»Un grado de polarización creciente
Recientemente vi la película Roman J. Israel, Esq., un drama de tema judicial del realizador Dan Gilroy, magistralmente protagonizado por Denzel Washington. Es una de esas películas que nos dejan deseos de reflexionar, pero la traigo a colación aquí por una escena en particular: en ella el personaje principal, un abogado que décadas atrás estuvo muy implicado en luchas sociales, pero hacía tiempo que no participaba de ese movimiento, es invitado a hablar ante un grupo de voluntarios de una organización defensora de los derechos civiles.
Apenas al principio de su intervención, cuando ya ha dejado en claro su posición progresista y de activo compromiso, el letrado pregunta, muy afablemente, por qué entre sus oyentes hay mujeres de pie, cuando hay hombres sentados. El estilo militante de sus orígenes se refleja en que usa las palabras «hermanas» y «hermanos». Los hombres interpelados hacen ademán de levantarse, pero las mujeres rechazan, muy ofendidas, la «anticuada» deferencia. Sin inmutarse, el ponente les explica que la caballerosidad no tiene por qué pasar de moda, ante lo cual las jóvenes, cada vez más airadas, le lanzan una sarta de invectivas, entre las que se van oyendo los calificativos en boga: «machista», «macho chovinista», «sexista». A cada término, el orador añade sonriente «y cortés», con lo cual solo logra que las ofensas suban de tono hasta convertirse en una interminable retahíla de palabrotas del más grueso calibre. El incidente pone fin al encuentro, y el conferencista se retira aturdido, entre las disculpas de los organizadores y sin comprender del todo qué pasó.
En la película de marras, la escena que acabo de relatar es apenas una anécdota informativa, incluida para hacernos conocer mejor al protagonista, su personalidad y su posicionamiento social, pero es al mismo tiempo, por sí misma, sintomática del encono con que ha llegado a abordarse hoy el problema de lasreivindicaciones feministas. De pronto, para aquellas mujeres no había causa común que pudiera hacerlas compartir un espacio con quien a todas luces podría ser un valioso compañero de lucha, pero que osaba ser cortés, algo que ellas interpretaban como un intolerable gesto de menosprecio hacia las mujeres.
El hecho de que una propuesta bien intencionada pueda generar, por razones ideológicas, un enfrentamiento de ese grado de violencia, tiene muchas aristas a considerar. Una de ellas sería el tema de la corrección política, que a mi entender ha llegado a convertirse en una insoportable camisa de fuerza en demasiados campos de la vida cotidiana y que me propongo abordar en otro artículo. Hoy, sin embargo, prefiero centrar mi atención en la ideología que sustenta la airada reacción de unas jóvenes mujeres ante un simple gesto de cortesía de un hombre.
» ¿Sexo o género?
No me propongo abordar aquí un tema tan amplio y complejo como la ideología de género y las diversas olas del movimiento feminista. Me centraré en lo que me parece la piedra de toque de sus vertientes más radicales, que es el postulado de que no se nace hombre o mujer, sino que se nos enseña a que seamos hombres o mujeres, según el caso. Los proponentes de este enfoque evitan referirse a la condición masculina o femenina como «sexo», e insisten en que debe decirse «género». Solo aceptan que la determinación biológica, tal como la definen en hombres y mujeres los cromosomas Y y X, respectivamente, afecta a factores puramente fisiológicos, como la distribución del vello o la grasa corporal, la densidad ósea, el tono de la voz, etc., y afirman que todas las características de temperamento, conducta, inclinaciones, preferencias, etc. que tradicionalmente hemos identificado como femeninas o masculinas, son totalmente aprendidas. Según lo que los proponentes llaman «enfoque de género» y sus críticos «ideología de género», las manifestaciones sociales de qué es masculino y qué femenino son exclusivamente culturales, sin que la biología tenga nada que ver.
