Rogelio Fabio Hurtado: poeta de la humildad

En el amplísimo y heterogéneo coro que integran las voces poéticas es posible hallar a autores que asumen un registro altisonante para proclamar muy en alto su vitalidad y su fuerza explosiva ante los avatares de la vida. Entre ellos se encuentran el argentino Pedro Bonifacio Palacios, quien empleó el significativo seudónimo de Almafuerte y alcanzó notoriedad con su enérgico soneto «Piu avanti», y el peruano José Santos Chocano, dueño de una trompa lírica que estremeció durante un tiempo la poesía hispanoamericana y con la que se propuso cantarle a las glorias autóctonas de su país. Otros, como el manzanillero José Manuel Poveda, asumen una actitud de soberbia y desdén hacia los demás mortales y se recluyen en un mundo personal que consideran superior. En el extremo opuesto se sitúan los poetas que se acercan con humildad a los temas íntimos o colectivos, emplean una expresión sencilla, nunca la metáfora rebuscada, y van en busca de una comunicación diáfana para exponer asuntos comunes, al parecer intrascendentes. Entre estos creadores se hallan, por ejemplo, el argentino Evaristo Carriego, autor del conocido poema «La costurerita que dio aquel mal paso», y, en las letras cubanas, Domingo Alfonso y Rogelio Fabio Hurtado.

» Noticia sobre la vida y la obra de Rogelio Fabio Hurtado

Nació en La Habana el 22 de junio de 1946. Hijo único, creció rodeado de numerosas tías y primos y comenzó a formarse en el ambiente citadino de los alrededores del Café Colón, en Arroyo Naranjo, en el difícil contexto de la dictadura de Batista. Después del triunfo revolucionario de 1959, al igual que otros muchos jóvenes abrazó con entusiasmo el proceso de transformaciones estructurales que se llevaba a cabo y en 1963, con solo 17 años, abandonó los estudios en la Secundaria Básica Enrique José Varona para ingresar voluntariamente en el ejército. A partir de ese momento conoció, y hasta en parte disfrutó, la dura vida del soldado y estuvo en distintas bases militares de Occidente, como San Julián y Canímar, donde tuvo numerosas vivencias y compartió con disímiles individuos que después evocaría en sus versos. Pero unos años más tarde comenzó a padecer de trastornos psiquiátricos que provocaron su baja del ejército y que con períodos de crisis lo perseguirían toda la vida.

De nuevo bajo la condición de civil, durante un tiempo no trabajó ni estudió; pero al cabo logró completar la enseñanza media. A continuación ingresó como profesor de Español y de Literatura en la Facultad Obrera del Puerto Pesquero de La Habana y profundizó sus conocimientos de las obras esenciales de las letras cubanas y extranjeras. También comenzó a cultivar la poesía. En 1969 preparó un cuaderno de poemas y lo envió al Concurso David, convocado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. El jurado del certamen, integrado por Nicolás Guillén, Raúl Luis y Luis Marré, decidió otorgarle el premio a Papel de hombre, de Raúl Rivero, y confeccionar además una selección de los textos más sobresalientes presentados por otros concursantes. En esa selección, titulada Poemas David 69 (1970), vio la luz su composición dedicada a Julián del Casal «Patillas, sayales». De esa forma modesta, a los 24 años, se dio a conocer como poeta.

Aquel reconocimiento, y otros que abordaremos más adelante, bien hubieran podido servirle de estímulo para intentar nuevas publicaciones e insertarse en el ámbito literario habanero; mas en el año 1971, tras el conocido Caso Padilla y la celebración del Congreso Nacional de Educación y Cultura, de muy triste recordación, la política cultural del país sufrió un implacable endurecimiento. La rigidez ideológica, la marginación social y la intolerancia política acabaron de ascender al trono y la imprecisa acusación de diversionismo ideológico comenzó a gravitar sobre cualquier ciudadano. Tener creencias religiosas, elogiar de algún modo el sistema capitalista, ser homosexual, leer a Alexander Solzhenitzien o a Guillermo Cabrera Infante, mantener correspondencia con alguien que se hubiera marchado del país, disfrutar de la música de Los Beatles o llevar el pelo largo podían ser motivos de serios cuestionamientos personales con implicaciones políticas y sociales. Entonces en unos ganó espacio el extremismo y en otros la desconfianza, la simulación, la paranoia, el miedo a perder el puesto de trabajo o la carrera universitaria. También entonces comenzó en el arte cubano el festín de los mediocres.

