[…] el deber social de un intelectual
es hacerse oír del mayor número posible de gente,
pero sin esclavizar su sinceridad y su veracidad
a disciplinas de gremio o de partido, sin perder su independencia.
Miguel de Unamuno
La rendición de las fuerzas niponas en agosto de 1945 puso punto final a los dramáticos años de la II Guerra Mundial. Atrás quedaban los días iniciales del dolor chino, el jalón español con sus heridas aún abiertas, la épica de Stalingrado y Leningrado y los horrores de Pearl Harbor. Ante el mundo surgía una nueva perspectiva: la de las relaciones pacíficas. En las declaraciones de los líderes de las Naciones Unidas y al clamor unánime de la humanita se proyectó la opción de una paz estable y duradera. Por consenso todos sentían la necesidad de transitar a una etapa de unión entre los pueblos a través del intercambio cultural como vehículo para la reconciliación y la amistad perdurable. Esto implicaba, desde luego, romper con las barreras ideológicas y los prejuicios políticos en tanto armas de separación en el nuevo mundo que se aspiraba a construir.
El primer paso fue comenzar por aceptar el aporte de la URSS en la defensa de los principios de la humanidad y el progreso, así como su papel de salvaguardia europea contra el creciente ascenso del fascismo desde los días de Múnich y España. En concreto, su decidida participación en el conflicto mundial al lado de los aliados y a favor de la democracia ayudó a crecer su prestigio, solo reconocido hasta ese momento por los militantes afines con su ideología. Pero muy pronto esta imagen se vaporizaría. Rescatada la paz y finalizada la euforia de los primeros tiempos, la leyenda negra de la hidra roja volvió a resurgir de entre las cenizas, borrando de tajo aquel mejorable juicio de Harry S. Truman sobre Stalin en Potsdam: «Me gusta Stalin. Es un hombre franco. Sabe lo que quiere y acepta un compromiso cuando no puede obtenerlo».1 Conforme avanzaron los meses, el bloque aliado y el «hombre de acero» fueron construyendo una muralla de insalvable entendimiento. La naturaleza ideológica de la contienda y «la obsesión de ambos bandos por lo que se podría llamar “seguridad ideológica”»2 aceleraron la conflictividad, multiplicaron las tensiones e hicieron muy improbable la armonía global. La nueva era señoreada por conductas inamistosas apostó, a todas luces, por el desgaste real o propagandístico del contrario en beneficio propio, pero sin llegar a provocar el casus belli o una situación concreta de enfrentamiento bélico.
De modo que, salvo los más optimistas, todos parecieron aceptar resignados lo inevitable desde su condición de simples espectadores, a pesar de vivir en un escenario internacional dominado, según Jorge Semprún, por una cultura de izquierda como resultado de las nefastas secuelas de la i Guerra Mundial, del antifascismo que había logrado capitalizar simpatías entre la mayor parte de los reconocidos intelectuales de Europa y el mundo, y de la ilusión de porvenir que había representado la idea revolucionaria en el viejo continente.3 En nombre de la democracia, la intelectualidad progresista se retó a sí misma al proponer la concordia entre todos aquellos pueblos que habían contribuido a borrar el peligro militar del nazismo. Era una manera de hacerle frente al estado de confusión y de recelo que amenazaba con obscurecer de nuevo el panorama mundial y entorpecer, por ende, las tareas comunes del presente. Sentía el compromiso, y así lo manifestó, de obrar por la consolidación de un mundo libre de guerras. De entregarse por entero a las nobles funciones de elevar la cultura, propender a la solidaridad y crear un vínculo fraterno y poderoso que enlazara espiritualmente a las naciones y lograra identificarlas entre sí con los valores eternos del pensamiento.
Nada de notable parece entonces que en medio de este contexto de pulso izquierdista, en los primeros días del mes de mayo de 1945 un grupo de reconocidos intelectuales cubanos, artistas de la plástica, profesores, médicos, poetas, historiadores, abogados, periodistas… decidiera crear en La Habana el Instituto de Intercambio Cultural Cubano-Soviético (IICCS) con domicilio provisional en los salones de la Institución Hispanocubana de Cultura a sugerencia del polígrafo Fernando Ortiz.4 La finalidad principal fue perfectamente definida en el artículo II de los estatutos, al expresar que el naciente centro solo tenía por objeto «fomentar el intercambio cultural entre Cuba y la Unión Soviética […] trabajando al mismo tiempo por hacer llegar a dicho país todos aquellos materiales que facilitan el conocimiento de nuestra vida cultural en sus distintas manifestaciones, artísticas, científicas, sociales, etc.»5
En líneas generales, el staff de los miembros fundadores aspiraba a romper el aislamiento informativo de la URSS en la mayor de las Antillas para dar a conocer, sin neblinas de propagandas deformadoras ni mediatizadas, las realidades objetivas, los adelantos científico-técnicos y los valores acendrados de la joven cultura soviética en claves de un antimperialismo y un anticapitalismo, que no desentonaban con su claro interés por promover una contracultura libre de la influencia de la vecina nación norteña. Téngase a bien recordar que la institución nacía, por un lado, durante la presidencia de Ramón Grau San Martín, cuyo pasado revolucionario contra la dictadura de Gerardo Machado lo rodeaba de una cierta aureola de simpatías hacia la izquierda. Y, por el otro, apenas dos años después del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre Moscú y La Habana.6 Dos elementos claves que contribuirían de manera decisiva al fomento y a la tolerancia de las actividades del nuevo centro.
Los medios para lograr sus fines quedaron plasmados también en el documento fundacional. El acercamiento se impulsaría a través de la celebración de conferencias, exposiciones, conciertos y veladas cinematográficas. Igual empeño se pondría en crear una biblioteca y publicar una revista para dar a conocer el desarrollo histórico y los avances culturales realizados por la URSS. Los impulsores del proyecto entendían que el pueblo cubano no podía seguir siendo un mero espectador curioso, ajeno al torbellino de los dos bloques que comenzaban a disputarse la hegemonía del mundo. La Isla requería del incremento rápido de su cultura en la pluralidad de todos sus aspectos. O sea, salir del «provincianismo colonialista y aislador y de su tradicionalismo soñarrero y retardatario»,7 sin renegar de su ancestral troncalidad ni desprecio por sus peculiares características. Debía oxigenarse de todas las variantes culturales allende el Atlántico, captar de ellas el lado positivo y adueñarse de las energías más meritorias del quehacer universal.
