AÑO 2018 Año 14 Nro. 2, 2018

La imagen de Paris

por Abilio Estévez

El lunes 5 de noviembre de 1888, el joven poeta Julián del Casal subió en el puerto de La Habana a bordo de un vapor francés, el Chateau Margaux, y se embarcó para Europa. Su objetivo, por supuesto, era llegar a París. Como la de muchos, París, era la ciudad de sus nostalgias y sus sueños. Quería perderse entre sus bulevares, frecuentar la bohemia, ansiaba conocer, de primera mano, a los poetas que habían dejado atrás el viejo romanticismo, aquellos que habían revolucionado la poesía y le habían otorgado un brillo nuevo al hacerla corresponder con sonidos, colores, sabores, con sentimientos y símbolos, con extrañas alegorías. A Baudelaire ya no podría conocerlo: Baudelaire, el más grande, y también el que abrió las puertas, había muerto hacía veinte años, aunque sí podía visitar su tumba, en Montparnasse, la misma del general Aupick. Pero allí, además, en la gran ciudad, vivía aún el autor de Las diabólicas, el teórico del dandismo, Barbey D’Aurevilly, y el decadente y pesimista Joris-Karl Huysmans (quien murió en 1907, en olor de santidad), y el gran simbolista Paul Verlaine, con quien el cubano había intercambiado una breve aunque intensa correspondencia. En alta mar, el joven poeta cumplió 25 años. A bordo del vapor francés escribió un soneto titulado «En el mar»:

Abierta al viento la turgente vela
y las rojas banderas desplegadas,
cruza el barco las ondas azuladas,
dejando atrás fosforescente estela.

El sol, como lumínica rodela,
aparece entre nubes nacaradas,
y el pez, bajo las ondas sosegadas,
como flecha de plata raudo vuela.

¿Volveré? ¡Quién lo sabe! Me acompaña
por el largo sendero recorrid
o la muda soledad del frío polo.

¿Qué me importa vivir en tierra extraña
o en la patria infeliz en que he nacido
si en cualquier parte he de encontrarme solo?

Algunas semanas más tarde, el barco atracó en el puerto de Santander. Antes de dirigirse a París, el poeta hizo una escala en Madrid. Un escala que, según sus planes, sería corta. La capital del reino solo sería un alto en el camino, la estación de un raro vía crucis. No era Madrid la ciudad que le interesaba, claro: el Madrid de esos años era cerrado y provinciano, con olor a incienso, a botafumeiro, y en espacios así la poesía solía ahogarse y se retraía, daba la impresión de que desaparecía.

Julián del Casal nunca llegó a París, sin embargo. Algo lo detuvo en Madrid. Algo lo aterró y demoró en Madrid, algo lo paralizó. Y lo peor, regresó a La Habana. Regresó el 27 de enero de 1889 sin haber visitado la ciudad de sus sueños.

¿Por qué Julián del Casal decidió no ir a París? Estamos ante un misterio, uno más en la vida de este poeta maravilloso que solo vivió 29 años. Se ha dicho que el dinero no le alcanzó para continuar el viaje. Se ha dicho que lo asustó enfrentarse con la gran ciudad. El miedo a confrontar los enormes destellos de su fantasía con las torpes y pobres irradiaciones de la realidad. Cualquier cosa es posible en el hombre que escribiría en su poema «Nostalgias»:

Cuando tornara el hastío
en el espíritu mío,
a reinar,
cruzando el inmenso piélago
fuera a taitiano archipiélago
a encallar.
Aquel en que vieja historia
asegura a mi memoria
que se ve
el lago en que un hada peina
los cabellos de la reina
Pomaré.
Así, errabundo viviera,
sintiendo toda quimera,
rauda huir,
y hasta olvidando la hora
incierta y aterradora
de morir.

Mas no parto. Si partiera
al instante yo quisiera
regresar.
Ah, ¿Cuándo querrá el destino
que yo pueda en mi camino
reposar?

