A bordo del expreso del Cairo, jueves, día 4.
Estamos en ruta a Jerusalén. Me acompaña en este excitante viaje mi amigo Jorge Rojo. Al fin voy a realizar mi más querido deseo. Veré a Jerusalén, la Ciudad Sagrada, ¡la Ciudad de Dios! Visitaré la iglesia del Santo Sepulcro, donde permaneció enterrado el cuerpo de Cristo.
Siempre que he leído descripciones de este hermoso templo, me he sentido impresionado, sobre todo, por su inmensa nave de cuya bóveda penden miles de objetos y banderas, dejados allí por los peregrinos que afluyen anualmente al sagrado templo. Veré el Monte de los Olivos y caminaré por las mismas calles por donde Jesús pasó tan a menudo.
—Jorge, ¿cuándo llegamos a Jerusalén? —pregunté repentinamente a mi amigo.
—Mañana a las siete —respondió éste con voz lejana.
Quizás él esté soñando también con la Ciudad de Dios.
Viernes 5
Llegamos a Jerusalén a las siete, esta mañana. Tan pronto como pisé la tierra sagrada, mi corazón saltó de alegría. Mi alma se llenó de una emoción indescriptible, que nunca antes había sentido en mi vida.
—André, André —me dijo Jorge, despertándome de mi sueño—, dice este oficial inglés que debemos ser registrados antes de abandonar la estación.
—Por supuesto… ciertamente —respondí con rapidez viendo a un hombre vestido con brillante uniforme parado delante de mí. Fuimos registrados cuidadosamente por el oficial que, mientras lo hacía, nos daba toda clase de satisfacciones como si fuéramos personas de importancia. Cuando terminó su registro nos explicó brevemente.
—Lo siento, señores, pero los árabes atacaron anoche a Bethpage y debemos inspeccionar a todos los pasajeros. Podrían…
—Comprendo perfectamente —asentí con prontitud.
—Creo que ustedes encontrarán tranquilo el Hotel Jordán —replicó el oficial con amable sonrisa.
Después abandonamos la estación.
Efectivamente, encontramos el Hotel Jordán tal como nuestro oficial nos lo había dicho, en completa tranquilidad. Además, el administrador nos informó a nuestra llegada que el hotel estaba situado en la zona segura de la ciudad. Por la tarde, cuando nos disponíamos a visitar el Santo Sepulcro, recibimos una nota del cónsul británico advirtiéndonos que permaneciéramos en nuestro hotel porque se habían formado disturbios en los barrios musulmanes. A pesar de la prudente advertencia. Jorge y yo dejamos el hotel.
Nos dirigimos a la Puerta Vieja, por la cual pasa la carretera principal a Bethpage, y allí nos encontramos con un amenazador espectáculo. Se veían, apilados hasta ocho pies de altura, muchos sacos de arena, detrás de los cuales, a una distancia de cuarenta pies una de otra, las ametralladoras asomaban sus negros cañones.
Pronto llegaron caravanas de ambulancias que atravesaron la Puerta Vieja, y los soldados empezaron a transportar las camillas desde ellas a los cercanos hospitales. La mayor parte de los heridos eran judíos que habían sido tan horriblemente maltratados que se podía ver solamente bultos de ropajes ensangrentados. Entre ellos pude ver un niño cuya cara, herida bárbaramente Dios sabe cómo, mostraba la piel de la nariz y de la frente levantada en tiras, dejando ver la blancura del frontal y de los huesos de las cavidades de los ojos. Jorge recibió tan fuerte impresión que tuve que alejarlo de la ambulancia.
Ahora oíamos claramente el retumbar de los cañones. Era evidente que los árabes continuaban la destrucción de Bethpage, porque pasaban sin cesar camiones llenos de soldados, seguidos de artillería rodada. La llamada de la guarnición de Jerusalén había sembrado el pánico en la ciudad. Los judíos huían de sus casas anunciando en gritos horribles que los asesinarían a todos. En el barrio árabe seguía la revuelta.
Por fin retornamos a nuestro hotel.
Al finalizar la tarde cesó el bombardeo e inmediatamente recibimos otra nota del cónsul británico aconsejándonos esta vez que abandonáramos la ciudad. Así decidimos hacerlo y a las seis tomamos el tren que partía para Beiruth. Jorge y yo nos sentamos cerca de unos turistas franceses. Durante una hora permanecí en silencio, contemplando el monótono paisaje.