Aunque en ningún momento a lo largo de su historia, el IICCS hizo explícito que su labor serviría de contrapeso a las actividades de difusión cultural impulsada por el Instituto Cultural Cubano-Norteamericano (ICCN), fundado en 1943, y mucho menos a las del profranquista Instituto Cultural Cubano-Español (ICCE), creado cinco años después, no fue necesario esperar mucho tiempo para ver delimitadas tres zonas de influencia dentro del amplio campo intelectual cubano (los Estados Unidos, España y la URSS). Pero a diferencia del ICCE y el ICCN, cuya larga vida se vio interrumpida abruptamente por el cambio de gobierno operado en el país a partir del 1° de enero de 1959, la corta existencia del IICCS estuvo condenada por el propio contexto histórico y el temor a la creciente expansión del pánico rojo por el continente americano. Con todo, en aquellos primeros días de la rendición de Alemania nadie podía presagiar que este entusiasmo duraría poco más que una década. La derrota del nazismo y el triunfo de la democracia embriagaron de alegría a todos por igual. Lo inmediato era romper con las barreras culturales y estimular el acercamiento entre la mayor de las Antillas y la lejana URSS. En el futuro se pensaría después.
Al día siguiente de su creación, los presentes acordaron elegir los miembros de la Mesa Directiva, la Dirección de Secciones y el Consejo de Dirección, los tres organismos encargados de la administración y el gobierno del centro. Para la presidencia de la Mesa Directiva fue electo Fernando Ortiz, quien compartió funciones con el físico Manuel Gran (vicepresidente), el médico Alfredo Antonetti (tesorero), el abogado Baldomero Grau (vicetesorero), la dirigente comunista Edith García Buchaca (secretaria) y el periodista Alberto Delgado Montejo (vicesecretario). De acuerdo con el reglamento, esta mesa sería presidida rotativamente cada tres meses por los distintos presidentes de secciones en el orden que determinara el Consejo de Dirección y los demás cargos serían cubiertos por elección directa de sus asociados. Sobre la Mesa Directiva recayó la responsabilidad de atender los asuntos del Instituto, mientras no estuviera reunido el Consejo, así como la puesta en práctica de todo lo convenido.8
Otra nutrida galería de intelectuales polifacéticos pasó a formar parte de la extensa nómina del Consejo de Dirección, integrado por los presidentes y secretarios de cada sección más el secretario, el tesorero y los distintos vicepresidentes del centro. Además de los ya mencionados, cabría citar a los periodistas Guillermo Martínez Márquez, Enrique Labrador Ruiz, Fernando Campoamor, Antonio Penichet, Jorge Fernández de Castro, Rafael Suárez Solís y François Baguer; los escritores Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, Mirta Aguirre, Margarita Montero, René Potts, Raquel Catalá, Sara Hernández Catá y Ricardo Riaño Jauma; los pintores Wifredo Lam, Marcelo Pogolotti y Domingo Ravenet; los músicos Edgardo Martín, Alberto Bolet y Diego Bonilla; los arquitectos Raúl Macías Franco, Aquiles Maza, Emilio del Junco, Manuel Tapia Ruano y Antonio Quintana Simonetti, los profesores universitarios Manuel Bisbé, Pablo Lavín,La Dirección de Sección, dividida en once especialidades, quedó estructurada y regida de la siguiente manera. La de Ciencias Sociales y Económicas por Fernando Ortiz, la de Música y Baile por el musicólogo Antonio Quevedo, la de Artes Plásticas por el crítico Juan José Sicre, la de Artes Dramáticas y Cine por el profesor José Manuel Valdés-Rodríguez, la de Medicina y sus anexos por el tisiólogo Gustavo Aldereguía, la de Ciencias Físico-Matemáticas por Manuel Gran, la de Educación por la doctora Ana Etchegoyen, la de Literatura por el escritor José Antonio Ramos, la de Prensa y Publicidad por el periodista Luis Gómez-Wangüemert, la de Historia por Emilio Roig de Leuchsenring y la de Urbanismo por el investigador José Luciano Franco.
Otra nutrida galería de intelectuales polifacéticos pasó a formar parte de la extensa nómina del Consejo de Dirección, integrado por los presidentes y secretarios de cada sección más el secretario, el tesorero y los distintos vicepresidentes del centro. Además de los ya mencionados, cabría citar a los periodistas Guillermo Martínez Márquez, Enrique Labrador Ruiz, Fernando Campoamor, Antonio Penichet, Jorge Fernández de Castro, Rafael Suárez Solís y François Baguer; los escritores Alejo Carpentier, Félix Pita Rodríguez, Mirta Aguirre, Margarita Montero, René Potts, Raquel Catalá, Sara Hernández Catá y Ricardo Riaño Jauma; los pintores Wifredo Lam, Marcelo Pogolotti y Domingo Ravenet; los músicos Edgardo Martín, Alberto Bolet y Diego Bonilla; los arquitectos Raúl Macías Franco, Aquiles Maza, Emilio del Junco, Manuel Tapia Ruano y Antonio Quintana Simonetti, los profesores universitarios Manuel Bisbé, Pablo Lavín, Vicentina Antuña, Elías Entralgo y Salvador Massip, las pedagogas Ana Etchegoyen y Dulce María Escalona, los políticos Agustín Cruz, Juan Marinello, Oscar García Montes y Carlos Felipe Armenteros; los historiadores Leví Marre ro y Sergio Aguirre, los médicos Pedro Kourí, José A. Bustamante, Diego Fernández Alfaro, Federico Sotolongo Guerra y Luis Díaz Soto; así como los exiliados republicanos españoles Juan Chabás, ensayista, y Julián Alienes Urosa, economista, el poeta Nicolás Guillén, la soprano Zoila Gálvez, la bibliógrafa María Teresa Freire de Andrade y el escultor Pablo Porras, entre otros.9
El reglamento estableció asimismo cuatro clases de socios: los protectores, los numerarios, los diplomáticos y los fundadores. Las dos primeras categorías solo se diferenciaban en el pago de la cuota mensual. Para ser socios protectores se debía contribuir con no menos de cinco pesos y para la de numerario con un peso como máximo. La tercera, como su nombre indicaba, quedó reservada para aquellos que acreditaran dicha función en el país y manifestaran su deseo de pertenecer al Instituto. Entretanto, la última condición le fue otorgada a todos los que habían decidido afiliarse al centro durante los cuatro primeros meses a partir de su fundación. En 1947, por modificación reglamentaria, fue incluida otra clase de miembros: los socios juveniles. Para su obtención se exigía como requisito básico ser menor de 21 años de edad o acreditar, en su lugar, la condición de estudiante. Estos, a diferencia de los demás, solo debían abonar 50 centavos mensualmente.