Durante aquel período tan funesto no pocos escritores y artistas sufrieron arbitrarias sanciones y otros optaron por la automarginación y el retraimiento. Rogelio Fabio Hurtado, cuyo entusiasmo por el proceso revolucionario se había evaporado, estuvo entre estos últimos. Por aquel tiempo causó baja como profesor en el Puerto Pesquero y decidió refugiarse en el cálido ambiente de un reducido grupo de amigos que también habían decidido desmarcarse por completo de la cultura oficial. A la caída de la tarde coincidían en la terraza del Hotel Capri, donde tomaban café o té frío en grandes cantidades, y ya en la noche, hasta la madrugada, en el parquecito situado frente a la funeraria de Calzada y K. Allí hablaban de literatura y de arte, comentaban la situación política o la película que acaban de ver en la Cinemateca, se leían poemas y se entablaban largas discusiones. El aquel heterogéneo grupo de jóvenes escritores, artistas, diletantes y marginales coincidieron, entre otros, el narrador Esteban Luis Cárdenas, los pintores Jessie de los Ríos, Flavio Garciandía, Arturo Cuenca, Julio García (Pirosmani) y Juan Miguel Espino, los poetas Alejandro Lorenzo, Nicolás Lara, Benigno D’ou y Benjamín

Ferre ra, también ajedrecista, y el autor de estas líneas. Eran tiempos difíciles en que venían constantemente a pedirnos identificación, todas las puertas parecían cerradas, deambulábamos por la Plaza de la Catedral, entonces sin turistas, y nos atenazaba la soledad y la desesperanza.

Rogelio Fabio Hurtado continuó escribiendo sus poemas, que ocasionalmente nos leía, y comenzó a trabajar en una dependencia burocrática de la Oficina de Control para la Distribución de los Abastecimientos (OFICODA), pero en 1980, al ocurrir los sucesos de la Embajada de Perú y el éxodo masivo por el puerto del Mariel, fue convocado por los dirigentes de su centro de trabajo a tomar parte en un «acto de repudio» contra uno de sus compañeros que había decidido marcharse del país, a lo cual se opuso tajantemente. Como sanción fue separado de su puesto laboral.

A partir de aquel momento se dedicó a la venta particular de flores. Temprano en la mañana las adquiría en las fincas de Arroyo Naranjo y después marchaba a venderlas en los barrios de Jesús María, Los Sitios y Belén, siempre esquivando el encuentro con inspectores y policías. También por aquellos tiempos se vinculó a organizaciones de oposición política pacífica y en varias oportunidades fue detenido e interrogado por agentes de la Seguridad del Estado, quienes además iban a visitarlo a su domicilio. Rogelio Fabio Hurtado, hombre de nobles sentimientos, los recibía respetuosamente, les brindaba asiento y les ofrecía café.

De aquellas escaramuzas como militante civilista salió algo decepcionado de los hombres, no de las razones de su causa. Y esas experiencias le sirvieron además para reorientar su rumbo y, en un sincero proceso de valoraciones y autocríticas, reiniciar de nuevo el largo y difícil camino hacia Dios. Así lo atestigua el título del cuaderno de poemas que en noviembre de 1995 le proporcionó el premio en el concurso literario «Tengo fe en el mejoramiento humano», convocado por la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba: Retornando al templo. Sirvan también para demostrarlo estos versos del poema homónimo, permeados por la humilde sugerencia:

Ven y siéntate, sin ambiciones ni miedo en el callado banco de la Iglesia. Ven a compartir tus frágiles decisiones, a curar la impotencia de tus dudas —dejarás las lagunas donde las quiere el silencio— humilde de pensamiento y de obra, ven a ser uno con los débiles que no se justifican.

Con este cuaderno, que fue publicado en Palabra Nueva, con este premio, Rogelio Fabio Hurtado retornaba además a su derecho a divulgar su poesía. Y al año siguiente, durante unos meses de visita familiar en Miami, publica en la Editorial La Torre de Papel su libro El poeta entre dos tigres, donde podemos hallar composiciones escritas con casi dos décadas de diferencia. Si bien en algunos casos resultan evidentes los contrastes temáticos y estilísticos, podemos afirmar que en las páginas de este libro prevalecen motivos recurrentes como el recuerdo de la infancia, los amigos, la nostalgia por las mujeres amadas y perdidas y la especulación acerca del destino de numerosos individuos que le fueron muy cercanos. Así lo podemos ver en el poema «Revista de la mañana»:

En esta clara, tibia, mañana de noviembre mientras estoy bebiendo jarra tras jarra de pésima cerveza mi última enamorada sospecha de su alegría en Moscú

Fabio mi hijo obedece timbres de escuela en New Jersey.

