AÑO 2017 Año 13 - No.2 2017

Por favor, sugiéreme un título

por Jorge Domingo Cuadriello

Cuando llega ese momento crucial de ponerle título a una obra los historiadores, los ensayistas y los investigadores se enfrentan a una tarea más fácil y pueden acudir cómodamente al recurso que les brinda el tema central de su trabajo. Así, por ejemplo, sin guardar temor a crítica alguna pueden bautizarlo como La caída del general José Maceo en Loma del Gato, o El uso del tiempo en la novelística de Alejo Carpentier, o Nuevas cartas inéditas de José Martí. En cambio a los creadores de textos de ficción muchas veces se les hace más difícil vencer ese, en apariencia, sencillo obstáculo. Los poetas y los cuentistas tienen la ventaja de apelar a las posibilidades que les ofrece el título de un poema o un verso, o una de las narraciones del volumen. Los novelistas y los dramaturgos no disponen de esa opción y tienen entonces que desarrollar aún más el proceso imaginativo.

Ponerle título a una obra no es un acto baladí ni que se pueda acometer con superficialidad, pues de resultar un fracaso podría lastrarla de forma irremediable. Viene a ser algo así como elegir el nombre que ha de llevar un recién nacido. Los padres que inscriban a una niña negra con el nombre de Blanca la estarán condenando a la burla colectiva por el resto de sus días, como también ocurriría en el caso de un niño al que lo bautizaran como Timoteo o Serapio. El poeta Raúl Rivero —para no desviarnos de nuestro objetivo— ganó en 1969 el Premio David de poesía con el libro Papel de hombre (1970) y a continuación tuvo que soportar las risotadas de sus amigos, quienes le preguntaban, como si lo estuvieran entrevistando: «Raúl, ¿qué tiempo estuvo usted haciendo papel de hombre?» Queda demostrado entonces que un título puede resultar nefasto, desorientar, confundir y llevar incluso al escarnio, de igual modo que, si resulta acertado, servir para atraer, sugerir y despertar el interés de los lectores.

A continuación nos encargaremos de hacer un recuento general de los títulos pertenecientes, casi en su totalidad, a nuestra literatura de ficción y al período iniciado con el triunfo revolucionario de 1959, para tratar de señalar tendencias o modas seguidas por los autores, en algunos casos muy significativas, exaltar los buenos ejemplos y anotar también los que creemos desafortunados. Obligatoriamente, la relación será dilatada, pero distará de ser completa.

En el siglo XIX nuestros poetas se acostumbraron a ponerle como título a sus libros simples denominaciones convencionales, entre ellas: Poemas, Versos, Rimas y Poesías; aunque algunos, un poco más osados, prefirieron elegir referencias a la naturaleza de su entorno local, ya fuesen ríos, valles o montañas. De ahí que encontremos volúmenes de versos titulados Pucha yumurina (1881) de José G. Villa, Ecos del Táyabo (Trinidad, 1885) de José Andonaegui, Ecos del Abra (Matanzas, 1889) de Anselmo Martínez y Murmullos del Almendares (1862) de Manuel Orgallez, así como Rumores del Hórmigo (1857) de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, Rumores del Mayabeque (Güines, 1881) de Domingo Martínez y Rumores del Yayabo (1886) de María Cristobalina Consuegra. Aunque tampoco escasearon en aquella época los títulos extensos y preñados de datos, como este: Páginas íntimas, a la memoria de Catalina mi inolvidable compañera que falleció el 11 de septiembre de 1887 (1887), de Francisco Obregón.