Como se ve, un hombre marcado por el «mal del siglo». El spleen, el hastío. Fueran las que fueren las razones del regreso, lo cierto es que después de ese viaje a Europa en busca de París, sin encontrarse con París, la capital de Francia fue más que nunca, con mayor razón aún, un símbolo de lo añorado y lo desconocido, la capital de la elegancia, de la cultura, del refinamiento, de todos los refinamientos, el paraíso recóndito e inalcanzable, lo quimérico, ilusorio, inaccesible. Como si Casal, avant la lettre, diera la razón a Marcel Proust cuando decía en una página memorable de Á la recherche du temp perdu, que «sólo se ama lo que no se posee».

Vista de París, con el río Sena y la catedral de Notre Dame.

Vista de París, con el río Sena y la catedral de Notre Dame.

Francisco Chacón, un periodista contemporáneo de Casal, ha contado en algún lugar que en cierta ocasión le propuso hacer un viaje y este respondió con una frase que me atrevo a llamar, aunque parezca una tontería, extraordinariamente casaliana: «No quiero ir, porque entonces no querría regresar». Frase conmovedora y terrible en su sencillez. Frase que revela una áspera impotencia. Frase baudeleriana y frase proustiana si las hay, proustiana avant la lettre. Toda una concisa definición del cansancio por el viaje y, claro está, del cansancio de vivir.

Ochenta y un años después de este viaje a París, que no fue un viaje a París, otro habanero, el poeta José Lezama Lima, escribe a su hermana Eloísa el 12 de agosto de 1969:

Como te dije por teléfono, la UNESCO me ha invitado a París para un conversatorio sobre Gandhi. Me siento tan desolado, indolente y abúlico, que lo que en otras épocas hubiera sido motivo de gran alegría, ahora lo es de hondas preocupaciones. El sentirse solo, sin familia, sin respaldo, te va debilitando en tal forma que pierdes el entusiasmo y la decisión. María Luisa me embulla y creo, si Dios quiere, que el viaje lo haremos, pero estos últimos diez años han sido de tan hondas preocupaciones, que todo se nos ha problematizado y  confundido. Si hago el viaje, pienso estar una semana en París y un mes en Madrid.1

El viaje, no obstante, no se realizó. Ni a París ni a ningún otro lugar. En rigor, José Lezama Lima viajó menos aún que Julián del Casal. Solo realizó dos pequeños viajes: uno a Yucatán y otro a Montego Bay, Jamaica.

Como decía con tanta precisión Octavio Paz, «más que la capital de una nación, París es el centro de una estética».2 Baste señalar que en 1857 aparece un poemario que será aún más revolucionario que la revolución de 1848, aún más trascendental que la reforma urbanística del barón de Haussmans. Un poemario que inaugurará una conmoción en la poesía, una conmoción que aún dura, que llega hasta hoy, de la que no hemos podido, ni querido, librarnos. Un poemario al que Hugo, que no era precisamente un poeta de segunda, que también era, a su modo un visionario, y quien llena con su gigantesca figura todo el siglo xix, llegó a calificar como «un frisson nuveau», «un estremecimiento nuevo»: Las flores del mal, de Charles Baudelaire, cuya primera edición, de poco más de mil ejemplares, vio la luz en el verano de 1857. Las flores del mal, que podrían compararse con una pedrada, una fuerte pedrada lanzada a las aguas de la poesía, cuyas hondas continúan incluso en este presente nuestro. A partir de él, ya la poesía, en cualquier idioma, no fue la misma. Con Baudelaire comienza la moder nidad en poesía. Pero, ojo: modernidad en el sentido en que lo dice Octavio Paz, es decir que «la modernidad que seduce a los poetas jóvenes al finalizar el siglo xix no es la misma que seducía a sus padres; no se llama progreso ni sus manifestaciones son el ferrocarril o el telégrafo: se llama lujo y sus signos son los objetos inútiles y hermosos. Su modernidad es una estética en la que la desesperación se alía al narcisismo y la forma a la muerte. (…) Su afrancesamiento fue un cosmopolitismo: para los escritores latinoamericanos del fin de siglo, París era, más que la capital de una nación, el centro de una estética».