. . . . . . . . . . . . . . . .  . . . . . . . . . . .

En esta quieta, romántica, mañana de noviembre alguna gente buena me recuerda de pronto
—el técnico Tomás, Limbania la portera—
Reglo Guerrero el Chino vive contra los Grandes Lagos,
Concha, que me leía la mano, se ha mudado de Luyanó a Madrid.
En esta solitaria, atómica, mañana de noviembre no siendo yo accionista ni dirigente sino un antiquísimo bebedor de pésima cerveza ofrezco para todos cuarto en mi corazón, paz desde esta cuartilla.

A continuación Rogelio Fabio Hurtado comienza a colaborar con mucha frecuencia en Palabra Nueva, donde ha de publicar numerosas entrevistas a personalidades de la cultura cubana como Luis Carbonell, María Álvarez Ríos, Antón Arrufat y Fernando Pérez, a veces con la cooperación de su vieja amiga Zita Mugía. También asume el cargo de editor de Espacios, revista del movimiento de laicos de la Arquidiócesis de La Habana, y escribe además en Vitral, órgano de la Diócesis de Pinar del Río. En 2001 apareció impreso en Miami su volumen Viñetas para un invisible, en el cual reunió un conjunto de prosas breves relacionadas con la historia y las costumbres cubanas.

En el año 2003 el poeta y ensayista Jorge Luis Arcos, director entonces de la revista Unión, órgano de la UNEAC, y el autor de este trabajo nos confabulamos buenamente para publicarle algunos poemas al amigo Rogelio Fabio Hurtado. Los dos considerábamos inadmisible que su obra, a pesar de los valores que posee, fuese casi desconocida en Cuba, su patria, donde siempre había residido y a la que no había dejado de serle fiel. Él aceptó el ofrecimiento sin mucho entusiasmo y nos hizo entrega de algunos de sus textos. En el número de Unión de julio-septiembre de aquel año vieron la luz sus poemas «El hongo», «Quinta Canaria» y «Ornitología». Nos agradeció el gesto y nuestras nobles intenciones; pero mantuvo en alto su determinación de mantenerse alejado del movimiento literario oficial.

Un tiempo atrás, con motivo de celebrarse cuatro siglos de la presencia en nuestro país de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, el hermano Zenón Janáriz San Juan, Prior de dicha orden, le había encomendado a Rogelio Fabio Hurtado la tarea de escribir su larga historia de filantropía y entrega a los enfermos. Después de llevar adelante una intensa labor investigativa, mucho más meritoria si se toma en cuenta que él no tenía una formación como historiador, entregó una valiosa monografía que tituló Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. 400 años en Cuba y salió impresa a fines de 2003 en Bogotá por la Colección Selare y con palabras introductorias del hermano Manuel Cólliga. En esta obra de más de 300 páginas alcanzó a condensar la trayectoria de esa orden en tierra cubana a partir de la llegada de los cuatro primeros hermanos juaninos en 1603, los momentos de esplendor que llegó a disfrutar y sus vicisitudes una vez declarado el carácter socialista de la Revolución.

A la alegría que le proporcionó la salida de este libro suyo se sumó una nueva al año siguiente, cuando obtuvo el Premio de Poesía del Concurso Literario Vitral con el cuaderno titulado Hurrá y otras elegías, que recibió el voto del jurado compuesto por Adriana Zamora García, Michel Encinosa Fu y Raúl Capote Fernández. Fiel a sus conceptos estéticos, también en esta ocasión podemos apreciar su adhesión a la corriente conversacionalista, que en Cuba cobró notable auge después de 1959 y en gran medida como resultado de la influencia del nicaragüense Ernesto Cardenal, el chileno Nicanor Parra y algunos poetas norteamericanos como William Carlos Williams. Dentro de esa corriente expresiva Rogelio Fabio Hurtado enmarcó una vez más sus experiencias personales, relacionadas algunas veces con hechos históricos de la Cuba pre o post revolucionarias, figuras del cine, el beisbol, la literatura o sencillos individuos ligados al entorno de su niñez y adolescencia. La frustración ante las ilusiones pasadas está presente ya en la dedicatoria a su padre: «Qué pelotero, / qué ajedrecista G.M.I., / qué bolchevique / quise ser por ti. / Con todo lo que no fui / me sentí triste, y escribí / estos versos también para ti.»