Sin que prevaleciera ninguna distinción en cuanto a deberes y derechos, todos los asociados debían respetar los estatutos de la entidad y los acuerdos de los organismos directivos, desempeñar cualquier cargo que hubieran aceptado previamente, votar en los comicios, asistir a las juntas, divulgar los fines de la asociación y pagar regularmente la cuota. Se causaba baja por decisión personal o por el incumplimiento de esta última obligación. La observancia de dichas normativas garantizaba el derecho a participar en los actos oficiales y las votaciones planificadas, elegir y ser elegidos siempre que residieran en La Habana, formular quejas ante los organismos de dirección, llevar invitados a las actividades y recibir un ejemplar de la revista informativa Cuba y la URSS, que a partir del 1° de agosto de 1945 comenzó a publicarse.
Con un modesto formato y una tirada mensual, que se mantendría de manera regular, el primer número del órgano del IICCS abrió sus páginas con un artículo titulado «Más contactos de la cultura», de Fernando Ortiz. Una especie de manifiesto inaugural orientado a mostrar a los lectores la importancia de conocer los adelantos científicos y la experimentación social que, en todos los campos, venía ensayando la joven cultura soviética. Entre líneas, Ortiz apostaba por los resultados positivos de esta fecunda colaboración para la Isla y la buena acogida que la misma tendría entre los sabios y artistas soviéticos. No obstante, lo más reseñable del escrito resultó ser, sin duda, el carácter previsor del destacado intelectual cubano en aquel temprano año de 1945:
Todo parece indicar que en el resto del presente siglo xx y mucho más del advenimiento del segundo milenio, la vida del mundo ha de marchar al ritmo que marquen la unión de los Estados Unidos de América, con los pueblos adictos de su hemisferio, y la unión que bien pudiera llamarse de los Estados Unidos de Eurasia, con los pueblos de su inmensa órbita. Una Unión de Estados Americanos y otra Unión de los Estados Euroasiáticos. La U.E.A y la U.E.E. Una, vertical, en la interporalidad del Nuevo Mundo; otra, horizontal, en la boreal inmensidad del Mundo Viejo. Ambas en cruz. ¿Cruzadas por los antagonismos? ¿Cruzamiento para los engendros? Washington y Moscú habrán de ser polos del mundo (…)
Unidos entre sí, constituirán en ritmo de progreso colectivo los pueblos y los continentes; si desunidos, por abandonar la trascendentalísima función axial que en ellos ha puesto como un deber la historia, la humanidad habrá de sufrir la más grande y catastrófica conmoción, como si fuera un global terremoto.10
Ya en el segundo número el impreso posicionó su línea editorial, al dejar claro que su único objetivo era presentar al pueblo cubano las realizaciones culturales, económicas y científicas de la URSS a través de la idea del intercambio mutuo y del principio aceptado por todos sus integrantes de que por encima de los sistemas políticos y las concepciones sociales diversas quedaba abierta una nueva perspectiva de asistencia bilateral, enmarcada dentro de la tolerante zona del campo cultural. Sin traspasar la frontera se convino aceptar esta reciprocidad como el mejor vehículo para fomentar la cooperación en la figurada era de paz que, con cierta ingenuidad, todos pensaban se inauguraría después de la derrota del fascismo. Para ello se consintió la colaboración de corresponsales extranjeros y de las mejores cabezas visibles de la ciencia con la pretensión de hacer llegar a todos los interesados la realidad cultural de aquella lejana y pujante confederación de naciones.
En esta misma entrega se subrayó además que el nuevo proyecto no obstaculizaría los contactos con otros países. Su equipo editorial era consciente de que vivía en un mundo cruzado por corrientes multilaterales de amistad entre los pueblos. De modo que las relaciones con la URSS se asumieron como parte de los lazos de un mutuo entendimiento, que la dirección del impreso decidió priorizar frente al desconocimiento y las campañas tergiversadoras de la propaganda. En resumen, se aspiraba a que el órgano del IICCS pudiera llegar a la mayor cantidad de público posible y se convirtiera, asimismo, en una publicación de gran tirada para poder extender su órbita de influencia fuera de las fronteras nacionales. Pero el tiempo demostró que solo los intelectuales de la fe podían volar tan alto.
Sobre la base de este acuerdo tácito, Cuba y la URSS se dio a la tarea de publicar trabajos científicos, literarios, deportivos y artísticos. Dedicó importantes espacios a temas relacionados con la música, el teatro, la biología, la astronomía, la química, la medicina, el desarrollo industrial y agrícola, las labores del magisterio, la vida universitaria y los derechos sociales. En otras palabras, procuró reproducir aquellos escritos que mostraran, recrearan y permitieran conocer el sentir de los intelectuales y del pueblo soviéticos. Es más, trató de convencer a los lectores cubanos del elevado nivel de vida y la supuesta prosperidad reinante en la URSS, recurriendo la mayoría de las veces, de manera un tanto excesiva y sobredimensionada, a los éxitos alcanzados gracias a la conducción del «generalísimo Stalin». También recogió opiniones de intelectuales cubanos sobre los diferentes ángulos de la cultura soviética y dedicó cortos pero emotivos editoriales a la celebración cada año del 7 de noviembre, Día de la gran Revolución Socialista de Octubre.
Seguir la trayectoria de la revista es seguirle la pista al IICCS, cuyos fondos, conservados en el Archivo Nacional de Cuba, son muy pobres. Desde su salida, el órgano se convirtió en un espacio de difusión de todas las actividades del centro, de modo que una rápida ojeada es suficiente para percatarse que a partir de 1945 las relaciones culturales entre la Unión Soviética y la Isla entraron en una fase de intenso acercamiento nunca antes experimentada. Cada una de las secciones del Instituto, creadas al efecto, contribuyó a ello, aunque no todas lograron alcanzar la misma visibilidad en sus páginas. Las más destacadas fueron las de Artes Dramáticas y Cine, Música y Baile, Urbanismo y Artes Plásticas. Aun así hubo actividades para todos los gustos.
Los amantes del séptimo arte, por ejemplo, tuvieron la oportunidad de ver, entre otros filmes, 1812, dedicado al general ruso Kutuzov; Alexander Nevsky e Iván el Terrible, de Serguei Einsenstein; La flor de piedra, Cuatro corazones, El amor lo vence todo y La muchacha 217. El cine soviético fue apreciado y entendido como el resultado fecundo de la Revolución de 1917 y la paulatina construcción socialista. Dos procesos que marcaban la diferencia entre esta cinematografía y las producciones del resto del mundo. En este sentido cabría agregar la proyección de los documentales Mongolia de ayer y de hoy, Arte mongólico, Nuestra juventud, Un día en la Unión Soviética, el noticiero «Celebración del Primero de Mayo en Moscú», así como la escenificación de la obra teatral Hacia las estrellas, de Leonid Nikoláievich Andréyev, a cargo del director Francisco Morín.