Yo pensaba que el género (masculino, femenino o neutro) era una característica gramatical que tenían solo las palabras (sustantivos, adjetivos, artículos), mientras que la característica correspondiente, en el caso de las personas, es el sexo (masculino o femenino, con rarísimas excepciones debidas a errores genéticos). Cada una de los millones de células de nuestro organismo tiene un cromosoma que nos define inequívocamente (de nuevo, salvo esas rarísimas excepciones que mencioné antes) como varones o hembras. Cuando en una competencia deportiva un hombre ha querido competir fraudulentamente como mujer, una sencilla e irrefutable prueba genética lo ha desenmascarado. Ahora resulta que, gracias a la distinción introducida por el sexólogo John Money en 1955, entre «sexo biológico» (como si hubiera otro) y los llamados «roles de género», distinción que fuera fervientemente abrazada por las feministas de la segunda ola en los 70 para estructurar lo que hoy llamamos ideología de género, eso ha cambiado, y muchas de las cuestiones que siempre consideramos relativas al sexo de las personas, ahora se refieren a su «género». Lo peor es que incluso muchos que no creen realmente que las cosas sean así, usan también ese lenguaje.
En el origen de todo esto está la profundamente injusta e innegable realidad de que las mujeres han sido sistemáticamente discriminadas en cuanto a sus legítimos derechos, como el reconocimiento de su dignidad como personas, su personalidad jurídica, su derecho al voto o su derecho a percibir salario igual por trabajo igual. Es una pena que la reivindicación de los derechos de las mujeres haya ido evolucionando, en su justo empeño por lograr para ellas derechos iguales a los de ellos, hacia lo que considero una errónea equiparación total de unas y otros. Del justo reclamo «mujeres y hombres tienen los mismos derechos» se quiere llegar, a como dé lugar, a que «mujeres y hombres son iguales». Como la biología lo niega, se recurre entonces a negar obstinadamente la realidad biológica, exagerando el indudable efecto de la cultura.
» Lavado de cerebro
Un conocido y multipremiado presentador de la televisión noruega, Harald Eia, cuyos programas —de gran audiencia— tienen a menudo un cariz humorístico, se tomó muy en serio la pregunta «¿qué aspectos de la conducta humana son innatos, y cuáles son aprendidos?» El empeño por dar una respuesta convincente a esta pregunta lo llevó a producir en 2010, conjunta-
mente con el también productor Ole Martin Ihle, una serie de siete documentales, fascinantes reportajes de investigación que la más grande cadena televisiva del país, la Corporación Estatal de Comunicación (NRK), transmitió con el título Hjarnevask (Lavado de cerebro).
El título de la serie, Lavado de cerebro, se refiere a la tesis común a todos sus capítulos: la opinión dominante silencia todo intento de estudiar objetivamente los dilemas que tienen resonancia ideológica, a veces tratando de evitar que se realicen estudios científicos sobre el dilema en cuestión, cuestionando la importancia de los estudios, o tratando de desacreditar sus resultados cuando estos conducen a conclusiones «incorrectas».

Harald Eia, presentador de la TV noruega, productor de la serie documental Hjernevask (Lavado de cerebro).
El primer capítulo de la serie se dedicó precisamente a las diferencias entre hombres y mujeres, con el subtítulo La paradoja de la igualdad de género.
Ocurre que en Noruega, tal vez el país más igualitario del mundo en cuanto a oportunidades de todo tipo para hombres y mujeres, nunca más del 10 % del personal de enfermería son hombres, mientras que nunca más del 10 % de los ingenieros de la construcción son mujeres. ¿Cómo es posible esto, se preguntó Eia, en un país donde hombres y mujeres son totalmente libres para ejercer la profesión que quieran? ¿No debería haber 50 % de hombres y 50 % de mujeres en ambas ocupaciones?