Los recuerdos de su etapa como soldado y ardiente revolucionario afloran también en este cuaderno, como vemos en su «Epístola a Ferrera»:

cantábamos a coro
Bandera Rossa brilla más que el sol Bandera Rossa la que triunfará Que viva Lenin. Escandalosamente cantábamos pero no íbamos en manifestación,
sino solitariamente borrachos en los dilapidados años 70s Braceando entre consignas y canciones ingenuas pero tan amadas…

En otros momentos, como en «Verano de hormigas», expone su situación individual:
Por ahora tengo un aspecto horrible de poeta retirado o loco. Lo peor: no escribo una línea de admisible belleza. Burocracia y miedo dieron el CORTEN al guión de mi vida. Enseguida quiero hablar de otra cosa. La cabeza enjaulada flota en la pecera como una flor difunta.

Un elemento presente en los poemas de Rogelio Fabio Hurtado es la autoparodia, recurso burlesco dirigido contra uno mismo que se emparienta con la humildad y se coloca en las antípodas de la vanidad y el engreimiento. Empleado con anterioridad por José Z. Tallet y Heberto Padilla, de quien fue muy cercano amigo en los años de desgracia común, podemos observarlo en estas composiciones:

Lo que aún me molesta es que en la escasa repartición de bienes te hayas llevado la capita rusa de nylon azul que yo llevaba puesta incluso bajo el sol porque me hacía sentirme todo un joven poeta

(«Café conversatorio»)

Yo,

crédulo lector de vientre de las estatuas; aprobado en Historia de Cuba y en Moral y Cívica; suspenso irremediable en Artes Manuales

(«Madrugada»)

ser un hombre y no saber trazar siquiera una estrella sobre un cielo de papel

(«Quinta Canaria»)

Un desencuentro personal con los máximos responsables de las publicaciones de la Iglesia Católica Espacios y Palabra Nueva, que él asumió de un modo apasionado, lo llevaron a apartarse de ellas; pero no de la fe religiosa. Comenzó entonces a colaborar con más frecuencia en órganos creados por cubanos del exilio como Primavera de Cuba, Cubaencuentro, Cubanet y Diario de Cuba. Viñetas costumbristas, reseñas de libros recientes, artículos literarios y comentarios sobre la realidad sociopolítica de nuestro país fueron principalmente los géneros de estas colaboraciones suyas, que se extendieron durante varios años. Cuando se acercaba a las siete décadas de vida se le agudizaron los padecimientos pulmonares y de diabetes que ya desde un tiempo antes sufría y que habían provocado la amputación de dos dedos de su pie derecho. Por similares causas a su esposa Felina le habían tenido que amputar una pierna. Ante aquella difícil situación, ambos tuvieron que apelar a la ayuda de algunos fieles amigos y vecinos, así como también de parientes lejanos y de otras personas no desinteresadas.

En abril de 2017 las complicaciones pulmonares y renales de Rogelio Fabio Hurtado se incrementaron y tuvo que ser internado en el Hospital Clínico Quirúrgico Joaquín Albarrán. Allí falleció, tras una larga agonía de dos meses, el miércoles 21 de junio de 2017, la víspera de cumplir 71 años de edad.

» Ernesto Cardenal y Rogelio Fabio Hurtado

En junio de 1970 el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal arribó a La Habana para tomar parte como jurado de poesía en el Concurso Casa de las Américas. Contaba con 45 años de edad, se había ordenado sacerdote, había cursado estudios de Humanidades en centros universitarios de México y los Estados Unidos, había tomado parte en la lucha contra la dictadura de Somoza y fundado la comunidad de Solentiname. También había publicado los libros de versos Epigramas (1961), Salmos (1964) y Oración por Marilyn Monroe y otros poemas (1965). Llega a Cuba, donde cuenta con numerosos admiradores de su obra como Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar y Fina García Marruz, en un momento de decepción nacional, cuando el comandante Fidel Castro ha tenido que reconocer que la ambiciosa meta de producir diez millones de toneladas métricas de azúcar no será alcanzada.

Al igual que Mario Benedetti, Roque Dalton, Rodolfo Walsh y otros intelectuales hispanoamericanos miembros del jurado, en los días siguientes Cardenal fue llevado a conocer centros docentes, laborales y hospitalarios, en visitas oficiales no exentas de propaganda. Una de las fábricas visitadas fue el Puerto Pesquero. Dos años después, al publicar en Buenos Aires su libro de crónicas En Cuba, basado en las experiencias que tuvo en nuestro país, insertó el capítulo titulado «El Puerto Pesquero», al que pertenecen estos fragmentos:

Nos llevaron a ver el Puerto Pesquero de La Habana y a la entrada de una de las plantas procesadoras de pescado salió un grupo de trabajadores a recibirnos. Se me acerca uno, bastante joven, y me dice que me estaba esperando y que desea conversar conmigo. Me acosa a preguntas: ¿Cómo es Solentiname? ¿Cómo es la vida contemplativa que allí llevamos? ¿Sigo haciendo traducciones de poesía norteamericana? ¿Qué hay de Sergio Mondragón? ¿Qué pasó con el Corno: ya no sigue saliendo? ¿Y Henry Miller sigue escribiendo? ¿Ginsberg? Sí, él sabe que lo sacaron de Cuba por su homosexualismo, porque decía que a los homosexuales en vez de confinarlos a granjas los debían de emplear como botones de los hoteles. Me pregunta qué opino de Borges, y de Cien años de soledad. (…) Mientras subimos y bajamos escaleras y pasamos de una planta a otra me va haciendo las preguntas, y también va respondiendo a las mías. Él da clases a los trabajadores de este plantel. Tiene 23 años, las clases que aquí se dan son desde alfabetización hasta bachillerato. Él es poeta también. Primero estuvo de voluntario en la milicia hasta que lo dio de alta (sic) un psiquiatra. Después estuvo dos años de vago. (…) Durante ese tiempo estuvo visitando las bibliotecas y leyendo las revistas literarias nuevas. (…) Su padre era obrero y su abuelo también.1

Como podrá suponerse, aquel joven poeta que apabulló a preguntas a Cardenal no era otro que Rogelio Fabio Hurtado, quien ya sentía una gran admiración por él y por su poesía. Prefirió ocultar su nombre, como también omitió la verdadera identidad de otros jóvenes —seminaristas, escritores, reclutas del Servicio Militar— con los que se entrevistó. Sin embargo, reconoció como de su autoría dos poemas que reprodujo en este libro, junto a otros de Padilla, Vitier, Fernández Retamar y Miguel Barnet: «Algunas costumbres del soldado en campaña» y «3 7000 cohetes Canímar Año 64», a los cuales pertenecen, respectivamente, los siguientes versos.

El soldado
no es Jorge el Piloto de un avión plateado, ni un robusto telegrafista sobrio, ni es un cadete,
ni es un sargento de «saque el pecho y meta la barriga» el soldado no desfila casi nunca por las Plazas está sentado en la litera poniéndose las botas a la una, a las tres, a las cinco de la madrugada —uno está rendido de sueño y viene el recorrido con un fósforo a decirme: «arriba que ya es hora»— metiendo sus brazos en la camisa fría sale de su barraca y un frío brusco lo traga marcha con el fusil en bandolera y el casco colgándole
de una mano
hablando solo para hacerse de alguna compañía

– – –

Érase un campamento a dos kilómetros de la Vía Blanca donde vivieron más de cien hombres en tres tiendas de lona verde oscura. Érase una madrugada de guardia cada dos noches.
Nuestra ducha fue el río azul bajo un puente (…)
Hubo un negro joven del central Portugalete a quien su abuela
había aconsejado: «Tú ten siempre bien engrasá la tercerola mi nieto»

Después de ese encuentro no volvieron a verse ni a mantener comunicación por otras vías. Tras sostener semanas más tarde una larga entrevista con Fidel Castro, Cardenal se marchó de nuestro país. La publicación de En Cuba tuvo un notable éxito editorial, se hicieron varias reimpresiones en distintos países hispanoamericanos —menos «en Cuba»— y fue muy discutido. El 1976 dio a conocer en México la antología Poesía cubana de la Revolución, que incluyó tres poemas de Rogelio Fabio Hurtado. Esa incorporación no dejó de ser un reconocimiento a la calidad de su poesía.

Tuvieron que transcurrir treinta años para que ambos poetas volvieran a encontrarse, también esta vez, por curiosa coincidencia, en el entorno del puerto de La Habana. No tenemos noticias de que Cardenal haya recogido en sus escritos ese reencuentro; en cambio, esta vez le tocó al autor cubano estamparlo con detalles en una voluminosa agenda de color verde y textos en italiano en la que hizo muchas anotaciones a lo largo de varios años. De esa agenda hemos tomado estas páginas rescatadas.

» Páginas de Rogelio Fabio Hurtado rescatadas

Rogelio Fabio Hurtado falleció en horas de la madrugada. Por decisión de los parientes de su esposa, fue sepultado ese mismo día a las 4 de la tarde, no en el panteón familiar donde yacen los restos de sus padres, sino en una bóveda colectiva. La mayor parte de sus amigos nos enteramos de su deceso cuando ya su cadáver comenzaba a ser polvo en tierra cubana.