La Sección de Música y Baile, por su parte, se encargó de organizar conciertos para piano y orquesta, además de interesantes audiciones con discos llegados de la URSS. Por lo general, todas estas actividades eran amenizadas con charlas o ciclos cortos de conferencias relacionadas con la temática en cuestión. Pero con toda seguridad, durante los primeros meses de vida del IICCS la noticia que logró acaparar la atención de la revista fue, sin duda, la Exposición de Arte Cubano en Moscú, bajo los auspicios de la VOKS (Sociedad de Relaciones Culturales de la URSS con los Países Extranjeros). El preámbulo había tenido lugar en julio de 1945 con una muestra de cuadros de pintores cubanos en la Embajada de Cuba en la capital soviética. Algo inédito en aquel lejano país, pues por primera vez salían de las fronteras nacionales rumbo a Moscú obras de jóvenes artistas como Carlos Enríquez, Cundo Bermúdez, Luis Martínez Pedro, Domingo Ravenet, Eberto Escobedo, René Portocarrero, Mario Carreño, Jorge Arche, Daniel Serra Badué y Amelia Peláez. Expresión, según la crítica, de una nueva corriente que trataba de comunicar su individualidad y desmarcarse, al mismo tiempo, de la línea tradicionalista de sus maestros como Esteban Valderrama y Ramón Loy.11 De esta exhibición surgió la idea de trasladar la exposición a los salones del Lyceum y Law Tennis Club con el objeto de seleccionar los mejores cuadros que serían expuestos en las principales ciudades de la Unión Soviética. Luego, en una segunda fase de selección más rigurosa, la VOKS se encargaría de escoger aquellas obras que pasarían a formar parte del tesoro permanente del Museo de Arte Occidental Moderno de Moscú.
Dicha actividad le fue confiada a la Sección de Artes Plásticas y a un jurado integrado al efecto por Guy Pérez Cisneros, Luis Gómez-Wangüemert, Juan David y Juan José Sicre. En ellos recayó la responsabilidad de elegir lo más representativo del arte, la pintura y la escultura cubanas sin dejarse arrastrar por el partidismo que, a todas luces, afectaba el «principio puro y honrado de enseñar nuestros progresos en las artes plásticas».12 Las bases otorgaron a los interesados plena libertad de creación y solo las reservas de espacio tanto para la escultura como para la pintura fueron objetos de advertencias.
Igualmente, se señaló la exclusión de todo retrato que, únicamente, serviría para limitar la capacidad del artista. También se advirtió a los escultores de la necesidad de presentar sus obras en material definitivo, dando preferencia a la madera, que sería doblemente valorada en la URSS, pero sin menospreciar el uso del estaño, bronce, granito o piedra siempre y cuando la obra no superara en tamaño el metro cuadrado.
A partir de esta iniciativa, los salones del Lyceum se convirtieron en uno de los lugares de encuentro para los amantes del arte soviético. Mención singular merece al respecto la conferencia dictada por el escultor Juan José Sicre «El arte popular ruso», la exhibición de tapices rusos organizada a finales de 1946 y la celebración de dos exposiciones,una de ellas sobre la vida del escritor Nicolás Ostrovski. A la lejana Unión Soviética, específicamente a la Casa Central de los Arquitectos de Moscú, llegó también una muestra sobre arquitectura y urbanismo cubano, auspiciada por la Asociación de Arquitectos Soviéticos y coordinada desde La Habana por el historiador José Luciano Franco, presidente de la Sección de Urbanismo.
Con un brillo más tenue la Sección de Medicina y sus anexos aprovechó la visita a la Isla del destacado tisiólogo español Carlos Díez Fernández para coordinar un ciclo de tres charlas sobre sus experiencias en la URSS, donde había residido los seis últimos años, y su visión del sistema de salud soviético. Diez Fernández, exprofesor de la Universidad de Valladolid, había ocupado responsabilidades en la Sección de Sanidad y Medicina del Ejército Rojo. Durante sus primeros meses de vida, el IICCS invitó también a sus tribunas al novelista Enrique Serpa y a Juan Chabás. El primero para hablar sobre la novela rusa y el segundo sobre Máximo Gorki con motivo de su muerte. Como parte de este homenaje, en noviembre de 1946, el Centro Cultural y la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) dejaron abierta al público en el Salón de Arte y Cultura de la Universidad de La Habana la muestra de fotografía «Vida y obra de Máximo Gorki» con los aspectos más sobresalientes de su vida.
Desde luego, resulta difícil entender todo este afán de romper la cuarentena informativa de la Unión Soviética en la mayor de las Antillas si no se tiene en cuenta la permisibilidad de Ramón Grau San Martín durante su mandato presidencial. Al menos de 1945 a 1947 no puso trabas a la actividad de los comunistas, quienes fueron beneficiados con importantes cargos dentro de la maquinaria política. Juan Marinello ascendió a la vicepresidencia del Senado, Joaquín Ordoqui ocupó un puesto en la Cámara de Representantes y Lázaro Peña fue favorecido con un crédito de $750 000.00 para terminar el Palacio de los Trabajadores. Esta situación se mantuvo hasta el cambio de rumbo de la política norteamericana de Truman respecto a Rusia.13 Fue en este momento cuando Grau decidió prescindir del movimiento comunista. Dejó a un lado la tolerancia y con Carlos Prío Socarrás al frente del Departamento de Trabajo resolvió acabar de golpe con el control que los camaradas cubanos ejercían al interior de los sindicatos obreros.
De este giro de virulencia anticomunista, el IICCS logró salir con vida y hasta cierto punto fortalecido. Durante la primera etapa del gobierno auténtico, bajo la presidencia de Fernando Ortiz, el centro obtuvo la anuencia gubernamental para participar en la vii Feria del Libro de La Habana, organizada por la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación en el Parque Central. Para escándalo de sus detractores, el kiosco del Instituto fue identificado con el escudo cubano y soviético y las dos banderas: la tricolor de la estrella solitaria y la de la hoz y el martillo. Mientras que, como parte de las actividades colaterales, el periodista Luis Gómez-Wangüemert, presidente de la Sección de Prensa y Publicidad, seducía a sus más entusiastas seguidores con la charla «La libertad de prensa en la URSS». Al año siguiente el Instituto se anotó otro triunfo con la exposición de fotografías «Moscú, capital de la URSS», patrocinada por la Legación Soviética, en el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio Nacional. Paneles enteros cubrieron las paredes interiores del edificio con imágenes de la arquitectura, el desarrollo industrial, las condiciones de vida y el arte en la capital rusa. La actividad fue amenizada con la proyección de filmes soviéticos y un nuevo ciclo de conferencias.