A partir del siglo XX observamos un cambio importante. Los títulos comienzan a ser más elaborados y sugestivos; se deja atrás el convencionalismo y el afán descriptivo para dar paso a aspiraciones de más alto vuelo poético, en una incipiente búsqueda de originalidad. Encontramos entonces libros de poesía que se presentan con los nombres de Arabescos mentales (1913) de Regino Boti, Los astros ilusorios (1925) de Ramón Rubiera, Las islas desoladas (1943) de Agustín Acosta y Corcel de fuego (1948) de Félix Pita Rodríguez, al igual que las novelas Vendaval en los cañaverales (1937) de Alberto Lamar Schweyer y Hombres sin mujer (1938) de Carlos Montenegro. Aunque también cabe decir que el mal gusto no dejó de estar presente. Como ejemplo no digno de imitar estuvo por aquellos años el dramaturgo Paco Alfonso, autor de toda una serie de piezas teatrales que, al margen de su calidad, soportaban unos títulos nefastos, como ¡Y vinieron las tiñosas!, Los surcos cantan la paz y Todo el poder para los soviets, de 1940, Y… seguimos comiendo harina (1941), Todo el mundo al desfile (1942), Ya no me dueles, luna (1946), Yerba hedionda (1951), Yari-yari, mamá Olúa (1956) y, después de 1959, Ha comenzado a madurar la guayaba (1977). Aunque parezca difícil de creer, Paco Alfonso en 1939 llevó a la escena una obra titulada Divulgación de las bases para el proyecto de constitución del Partido Comunista de Cuba.

Al margen de casos como este, aquel paso de superación de los escritores cubanos de la primera mitad del siglo xx fue continuado a partir del triunfo revolucionario de 1959 y llega hasta el presente. Durante ese largo período hallamos títulos muy felices, de acuerdo con nuestro criterio, entre ellos los pertenecientes a los poetas Fayad Jamís —Vagabundo del alba (1959)—, Samuel Feijóo —Caminante montés (1962)—, Alberto Rocasolano —Diestro en soledades y esperanzas (1967)—, Rafael Alcides —Agradecido como un perro (1983)— y Luis Marré —Nadie me vio partir (1990)—, así como a los narradores Eduardo Heras León —Los pasos en la hierba (1970)— y José Manuel Carballido Rey —El tiempo es un centinela insobornable (1983). Ocurrentes resultan los títulos escogidos por el humorista Héctor Zumbado: Amor a primer añejo (1980), ¡Esto le zumba! (1981) y Kitsch, kitsch, ¡bang, bang! (1988). Con cierto espíritu también festivo e intenciones paródicas, en estos años algunos escritores apelaron a fórmulas dejadas atrás para dar título a sus obras. De ejemplos pueden servir las novelas Aventuras de Gaspar Pérez de Muela Quieta (1982) de Gustavo Eguren, Aventuras eslavas de Don Antolín del Corojo y Crónica del nuevo mundo según Iván el terrible; novela testimonio (1989) de Luis Manuel García, y Lances de amor, vida y muerte del caballero Narciso (1994) de Alfredo Antonio Fernández, así como el libro de cuentos de Sergio Chaple De cómo fueron los quince de Eugenia de Pardo y Pardo (1980). Sin embargo, mucho mayor fue el número de autores, pertenecientes por lo general a una nueva hornada, que intentaron conectar los títulos de sus libros con los tiempos de Revolución que entonces se vivía, con el discurso aguerrido y militante, el paso al frente y la disposición combativa. El fuego, con el respaldo del incendio de Bayamo por nuestros primeros combatientes independentistas, se convirtió entonces en símbolo de la tea purificadora, destinada a convertir en cenizas el caduco sistema burgués para llevar a cabo la construcción del socialismo. Y con ese significado encontramos en aquella etapa una larga relación de obras que incluyen en su título el vocablo fuego. Quizás por imitación, otros autores que no demostraban una vocación revolucionaria tan expedita igualmente lo incorporaron a los títulos de sus obras. A continuación ofreceremos una muestra de ellos solo pertenecientes a un lapso de poco más de veinte años: los libros de versos Limpio fuego el que yace (1971) de Roberto Díaz, Será bandera, fuego en la cumbre (1978) de Sigifredo Álvarez Conesa, Agua y fuego (1980) de Elsa Claro, Las manos en el fuego, de Osvaldo Navarro, y Con la prisa del fuego, de Antonio Conte, ambos impresos en 1981, Mientras traza su curva el pez de fuego (1984) de Manuel Díaz Martínez, El azul es también color de fuego (1987) de Gilberto González Seik y Una rosa de fuego y humo (1990) de Álvaro Prendes, a los que habría que sumar las novelas Cuando la sangre se parece al fuego (1975) de Manuel Cofiño, El cumpleaños del fuego, de Francisco López Sacha, y El círculo de fuego, de Noel Navarro, las dos publicadas en 1986, así como el ensayo Furia y fuego de Manuel Navarro Luna (1975) de Joaquín G. Santana y la biografía de Rubén Martínez Villena El fuego de la semilla en el surco (1982), escrita por Raúl Roa. Nos abstendremos de incorporar a esta lista otros títulos que asumen el vocablo fuego, pero con otra connotación, como Todos los fuegos, el fuego (1967), crónicas de Eliseo Diego, y los poemarios Alción al fuego (1968) de Roberto Friol y Tenaces como el fuego (1986) de Lourdes González Herrero. De igual modo dejaremos al margen algunas obras que anuncian su vinculación directa con el fuego, como los poemarios Que veremos arder (1970) de Roberto Fernández Retamar y Fogatas sobre el polvo (2006) de Roberto Manzano, así como la novela de Eliseo Alberto La fogata roja (1985). De cualquier modo, ante esta relación considerable un lector extranjero bien podría pensar en cierta vocación pirómana entre los autores cubanos.

