AÑO 2005 Año 1 . No.1, Enero- Marzo 2005

Comunicado de la Conferencia Episcopal de Cuba, abril de 1969

por Consejo Editorial

El siguiente comunicado de la Conferencia Episcopal de Cuba, al cual se refirió el ensayista Aurelio Alonso durante su intervención en el panel por los 20 años de la visita de Juan Pablo II, fue leído en las misas del domingo 20 de abril de 1969 y publicado una semana después en Vida Cristiana.

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A nuestros sacerdotes y fieles Comunicado de la Conferencia Episcopal de Cuba

Queridos hermanos e hijos:

En el curso de la Conferencia anterior —celebrada a principios de marzo—, comenzamos la reflexión sobre los documentos emanados de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, para ir traduciendo en normas prácticas los principios generales de renovación allí contenidos.

Al reanudar ahora esa reflexión escogimos como tema central el hermoso discurso inaugural con que el Santo Padre, de visita en Bogotá con ocasión del trigésimo noveno Congreso Eucarístico Internacional, quiso abrir los debates que tuvieron lugar después —por espacio de once días—, en la ciudad colombiana de Medellín. Un discurso, por cierto, pletórico de sabias recomendaciones paternales que abarcan desde lo que es más íntimamente nuestro, es decir las orientaciones relativas a nuestra santificación, al testimonio de vida, al valor y a los riesgos de la fe, a la oración y al ministerio de la palabra —deteniéndose específicamente en las orientaciones apostólicas—, hasta las orientaciones prácticas en torno al hecho de la convivencia en un continente estremecido por los arduos problemas del desarrollo y a las consecuencias que de ello se derivan para nuestra consciente inserción en la nueva etapa que avanza en medio de nosotros.

«Se inaugura hoy, con esta visita —exclamaba solemnemente el Papa—, un nuevo período de la vida eclesiástica». Y agregaba luego: «El porvenir reclama un esfuerzo, una audacia, un sacrificio que ponen a la Iglesia en ansia profunda. Estamos en un momento de reflexión total. Nos invade como una ola desbordante la inquietud característica de nuestro tiempo, especialmente en estos países proyectados hacia su desarrollo completo y agobiados por la conciencia de sus desequilibrios económicos, sociales, políticos y morales, también los Pastores de la Iglesia —¿no es verdad?—, hacen suya el ansia de los pueblos en esta fase de la historia de la civilización» (Doc. Med. ii, pp. 15-16).

Haciéndose eco de estas palabras luminosas del Santo Padre, la Conferencia de Medellín señalaba en su mensaje a todos los pueblos de América Latina: «Como Pastores con una responsabilidad común, queremos comprometernos con la vida de todos nuestros pueblos en la búsqueda angustiosa de soluciones adecuadas para sus múltiples problemas». Y concluía: «Por ello nos sentimos solidarios con las responsabilidades que han surgido en esta etapa de transformación de América Latina» (D. M. ii, pp. 32-33); no sin advertir después: «Nuestra misión pastoral es esencialmente un servicio de inspiración y de educación de las conciencias de los creyentes para ayudarles a percibir las responsabilidades de su fe, en su vida personal y en su vida social» (D. M., ii No. 6, p. 54).

¿Dónde radica la originalidad de este «nuevo período de la vida eclesiástica» que destacaba el Papa y cuáles son las responsabilidades a que nos compromete la declaración de Medellín? Entendemos que, junto con otros aspectos igualmente importantes, esa originalidad reside en una renovada visión de nuestra moral social de acuerdo con las responsabilidades que nos plantea el problema del desarrollo. Sobre este tema versaron nuestras reflexiones a lo largo de la reu nión cuyos resultados procedemos a exponer.

Ante todo es evidente que como Pastores de la Iglesia —al servicio permanente e irrenunciable de la salvación de Cristo para todos los hombres—, constituye un deber nuestro subrayar que: «La originalidad del mensaje cristiano como dice la Conferencia de Medellín no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de un cambio de estructuras, sino en la insistencia en la conversión del hombre, que exige luego ese cambio» (D. M. ii, p. 52).

