Trabajadores de la salud cubanos y terminología militar

Los fuertes procesos político-sociales conocidos como revoluciones siempre provocan, entre otras consecuencias, un estremecimiento en el idioma a través del surgimiento de nuevos términos o el desplazamiento del contenido semántico de otros ya establecidos. En el caso de Cuba, con su historia de revoluciones, abundan los ejemplos, que de seguro no serán tan numerosos en países que han transitado durante más de un siglo por etapas más pacíficas, como Islandia, Nueva Zelanda, los Emiratos Árabes Unidos y Belice, para solo mencionar algunas naciones geográficamente distantes entre ellas.

Tras el estallido de nuestros movimientos armados independentistas el vocablo mambí tuvo una significación peyorativa y fue empleado por los colonialistas españoles como un insulto contra los patriotas cubanos; pero estos más tarde la asumieron orgullosamente como suya y así ha llegado hasta nuestros días, con su aureola de respeto y veneración. En aquellos tiempos fueron empleados por dichos contendientes términos que ya han caído en desuso y casi necesitarían una nota explicativa al pie para que sean comprendidos por los jóvenes de hoy, como laborante, surgido a partir del artículo de propaganda «Laboremus», del separatista Rafael María Merchán, pacífico, que se refería al hombre de campo que trataba de mantenerse al margen del enfrentamiento entre españoles y cubanos, y bijirita, no para aludir a esa pequeña ave de nuestra fauna, sino a los criollos que simpatizaban con el movimiento emancipador. La frase ponerse el camisón sirvió durante el bloqueo naval de los Estados Unidos a Cuba en 1898 no para referirse a una dama que antes de acostarse se ponía ropa de dormir, sino a los patrioteros integristas que en los cafés acostumbraban dar vivas a la Madre Patria y ante la amenaza de desembarco de las tropas norteamericanas y la entrada a la capital de los mambises se escabullían de noche, cobardemente, en cualquier chalupa, rumbo a Veracruz o las Islas Bahamas. Un caso peculiar viene a ser también el vocablo guerrillero, que en aquellos años sirvió para designar como traidores a los cubanos que tomaban las armas para ponerse al servicio del ejército colonial. Muchos años después, como consecuencia de la lucha de guerrillas contra el régimen de Batista y más aún después de las teorías del foco guerrillero y de la táctica de guerrillas expuestas en los años 60 por los comandantes Alberto Bayo y Ernesto Guevara en sus respectivas obras 150 preguntas a un guerrillero (1959) y La guerra de guerrillas (1960), esa designación fue revalidada, enaltecida y recomendada como método de lucha en particular a los jóvenes rebeldes de América Latina.

Durante la Revolución del 30, dirigida a deponer el régimen despótico de Gerardo Machado, también surgieron nuevos términos que respondían al fragor de los enfrentamientos. Apapipios fueron llamados despectivamente los delatores al servicio de los agentes represivos y porristas a los integrantes de una fuerza parapolicíaca llamada por el pueblo La Porra y de modo oficial y pomposo la Liga Patriótica, que en realidad reclutó a matones, expresidiarios, delincuentes e individuos sin escrúpulos para reprimir cualquier manifestación antigubernamental en las calles y en las plazas. Abecedario no designaba en aquellos días la serie de las letras de la lengua castellana, sino al miembro de la organización celular terrorista ABC, que tuvo a su cargo numerosos atentados contra agentes policiacos y del ejército, así como la colocación en La Habana de incontables bombas. De igual forma, cooperativistas no aludía a los obreros o empleados reunidos mancomunadamente en aras de llevar adelante una empresa, una industria o cualquier otro proyecto económico, sino a los políticos oportunistas que supuestamente se hallaban en la oposición y en realidad cooperaban, a cambio de prebendas, con la dictadura. Entre el estudiantado universitario, manicatos eran los deportistas reclutados por Julio Antonio Mella para combatir a los elementos machadistas en ese centro de altos estudios.