En correspondencia con la connotación otorgada al fuego, algunos autores optaron por darle representación en sus títulos al color rojo, pero no con la ingenua intención de La caperucita roja, el conocido relato infantil, sino la de evocar, en algunos casos, uno de los colores de nuestra enseña nacional y, en otros, el movimiento socialista internacional, plasmado en la bandera del país guía, la Unión Soviética. A partir de esas dos tendencias nos encontramos con los poemarios En blanco, en rojo, en azul (1959), de Nela del Rosario, Afiche rojo (1969) de Antonio Conte, El libro rojo, de Guillermo Rodríguez Rivera, finalista del Concurso Casa de las Américas en 1970 y publicado treinta años después, El rojo y el oro sobre el pecho (1983) de Luis Álvarez Álvarez e Isla de rojo coral (1993) de Nicolás Guillén. A esta lista podríamos sumar los volúmenes de cuentos Nieve roja (1981) de Omar González y Nunca antes habías visto el rojo (1996) de José Manuel Prieto, al igual que el testimonio de Álvaro Prendes En el punto rojo de mi kolimador (1974), el conjunto de ensayos de Fernando Martínez Heredia El corrimiento hacia el rojo (2001) y la biografía de Luis Adrián Betancourt Un topo rojo en el Buró de Investigaciones (2006).

Como complemento al fuego y al rojo y sus representaciones simbólicas, en aquella décadas de los 70 y 80 algunos poetas dirigieron con admiración su mirada a los héroes para cantarles y reconocer la deuda contraída con ellos. El término héroes —siempre en plural— afloró entonces en los títulos de no pocos poemarios. Veamos estos ejemplos: Redoble por la muerte de los héroes (1973) de Luis Díaz, Las canciones de los héroes (1974) de Jesús Cos Causse, De la ciudad y sus héroes (1976) de Waldo Leyva, e, impresos en 1982, De héroes y otros poemas de Eduardo Crespo Frutos y Porque tenemos héroes de Alberto Rocasolano. Por entonces la influencia de la Unión Soviética y de su literatura se hacía sentir con gran fuerza en algunos círculos de escritores, quienes llegaron a establecer una empatía con sus colegas euroasiáticos, leyeron las obras de estos y en algunos casos hicieron versiones al español de sus poemas. Ese proceso de asimilación, según nuestro parecer, dejó su huella en algunos títulos pertenecientes a nuestras letras, en los cuales sentimos el aliento procedente de la producción literaria del país de los soviets. Estos son algunos de ellos: Flores llueven Revolución (1972), En las líneas del triunfo (1975) y Será bandera, fuego en la cumbre (1978), libros de versos de Roberto Rodríguez Menéndez, Luis Beiro y Sigifredo Álvarez Conesa, respectivamente, y los volúmenes de cuentos Canción militante en tres tiempos (1972) de Julio Andrés Chacón, Hacia otra luz más pura (1975) de Sergio Chaple y Acero (1977) de Eduardo Heras León. Este último título nos recuerda la novela Cemento (1928) de Fedor Gladkov, muy celebrada en la URSS en las décadas del 30 y 40 y cuya acción, al igual que los cuentos del cubano, se desarrolla en una fábrica y en un ambiente de trabajadores. Pero de todos estos libros el que demuestra una mayor impronta soviética es que lleva por título en lengua rusa Do Svidanya (1971) y resulta ser un volumen de poemas de Ángel Augier. También aquella época propició que se publicaran obras con títulos que parecen salidos de solicitudes formuladas en asambleas sindicales, como Permiso para hablar (1967) de José Yanes y Pido la palabra (1969) de Héctor de Arturo, los que en realidad pretenden anunciar libros de versos. Otros poseen igualmente un sabor popular, pero su origen no hay que buscarlos en los medios proletarios, sino en el juego de beisbol. De ahí tomó Ambrosio Fornet el título para su ensayo En tres y dos (1965) y Emilio García Montiel para su poemario Squeeze play (1986).