No es preciso detenerse en las esperanzas y expectativas que este corto, pero floreciente período, generó en el IICCS para explicar las razones del por qué a partir de 1948 la junta directiva decidió abandonar el elitismo de sus actividades y fomentar, en sintonía con su línea prosoviética, una política cultural obrerista. En principio se mostró interesada en atraer al pueblo a su propio seno y poner en sus manos los «instrumentos de la ilustración», sin lo cual toda verdadera cultura sería imposible. Aquello suponía hacer de lo popular un elemento imprescindible de la obra artística, ya que el auténtico intelectual progresista no podía estar distanciado de las masas populares. Ambos debían avanzar en conjunto y no por separado. Solo así, este intelectual podía rendir los frutos de su auténtica grandeza. De modo que la nueva concepción humanista o, si se quiere mejor, la llamarada renacentista del vasto movimiento cultural de creación en la URSS fue vista e interpretada como el camino más viable para la salvación humana de cara a la postrada, deshumanizada y decadente cultura occidental. Al respecto comentaba el profesor santiaguero Jorge Castellanos en el homenaje a la cultura soviética celebrado el 6 de noviembre de 1948 en el teatro de la Escuela Valdés-Rodríguez, de La Habana:
Los cuadros del pintor, hoy de moda, el surrealista Salvador Dalí, están cubiertos de composiciones irracionales y delirantes, en las que representa residuos anatómicos, apéndices, que pueden ser reconocidos como restos del ser humano. Las partes del cuerpo están desfiguradas y mutiladas hasta lo imposible y se presentan corrompidas hasta la gangrena. Ahí lo tenemos: fuga de la realidad, desintegración del hombre, pesimismo infecundo, misticismo irracional, desorientación […]. En esencia, deshumanización no solo del arte, sino de toda la cultura.14
Frente a esta triste realidad, el centro cultural apreciaba que en la unión de los países euroasiáticos se alzaba un nuevo sentido de creación y servicio humanos que solo había podido brotar allí. En un suelo liberado de las trabas opresoras, «de un hombre-campesino dueño de la raíz y la flor; de un hombre-obrero dueño del acero y la luz, dueño de su propia sustancia, de su carne, de su espíritu».15 La lucha, por tanto, era inevitable. La cultura estaba amenazada y la civilización en peligro. En concreto, solo aquello que había logrado florecer en Europa del Este podía salvar a la especie humana. Era el vivero de la libertad y el semillero de la justicia, la dignidad, el decoro y el patriotismo plenos. En pocas palabras: allá nacía un nuevo mundo, el de la esperanza en el futuro.
Pero ejemplifiquemos con hechos lo dicho hasta aquí para tener una idea más clara del dialogo alcanzado entre el Instituto y las masas. A finales de 1948 y a lo largo de 1949, el IICCS inauguró seis exposiciones fotográficas en lugares muy señalados. La primera, «La URSS en su xxxi aniversario», en la Asociación Mutualista de Choferes. Esta actividad fue acompañada de una charla de la dirigente sindical Elena Gil Izquierdo, más conocida por el sobrenombre de La Pasionaria Cubana por su militante acción política a favor de la República Española durante los años de la guerra civil. La segunda, mucho más sugestiva por su título, fue «Enseñanzas para ejercer los derechos democráticos en la URSS» y tuvo por sede el Club Cultural Deportivo Metalúrgico. A la apertura fue invitado el distinguido intelectual marxista Carlos Rafael Rodríguez. La tercera, «Facetas del progreso cultural en la Unión Soviética», se organizó en los salones del Departamento de Cultura del municipio de Marianao con la asistencia del representante de la VOKS en Cuba, Boris Nikíforov. Para la cuarta, «El cuidado de los niños en la URSS», fue escogido el local social de la Federación Democrática de Mujeres Cubanas. La quinta, «La mujer en la URSS», se llevó a cabo en el edificio de la Casa de la Cultura, institución que agrupaba a los comunistas españoles en Cuba, y contó con la presentación de Mirta Aguirre. En tanto, la sexta, sobre los círculos artísticos de los trabajadores soviéticos, volvió a trasladarse al Club Cultural Deportivo Metalúrgico. Por estos mismos caminos discurrieron las dos pláticas coordinadas en el Colegio Estomatológico Nacional a cargo del escritor Ángel Augier («Literatura rusa en las letras cubanas») y del pedagogo Orlando Mitjans («La instrucción pública en la URSS»).
Vincular la clase obrera al centro cultural exigió asimismo crear otras modalidades de integración e ir por más. A finales de 1949 se iniciaron los trabajos organizativos de la biblioteca circulante del Instituto, tesorera de una colección soviética de discos de música (popular y clásica) y obras literarias que, sobre la marcha y gracias a muchos donativos, la institución había logrado reunir. En servicio de préstamo, los materiales fueron puestos a disposición de sus asociados a través de las páginas de la revista Cuba y la URSS, encargada de divulgar en cada edición una lista de los títulos más recientes llegados a sus anaqueles. Cítese al azar los siguientes: El caballero de la estrella de oro, de Babaievski; La derrota, de Alejandro Fadéiev; Campos roturados, de Mijaíl Shólojov; Así se forjó el acero, de Nicolás Ostrovski; Una vela blanca en el horizonte, de Valentín Kataiev; En las trincheras de Stalingrado, de Víctor Nekrásov; La madre, de Máximo Gorki; La gaviota, de Antón Chéjov; Resurrección, de León Tolstoi y Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski.