Al día siguiente, sin pérdida de tiempo y movidos por intereses muy pragmáticos, esos mismos parientes comenzaron a deshacerse de todo lo que existía en el modesto apartamento de la avenida 51, en Marianao, que consideraron inservible o no aprovechable. Dentro de esta categoría cayeron los numerosos libros, revistas, manuscritos, cartas y fotografías que conservaba el poeta. Todo este cargamento, más su vieja máquina de escribir, fue lanzado a los contenedores de basura y a los canteros de la avenida 53, en un acto que constituye todo un crimen. Muy pronto un enjambre de «buzos» cayó sobre aquella montaña de papeles para apoderarse de todo lo que consideraran útil.

A la mañana siguiente el poeta Rito Ramón Aroche, quien reside cerca de ese lugar y conoció a Rogelio Fabio Hurtado, se enteró por los vecinos de lo ocurrido y acudió al sitio indicado; pero la noche anterior había llovido y solo quedaban dispersos en el lodazal dos o tres decenas de libros maltrechos, entre ellos la voluminosa agenda de gruesas tapas verdes. Afortunadamente la recogió y después de haberla ojeado decidió entregársela al también poeta Ramón Bermúdez, quien además de vecino de Rogelio Fabio Hurtado fue su amigo en los últimos años y visita frecuente a su apartamento. Este depositario ojeó igualmente con interés la agenda, pero sabiendo que quien suscribe había sostenido durante muchos años una estrecha amistad con el autor ya desaparecido, tuvo la gentileza de ponerla en nuestras manos.

Esta agenda italiana comprende desde septiembre de 1997 hasta diciembre de 1998 y en sus páginas marcadas por las fechas de cada día Rogelio Fabio fue escribiendo, sin orden cronológico alguno, de forma aleatoria, comentarios personales, citas de autores célebres, proyectos de artículos, datos históricos, sus recuerdos sobre Reynaldo Arenas o Heberto Padilla, direcciones y teléfonos de distintas personas, respuestas de artistas a los que entrevistó y hasta un recuento de la visita que le hizo al excomandante Eloy Gutiérrez Menoyo cuando este decidió establecerse en Cuba. En las hojas que abarcan desde el «giovedi 2 aprile» al «domenica 12 aprile» recogió su reencuentro con Cardenal en el año 2000. Por la calidad del texto, por la relevancia del poeta nicaragüense, por los asuntos colaterales que aborda y el sentimiento humano que transmite, hemos decidido incluir el presente texto, bajo el título «Mi reencuentro con Ernesto Cardenal», en nuestra sección Páginas Rescatadas. En esta ocasión nunca mejor llamadas Páginas Rescatadas. Porque fueron rescatadas del salvajismo, la incultura, la barbarie. Fueron rescatadas de la destrucción y, literalmente, de un fanguero. Son páginas que, a nuestro entender, deben perdurar. (JDC)

Mi reencuentro con Ernesto Cardenal

Por Rogelio Fabio Hurtado

Ayer, jueves 10 de febrero del 2000, acudí con Felina a la Feria del Libro, en La Cabaña, atraído por el anuncio de una lectura de poesía de Ernesto Cardenal —a cuyos recitales en La Habana de los últimos años no he podido asistir, por enterarme tarde o enfermedad. Salimos para allá algo tarde, pero afortunadamente convencí a Felina de pagar el dólar (eq. 20.00 $ M.N.) y luego de darle la vuelta al Capitolio —se había anunciado que el transporte para la Feria saldría de la calle Industrias— tomamos la guagua con comodidad en Prado y Tte. Rey, alrededor de las 4 de una bonita tarde de invierno: clara, de cielo limpio y aire fresco, con frío a la sombra.

Enseguida estábamos acercándonos a la entrada de la fortaleza, caminando por una calzada ascendente con la ciudad a la derecha, más allá del canal de la Bahía, y dejando detrás al Morro. Tras recorrer casi doscientos metros, penetramos por el portón de la fortaleza con una inscripción en piedra del tiempo de su edificación. Aquí comenzaron los pensamientos del pasado a presentárseme. En 1963, cuando yo entré voluntariamente al Ejército cubano, estaba preso aquí mi primo hermano Armando —criado por mis padres al morir Cuca, su mamá— y aquí había venido varias veces a visitarlo mi madre, quien había tenido que sacar un carnet especial para visitarlo junto a Marta, su esposa. Claro: él no era entonces el único preso por motivos políticos —además, estuvieron los fusilados, justa o injustamente. ¿Cuántas personas no habrán traspuestos estos muros sabiendo que no saldrían vivos? ¿Para cuántos este mismo paisaje, que yo miraba ahora con la ligereza del turista, fue la impactante imagen de la propia resurrección, ese volver de la Casa de los Muertos, como lo llamara Dostoyevski?