La conversión, pues, lleva consigo un cambio de conducta en busca de una fidelidad mayor a la voluntad de Dios, fidelidad que tiene en cuenta por un lado la moral revelada, y por otro la adaptación de esa moral de acuerdo con los «signos de los tiempos», según una visión actual de la virtud de la prudencia. Ahora bien, hay dos «signos de los tiempos» muy claros en nuestros días: Primero, el desarrollo de los pueblos; Segundo, una complicada red de relaciones humanas, tanto en el orden nacional como en el internacional. De todo esto resulta que no basta, desde luego, una moral simplemente individual, ni tampoco una moral social que ponga su acento, casi exclusivamente, en el uso de las cosas externas; se requiere una moral social, que sin desconocer la realidad objetiva, tenga, sin embargo, como punto de partida la persona humana, en su vocación al desarrollo integral.

Esta moral plantea hoy a cada hombre el deber de cumplir su vocación al desarrollo. Y en el orden práctico de las realizaciones tal deber crea, indudablemente, una solidaridad humana universal. El amor ha de ser para el cristiano el alma de esta generosa actitud.

Dicho en otros términos: la actitud del cristiano implica una renovación de su moral social, máxime cuando está inmerso en una realidad como la nuestra en que se afronta como un móvil fundamental el problema del desarrollo.

Las líneas maestras de esta renovada «moral social» están contenidas en dos documentos del Magisterio universal de la Iglesia que deberían estar incluidos en la formación cabal de todos los cristianos: la «constitución Pastoral Gozo y Esperanza» del Concilio Vaticano ii; y la celebrada encíclica sobre «El Progreso de los Pueblos» de Su Santidad Pablo vi.

«En los designios de Dios —proclama el Papa en la «Populorum Progressio»— todo hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta» (N. 15). Este desarrollo que «no se reduce al simple crecimiento económico», «no es facultativo», «sino que constituye una opción libre acreedora de todo respeto», «por su inserción en el Cristo vivo, el hombre tiene el camino abierto hacia un progreso nuevo… que le da su mayor plenitud; tal es la finalidad suprema del desarrollo personal» (N. 16).

Más aún —prosigue diciendo el Papa—. «No es solamente este o aquel hombre, sino que todos los hombres están llamados a este desarrollo pleno» de manera que «la solidaridad universal que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber» (N. 17). Desarrollo que «siendo el nombre de la paz» (N. 87), consistirá, en último término, en el «paso, para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas» (N. 20).

Por su parte, la Constitución Pastoral «Gozo y Esperanza» nos llama la atención sobre el hecho de que «el desarrollo» ha de estar siempre «al servicio del hombre» y ha de permanecer siempre «bajo control humano», puesto que cada hombre concreto y todos los hombres deben ser siempre los sujetos insustituibles e inviolables del desarrollo integral y solidario (G. S. Nos. 64-65).

Claro que no se trata de una empresa fácil. Por el contrario, supone una tarea inmensa. El propio Concilio Vaticano ii, nos dice: «Los pueblos que están en vías de desarrollo, entiendan bien que han de buscar expresa y finamente, como fin del propio progreso, la perfección humana de sus ciudadanos». Y a renglón seguido afirma: «Tengan presente que el progreso surge y se acrecienta principalmente, por medio del trabajo y la preparación de los propios pueblos, progreso que debe ser impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante todo con el desenvolvimiento de las propias fuerzas y cultivo de las dotes y tradiciones propias» (G. S., No. 85).