Ese mismo año el IICCS, bajo la presidencia del destacado historiador Emilio Roig de Leuchsenring, fue sometido a una modificación reglamentaria, pero sin cambios sustanciales en su articulado inicial. También continuó con los cursos de idioma ruso que, desde mediados de 1946, el centro había comenzado a ofrecer a todos sus asociados como otro de los mecanismos para acortar las distancias que separaban a ambos pueblos por motivos del idioma. Las clases se impartían dos veces por semana en horas de la noche y para motivar su estudio se hacía saber a todos los interesados que la dificultad en el aprendizaje era mucho menor de lo que realmente parecía a primera vista. Sus dificultades, remarcaba la profesora Sonia de Pogolotti, podían «reducirse a los casos y las declinaciones, que, sin embargo, resultan ventajosa en ciertos aspectos».16
Con el advenimiento de la segunda administración del autenticismo, en octubre de 1948, y la llegada a la presidencia de Carlos Prío, el Instituto no fue desfavorecido por el gobierno. Prosiguió con sus labores a pesar de las enérgicas declaraciones del nuevo mandatario en su primer mensaje al Congreso. Aquella mañana Prío señaló al comunismo como el problema más grave para toda la nación y acusó a los «estalinistas cubanos» de querer implantar en la Isla una drástica e implacable dictadura obediente a los intereses del Kremlin. Sin medias tintas, el paladín de la cordialidad se entregó por entero a la cruzada contra el pánico rojo a través de una rigurosa y, por momentos, violenta represión. Pero, salvo la suspensión del tradicional homenaje a la cultura soviética, programado para el 4 de noviembre de 1950 en el teatro de la Escuela Municipal Valdés-Rodríguez, el centro cultural continuó disfrutando de toda la libertad permitida hasta entonces, pese al periodo de alta marea ideológica que por aquellos años vivía la Isla. Por lo tanto no es descabellado afirmar que sus actividades no representaban para el nuevo gabinete un problema añadido. La zona de conflictividad y tensiones recaía, a simple vista, en el creciente e inquietante auge del Partido Socialista Popular. Tampoco el IICCS estimuló la enemistad con el poder ejecutivo. La política nacional fue la gran ausente en las páginas de su revista que, a todas luces, evitó una confrontación directa con el gobierno como garantía de supervivencia ante la turbulenta y complicada atmósfera nacional.
Con la misma cautela de los años anteriores y sin cruzar la frontera de la vitoreada tolerancia cultural, entre 1949 y 1950 el Instituto volvió a recurrir a una de sus actividades habituales. Organizó tres exposiciones de fotografías. La primera en los salones del Lyceum y Law Tennis Club sobre la vida y obra de Pushkin, con motivo del 150 aniversario de su nacimiento. La segunda, «El xxxii aniversario de la URSS», en el Club Patria, y la tercera, «La escuela y el maestro en la URSS», en los salones del Colegio de Maestros de Cuba. A esta enumeración cabría agregar las charlas «Un compositor soviético», del musicólogo Gustavo Navarro Lauten, «En el centenario de la bandera de Cuba», de Emilio Roig, y otra de Ángel Augier sobre Enrique José Varona en ocasión del envío de las obras de este filósofo cubano a la VOKS.
Pero con toda seguridad, lo más reseñable en 1950 fue, sin duda, la visibilidad que poco a poco fueron alcanzando en los números de Cuba y la URSS destacados militantes comunistas como Nicolás Guillén y Juan Marinello. Con la plática del primero de ellos «La URSS. Socialismo y cultura», quedó inaugurada al público otra muestra fotográfica, mientras que el segundo se presentaba en las tribunas del Club Patria con su conferencia «Teatro, cine y danza en la Unión Soviética». A partir de ese momento su nombre comenzó a ser noticia en la revista por la promoción de su libro de relatos Viaje a la Unión Soviética y a las democracias populares. Dos charlas. La presencia de estos dos intelectuales, miembros fundadores del IICCS, denotaba un tímido cambio en la política interna del Instituto que coincidió con la llegada a su presidencia de José Luciano Franco. Aun así, este no sería el escenario más indicado para manifestar sus altos niveles de oposición a la política gubernamental.
Ahora bien, cualesquieran que hayan sido las razones de esta visibilidad, interesa destacar que conforme avanzaron los primeros años de la década de 1950 y la Guerra Fría comenzó a tornarse caliente, la agrupación y su órgano de propaganda transitaron hacia una fase de acelerada politización en su obediente línea prosoviética. Con notable entusiasmo la revista se hizo eco de la invitación cursada por el Consejo Central de los Sindicatos Soviéticos a las organizaciones sindicales del país para visitar la URSS y participar en los festejos por el 1° de mayo en la Plaza Roja. La delegación cubana, elegida al efecto, estuvo integrada por catorce dirigentes de las diversas ramas de la producción, cumpliendo de esta forma con el deseo formulado por el Consejo Central de crear un grupo donde estuvieran representadas todas las tendencias del movimiento obrero cubano.17
A su llegada a la URSS a mediados de 1951 los visitantes fueron invitados a conocer los distintos aspectos de la vida laboral soviética y para esto el gobierno soviético puso a disposición de los distinguidos huéspedes aviones especiales que los trasladaron de Moscú a Leningrado, Stalingrado, Tashkent y otras ciudades. En líneas generales, todos quedaron encandilados con las maravillas que les mostraron: higiene, agua, electricidad, abundante comida, atención para la conservación de la salud de los trabajadores, alojamientos sólidos y limpios, extensa red de hospitales, etc. Se trataba, en apariencia, de un mundo nuevo y de una realidad muy distante de la que se vivía en la mayor de las Antillas.
No faltaron a continuación los grandilocuentes titulares de Cuba y la URSS evaluando el viaje de intercambio como una de las contribuciones más eficaces para mejorar el entendimiento entre ambas naciones. También se enfatizó en la relevancia del encuentro como una manera de sustituir el telón de hierro de la propaganda antisoviética por la fraternidad de la clase obrera. En correspondencia con este sentir, el impreso se complació en publicar las impresiones de casi todos los delegados cubanos. Sin ánimo de exhaustividad, léase a modo de ejemplo estos sugestivos títulos: «Mis impresiones sobre la fábrica de tractores y automóviles de Stalingrado», de Agapito Figueroa; «Una fábrica modelo de Stalingrado», de Reinaldo Fundora; «La vivienda», de Idelfonso Albuquerque; «Mi visita a una granja colectiva», de Ismael Rosell Anido; «Actividad de los sindicatos soviéticos», de Pedro Fumero; «Mis gratas impresiones sobre la Unión Soviética», de Manuel Ángel Lorenzo; «Un médico cubano visita la URSS», de Nicolás Monzón Domínguez; y «Pude comprender las diferencias entre los dos regímenes», de Wilfredo de Armas.