Desconcertantes resultan algunos títulos que en verdad no se corresponden con su contenido, como un cañón que apuntara hacia el norte y disparara hacia el sur. Pocos podrán imaginar que Ensayo sobre el entendimiento humano (1969) no es una obra de Baltasar Gracián ni de Pestalozzi, sino un libro de poesía de Eduardo López Morales. Y que Estudio de familia (1989) no es el resultado de una investigación llevada a cabo por un equipo de sociólogos en Santiago de Cuba o en Taco Taco, sino una novela de Lázara Castellanos. El asunto es estar localizable (1991) tiene toda la traza de ser la orientación de un alto funcionario o la exigencia del jefe de un grupo de cevepés. Sin embargo, es el título de una antología de poesía cubana contemporánea. En este punto debemos reconocer un caso tan ilustre como excepcional: cuando Alejo Carpentier entregó su novela El siglo de las luces a los editores mexicanos, estos le objetaron el título, pues parecía anunciar un ensayo acerca de la Ilustración o del siglo XVIII europeo. Pero Carpentier se mantuvo en sus trece, salió con la suya y ahí está con ese título uno de los pilares de la novela hispanoamericana del siglo XX.

Hay títulos kilométricos que casi le exigen al lector que tome bastante aire antes de pronunciarlos. Entre ellos se encuentran los poemarios Donde se dice que el mundo es una esfera que Dios hace bailar sobre un pingüino ebrio (1989) de María Elena Hernández Caballero y Variaciones a como veredicto para sol de otras dudas. Fragmento de una construcción 1936 (1993) de Lorenzo García Vega, así como la novela de Guillermo Vidal Ella es tan sucia como sus ojos: historia de un incesto, un crimen y ciertas bibliotecarias (2001). Claro está, no pocas veces esos títulos constituyen un recurso para epatar, como otros de cierta raíz surrealista, entre los que cabe citar 27 pulgadas de vacío, poemas (1960) de Silvia Barros y los volúmenes de cuentos La sonrisa y la otra cabeza (1971) de Imeldo Álvarez, que hubiera deleitado a René Magritte y a Salvador Dalí, y Alguien se va lamiendo todo (1999), escrito a dos manos entre Ronaldo Menéndez y Ricardo Arrieta.