La importancia del trabajo en la perspectiva de una renovada moral del desarrollo ha de conducirnos forzosamente a renovar nuestra espiritualidad con relación al mismo. Aunque deploremos los excesos que puedan acompañar esa realidad necesaria para conseguir el desarrollo, y auspiciemos todos los medios legítimos para superarlos, el trabajo del cristiano tendrá siempre una motivación espiritual que le es propia y que nadie podrá arrebatarle. Ninguna síntesis mejor, ni más autorizada al respecto, que la que nos ofrece la misma encíclica sobre «El Progreso de los Pueblos»: «El trabajo ha sido querido y bendecido por Dios. Creado a imagen suya el hombre debe cooperar con el creador en la perfección de la creación, y marcar, a su vez, la tierra con el carácter espiritual que él mismo ha recibido». Porque «todo trabajador es un creador». «Más aún, viviendo en común, participando de una misma esperanza, de un sufrimiento, de una ambición y de una alegría, el trabajo une las voluntades, aproxima los espíritus y funde los corazones; al realizarlo los hombres descubren que son hermanos». Y no obstante su ambivalencia y los riesgos que conlleva de posible deshumanización «el trabajo de los hombres, mucho más para el cristiano, tiene todavía la misión de colaborar en la creación del mundo sobrenatural, no terminado, hasta que lleguemos todos juntos a constituir aquel hombre perfecto de que habla San Pablo, que realiza la plenitud de Cristo» (P. P. Nos. 27-28).

No somos ajenos a las implicaciones y sacrificios que comporta esta actitud cristiana. Pero el Señor nos ha dicho: «Vosotros sois la luz del mundo. No puede estar oculta una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 13-16).

Por lo demás, ¡cuántos excesos no son debidos a la situación concreta de aislamiento en que venimos viviendo desde hace varios años! ¿Quién entre nosotros ignora las dificultades de toda índole que entorpecen el camino que debe conducir al desarrollo? Dificultades internas, originadas en la novedad de la problemática y en su complejidad técnica aunque producto también de las deficiencias y pecados de los hombres; pero, en no menos proporción, dificultades externas, vinculadas a la complejidad que condiciona las estructuras contemporáneas de las relaciones entre los pueblos injustamente desventajosas para los países débiles, pequeños, subdesarrollados. ¿No es éste el caso del bloqueo económico a que se ha visto sometido nuestro pueblo, cuya prolongación automática acumula graves inconvenientes a nuestra Patria? Inconvenientes que pesan, principalmente, sobre nuestros obreros de la ciudad y del campo, sobre nuestras amas de casa, sobre nuestros niños y jóvenes en proceso de crecimiento, sobre nuestros enfermos, en fin, para no alargar los casos, sobre tantas familias afectadas por la separación de sus seres queridos.

Buscando el bien de nuestro pueblo y fieles al servicio de los más pobres conforme al mandato de Jesucristo y al compromiso proclamado nuevamente en Medellín, denunciamos esta injusta situación de bloqueo que contribuye a sumar sufrimientos innecesarios y a hacer más difícil la búsqueda del desarrollo. Apelamos, por tanto, a la conciencia de cuantos están en condiciones de resolverla para que emprendan acciones decididas y eficaces destinadas a conseguir el cese de esta medida.

Al concluir estas reflexiones hacemos nuestras las palabras dirigidas por Pablo vi a los Obispos de América Latina que expresan la actitud del cristiano ante el problema de un mundo que sufre y lucha por conseguir su desarrollo integral. «La transformación profunda y previsora de la cual en muchas situaciones actuales tiene necesidad la sociedad, la promoveremos amando más intensamente y enseñando a amar, con energía, con sabiduría, con perseverancia, con actitudes prácticas, con confianza en los hombres, con seguridad en la ayuda paterna de Dios y en la fuerza innata del bien» (D. M. ii, p. 27). Todas estas recomendaciones del Santo Padre adquieren un significado especial dentro de esta octava de la Pascua de la Re surrección del Señor, en la cual confiamos para llevar a cabo un cambio profundo en nuestra vida cristiana.

La Habana, 10 de abril de 1969.

Evelio, Arzobispo de La Habana
Alfredo, Obispo de Cienfuegos
Manuel, Obispo de Pinar del Río
José, Obispo de Matanzas
Adolfo, Obispo de Camagüey
Alfredo, Obispo auxiliar de La Habana
Fernando, Obispo auxiliar de La Habana
Pedro, Administrador apostólico de Santiago de Cuba