En los convulsos años siguientes, marcados también por la violencia política, el gansterismo y los enfrentamientos entre las bandas rivales que as piraban a conquistar un mayor espacio en la sociedad, surgieron igualmente vocablos que se correspondían con el momento histórico. Así, por ejemplo, fueron llamados auténticos no a los individuos portadores, por algún motivo, de una autenticidad fuera de lo común, sino a los afiliados al Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), y a los militantes comunistas pertenecientes al Partido Socialista Popular (PSP), se les llamó despectivamente pesepeteros. Ortodoxo no se utilizó entonces para definir a un fiel creyente en la religión de las iglesias rusa o griega, ni a los fundamentalistas hebreos, sino a los seguidores del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), que tuvo como principal figura al desbordado oraador Eduardo Chibás. Como muestra de agradecimiento al senador auténtico Arturo Hernández Tellaheche, autor de la ley, aprobada en 1950, que favorecía con un pago extra a los empleados del Estado, de las provincias y los municipios del país, se le llamó arturito a ese aguinaldo pascual. Con el término de bonche se señaló a una pandilla de maleantes que en el recinto de la Universidad de La Habana creaba desórdenes y actos de indisciplina de diversos tipos con el fin de impedir que surgiera un movimiento revolucionario como el que había existido en la etapa del machadato: desde amedrentar a profesores para obtener elevadas calificaciones y golpear a los alumnos entregados al estudio y la superación hasta ponerse al servicio de políticos inescrupulosos a cambio de buenas retribuciones. Este constituye otro ejemplo de la transformación semántica de una palabra: a partir de los años 70, aproximadamente, entre los jóvenes cubanos bonche pasó a significar burla, relajo, diversión.

La lucha contra la tiranía de Batista provocó de igual manera la aparición de nuevos vocablos asociados a la política de entonces: marzato fue denominado el golpe de Estado perpetrado en marzo de 1952 por este ambicioso militar, que pisoteó la Constitución vigente. Treinta y tres treinta y tres fueron llamados los informantes de los cuerpos represivos de la policía, pues esa era la cantidad que se les pagaba: 33 pesos con 33 centavos. El meneíto se le llamó burlonamente al Movimiento de la Nación, entidad cívica y de heterogénea membrecía que se propuso ingenuamente buscarle una salida pacífica a la crisis política del país, creada a partir de la asonada militar contra un gobierno legítimamente constituido. Los alabarderos del régimen les llamaron peyorativamente a través de la radio y la televisión muerde y huye y los mau-mau, a los revolucionarios de la Sierra Maestra. En el primer caso por la táctica guerrillera que estos empleaban: atacar y replegarse; en el segundo porque mau-mau constituía un movimiento nacionalista en Kenya que por entonces se enfrentaba a los colonialistas ingleses. Los rebeldes, o los peluses, como también se les conocía, le llamaban bocaditos a los soldados del ejército batistiano que eran enviados como carne de cañón a las serranías orientales sin haber recibido una buena preparación militar, y comevacas a los alzados del Segundo Frente Nacional del Escambray, pues consideraban que, lejos de combatir, se dedicaban al cuatrerismo y a la vida plácida en esa región intrincada de Las Villas.

La victoria de enero de 1959 llevó a la cima un término que ya había tenido un notable accenso desde la etapa final de la tiranía de Machado: Revolución, acompañado de sus entusiastas seguidores: revolucionarios. A partir de los años 30 no fueron pocas las organizaciones políticas que se abrieron al panorama nacional con la palabra Revolución formando parte de su nombre. Y no fueron pocos los que se autodenominaron revolucionarios, algunos con pleno derecho y con un proceder que los respaldaba, como Antonio Guiteras, y otros que no iban más allá de ser simples pistoleros, gánsteres, arribistas y pandilleros entregados a la violencia. Pero a partir de la llegada de los nuevos gobernantes al poder Revolución se convirtió en un parte aguas. O se estaba con la Revolución o se estaba contra ella. O se era revolucionario o contrarrevolucionario. No había espacio para los términos medios ni para el respaldo parcial o condicionado. Y como consecuencia de aquel posicionamiento del gobierno el vocablo irradió hacia casi todos los estratos de la sociedad. Revolución se denominó el periódico oficial, la Confederación de Trabajadores de Cuba pasó a denominarse Central de Trabajadores de Cuba-Revolucionaria, se crearon los Tribunales Revolucionarios, salió al aire el canal Televisión Revolución, a la Plaza Cívica se le cambió su nombre original por Plaza de la Revolución, se fundaron los Comités de Defensa de la Revolución, las Escuelas de Instrucción Revolucionaria y, poco después, las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) y seguidamente el Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS). Hasta los boteros, que andaban por libre, fueron agrupados en la Asociación Nacional de Choferes de Alquiler Revolucionarios (ANCHAR).