No quiero irritar a los lectores que no tienen buen acceso a internet, diciendo simplemente que el programa completo puede encontrarse en YouTube, subtitulado en español, en tal o cual dirección, como si supusiera que pueden ver el video en línea, algo que para la inmensa mayoría de los cubanos es irrealizable, ya sea porque el poco tiempo de conexión a internet que pueden pagar lo dedican más bien a comunicarse con sus familiares que están lejos que a buscar información, ya sea porque la conexión a la que tienen acceso (como es mi caso) tiene un ancho de banda que el mundo de hoy, para personas de su nivel cultural, es risible, y no pueden ver videos en línea. Ante esa adversidad, no queda más remedio que instalar en su computadora o su teléfono un programa que permita «bajar» videos de YouTube, y esperar pacientemente a que «baje» ese programa, lo cual en mi caso tardó algunas horas. Con una conexión como la disponible en los sitios públicos de WiFi puede ser más rápido. La versión subtitulada en español del reportaje en cuestión está en línea en dos partes: la URL de la primera parte es https://www.youtube.com/ watch?v=2sblNk2aPzE, mientras que la de la segunda es https://www.youtube.com/watch?v=Me3okdm0C1M.
» La paradoja noruega de la igualdad de género
En el reportaje, después de constatar las cifras que constituyen lo que en Noruega llaman «la paradoja noruega de la igualdad de género», y obtener algunas impresiones subjetivas («las cosas de la construcción son “de hombres”», le dice un operario, mientras que una enfermera le dice que más que lidiar con cuestiones técnicas, ella prefiere un trabajo donde pueda conocer personas y conversar con ellas), Harald Eia entrevista a Camilla Schreiner, una investigadora del Centro de Ciencias Naturales de la Universidad de Oslo, quien ha estudiado por qué tan pocas muchachas noruegas quieren estudiar ciencias. Su investigación abarcó datos de 20 países, y concluyó que las muchachas de países menos igualitarios que Noruega muestran más interés que las noruegas por las carreras científicas. Este hecho es aparentemente contradictorio con la expectativa de que cuanto más igualitarias sean las condiciones sociales y, en consecuencia, mayores sean las oportunidades de estudiar y más variadas las opciones disponibles para todos, más tenderían hombres y mujeres a estudiar las mismas materias. La encuesta de la doctora Schreiner incluyó 108 preguntas, y en ningún caso las respuestas tendieron a validar el razonamiento de que cuanto más moderno sea un país, más se acercarán entre sí los intereses de ambos sexos.
Una funcionaria le explica al reportero que el gobierno ha tratado activamente de cambiar la situación de la composición dispar en cuanto a la proporción de hombres y mujeres en la fuerza de trabajo de algunas actividades, pero solo han logrado equilibrarla por poco tiempo, tras lo cual todo vuelve espontáneamente a la desproporción original.
Cuando Eia les presenta los datos de la doctora Schreiner a investigadores sociales del Instituto de Investigación Laboral y del Centro Interdisciplinario de Investigación de Género de la Universidad de Oslo, y a una exministra de Infancia e Igualdad, todos descartan en forma categórica que esos datos demuestren diferencias innatas entre hombres y mujeres y afirman que las investigaciones que demuestran tales diferencias son anticuadas y están desacreditadas. Según ellos, los datos de Schreiner solo prueban cuánto influye todavía la sociedad al inculcar estereotipos «masculinos» y «femeninos» en los niños.
Eia, por supuesto, no se conformó con esa definición tan categórica y se dedicó a recorrer el mundo en busca de investigadores científicos de fama mundial cuyos experimentos apuntaban en la dirección de que sí existen diferencias innatas entre hombres y mujeres, y que no es exclusivamente una cuestión cultural.