De pronto vi levantándose en el horizonte una inmensa columna de humo negro. El cielo estaba teñido de tonalidades rojas como si un pintor gigante tratara de pintar la bóveda celeste. Los turistas franceses exclamaron excitados:
—Voilá Bethpage, elle est en feu.
Según el tren se acercaba a la ciudad llameante nos era posible ver todo con absoluta claridad. Repentinamente paró en brusca sacudida, que arrojó a todos de sus puestos. En mi vagón todo el mundo corrió hacia las puertas, lanzando exclamaciones. Pronto salté del tren y me enteré que éste había sido detenido por una viga que había caído atravesada entre los raíles.
La mayor parte de la ciudad ardía en crepitantes hogueras, a excepción de algunos barrios que habían sido destrozados completamente por el previo bombardeo. Los árabes dinamitaron cuantos edificios pudieron, entre ellos la antigua sinagoga de Jesaba.
Junto con las imponentes volutas de humo, se levantaban espeluznantes y agónicos gritos que paralizaban a cualquiera que los oía. De pronto apareció una multitud de gentes que corría hacia nosotros y cayendo de rodillas empezaron a rogar que los lleváramos con nosotros. Me aparté de esta trágica escena. Según caminaba hacia la máquina, pasé a una mujer sentada sobre una roca. Su rostro, sin expresión, su pelo medio quemado y la mirada de horror de sus ojos me hicieron estremecer de miedo. Ella sostenía en sus brazos el cuerpo horriblemente magullado de una niñita.
¡Cuántas escenas como ésta pude ver en Bethpage!
Ahora algunos edificios empezaban a derrumbarse mientras chispas y cenizas caían sobre nuestras cabezas. El camino a Jerusalén estaba atestado por multitud de judíos que comenzaban otra de sus predichas jornadas. Se veían cansados y tristes, pero resignados a su nuevo destino. Algunos, más afortunados, montaron en los camiones del Ejército británico que no estaban completamente ocupados por obuses y cañones de montaña.
Hubo que apartar a la fuerza a muchas mujeres de sus humeantes hogares para que no perecieran quemadas. Otras corrían hacia los incendiados edificios llamando con horribles gritos a «Isaack o Hannah», y solo conseguían quemarse vivas.
De súbito, diez judíos y un soldado inglés, que estaba haciendo trabajo de rescate, fueron aplastados por un cercano derrumbe. Yo vi destrozar la cabeza de uno de ellos por una viga que cayó sobre él. Reventó con ruido sordo y la sangre salpicó mis pantalones blancos.
Después una compañía de soldados que acababa de llegar empezó a reunir a los judíos en pequeños grupos. Entonces fueron embarcados con gritos de alegría en los camiones y transportados a las aldeas vecinas. La mayoría, sin embargo, permaneció estacionada y silenciosa, mirando con amargos ojos lo que quedaba de lo que alguna vez fueron sus hogares.
A la deslumbrante luz vi también mujeres. Sus rostros estaban pálidos y humedecidos por el llanto. Pronto las filas de camiones comenzaron a moverse. Después la mortal quietud que reinaba en esta desdichada ciudad fue solamente interrumpida, de vez en cuando, por los gritos de alguna pobre loca que continuaba rondando entre los escombros, buscando inútilmente a su hijo desaparecido.
La mayor parte de la gente abordó el tren, pues el conductor había estado gritando por largo tiempo: «Todos adentro». Ya habían quitado el tronco de los raíles. Entré en el tren y me senté en mi sitio. Cuando volví a mirar otra vez hacia afuera por la ventana, vi que la ciudad era solamente un uniforme grupo de ruinas humeantes.
Con brusco movimiento, el tren se movió hacia adelante. Lentamente las ardientes ruinas desaparecieron de la vista. Solo una gran columna de humo, ascendiendo con lentitud hacia el cielo, nos recordaba lo que acabábamos de ver. El convoy, saltando aquí y allá, apresuraba su marcha como si estuviera ansioso de escapar lejos de la trágica escena. Hasta el sol hundió su flamígero disco en el horizonte. El crepúsculo descendió sobre el paisaje envolviéndolo en sombras. Estaba a punto de abandonar la ventanilla cuando de repente un letrero lumínico pasó delante de mis cansados ojos.
Se leía en grandes letras iluminadas:
Bienvenido a la Tierra Santa.