Ya dentro, al caminar por los anchos corredores, entre las luengas barracas abanderadas, la idea dominante era conocer, admirar más bien, en cuál de aquellos fosos había realizado sus macabras operaciones el pelotón de fusilamiento. Imposible de precisar, por supuesto, a menos que uno se hiciese acompañar por algún sobreviviente. Pero mis sobrevivientes estaban o muertos o muy lejos y sin deseos de volver por el momento a Cuba. También aquí se había fusilado al poeta Zenea, y eso creo que sí se recuerda, pero no quise acercarme al túmulo —su presencia subrayaba la ausencia de los otros, más cercanos y numerosos.

Página del texto original de Rogelio Fabio Hurtado.

Página del texto original de Rogelio Fabio Hurtado.

Realmente, no conseguía pensar en libros, y comencé a investigar dónde sería el recital de Ernesto Cardenal. El portero no sabía decirme —por su expresión tampoco le decía nada el nombre del poeta, uno de los más importantes poetas vivos de Hispanoamérica. Cuando vi al poeta Víctor Fowler —reciente Premio de la Crítica— pensé resuelto el problema. Pero no: «No sé aquí dónde está nada, Fabio». Felina entró al baño, cercano a las mesitas de una cafetería al aire libre, en moneda «fuerte», por supuesto. Permanecí mirando a la gente que llegaba o se marchaba no muy cargada de libros. El sitio escogido para la Feria era sin dudas más espacioso. No se veían las colas ni los tumultos de gente como en Pabexpo, la sede de los últimos años, en La Coronela. Pero el interés —o la aureola siniestra más bien, de la Historia, impregnaba a la fortaleza de otra connotación imposible de olvidar. Estuve tentado a decirle a Felina que hiciéramos un momento de silencio, una oración sencilla por los muchos muertos y sufrimientos acumulados allí —que la restauración turística ni la espléndida naturaleza alcanzaban a disolver. Hice el rezo para mí mismo, mientras ella se demoraba en el baño, pequeño para la afluencia de mujeres.

Seguimos adelante buscando el sitio de las lecturas de poesía. Girando a la derecha, alcanzamos la explanada central, anchurosa, y allí nos encontramos con el sobrino de Héctor Pedreira, Argel Calcines, quien nos saludó efusivo y al fin estaba cierto de dónde se desarrollaban las lecturas. —«Está con César López».

En uno de los fosos, bajo los árboles enraizados en la muralla, con poca asistencia de público (disperso el poco público de poetas profesionales en su mayoría sentados en el suelo, pues las sillas plásticas eran pocas). Leía César y frente a él reconocí inmediatamente a Pablo Armando Fernández, enfundado en un perno azul, y sentado a su derecha con el pelo totalmente blanco sobresaliéndole por los costados borde (sic) de la boina negra, Cardenal. Ernesto Cardenal, más blanco y más grueso que de costumbre escuchaba la lectura de los versos de César. Nos colocamos de pie. Era una lástima la escasez de público. Concluyó la lectura y como me enseñara el amigo Héctor empecé a aplaudir para que me siguieran. Compré el libro puesto a la venta y lo llevé a César para que me lo autografiara. Me antecedía en la fila Marta Rojas, la joven periodista del Asalto al Moncada, y detrás, Basilia Papastamatíu, la argentino-griega periodista y poeta. Me consolé pensando que éramos pocos pero buenos. Estaba la poeta Nancy Morejón también por allí, y dos reporteros del Granma —Pedro Antonio García y Pedro de la Hoz. Anunciaron que a las 5 de la tarde sería la lectura de Cardenal, quien permaneció en su silla, conversando con un señor que se le había acercado.

Ernesto Cardenal

Ernesto Cardenal

Volví junto a Felina. Con el libro dedicado ya por César, y al verme indeciso de aproximarme a Ernesto —el objeto de mi visita: oírlo recitar y saludarlo, y si era viable sacarle una entrevista para Palabra o Espacios— me animé: Si no aprovechaba ahora…

Me decidí y me le acerqué por la derecha, justo en el momento en que su interlocutor se despedía.

—Maestro, cuando nos conocimos Ud. tenía la edad que tengo…

Inmediatamente, aún sin reconocerme, fulguraron, chispeó la cordialidad, en sus pequeños ojos azules y se incorporó para darme la mano. Le dije que estaba más grueso.