Tratando de dilucidar el efecto de diversos entornos culturales, entrevistó al profesor Richard Lippa, de la Universidad Estatal de California, en Fullerton, que en colaboración con la BBC hizo una enorme encuesta en internet con más de 200 000 hombres y mujeres de 53 países de Europa, Norte y Sudamérica, África y Asia, países de muy diferentes culturas y grado de desarrollo económico. Se les preguntaba, entre otras cosas, en qué les gustaría más trabajar. Lippa encontró grandes diferencias: los hombres generalmente se interesan más por trabajos con cosas físicas, como la ingeniería y la mecánica, mientras que a las mujeres les atraen más los trabajos en los que tratan con personas. La idea de que las diferencias puedan deberse exclusivamente a un condicionamiento social, a través de la crianza y la educación, choca en este caso con que se hubieran obtenido los mismos resultados en Noruega que en Arabia Saudita, Pakistán, India, Singapur o Malasia. En palabras del profesor Lippa, «la diferencia entre hombres y mujeres es muy grande, y esa diferencia parece existir en los 53 países… Cuando se ven resultados como estos, dos líneas que son casi planas y no cambian de un país a otro, es probable que la causa sea biológica.»
En el documental, el doctor Lippa evitó ser demasiado categórico, pero si uno consulta su investigación, que está publicada en internet, en ella afirma: «Estos resultados sugieren que los factores biológicos pueden contribuir a las diferencias de personalidad entre los sexos, y que la cultura desempeña un papel de despreciable a pequeño en la moderación de las diferencias de personalidad entre sexos.»
¿Por qué entonces en países como India hay tantas mujeres exitosamente empleadas en carreras técnicas? Preguntado sobre esto, Richard Lippa señaló que en un país más pobre, una mujer lo que necesita es un trabajo, el que pueda conseguir. Si hay trabajo en el sector de la informática, lo hará, aunque tal vez preferiría hacer otra cosa. Es especialmente en aquellos países económicamente más ricos, con sistemas más igualitarios entre los sexos, donde cada quien puede seguir más libremente sus inclinaciones y preferencias, que las diferencias de intereses entre hombres y mujeres se manifiestan con más claridad.
Otros investigadores entrevistados por Harald Eia fueron el doctor Trond Diseth, Jefe del Departamento de Psicología Infantil y profesor de Clínica Infantil del Hospital Nacional de Noruega, con numerosos resultados en experimentos sobre la atracción que sienten los bebés hacia juguetes generalmente considerados «masculinos» o «femeninos». Según esos resultados, los bebés saludables a partir de los 9 meses de edad ya manifiestan una atracción definida, si son varones, por los juguetes «masculinos» y sin son hembras, por los juguetes «femeninos». El doctor Diseth fue tajante: «Los niños nacen con una clara disposición biológica de género y comportamiento sexual. Después será el entorno, la cultura, los valores y expectativas que nos rodean los que se encargarán de favorecer o atenuar esto… pero no de manera tan decisiva que pueda modificar la identidad inherente y la predisposición de género.»
» Desde el primer día de vida
El siguiente paso de Eia fue buscar resultados indicativos de estas inclinaciones innatas a una edad aún más temprana, y fue a encontrarse con el doctor Simon Baron-Cohen, un eminente profesor británico de Psiquiatría en el famoso Trinity College, de la Universidad de Cambridge. Baron-Cohen, un experto de nivel mundial en autismo, había publicado resultados impactantes sobre las diferencias sexuales en la percepción social de los recién nacidos. A bebitos de un día de nacidos le presentaban un objeto mecánico y una cara, y los grababan para medir cuánto tiempo pasaban los niños observando cada uno de los objetos. Encontraron que los varones pasaban más tiempo mirando el objeto mecánico, mientras que las hembritas permanecían más tiempo mirando la cara, «incluso desde el primer día de vida, explicaba Baron-Cohen, antes de que los bebés conocieran los juguetes, y antes de haber sido expuestos a las diversas influencias o prejuicios culturales.»