Ilusionado por el éxito de este viaje, al año siguiente el IICCS planteó a sus asociados la idea de celebrar el mes de la amistad cubano-soviética, insistiendo, como de costumbre, en que la actividad no encerraba ninguna propaganda partidista. Solo pretendía extender la experiencia al pueblo cubano para que conociera —sin desfiguraciones interesadas— la verdad sobre la URSS en todas sus manifestaciones. Desde su matriz interpretativa, la grave tensión internacional entre las grandes potencias y el inicio de una nueva y terrible guerra exigía fortalecer la hermandad con aquel hermano país, que había llevado sobre sus espaldas el peso mundial de la lucha contra la barbarie hitleriana. La Unión Soviética, remarcaba el centro cultural, no constituía una amenaza para la Isla. Era un país de paz cuya política y acción se orientaban por el camino de la confraternidad y el esfuerzo colectivo para desvanecer cualquier peligro bélico.
Al leer estos argumentos resulta difícil no detenerse para hacer dos comentarios pertinentes. Primero: que a seis años de la creación del Instituto la revista admitía que la URSS seguía siendo un país desconocido para la mayoría de los cubanos debido a la hostilidad de la propaganda nacional y al empeño por falsear su realidad, presentándolo como un país enemigo. Y segundo, lo más llamativo a nuestro juicio: el empleo de una retórica discursiva totalmente obsoleta para la conflictiva época en la que se vivía. El centro daba la impresión de haberse quedado paralizado en el tiempo. Continuaba hablando del nazifascismo y de Hitler como en los años de la segunda conflagración mundial, sin darse cuenta que la propaganda favorable, por razón de la guerra, ya era parte del pasado y que a partir de 1945 el antifascismo se había trastocado visiblemente en un férreo anticomunismo.
Por razones ajenas a nuestra voluntad no podemos continuar con la trayectoria de Cuba y la URSS después de febrero de 1952. Hasta ese mes llega el último ejemplar conservado en la Biblioteca Nacional de Cuba, aunque la ficha que le dedica el Diccionario de la Literatura Cubana (1980), del Instituto de Literatura y Lingüística, afirma que el último número visto fue el de los meses de mayo-junio de dicho año. Suponemos que su tirada se vio interrumpida tras el golpe de Estado propinado por Fulgencio Batista el 10 de marzo. A partir de aquel fatídico momento ocurrió una drástica reducción del número de revistas culturales cubanas.18
En cambio tenemos constancia, por las actas conservadas en el Archivo Nacional, que el Instituto se mantuvo funcionando, al menos, hasta 1955. Fe de ello es una reveladora carta escrita por Emilio Roig de Leuchsenring a Francisco Batista Zaldívar, gobernador provincial de La Habana, el 28 de marzo del citado año, con el siguiente texto:
Enterado de que en comunicación dirigida a su autoridad por el Instituto de Intercambio Cultural Cubano-Soviético con fecha 11 de marzo de 1953, aparezco elegido por esa sociedad para formar parte de su Junta Directiva, me dirijo a Usted a fin de dejar constancia de que, desde hace años, no pertenezco a tal sociedad y, por lo tanto estoy completamente desligado de sus actividades, y no he asistido a sus reuniones ni participado en trabajo alguno de la misma, habiéndose utilizado mi nombre sin mi consentimiento. Deseo, por tanto, que se me tenga por no integrante de su Junta Directiva.19
Este testimonio claramente revelador proporciona algunas pistas para intuir que a partir de la instauración del gobierno de facto, el heterogéneo arco de los miembros fundadores del centro cultural se fue estrechando y erosionando cada vez más. Muchos sintieron temor a la represión policial o a la etiqueta de comunista. Tampoco sería descabellado suponer, como otra de las posibles causas de su desmoronamiento, el derrumbe paulatino de la imagen idílica de la Unión Soviética como el país del futuro, en particular tras la muerte de Stalin y la revelación de sus graves errores. Pero no hacía falta ir más lejos para presagiar que este novedoso y atrevido proyecto tenía sus días contados por el recrudecimiento de las tensiones Este-Oeste tras la llegada a la Casa Blanca de Eisenhower con su promesa de emprender una lucha más vigorosa contra el comunismo y la ruptura de relaciones diplomáticas entre la URSS y Cuba en abril de 1952. A esto se sumaba la recomposición de la escena política nacional, mucho más hostil hacia los camaradas de la hoz y el martillo y los admiradores del modelo estalinista.
Como conclusión deseamos apuntar algunas reflexiones. Primero: el IICCS no fue más que el intento de un grupo de intelectuales progresistas por presentar un escenario de comprensión y entendimiento cultural tras el advenimiento de una supuesta época de paz, después de la tragedia provocada por el fascismo. Nació para encarar una labor de divulgación que, en su momento, resultó sumamente interesante e ilustrativa. Se aspiraba a construir un futuro libre y universal para la cultura en el sentido más amplio de la palabra. Pero, en la práctica, la generosa y noble apuesta cultural terminó por convertirse en una apuesta política que cayó por sí sola en el vicioso círcu lo de uno de los dos ejes geopolíticos e ideológicos dominantes de la inmediata posguerra.
Segundo: La revista Cuba y la URSS se puede apreciar, desde una perspectiva de conjunto, como un producto de su tiempo que ofreció dos lecturas claves para el análisis. Visto desde un primer ángulo se empeñó en dar a conocer la luz plena de la vida socialista de los pueblos de la Unión Soviética y la imagen de un país amigo prácticamente desconocida en la mayor de las Antillas. Y, en otro orden de cosas, trató de persuadir, convencer y establecer con el lector una especie de complicidad, utilizando al final las mismas técnicas de propaganda y captación psicológica empleadas por las grandes potencias a ambos lados del telón de acero. Sin ir más lejos, el impreso definió desde el inicio sus rasgos propios al operar entre la cultura y la ideología, contribuyendo con ello a la politización de la práctica cultural, pero sin lograr acompasarse a los nuevos tiempos. En el clima tan conflictivo que le tocó nacer y sobrevivir no trasgredió ninguna barre ra. Esquivó la polémica y optó por la prudencia. Hizo oídos sordos a todos los ataques recibidos, sin propiciar el enfrentamiento. Le resultó más fácil hablar de propagandas malintencionadas que asumir una posición crítica frente a lo que realmente ocurría en la lejana URSS. Sus páginas sobredimensionaron los nuevos aportes de ese país en la ciencia, el arte y la cultura. O sea, los rasgos más magnánimos de una sociedad que, al interior, presentaba muchas nubes negras. A saber: Estricto control policial, dura disciplina, pobreza, criminalidad, corrupción, trabajo obligatorio en las granjas agrícolas por la escasez de mano de obra, represión de los kulaki en el campo, campañas de depuración contra las desviaciones ideológicas, manipulación y censura de la información, deportaciones, persecuciones, culto desmedido a la personalidad de Stalin, afianzamiento de la jerarquización y abandono, por consiguiente, del igualitarismo radical, descontento popular y empecinamiento de Moscú por establecer una cultura fija y ordenada en un imperio que nunca reconoció como tal, pues la dirigencia soviética siguió siendo radicalmente hostil a la palabra imperialismo que, en frase de Lenin, seguía considerándose fase superior del capitalismo. Pero, de cualquier manera, esta no era una percepción de ingenuos. Había razones para ello:
…la izquierda progresista estaba a menudo dispuesta a ignorar la represión en el bloque oriental en la lucha contra lo que percibía como una represión más brutal en el Tercer Mundo.20
En resumen, el IICCS y su revista no fueron más que un proyecto cultural de difusión y seducción, apuntalado con los aderezos de un atractivo modelo de sociedad más justa que parecía anunciar el alborear de una nueva modernidad y moralidad frente al inhumano y decadente mundo capitalista. Se tenía la sensación de que la historia estaba de parte del comunismo. Fue una mezcla de aciertos y desaciertos que, pese a todo, resultó positivo y estimulante. Hoy constituye un espacio de obligada referencia a la hora de analizar el heterogéneo campo intelectual cubano de la segunda posguerra mundial.
