Cuando las series norteamericanas de televisión recorren con éxito las televisoras del mundo, demuestran, al menos, el impacto comunicativo de un producto estandarizado que se propone fascinar a públicos, e incluso culturas, muy diversos. Y esa fascinación mayoritaria e inmediata identifica sin equívoco una misma estirpe comercial en sus variantes subgenéricas: las teleseries o series de carácter dramático, las sitcoms (abreviatura en inglés de comedias de situaciones) y las telenovelas latinoamericanas. Aunque estos programas dramatizados seriados reflejan la “filosofía” de los poderosos mass media y los objetivos de la industria del entretenimiento, nadie, ni el crítico más feroz, puede despreciarlos de un plumazo sin antes hacer justas consideraciones sobre su abarcadora influencia en la contemporaneidad y sobre la eficacia no tanto artística como espectacular, de sus mejores ejemplares.
Las series se estructuran por capítulos que pueden ser monotemáticos, de continuidad o una mezcla de ambos. Luego, cierto número de capítulos forman períodos de duración variable nombrados temporadas. Con esta estructura se hilvana una historia, siguiendo un plan general, que sobreabunda en múltiples situaciones y acontecimientos sucesivos, giros en la trama, apertura de varias subtramas, y personajes en constante circulación. Cada uno de los elementos señalados funciona bajo una dinámica de interacción con la opinión pública, basada en un guión abierto a las contingencias del momento, lo que da frescura a la narración y la puesta en escena.