En medio de toda aquella efervescencia revolucionaria surgieron también nuevos vocablos. A los grandes empresarios, comerciantes, latifundistas y fabricantes cuyas propiedades resultaron intervenidas por el gobierno se les llamó sarcásticamente siquitrillados, a los invasores que desembarcaron por Playa Girón en abril de 1961 para derrocar al gobierno revolucionario se les llamó, por sus uniformes de camuflaje, gusanos, término que se hizo extensivo a todos los desafectos, quienes a su vez, tomando en cuenta la enfática afirmación del comandante Fidel Castro pronunciada un tiempo antes, en abril de 1959, de que la Revolución no era comunista, sino «tan verde como las palmas», comenzaron a nombrar a los partidarios del gobierno melones: verdes por fuera y rojos por dentro. También los llamaron comecandelas y establecieron así una arbitraria relación de estos con los personajes del circo. A las prostitutas que decidieron dejar atrás su comercio carnal y aceptaron la oferta de empleo de conductoras de autos de alquiler para su reinserción social se les llamó popularmente violeteras, no porque vendieran ramos de esas flores, como ocurría en las calles de Madrid, sino por el color de sus vehículos. Por otra parte, los nuevos proyectos y las nuevas organizaciones dieron pie a nuevos términos: cederista, anapista, microbrigadista… A los funcionarios y dirigentes intermedios se les bautizó con los nombres despectivos de mayimbes o pinchos. Para explicar la depuración realizada en el seno de las Organizaciones Revolucionarias Integradas, donde habían logrado arraigarse las posiciones sectarias de viejos pesepeteros, las autoridades acuñaron un neologismo redundante: microfracción. A los numerosos asesores soviéticos que comenzaron a arribar al país se les endilgó burlonamente el calificativo de bolos, por su aspecto tosco, y pollos de granja, por tener muy blanca la piel y muy roja la cara. Ideológico pasó de ser un adjetivo a convertirse en un sustantivo para nombrar a los encargados de la propaganda política. Y si bien el verbo asaltar, con sus diversas acepciones, no necesariamente indica la realización de un acto violento y delictivo, hasta entonces sí apuntaba hacia un peligroso transgresor de la ley quien lo cometía, el asaltante. Sin embargo, tras el triunfo revolucionario se convirtieron en motivo de honra y admiración los asaltantes a los cuarteles Moncada, Carlos Manuel de Céspedes y Goicuría, así como al Palacio Presidencial, hechos heroicos en los que perdieron la vida numerosos combatientes. También hallamos entonces aquí una reconfiguración del contenido semántico de una palabra.

Con posterioridad, en la medida en que las circunstancias del país fueron cambiando, algunos de estos términos cayeron en desuso, como siquitrillado y melones, y surgieron otros nuevos. Así, por ejemplo, en 1980, con motivo de la irrupción de miles de personas en la Embajada de Perú con el propósito de marcharse de Cuba, se les llamó escoria a estos individuos que solo intentaban acogerse a una de las opciones que respalda la Declaración Universal de los Derechos Humanos: emigrar. Y a los cubanos que días después partieron rumbo a los Estados Unidos a través del puente marítimo del Mariel se les llamó, por tanto, marielitos, sin que la inmensa mayoría de ellos clasificara dentro de este gentilicio. De modo similar, se denominó balseros a los que abordaban una embarcación, a escondidas de las autoridades o con la aprobación de estas, para intentar arribar a las costas norteamericanas.