Notas:
1. David Priestland Bandera roja. Historia política y cultural del comunismo, Barcelona, Crítica, S.L., Diagonal, 2010, p. 227.
3. Derecha e izquierda. Las claves del debate, Instituto Italiano di Cultura, Madrid, 1995.
4. El 13 de julio de 1945, el IICCS quedó inscripto en el libro 22, folio 180, expediente 13065 del Registro Especial de Asociaciones del gobierno provincial de La Habana. En marzo de 1947, la junta directiva del centro decidió trasladar el domicilio social para el edificio «Suiza», sito en Villegas no. 114.
5. «Reglamento para el Instituto de Intercambio Cultural Cubano-Soviético», en Archivo Nacional de Cuba (ANC). Fondo Registro de Asociaciones, legajo 284, expediente 8074.
6. En 1943, Cuba y la URSS oficializaron sus relaciones diplomáticas durante la presidencia de Fulgencio Batista. En aquella ocasión el gobierno de La Habana designó como primer embajador a Aureliano Fernández Concheso, que ocupaba la embajada en Washington. El Kremlin, por su parte, nombró como su representante en la Isla a Maxim Litvinoff, que era embajador en Washington.
7. Fernando Ortiz: «Más contactos de las culturas», en Ultra, La Habana, septiembre de 1945, no. 109, vol. xvii, p. 518.
8. Presidentes del IICCS: Fernando Ortiz (1945-1947), Emilio Roig de Leuchsenring (1947-1949), Luis Gómez Wangüemert (1949-1950), José Luciano Franco (1950-1951), el músico Evelio Tieles Soler (1951-1952) y el arquitecto Raúl Macías Franco (1952-1953).
9. En esta relación se han incluido los miembros del primer Consejo de Dirección de 1945 y los elegidos en septiembre de 1946.
10. Fernando Ortiz: «Más contactos de la cultura», en Cuba y la URSS, La Habana, 1 de agosto de 1945, no. i, año i, p. 1 y p. 27.
11. A la inauguración de esta exposición asistieron destacados pintores soviéticos como A. Guerasimov y P. Konchalovski, además del vicecomisario del Pueblo de Asuntos Exteriores, M. Litvinov; el presidente de la VOKS, V. Kamenev; y el conocido escritor Ilya Ehrenburg.
12. «Llamamiento a los artistas cubanos. El Museo de Arte Moderno de Moscú adquirirá obras de artistas cubanos», en Cuba y la URSS, La Habana, 2 de septiembre de 1945, no. ii, año i, p. 25. Entre las obras seleccionadas cabría destacar las siguientes: Pinturas: Desnudos con mangos (Mario Carreño), Ofrenda a Obatalá (Domingo Ravenet), Naturaleza muerta (Felipe Orlando), Naturaleza (Cundo Bermúdez), Naturaleza muerta (Amelia Peláez), En el parque (Eberto Escobedo), Bailarina ukraniana (Julio Girona), Flores (René Portocarrero), Corcel (Carlos Enríquez), Frutabomba y caña (Wifredo Lam), La siesta (Antonio Gattorno) y Guajiro (Mariano Rodríguez). Esculturas: Cabeza (Teodoro Ramos Blanco), Figura de mujer (Manuel Rodulfo Tardo), Grupo (Juan José Sicre), Figura sentada (Alfredo Lozano) y Figura (Marta Arjona).
13. A finales de 1946 se efectuó en La Habana la iii Convención Anual del Partido Socialista Popular (Comunista) bajo el lema «Hacia Moscú». Al término de la cita se publicó el folleto titulado Al combate. Grau consintió también la celebración en la capital cubana del Congreso Mundial de Juventudes Socialistas.
14. Castellanos, Jorge «Dos conceptos de la cultura», en Cuba y la URSS, La Habana, enero de 1949, año v, p. 31.
16. «Estudie el idioma ruso», en Cuba y la URSS, La Habana, julio de 1951, no. 69, año vii, p. 20.
17. Miembros de la delegación cubana: Ismael Rosell Anido, dirigente de los cigarreros de Ranchuelo y del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) en ese municipio; Manuel Ángel Lorenzo, concejal auténtico de Ranchuelo; Eduardo Malagón, dirigente de los Ómnibus de Pinar del Río y del Partido Ortodoxo; Juan Taquechel, líder portuario y secretario general de la CTC de la provincia de Oriente; Agapito Figueroa, dirigente de los obreros metalúrgicos de La Habana; Vicente González, secretario general de los obreros del automóvil; Pedro Fumero, líder obrero de los materiales de construcción de La Habana; Idelfonso Alburquerque, secretario general de los obreros henequeneros de Cárdenas; Wilfredo de Armas, dirigente de los trabajadores cigarreros; Miguel Galán, dirigente azucarero de Las Villas; Reinaldo Fundora, miembro de la directiva de la CTC en Las Villas y Nicolás Monzón, médico de esta provincia muy vinculado al movimiento obrero.
18. Véase Serrano, Pío E. «Revistas culturales durante la República: 1902-1958», en Revista Hispano-Cubana, Madrid, mayo-septiembre, no. 22, 2005, pp. 85-94.
19. ANC. Fondo Registro de Asociaciones, legajo 284, expediente 8074.
20. David Priestland: Bandera roja. Historia política y cultural del comunismo, Ob Cit., p. 293.