—¿Qué haces ahora?

—Hago periodismo para las revistas católicas. Le traeré una para regalársela… —Ah, muy bien..

—Enseguida se la doy.

Fui a que Felina me la diera.

—Mire —le extendí el segundo número del suplemento cultural de Espacios y le aclaré que en un número anterior me había atrevido de traducir un poema de Merton—. El del cementerio trapense, en Gethsemani.

—Sí, sí. Muy bueno. ¿Hay alguno tuyo aquí?

—Un artículo sobre Gaztelu (Ángel) el sacerdote-poeta de Orígenes

—Yo lo conocí, un hombre muy simpático.

Ernesto Cardenal.

Hojeó el cuadernito hasta dar con él y unos poemas. Buscó los poemas, a los que reconoció inmediatamente por la plumilla del amigo y los leyó atentamente. Al concluir el segundo me dijo:

—Sigues con tu estilo bueno. Me gustan. Siempre inspirados en tus vivencias.

Me agradó muchísimo, 30 años después, volver a ser reconocido por él.

—No sabía que fueras católico…

—Bueno, en el 70 no era practicante, pero nunca fui anti-católico. Ahora lo soy. Han pasado muchas golondrinas por el mar… siempre me he mantenido atento a su obra, en otra Feria pude comprar su Cántico cósmico, muy bueno.

—Ah, sí.

—Se vendían libros nicaragüenses de poesía muy buenos, a precios módicos. De Mejías Sánchez, de

Azarías Pallais, de Coronel… —¿Ahora ya no se venden?

—No, ahora es por dólares. Publiqué un libro, pero no tengo ningún ejemplar, en Miami, en 1996.

—¿Fuiste a Miami vos?

—Sí, estuve seis meses, unos días en Nueva York y en Los Ángeles.

—¿A qué fuiste a Miami, pues?

—A ver a mi hijo, que se fue de niño con su mamá.

—Ah, a ver a los familiares.

—Sí, y a los numerosos amigos. Fue un viaje muy aleccionador…

—Te voy a regalar un libro mío.

Se volvió hacia un amigo nicaragüense que lo acompañaba como una suerte de secretario y este extrajo de su mochila (maletín) un ejemplar de Vida perdida, que me dedicó.

—Es el primer tomo de mi autobiografía…

—Precisamente hace leí (sic) en un periódico un fragmento, muy pequeño.

—¿En qué periódico?

—En uno que publica aquí Prensa Latina, Orbe se llama. Un fragmento donde Ud. describe una escuela en Managua, donde estaba con otro poeta, Carlos…

—Ah, sí, sí. Me siguen gustando mucho tus versos.

—Me agrada mucho, maestro. No, quédese /con la revista/, es para Ud. ¿Va a permanecer muchos días aquí?

—Los que dure la Feria…

—Quizás podría decirme algunas palabras para las revistas.

—Ahora no, pues tengo que leer…

—Quizás en otro momento, aquí mismo, en la Feria… —No sé. Voy a estar muy ocupado…

No insistí. Tenía en mis manos dos regalos valiosísimos: el reconocimiento del gran poeta y su libro afectuosamente dedicado, con la letra grande y expresiva, tan parecida a la de mi excepcional amigo Soroa.

Volví junto a Felina con mi tesoro y Cardenal fue presentado para su lectura. El animador aclaró que él le había procurado una silla pero que él prefería leer de pie. Enseguida estuvo ante el micrófono, con su candorosa y sagaz mirada y sonrisa de poeta y un manojo de cuartillas en sus manos levemente trémulas. Cuando comenzó a leer, con sus ademanes amplios y el modo de entonar como cantando sus versos, bajo de estatura y altísimo de alma, sentí que la voz del poeta, escuchándose justamente allí donde habían resonado los fusiles, salvaba, de algún modo lavaba al paredón de sus horrores, y en todo caso señalaba nítidamente que la hora de los fusiles daba paso a la eternidad de la poesía. Mientras leía fragmentos de su Cántico cósmico, el aire desprendía grandes hojas del árbol que ascendía al cielo limpio sobre el murallón y las hojas descendían suavemente a posarse en la hierba verde, no lejos del poeta que proseguía la salmodia con su honda y clara voz de Profeta.

Volví a lamentar que fuésemos tan pocos los que acudíamos al llamado y recordé el fervor casi tumultuario con que mi generación había acudido siempre a sus recitales, cuando no queríamos dejarlo ir con nuestras preguntas.

Nota:

  1. Cardenal, Ernesto. En Cuba. México, Serie Popular ERA, 1977, pp. 48-49.