Más ejemplos podríamos añadir a esta relación de términos acuñados por la población cubana y relacionados con las tensiones políticas de cada momento histórico, pero consideramos que los mencionados resultan suficientes.

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Creemos que merece un detenido y profundo estudio lexicográfico, muy superior a estas simples observaciones nuestras, la terminología empleada por los gobernantes cubanos de diferentes niveles, los dirigentes sindicales y de otras organizaciones de masas, la radio, la prensa, la televisión y muchas páginas digitales, con respecto a nuestros trabajadores de la salud, muy en particular a los que integran un contingente y desarrollan su loable labor en el extranjero. Resulta muy llamativa la insistencia que aquellos hacen en el empleo de una fraseología militar que, a nuestro entender, resulta desproporcionada, incorrecta no pocas veces y contraproducente si tomamos en consideración algunos objetivos que se persiguen. Sobre estos doctores, enfermeros, laboratoristas y técnicos de Rayos X cae constantemente un torrente de vocablos militares.

Comencemos por el principio: se les convoca a cumplir una misión internacionalista y se les pide que den un paso al frente. Misión internacionalista: esa es la frase acuñada y no misión humanitaria o fraternal o caritativa o solidaria, aunque estas variantes también sean válidas para el caso que nos ocupa; pero no se mencionan. Internacionalista era una palabra solo empleada en Cuba antes de 1959 por el gremio de los juristas y servía para aludir a los especialistas en Derecho Internacional. Reconocidos internacionalistas cubanos, incluso a nivel mundial, fueron Antonio Sánchez de Bustamante y Sirvén y el coronel Cosme de la Torriente. El primero, además de llegar a ser presidente de la Liga de las Naciones y del Tribunal Permanente de Justicia de La Haya, publicó en cinco tomos una obra altamente valorada: Derecho Internacional Público (1933-1938). El segundo también presidió la Liga de las Naciones y logró más tarde, mediante difíciles negociaciones con los Estados Unidos, la derogación del Tratado Permanente. Pero entre nosotros, a partir de la fallida experiencia guerrillera en Bolivia del comandante Ernesto Guevara y un grupo de combatientes cubanos, y más aún durante la participación masiva de tropas del ejército en Angola, Etiopía y otros países, internacionalistas pasó a llamárseles a esos militares que marchaban a cumplir una misión en otros lugares. Y al internacionalismo se le añadió un calificativo: proletario, que a raíz del derrumbe de la Unión Soviética y del resto del campo socialista fue aparcado. La frase dar un paso al frente, si bien puede tener un sentido figurado, por lo general se asocia a sus orígenes: la imagen de una tropa en formación y la exhortación de los oficiales a que los soldados se brinden de inmediato para cumplir alguna misión arriesgada.

A estos trabajadores de la salud internacionalistas se les agrupa, por lo general, en brigadas y en contingentes: dos términos con fuertes acepciones militares, aunque no sean las únicas que poseen. A todo ese gran conglomerado de laboriosos y arriesgados trabajadores se le ha bautizado como Ejército de Batas Blancas. Y la palabra ejército, casi desde cualquier ángulo que se le mire y analice, pertenece a la fraseología militar en todas partes del mundo. El autor de estas líneas presenció por la televisión nacional en días pasados el acto de recibimiento de un contingente de la Brigada Internacionalista Henry Reeve tras cumplir satisfactoriamente su misión en el extranjero. En las palabras de felicitación y acogida uno de los más importantes dirigentes del país les dijo: «Ahora regresarán ustedes a sus respectivas trincheras». ¿Trincheras? Otro término poco menos que exclusivo del lenguaje militar. ¿Por qué no haber dicho: a sus respectivos hospitales, policlínicos, Consultorios de la Familia, Cuerpos de Guardia, laboratorios…? Y a aquellos que en el cumplimiento de una misión internacionalista, o después de haberla completado satisfactoriamente, deciden no regresar al país y establecerse en el extranjero, se les reserva el calificativo deshonroso de desertor, también tomado de la terminología castrense, y la condena a no poder entrar en el territorio nacional por un período de ocho años. Esa rigurosa sanción, hay que admitirlo, también se corresponde con la proverbial severidad de cualquier Código Militar, aunque en estos casos por lo general se le aplique a un civil.