De cualquier modo, ese centro de una estética era verdaderamente admirable. Después de la publicación de Las flores del mal, la eclosión literaria de París es extraordinaria. Son los años de los cantos de Maldoror, de Rimbaud, de Verlaine, de Mallarmé, de Huysmans, de Barbey D’Aurevilly, de Villiers de L’isle Adam, de Valéry, por solo citar algunos. Y si fuéramos a hablar además de la novela, de la pintura, de la música, tendríamos que dedicar mucho tiempo. De manera que la ciudad no solo ofrece su aspecto monumental y hermoso posterior al segundo imperio, sino que es, asimismo, un centro irradiante de la cultura, y más aún: la meca del espíritu.

Desde luego, en el caso de Cuba, esta circunstancia, del gran París acogedor y pletórico de poetas no es exactamente un descubrimiento de los modernistas. Culturalmente hablando, y como apuntó Fernando Ortiz, Cuba es un ajiaco. La imagen del ajiaco criollo, con su mezcla de viandas y vegetales, simboliza extraordinariamente bien la formación del pueblo cubano. Una mezcla grande creando una sociedad felizmente mestiza. Españoles, gentilicio que implica, a su vez, muchos otros gentilicios: andaluces, gallegos, canarios, castellanos, vascos, catalanes, mallorquines…; africanos que es otro gentilicio múltiple: mauritanos, senegaleses, guineanos, congos, angoleños…; chinos… y, por supuesto, franceses. A este respecto dice Fernando Ortiz, quien por cierto fue cónsul de Cuba en París, en un ensayo esencial titulado «Los factores humanos de la cubanidad»:

Pocos años después que los anglosajones, entraron en Cuba los franceses, expulsados de Haití, mudados a La Luisiana. Crean cafetales de más riqueza que los ingenios, crean comercios con su metrópoli; en nuestro Oriente crean un foco de cultura refinada que da envidias a La Habana. Pero un obispo de Cuba predica su exterminio y expulsión —como ahora se hace contra los judíos—, y se les persigue y destierra y confisca. Mas ellos vuelven, pasado el vendaval napoleónico y la reacción absolutista, y reconstruyen arruinadas haciendas, hacen nuevos ingenios, fundan ciudades en bahías desiertas y nos traen la marsellesa, el romanticismo, las modas elegantes y las exquisiteces de la cultura de Francia. Todo lo que en Cuba brillaba por culto o por bello quería ser francés. Literatos y pensadores se afrancesan y triunfan en las cortes de París las bellas damas cubanas: la Merlín, la Fernandina (…) aún hoy día llora sobre las ruinas en la afrancesada aristocracia de Polonia una anciana que fue bella y princesa y es de Camagüey. En el siglo xix las Américas española y portuguesa se acercan espiritualmente a Francia e Italia, de donde nos llegan las vibraciones libertarias que España nos negó.3

Como dice Ortiz, en París llegó a ser una celebridad la habanera María de la Merced Santa Cruz y Montalvo, La Belle Créole, como le decían, La Bella Criolla, quien se casó en Madrid, en 1809, con el ayuda de campo de José Bonaparte, el general de división Antoine-Cristobal Merlin, hecho conde por el Emperador, es decir, de nobleza napoleónica. Fue ella, la condesa, quien creó un famoso salón en su casa de la calle de Bondy, al que asistían la princesa de Caraman Chimay, lord Palmerston, el general Lafayette, el conde D’Orsay y, más notables aún, Victor Hugo, Alfredo de Musset, Alfonso de Lamartine. Todo cubano importante de la época que llegara a París asistía a reverenciar a la anfitriona: Luz y Caballero, José Antonio Saco, Domingo del Monte. La propia condesa, que además de escribir muy bien, poseía una hermosa voz de soprano, amenizaba las noches con arias de Rossini. Es de resaltar que en esas veladas comenzó su carrera artística un mito de la ópera, María Malibrán, tan admirada por la mezzosoprano de nuestros días Cecilia Bartoli. Llegó a ser una mujer tan mimada en aquella ciudad, que Honoré de Balzac le dedicó una de sus primeras novelas. Y es, finalmente, la escritora de un libro exquisito, L’Havane, en castellano conocido como Viaje a La Habana, obra indispensable para conocer la sociedad cubana del siglo xix.

