«Todo es nada, solo Dios»

El manuscrito del cardenal Jaime Ortega Alamino: contextualización

He elegido el título «Todo es nada, solo Dios» para nombrar este manuscrito que me fue confiado por el cardenal Jaime Ortega Alamino, pues corresponden a las últimas palabras que su eminencia me refirió respecto al mismo, y aun respecto a su vida. Sin embargo, como el Cardenal me entregó el manuscrito en privado (y sellado), y así permaneció hasta después de su muerte, resulta necesario que primero clarifique el contexto en que fue escrito, entregado y conservado.

Corrían los días finales del mes de mayo de 2017. Una mañana, como era habitual en el cardenal Jaime Ortega cuando no tenía otros compromisos, después del desayuno fue a trabajar a mi oficina, que era también la suya, aun cuando su eminencia no tuviera en ella escritorio propio, porque trabajaba en una silla de la mesa del comedor que permanentemente mantenía colocada frente al mío. De este modo, nuestras horas de trabajo las pasábamos, necesariamente, frente a frente, separados solo por un escritorio de unos 1,5 metros de ancho y cerca de 1 metro de profundidad, excepto cuando su eminencia trabajaba en solitario, lo cual hacía en su habitación.

Esa mañana el cardenal Jaime trajo un sobre sellado con cinta adhesiva, el cual puso sobre el escritorio. Era un sobre totalmente en blanco, sin indicación alguna. Me llamó la atención el detalle de que no dijera «Reservado», ni «Confidencial», ni «Bajo Secreto Pontificio», los únicos sobres que contenían manuscritos suyos (u otros documentos), que su eminencia me entregaba sellados para que se los transcribiera con extrema reserva (el cardenal Jaime Ortega nunca utilizó una computadora), o para que, luego de su lectura, los archivara bajo condiciones bien precisas. Únicamente en esos casos el cardenal Jaime usaba a profusión la cinta adhesiva para sellar documentos; luego, al entregármelos, me señalaba con su dedo índice la palabra en cuestión (una de las antes mencionadas), y ello sin que articulara palabra alguna («las paredes tienen oídos», me decía).

No obstante, aquella mañana de mayo fue diferente. Cuando colocó el sobre encima del escritorio inició una conversación que me dejó bastante confundido, dado el tema que refería. Era la primera vez que hablaba sobre él detenidamente, al menos conmigo, desde que comencé a servirle como Secretario en el año 2000. Esa mañana el Cardenal me habló sobre asuntos existenciales y escatológicos, pero no lo hizo a modo de disertación o reflexión, lo hizo en primera persona, hablándome sobre la cercanía de su muerte. Entre otras cosas me dijo que tenía que «irse preparando para su partida hacia la Casa del Padre», que había «cosas en las cuales se estaba ocupando que debía poner en segundo plano…» y, luego de un largo etcétera, me enfatizó que «ignoraba el momento», pero que «tenía que velar, porque ya se acercaba».

Mi confusión aumentaba a medida que se desarrollaba aquella atípica conversación, especialmente porque su eminencia, aun cuando tenía 80 años en esos momentos, gozaba de excelente salud, o al menos eso aparentaba. (Faltaría aún un año para que, en agosto de 2018, le detectaran que tenía cáncer en el hígado, del cual murió once meses después, el 26 de julio de 2019).

Al finalizar la conversación, que más bien fue un monólogo, tomó el sobre sellado y, entregándomelo en mano, me dijo en tono imperativo: «Toma, consérvalo, pero sácalo hoy mismo de mi casa» (aún no he podido desentrañar su premura en que lo sacara de su casa). Luego, sin decirme qué contenía el sobre, añadió con un tono más relajado: «Nelson, guárdalo como si fuera un testamento, ábrelo solo después de mi muerte, luego haz con él lo que desees: publícalo, rómpelo o quémalo». Ese mismo día saqué el sobre de su casa.