Esta constante fraseología militar que se les encasqueta a los trabajadores de la salud cubanos hubiera sido entendible en los primeros años de la Revolución, cuando prevalecía en el país un espíritu guerrero, se estimulaban los movimientos insurreccionales antimperialistas, se exhortaba a «crear dos, tres, muchos Vietnam» y existía un ambiente de discordia con respecto a un número considerable de regímenes latinoamericanos. Pero al cabo de medio siglo, cuando el gobierno cubano respalda la proclamación de América Latina y el Caribe como Zona de Paz, documento oficial dado a conocer por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2014, y cuando se persigue con entusiasmo que se le conceda al Contingente Internacionalista Henry Reeve el codiciado Premio Nobel de la Paz, esto nos resulta completamente incongruente.

La guerra y la paz son antinomias, dos conceptos excluyentes que se encuentran en los extremos. ¿Cómo respaldar el otorgamiento de un premio por la paz a través del empleo de una terminología militar? Por si esto fuese poco, el contingente médico lleva el nombre no de un benefactor de la humanidad o de un gran filántropo o del descubridor de una vacuna salvadora, como fueron Pasteur, Fleming, Koch, Laverán y nuestro Carlos J. Finlay, sino de un General de Brigada que merece todo nuestro respeto por su entrega a la libertad de Cuba, sin haber nacido en su suelo, por la abnegación y el coraje que demostró en su corta vida a través de numerosas batallas, hasta su heroica inmolación, pero sin vínculo algunos con el ejercicio de la Medicina en alguna de sus diversas manifestaciones. Además, los integrantes de estos contingentes de la salud acostumbran, antes de su partida al extranjero o a su regreso al país, enarbolar fotografías de dos militares: los comandantes Fidel Castro y Ernesto Guevara, figuras históricas fuertemente asociadas no solo a un proyecto ideológico, sino a la lucha armada.

¿Estará bien elaborado el proyecto de reconocer, divulgar y poner en alto la labor que realizan estos trabajadores de la salud? ¿Son civiles o militares sus ideólogos? ¿Tienen plena conciencia del flaco favor que le hacen al objetivo de que se les otorgue el Premio Nobel de la Paz? A nuestro entender no van con pie firme y por buen camino al emplear esta táctica lingüística que, por el contrario, bien podría resultar contraproducente y conducir al absurdo y a la hilaridad. Así, por ejemplo, poco falta para que esa campaña guerrera lleve a algún exaltado a proponer, quizás hasta con muy sanas intenciones, que a la heroica negra esclava Carlota, protagonista de un alzamiento armado ocurrido en el ingenio Triunvirato en 1843, se le vista con una bata de enfermera, y al honorable doctor Carlos J. Finlay se le ponga en las manos una bazuca para fumigar mosquitos Aedes Aegypti, Anófeles, Culex Pipiens y otras alimañas. Y que algún descocado vaya más allá y proponga también introducir el lenguaje militar en los diagnósticos médicos y así, por ejemplo, que a una operación de apéndice se le llame ataque frontal por el flanco derecho con bayoneta al descubierto, a la extracción de una muela cariada, eliminación de enemigo bucal, y a una intervención quirúrgica de hemorroides, desalojo de obstáculos en la retaguardia.

Dejando atrás la digresión jocosa y volviéndonos a poner serios, quisiéramos preguntarles a los respetables miembros de la Academia Cubana de la Lengua y a los encargados de trazar la política lingüística de nuestro país, en el caso de que coincidan, al menos en parte, con nosotros: ¿No podrían aconsejarles a todos estos altos dirigentes, funcionarios de diversos niveles y periodistas de diferentes órganos que desmonten un poco toda esa fraseología castrense que se empeñan en asociar a nuestros trabajadores de la salud? Consideramos que, de aceptarse la sugerencia, veríamos un beneficioso proceso de desmilitarización.