No faltan los títulos amenazantes, como los pertenecientes a los volúmenes de versos Todos me van a tener que oír (1970) de Tania Díaz Castro, ¡Cuidado que le doy un sonetazo! (1980) de Francisco García Benítez y Queda terminantemente prohibido (1990) de Fermín Carlos Díaz, así como aquellos que llevan implícita una exhortación, como este: Dile que sí a tu niño (1989), cuento de Jesús Díaz que más parece la recomendación de la asistente de un Círculo Infantil a un padre muy severo. El título La televisión acaba con todo (2001), libro de relatos de Gustavo Eguren, constituye una conclusión que bien pudiera hacer suya un talibán. La narradora Omega Agüero no fue muy afortunada con los títulos que escogió para sus dos únicos libros; el primero de ellos, La alegre vida campestre (1974), aparenta ser una ingenua exaltación bucólica que hubiera aplaudido Juan Jacobo Rousseau. El segundo, El muro de medio metro (1977), más parece anunciar un manual de albañilería y se asocia con la obra de teatro de Sergio González El ladrillo sin mezcla (1975). Un autor que gustó siempre de la décima y del punto cubano fue Adolfo Martí. Esa fidelidad lo llevó al extremo de incluir el término punto en cinco de los doce libros que publicó: Alrededor del punto (1971), Contrapuntos y Puntos cardinales, ambos impresos en 1980, La hora en punto (1983) y Puntos de vista (1988). Tal uso a nosotros nos resulta abusivo.

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En las últimas décadas ha ido cobrando notable fuerza la costumbre de elegir como título de una obra literaria de ficción un verso de la letra de alguna canción conocida, fundamentalmente un bolero ya famoso. En nuestro proceso investigativo detectamos como uno de los primeros casos el poemario de Nelson Herrera Ysla El amor es una cosa esplendorosa (1983). Más tarde le seguirían la antología de poemas Usted es la culpable, confeccionada por Víctor Rodríguez Núñez, y el volumen de versos de Antonio Conte En el tronco de un árbol, ambos de 1985, y Cuando salí de La Habana (1997) de Ángel Escobar. A estos libros deben sumarse las novelas Noche de ronda de Ana Lidia Vega Serova, El día que me quieras de Julio M. Llanes y La última noche que pasé contigo de Mayra Montero, las tres impresas en 2001, El dulce amargo de la desesperación (2002) de Emilio Comas Paret, Fumando espero (2003) de Jorge Ángel Pérez, Échame a mí la culpa (2001) y Que en vez de infierno encuentres gloria (2003), estas dos de Lorenzo Lunar, y Lágrimas negras (2016) de Eliseo Altunaga, y las piezas de teatro Desengaño cruel (1989) de Luis Agüero, Vereda tropical (1995) de Joaquín Cuartas y Te sigo esperando (2000) de Héctor Quintero, y los libros de cuentos Según pasan los años de Leonardo Padura y Quiéreme mucho de Sindo Pacheco, los dos impresos en 1989, ¡Ay mamá Inés! (2006) de José Antonio Martínez Coronel y Canta lo sentimental (2011) de Alex Fleites. Sin lugar a dudas esta parece ser la variante que marcha con más fuerza entre los autores cubanos para nombrar una obra literaria de ficción.

Llama la atención que a pesar de que no pocos de nuestros narradores actuales han abordado el tema del jineterismo y el de los balseros, apenas existen títulos en los que aparezcan estos términos o en algunas de sus variantes. Los únicos casos que hemos encontrado pertenecen a obras impresas fuera de Cuba: Jineteras (Colombia, 2006) de Amir Valle, narra dor guantanamero establecido en Alemania, y La noche parió una jinetera (2010) de la habanera Olga Consuegra, quien reside en la República Dominicana, así como el libro de cuentos Apuntes de Josué 1994. Balseros y balserías (Madrid, 2001), de Nelton Pérez, quien divide sus días entre su natal Manatí, Nueva Gerona y el Vedado. Quizás el pudor o las recomendaciones de las editoriales los hayan hecho abstenerse de estampar esos vocablos en los títulos. Y los de carácter triunfalista, aquellos que ponen de manifiesto una vehemencia revolucionaria o una efervescencia política, igualmente hoy están casi ausentes por completo de nuestra literatura de ficción.

Bajo un buen título puede decepcionarnos un producto literario pedestre. Y a la inversa. Pero esto no invalida la importancia de hallar un título acertado, que tenga un poco de «gancho» y al menos llame la atención. Felices se sienten los autores cuando de un modo casi espontáneo encuentran un título que los satisface. Cuando esto no ocurre muchas veces acuden, avergonzados, a un colega amigo para entregarles su libro y pedirles en secreto: Sugiéreme un título.