre nosotros se amplifica la versión simplista de que toda la maquinaria política estadounidense, del gobierno y de la oposición, aspiraba a apoderarse de la Isla.

A continuación Emilio Cueto también formuló una polémica afirmación que de seguro provocará el rechazo de los partidarios de los principios antimperialistas, que es una cosa, y de los sentimientos antinorteamericanos, que es otra: «Cuba le debe su independencia a los Estados Unidos» (…) «Esa independencia se ganó en Santiago de Cuba por barcos americanos» (p. 312). A los que comulgan con el nacionalismo cubano les resultará muy difícil digerir esa conclusión que contradice la categórica aseveración, en sentido contrario, del historiador Emilio Roig de Leuchsenring; pero si analizamos objetivamente lo ocurrido en Cuba, en particular en el campo insurrecto, desde la explosión del Maine hasta el desastre de la armada española en Santiago de Cuba, y leemos con atención el esclarecedor estudio de Francisco Pérez Guzmán Radiografía del Ejército Libertador 1895­1898 (2005), no nos parecerá tan inadmisible la conclusión a la que Cueto llegó.

Tampoco resultará del agrado de algunos, sobre todo de los santiagueros, el minucioso desmontaje que realiza de la aspiración a que Mariana Grajales sea reconocida oficialmente como «la Madre de la Patria». Después de admitir sus méritos como patriota, expresa:

Para que sea verdaderamente popular y sostenible, una declaración de esa naturaleza debe ser el resultado de un amplísimo consenso y no de una disposición manejada «desde arriba».

Un recorrido por la historia, la geografía y la bibliografía de Cuba no creo que demuestra, al menos a mí, que Mariana ha conquistado a tal punto el corazón de los cubanos como para recibir ese apelativo (porque eso se conquista, no se impone). El lector puede fácilmente constatar que en casi ningún hogar cubano hay imágenes de Mariana, que son poquísimas sus estatuas en parques o edificios; y que, excepto en algunos aniversarios —cuya fecha muy pocos recuerdan— nadie acude a llevarle flores; y, cuando eso ocurre, es normalmente solo una corona de algún organismo oficial. Contrastemos esta situación con la amplia y profun da presencia, a través de toda la isla durante cuatro siglos, de la Virgen de la Caridad del Cobre. En cientos de miles de hogares cubanos (aunque no todos, claro) hay un rinconcito para ella, y en todas las iglesias católicas cubanas, de San Antonio a Maisí, su altar está siempre cubierto de flores espontáneamente allí llevadas por todos los sectores de nuestro pueblo. No hablemos ya de la iglesia habanera de la calle Salud, del Santuario del Cobre o de la Ermita de Miami.

Por la petición de un grupo de mambises fue declarada Patrona de Cuba («Patrona» y «Patria» comparten la misma raíz) y dos veces ha recorrido el país desfilando ante millares de personas que acudieron voluntariamente a vitorearla y rezarle. Son cientos los óleos, versos y canciones que se le han dedicado. Ha engalanado decenas de portadas de revistas y calendarios. Nadie en Cuba ignora la fecha del 8 de septiembre. Miles la llevan colgando de sus cuellos o en sus carteras y billeteras. Su imagen ha presidido la Plaza de la Revolución. Ella es símbolo de cubanía y es la más universal de las cubanas. (pp. 375-376)

Al ocuparse del yate Granma, el autor colateralmente demostró hasta la saciedad que es apócrifo y carente de toda base documental el supuesto discurso pronunciado en 1955 en la Cámara de Representantes por el político batistiano Rafael Díaz Balart para oponerse a la Ley de Amnistía Política que pondría en libertad a los revolucionarios presos por los sucesos del 26 de julio de 1953. Según esa falsa intervención, que intentó ser profética y hace unos años circuló como verídica por internet, Díaz Balart rechazó esa propuesta de amnistía y auguró que Fidel Castro ambicionaba tomar el poder e implantar un régimen totalitario. En realidad, ese representante, al igual que todos sus compañeros en el hemiciclo, aprobó dicha ley y su fantasioso discurso vio la luz por primera vez en Miami en 1978.

