Habíamos regresado de Cartago, de las ruinas de la antigua metrópolis, rival de Roma en el Mediterráneo
clásico, al final de una tarde de marzo. Al bajarnos del tren, en la estación de la avenida Bourguiba, llovía tan ferozmente que apenas se veía el otro lado de la calle. Iris corrió a refugiarse debajo de un kiosko de flores,
mientras yo trataba de parar un taxi, en medio del tráfico, bajo aquel diluvio.
Teníamos pocos minutos para tomar el tren a Susa, en la estación de la Plaza de Barcelona. Varias personas, refugiadas bajo los kioskos, me miraban con curiosidad, examinaban al incompetente turista intentando inútilmente atrapar un taxi en medio de aquel súbito cataclismo.