A cargo de Jorge Domingo Cuadriello
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Por San Lázaro, por Infanta, por Reina, por Lamparilla, en infinidad de calles y lugares, en la capital como en provincias, se ha generalizado el desaprensivo uso de los símbolos nacionales, sobre todo el de la bandera, con fines utilitarios muy reprobables.
Cualquier mercachifle sin originalidad ni escrúpulos, en cuanto quiere llamar la atención pública sobre su establecimiento, empavesa de banderas nacionales la fachada. No se preocupa de su presentación comercial, de la ética mercantil, de las calidades de lo que expende, de la regularidad de los precios de la competencia y atención de su personal, de nada, en fin, de lo que produce legítimamente el crédito de una entidad comercial y lleva clientes a su mostrador. No. Lo que hace es eso, banderas por aquí y por allá; tomando lo respetable y sagrado de la enseña nacional, para apañar y encubrir, tomándola para un celestinaje indignante, lo que el incompetente e irrespetuoso mercachifle elucubra con tan pobre criterio.
Una academiecita de mecanografía descuelga en su balcón una bandera que es, sin exageraciones, mayor que la academia. Una estación de radio adorna su fachada de igual modo. Una frutería anuncia sus malangas poniendo el precio en una bandera nacional. Varias casas de efectos eléctricos y lumínicos muestran treinta o cuarenta banderas, cada una de ellas, como adornos llamativos en sus frentes. Y eso no está bien.
Hay un precepto constitucional que regula el uso de la enseña patria, y existen decretos y reglamentación que señalan cuándo, dónde y cómo deben ser usados los símbolos nacionales. ¿Están o no, en vigor, esa reglamentación y ese precepto? ¿Por qué entonces ofrecer al extranjero este espectáculo irrespetuoso y estar enseñando a la niñez y a la ciudadanía, que la gloriosa insignia de la patria es un trapo que puede utilizar para reclamo de su mercancía cualquier vendedor de relojes, de malangas o de bañaderas?
La observancia respetuosa que todos debemos a los símbolos nacionales, es rigurosamente exigible. En algunos países es rígidamente obligatorio que, mientras se ejecuta el himno de la nación, que será siempre y exclusivamente por algún motivo oficial o patriótico, los ciudadanos, donde quiera que se hallen, han de mantenerse de pie, en respetuosa atención. Siendo esa, no una costumbre, sino una ley, ¿qué pensaríamos del especulador que colocase sus mercaderías en una vidriera, y que intermitentemente hiciera sonar las notas del himno para obligar a los transeúntes a pararse y examinar, sin proponérselo, la exhibición del mercachifle? Pues algo parecido es lo que estamos haciendo aquí con la bandera de la estrella solitaria.
Un día reprochamos que se hubieran decorado con escudos nacionales los carritos de los recogedores de basura y barrenderos. La iniciativa, que seguramente había considerado luminosa, era del Jefe de Limpieza de Calles. Publicamos aquellas líneas y el ministro de Salubridad, doctor Rivero Partagás, ordenó inmediatamente que fuesen borrados esos escudos que se habían pintado en tan impropios artefactos.
El uso abusivo de la bandera necesita una enérgica actuación igual. Los símbolos nacionales tienen su nacimiento en la raíz de la República. Su conquista, el haber logrado que se consagrase como tales símbolos, con entera libertad, significa la conquista de la Independencia. Cada emblema tiene un glorioso significado, y costó tantos sacrificios como tantas lágrimas. No se les puede tomar ahora para reclamo comercial, como el que alquila un hombre para que toque el tambor y llame la atención de los transeúntes.
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Enrique Pizzi de Porras (Matanzas, 1893 ¿Estados Unidos?). Periodista, escritor, poeta y diplomático. Cuando apenas era un adolescente se inició en el periodismo. Primero colaboró en publicaciones de la provincia de Oriente como El Cubano Libre, Diario de Cuba, Renacimiento, Oriente Literario y El Pensil, y después sus trabajos aparecieron en revistas habaneras de gran circulación como El Fígaro y Karikato. Perteneció a las redacciones de periódicos importantes como Diario de la Marina y Prensa Libre y dirigió Excélsior, El País y el semanario El País Gráfico. Combatió a través de la prensa a la tiranía de Gerardo Machado y se desempeñó después como Cónsul de Cuba en Madrid, Ministro en Ecuador y Embajador en Chile. Entre sus obras se encuentran Masonería y patria (1922), Las mujeres que matan (1930), Cinco días en México (1939), Con dos dedos (1957) y El romance de Enriquito (1958). Recibió varios premios periodísticos, entre ellos el «Enrique José Varona» en 1945. Sirvió a la dictadura de Fulgencio Batista y llegó a ser Director de la Oficina de Publicidad e Información del Palacio Presidencial. Al ocurrir la caída de este régimen huyó al extranjero. De acuerdo con algunas versiones, se estableció en los Estados Unidos, donde falleció. El presente artículo apareció publicado en el diario El País. Edición de la Mañana. Año xxiii Nro. 132. La Habana, 5 de junio de 1945, pp. 1 y 2.