Emilio Cueto también le concedió un espacio al barco español Covadonga, en el que fueron arbitrariamente expulsados de Cuba por las autoridades revolucionarias en septiembre de 1961 un total de 131 religiosos, entre ellos monseñor Eduardo Boza Masvidal, Obispo Auxiliar de La Habana. Como ejemplo de la numerosa flotilla que en 1980 trasladó desde el puerto de Mariel a La Florida a más de cien mil cubanos, tomó la embarcación llamada Ochún, la primera en realizar esta travesía. No dejó al margen el famoso caso del niño Elián González, sobreviviente de un naufragio ocurrido cuando su madre lo llevaba clandestinamente a los Estados Unidos y a continuación causa de una ruidosa polémica entre el gobierno cubano y los exiliados en Miami. Tampoco olvidó el intento de secuestro en abril de 2003 de la lancha Baraguá en el puerto habanero, que tuvo como trágico desenlace, en juicio sumarísimo, la condena de tres jóvenes a la pena de muerte, que les fue aplicada de inmediato, y a numerosos años de cárcel al resto de los secuestradores.

En Cien barcos en la historia de Cuba… podemos hallar un considerable volumen de informaciones escasamente conocidas; pero en algunos momentos el autor omitió datos que resultan de interés y que hubieran contribuido a destacar aún más la relevancia de esas naves. Por ejemplo, al ocuparse del Pinero no agregó que en esa embarcación fueron trasladados al Presidio Modelo de Isla de Pinos numerosos opositores a la dictadura de Machado y, con posterioridad, a la de Batista, entre ellos Pablo de la Torriente Brau, Raúl Roa, Ramiro Valdés Daussá, Fidel y Raúl Castro y Juan Almeida, así como los delincuentes, muy famosos en su época, Ramón Arroyo (Arroyito), «Guarina» y «El Chino Prendes», estos dos protagonistas del asalto al Royal Bank, en La Habana, y después de un intento de evasión en el que resultaron muertos a tiros.

Con respecto al barco español Manuel Arnús, solo le concedió la importancia de haber traído a nuestra capital en el otoño de 1936 a la más tarde famosa cantante y actriz Rosita Fornés. No recogió el autor que precisamente en ese viaje, y en el puerto habanero, una parte considerable de la tripulación que simpatizaba con la República Española, víctima entonces de la sublevación fascista surgida semanas antes y encabezada por Francisco Franco, se insubordinó contra la oficialidad, que pretendía poner el barco al servicio de este general. Estalló entonces una apasionada disputa por la nave entre los dos bandos españoles, que contaban con sus seguidores en Cuba, y las autoridades nativas se vieron involucradas en el litigio, que se prolongó durante casi dos años y provocó el enfriamiento de los vínculos diplomáticos de Madrid y La Habana. Finalmente, el diferendo se zanjó con la entrega del Manuel Arnús al legítimo gobierno republicano. Esta historia fue recogida por Abelardo Ramas Antúnez en su investigación El secuestro del «Manuel Arnús» (1982).

Además del caso anterior, Emilio Cueto le dio cabida en su libro a naves que, también según su propia explicación, solo tuvieron el mérito de haber traído a nuestras playas, o haberlas llevado al extranjero, a personalidades como el naturalista gallego Ramón de la Sagra, quien desembarcó del Activa en 1823, el poeta José María Heredia, cuya salida clandestina ocurrió en aquel mismo año en el Galaxy desde la bahía de Matanzas, y la prolífica escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda, que marchó en 1836 rumbo a España en el vapor francés Le Bellochan. De acuerdo con nuestra apreciación, estas inclusiones de limitado valor debieron ser sustituidas por otras de mayor relevancia en nuestra historia, como las siguientes:

  1. El Monserrate: Bajo el mando del capitán Deschamps, este barco español logró burlar el férreo bloqueo establecido por la armada estadounidense a los puertos cubanos en 1898 y entrar en la bahía de Cienfuegos con un cargamento de víveres y otras mercancías. Aquella proeza levantó aún más los ánimos patrioteros de los integristas españoles y dio pie a la creación a toda carrera de una zarzuela en un acto que fue representada con gran éxito en los teatros habaneros. Como bien sabemos, aquel alborozo colectivo fue solo flor de un día.
  2. El Valbanera: Barco perteneciente a la marina española de muy triste recordación. Procedente de España y con más de mil pasajeros, muchos de ellos inmigrantes de Islas Canarias, cruzó sin dificultad el Atlántico impulsado por sus modernos motores. Hizo escala en Santiago de Cuba, donde desembarcó alrededor de la mitad del pasaje, y emprendió después viaje a La Habana por la costa norte sin saber que marchaba al encuentro de un huracán. El día 9 de septiembre de 1919 llegó a la entrada de El Morro, pero la fuerza de las olas, la tenaz lluvia y el viento impidieron que pudiera entrar en el puerto. Con el fin de capear la tormenta en mar abierto se adentró en el estrecho de La Florida, precisamente a donde se dirigía el ciclón. El Valbanera se fue a pique y días después la nave fue localizada en un banco de arena cerca de uno de los cayos de La Florida, hundida a solo doce metros de profundidad y con el mástil sobresaliendo entre las aguas. Inexplicablemente, no fue hallado ningún cadáver ni un sobreviviente y las lanchas salvavidas no habían sido utilizadas. Estos hechos desconcertantes, y otros que ahora no podemos detallar, han dado pie a la creación de todo un misterio y de distintas leyendas acerca del final del Aún hoy «se le considera el peor desastre marítimo español en tiempos de paz» (Wikipedia y Ecured)
  3. Ilse Volmaner: A bordo de esta embarcación de bandera norteamericana en agosto de 1931 partieron clandestinamente de los Estados Unidos 37 revolucionarios dispuestos a luchar contra la dictadura de Machado. Lograron desembarcar en el puerto de Gibara; pero casi de inmediato tuvieron que hacerle frente a las tropas del ejército, muy superiores en número y en pertrechos militares. Algunos cayeron en combate, otros fueron hechos prisioneros y solo unos pocos alcanzaron a escapar. Aunque fue una acción armada que culminó en derrota, los revolucionarios la asumieron como un estímulo para mantener viva la insurrección antimachadista. Entre los expediciones estuvieron varios hombres que obtendrían no escasa significación nacional años más tarde: el periodista Sergio Carbó, miembro de la Pentarquía y director de Prensa Libre; el ingeniero Carlos Hevia, fugaz presidente de la República y en 1952 aspirante a la primera magistratura del país por el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico); el reconocido tisiólogo y luchador antibatistiano Gustavo Aldereguía; el exmilitar Emilio Laurent, electo en 1939 a la Asamblea Constituyente; y el periodista Lucilo de la Peña, quien alcanzó a ser en 1936 presidente del Senado.
  4. Scapade o Thor II – San Rafael: En la primera de estas dos embarcaciones, de bandera estadounidense, en febrero de 1958 partieron sigilosamente de Miami alrededor de dos docenas de jóvenes que integraban el Directorio Revolucionario 13 de Marzo y se proponían constituir un grupo guerrillero para enfrentarse al régimen de Batista. En uno de los cayos de las Bahamas hicieron trasbordo para la goleta San Rafael, cubana, que los condujo a la bahía de Nuevitas. Días después lograron llegar a la Sierra del Escambray, donde consolidaron el foco guerrillero de esta organización político-militar. Entre los expedicionarios estuvieron algunos hombres que después de 1959 ocuparían altas responsabilidades en el gobierno: Faure Chomón, Julio García Oliveras, Raúl Díaz-Argüelles, Enrique Rodríguez Loeches, Guillermo Jiménez, Alberto Mora y Rolando Cubela.

Al margen de estas omisiones, que no podemos dejar de mencionar, Cien barcos en la historia de Cuba… es un texto de gran importancia para conocer, desde un ángulo diferente, nuestro pasado.