El científico explicó que «esto se debe a que, en su desarrollo prenatal, varones y hembras producen diferentes hormonas. En particular, los varones producen dos veces más testosterona que las hembras, y esta hormona influye en la forma en que se desarrolla el cerebro. Medimos los niveles de testosterona en el bebé antes de nacer y seguimos su desarrollo posterior, observando su comportamiento. Así encontramos que cuanto más alto era el nivel de testosterona en el niño antes del nacimiento, más lento era su desarrollo del lenguaje en la primera infancia, y menos contacto visual establecía, hasta la edad de uno o dos años. Es decir, que un alto nivel de testosterona prenatal está asociado con un más lento desarrollo social y del lenguaje.»
Los resultados de Baron-Cohen también han demostrado que las niñas que por causas genéticas producen altos niveles prenatales de testosterona, muestran mayor preferencia por los juguetes masculinos. En su estudio se seguía el desarrollo de los niños hasta los 8 años, y observaron que aquellos con los niveles más altos de testosterona tenían dificultades con la empatía, para reconocer las emociones de otras personas o apreciar sus puntos de vista. También se mostraban mucho más interesados en los «sistemas», en entender cómo funcionan las cosas.
» La evolución: para asegurar la descendencia
La última entrevista en el documental de Harald Eia es con la doctora Anne Campbell, especialista en Psicología Evolutiva de la Universidad de Durham, en Inglaterra. Eia quería comprender por qué nuestros genes nos predisponen de esta manera. Según esta doctora, «nuestras características son el resultado de cientos de miles de años de evolución y, desde ese punto de vista, la clave está en cuántos descendientes dejas. Aquellas características que incrementen nuestra capacidad para dejar más descendencia, tenderán a permanecer en nuestro código genético. Si las mujeres son las que dan a luz, amamantan y crían a los hijos, sería muy sorprendente que no hubiese algún mecanismo psicológico que les ayudase a cumplir esas tareas, haciendo que resultaran placenteras para ellas. Así, rasgos de la psicología femenina como la empatía o el evitar confrontaciones peligrosas, en las que pudiesen resultar heridas, o el evitar la exclusión social que podría alejarlas del grupo, son todas cualidades positivas que suponen que serán más capaces de sobrevivir, reproducirse, y dejar hijos que a su vez puedan también reproducirse. Esto explica por qué las mujeres están más orientadas hacia los demás que los hombres, por qué eligen la enfermería, la medicina, el trabajo social, la enseñanza, todas esas áreas en las que existe intercambio cooperativo y donde las mujeres parecen sentirse más a gusto.»
Según la doctora Campbell, «esto no niega que hay superposiciones entre los sexos, que hay mujeres fabulosas en ingeniería, o física, o química, etc., pero en esencia diría que estos son intereses típicamente masculinos y no femeninos.» Eia le mostró finalmente las declaraciones de uno de los investigadores noruegos de género, donde afirmaba, con su habitual estilo categórico e inapelable, que las diferencias entre hombres y mujeres son solo las relacionadas con el sistema reproductivo y los caracteres sexuales secundarios, como el vello corporal, y no de personalidad, inclinaciones, intereses, etc., que son idénticos en unos y otras. La Campbell quedó pasmada al oír que alguien pueda afirmar algo así: «¡Increíble!» —exclamó— «La pregunta que me siento obligada a hacer es la siguiente: ¿de dónde vienen entonces las diferencias corporales, las diferencias entre los sistemas reproductivos de hombres y mujeres? De la evolución, estoy segura que respondería todo científico social. ¿Y qué es lo que orquesta y organiza esas diferencias corporales? ¿Cuál es la entidad responsable de la producción de todas esas hormonas y péptidos que mantienen todo funcionando? ¡El cerebro humano, principalmente, mediante sistemas de retroalimentación! ¡Es muy difícil para mí concebir que alguien piense que la evolución haya operado sobre los sistemas reproductivos sin tener ningún efecto en absoluto sobre el cerebro humano, que es el órgano individual más complejo e importante que tenemos en nuestro cuerpo!»