Durante dos años no hablamos más sobre el tema, hasta finales del mes de junio de 2019 en que el cardenal Jaime, ya en la etapa final de su enfermedad, me preguntó por «el sobre». Le respondí que lo tenía en mi casa. El asintió con la cabeza y con voz bastante débil me dijo: «Nelson, ahí está todo, todo es nada, solo Dios, solo Dios…». Quise preguntarle a qué se refería, pues en esas fechas ignoraba aún qué contenía el sobre, pero su estado físico ya no le permitía sostener una conversación; de modo que me limité a preguntarle si quería que se lo trajera. Él, luego de pronunciar un «No», nítido y rotundo, añadió: «Nelson, ya el Señor me llama».

Cuando falleció el Cardenal no tuve valor para abrirlo, al menos mientras duraron sus funerales. El 29 de julio de 2019, al día siguiente de su entierro, temprano en la mañana cogí el sobre y, sentado en la terraza de mi casa, lo abrí y leí el escrito que contenía. Eran reflexiones que su eminencia había escrito en un Retiro que, sintiendo silenciosa y enigmáticamente la proximidad de su muerte, realizó del 19 al 25 de abril de 2017 con los Padres Carmelitas en el Convento de San Juan de la Cruz, en Segovia, España; convento fundado por el propio San Juan de la Cruz en 1586, donde vivió el Santo de 1587 a 1591, y en el que se encuentra el sepulcro que conserva sus restos. (Para precisar las fechas exactas del retiro y otros pormenores, he tenido que remitirme a los correos electrónicos intercambiados en su momento con los padres Carmelitas).

El cardenal Jaime escribió el manuscrito el 23 de abril de 2017, Día de la Divina Misericordia ese año (según precisa en el texto) y es, ante todo, una reflexión que realizó sobre su vida. Este documento, de 14 páginas, escritas con gran fluidez para el tema que trata, constituye, más que una especie de testamento espiritual (según el «como si» newtoniano que utilizó al entregármelo en 2017), la historia del alma del cardenal Ortega, la cual desnuda en esos folios a partir de la experiencia que vivió en las rocosas sendas de El Carmelo segoviano.

Algunos días después de haber abierto el sobre, informé a monseñor Juan García Rodríguez, Arzobispo de La Habana (creado Cardenal de la Iglesia el 5 de octubre de 2019), sobre la existencia del manuscrito. No obstante, dada su importancia testimonial, decidí que pasaran unos meses para su publicación (previa lectura por parte del Sr. Arzobispo, a quien entregué una copia a mediados de agosto de 2019). No quería que este manuscrito se convirtiera en una noticia sensacionalista (mucho menos lo iba a destruir o hacer de él pasto de las llamas); quería que fuera leído sosegadamente.

De este modo, hago pública la transcripción íntegra del manuscrito, consciente de que, si bien a algunas personas les sorprenderá encontrar, y comprender a partir de él, aspectos profundos del alma del cardenal Jaime Ortega, no faltarán los que lo leerán movidos solo por la curiosidad, buscando intríngulis y vericuetos diversos, sin que falten los que lo harán intentando otear desvelamientos a posteriori (algo que no hallarán, al menos en este manuscrito).

Por otra parte, he querido ser fiel a una antigua sentencia latina: Verba volant, scripta manent («Las palabras vuelan, lo escrito permanece»), pero en su sentido original, tan tergiversado en nuestros días. Consecuentemente, no hago público el texto de este manuscrito para que «lo escrito permanezca» (aún no es el momento para ello), sino para que «vuele la palabra», sobre todo ahora que el cardenal Jaime, más allá de obnubilaciones, está viéndolo todo tal y como es en realidad, y no de manera confusa, como en un espejo (cf. 1 Cor 13, 12).

Luego de este preámbulo, necesario para conocer el contexto, sin el cual el escrito pudiera resultar indeterminado e intemporal, dejo la palabra al cardenal Jaime Ortega Alamino. A él solo le digo: «Eminencia, paz, verba volant».

La Habana, 14 de enero de 2020.