Dr. Simon Baron-Cohen, experto de fama mundial sobre autismo y desarrollo prenatal del cerebro.
Estas palabras vinieron inmediatamente a mi mente cuando leí que la doctora Mariela Castro Espín, directora del Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba (Cenesex) había dicho en la televisión cubana que «se ha demostrado científicamente que el instinto maternal no existe». Pensé: «¡Qué enorme falla de la evolución! ¡Dejar a los seres que la propia evolución ha encargado de gestar, parir, amamantar y criar a sus hijos sin ningún mecanismo psicológico que las incline espontáneamente a hacer exactamente lo que garantiza la continuidad de la especie! ¡Millones de años de evolución desperdiciados miserablemente!» Eso para no hablar de la sabiduría popular y su aprecio por el amor materno, que no conoce medida, o de nuestra experiencia vital del amor sin límites que las madres tienen por sus hijos, desde antes de que nazcan, sin saber si serán buenos o malos, criminales o santos, y que los quieren y los defienden, aunque sean delincuentes sin corazón. ¡Cómo puede alguien decir semejante disparate, solo desde una convicción ideológica!
» Ideología vs ciencia
Más allá de las respuestas científicas que aporta Lavado de cerebro 1: la paradoja de la igualdad de género sobre el dilema «innato vs aprendido» en el campo de las diferencias sexuales, el documental me hizo reflexionar sobre las preconcepciones ideológicas. En él se muestra, por una parte, a verdaderos científicos, que no temen hacerse preguntas difíciles y emprenden investigaciones largas y laboriosas para encontrar respuestas a esas preguntas. Sus resultados demuestran que hay diferencias innatas entre hombres y mujeres. Ellos no niegan el efecto de la educación y la cultura, pero señalan que es indudable que hay un factor biológico. El doctor Simon-Cohen lo resume con total claridad: «Es una postura equilibrada decir que se trata de una mezcla entre biología y cultura. No estoy diciendo que todo sea biológico. Simplemente digo “no olviden la biología”».
Como contraparte, el documental presenta a un grupo de pseudocientíficos que no quieren hacerse preguntas. Ellos ya decidieron que tienen la única respuesta correcta, dictada por sus convicciones ideológicas, en este caso por la ideología de género: no hay diferencias innatas en cuanto a personalidad, inclinaciones, tendencias, preferencias, etc. entre hombres y mujeres, porque las que observamos se deben exclusivamente al efecto de la cultura, la educación y las tradiciones aprendidas. La sola posibilidad de que la verdad pudiera ser otra los descoloca por completo. Por tanto, no hay que investigar nada más. No muestran ninguna prueba, sino que pretenden que lo que dicense acepte como un postulado, porque es «lo correcto». Cuando se les presentan evidencias experimentales sólidas de que sí existen esas diferencias innatas, reaccionan afirmando festinadamente que son investigaciones mediocres y anticuadas, y cuestionanlo que llaman un «interés frenético» por demostrar que hay un factor biológico.
La transmisión del documental puso en total ridículo a este grupo de «investigadores de género» noruegos, que quedaron en evidencia por su actitud anticientífica. En 2011, al año siguiente de que Lavado de cerebro: la paradoja de la igualdad de género saliera al aire, el gobierno suprimió el financiamiento de 56 millones de euros anuales al Instituto Nórdico de Género, que tenía como misión acabar con las diferencias atribuidas a los «roles de género» y lograr que la elección de profesiones se realizara en idénticas proporciones por hombres y mujeres. Se declaró oficialmente que la decisión no había tenido que ver con la transmisión del documental, pero es una de esas explicaciones oficiales que nadie puede creer.
La presión de la ideología de género para invisibilizar los resultados científicos que le son desfavorables opera también de otras formas. En 1992, el canal Discovery produjo una serie de tres programas sobre las diferencias innatas entre hombres y mujeres, titulada Brain Sex (El sexo del cerebro), basado en el libro homónimo de Anne Moir. Yo recordaba haberla visto en su momento durante una estancia en el extranjero y haber quedado fascinado. Ya entonces estaba claro que los diferentes niveles de testosterona en el líquido amniótico de bebés varones y hembras provocaba diferencias en el desarrollo de sus cerebros, diferencias demostrables experimentalmente.
En esa época los programas del Discovery solo podían comprarse en cassettes VHS. Es muy significativo que, mientras hoy pueden comprarse en línea versiones en DVD de muchos programas de esa época del Discovery, Brain Sex ya no está disponible, y un amigo a quien se los encargué solo pudo encontrar los tres cassettes de la serie en copias de uso, en un sitio de subastas por internet. Son programas perfectamente vigentes, que han envejecido tal vez en los tipos de gráficos, debido al progreso tan rápido en la informática, pero que presentan hechos científicos verificables, incontrovertibles. Lo que no se les puede perdonar es que apoyan una conclusión políticamente incorrecta y, en consecuencia, se busca un modo sigiloso de «barrerlos hacia debajo de la alfombra».
» No se pierde solo dinero
Lamentablemente, la ideología de género ha tenido costos mayores que los millones de euros de los contribuyentes noruegos despilfarrados durante años por un grupo de embaucadores. Es famoso el caso de David Reimer, el mayor de dos gemelos idénticos nacidos en Canadá en 1965. David (a quien sus padres habían puesto por nombre Bruce) perdió el pene debido a una circuncisión defectuosa a la edad de siete meses. Sus padres lo pusieron en manos del psicólogo John Money (sí, el mismo de la distinción entre sexo biológico y rol de género). Money era un destacado defensor de la teoría de la «neutralidad de género», y afirmaba que la identidad de género se desarrolla exclusivamente por aprendizaje e influencia social, y que es posible reasignar el sexo de un infante mediante cirugía y una crianza adecuada. Esa fue la opción que les recomendó a los Reimer. Para Money someter a ese proceso a uno de dos gemelos idénticos era la oportunidad dorada para demostrar sus teorías.
La odisea de abuso y manipulación médica a que fueron sometidos los hermanos es digna de una pelícu la de horror. Baste decir que, pese a que Money había continuado publicando informes sobre el éxito del caso, David se operó varias veces para revertir la reasignación de sexo y siguió teniendo graves trastornos psiquiátricos hasta que se suicidó en 2004, dos años después que su hermano, esquizofrénico, muriera por una sobredosis de antidepresivos.
» ¿50 % de mujeres y 50 % de hombres en todas las profesiones?
Un último aspecto que quiero resaltar de los datos presentados es precisamente el primero abordado en Lavado de cerebro: la paradoja de la igualdad de género. No puede esperarse que en todas las profesiones hombres y mujeres estén presentes en igual proporción, porque hombres y mujeres no tienen necesariamente los mismos intereses y aspiraciones. Lo que es esencial es que mujeres y hombres tengan exactamente las mismas oportunidades, y que, en la medida de lo posible, sus profesiones sean elegidas sin presiones, ya sean económicas, sociales o de otro tipo, y sin que se aplique ningún tipo de discriminación.
Del mismo modo, es un error etiquetar algunas profesiones como correspondientes a un estereotipo sexual. Sabemos positivamente que las mujeres prefieren ocupaciones que tengan que ver con relaciones personales: enfermeras, maestras, trabajadoras sociales. No es machista que hablemos del programa del «médico y la enfermera de la familia», porque si bien es de esperar que haya también enfermeros, siempre habrá, como en la paradoja noruega, una proporción mayor de enfermeras.
El objetivo no es cumplir con unas estadísticas que se correspondan con lo postulado por una ideología, sino lograr la plena felicidad de todos.