En aquella misma ciudad de madame de Merlin, Domingo del Monte, que se había exiliado en París durante los sucesos de la Conspiración de la Escalera, fue nombrado miembro Honorario de la Academia de Historia de París. A la capital francesa viaja en 1846 el maravilloso alucinado José Jacinto Milanés, acompañado de su hermano Federico, Fico, como él le decía (también poeta) en un intento desesperado, y por demás inútil, de alejar la locura que ya lo iba dominando.

De modo que París y la cultura francesa han sido un lugar de salvación no solo para personas, sino también para personajes. A París se viajaba por gusto y por necesidad, por el gusto de la necesidad. Y aun cuando no se viajara en la realidad, se la visitaba con la imaginación, que, como ya se sabe, puede ser aún más poderosa.

Entre todos los poetas o narradores cubanos, los más «parisinos», es decir, los más exóticos, es decir los de una mayor y extraordinaria cubanía, cubanía que les permitía ser exóticos y «parisinos», fueron sin duda Julián del Casal y José Lezama Lima, justo los dos que nunca estuvieron en París.

José Lezama Lima

José Lezama Lima

La extraordinaria relación que existe entre Julián del Casal y los poetas cubanos del siglo xx, y en especial la relación entre Julián del Casal y José Lezama Lima, tal vez no haya sido suficientemente estudiada. Como ha observado Carmen Ruiz Barrionuevo, profesora de la Universidad de Salamanca, para José Lezama Lima no es Martí, sino Casal, «el gran antecedente de la poesía cubana del siglo xx, pues en él se opera un cambio fundamental: la valoración de la palabra como cuerpo, y el paso a la apreciación del sentido del gusto», de modo que es Casal, «el gran olvidado y frustrado», y también el gran olvidado y mal comprendido, el que emerge (en el ensayo de Lezama Lima) para recobrar su sito en la historia poética de Cuba, lo que vale decir como «reconocido precedente de la sensibilidad de José Lezama Lima».

En su libro Julián del Casal o los pliegues del deseo, el poeta y profesor Francisco Morán Lull ha creído necesario recalcar el lugar que ocupa el ensayo sobre Julián del Casal en la obra de José Lezama Lima. Es el primero y uno de los imprescindibles no solo sobre literatura cubana sino también latinoamericana. No es posible subestimar el hecho —nos hace ver Morán— que sea este ensayo, el dedicado a Casal, el mismo en que Lezama proponga un nuevo acercamiento crítico al texto literario americano para exorcizar un «desteñido complejo inferior, que se derivaría de meras comprobaciones, influencias o prioridades, convirtiendo miserablemente a los epígonos americanos, en meros testimonios de ajenos nacimientos».4

O sea, que alcanzo a comprender bien a Julián del Casal y a José Lezama Lima, los dos viajeros inmóviles, los cubanos que nunca llegaron a París. Tengo la impresión de que Casal no llegó a París no porque no pudo sino porque no quiso. Por aquello que dijo en tantas ocasiones: «No quiero ir porque entonces no querría volver».

Y en cuanto a Lezama, se sabe lo que opinaba de los viajes. Él decía:

Es que hay viajes más espléndidos: los que un hombre puede hacer por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte? Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan solo de proa a popa: eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación. El viaje es reconocer, reconocerse, es la pérdida de la niñez y la admisión de la madurez. Goethe y Proust, esos hombres de inmensa diversidad, no viajaron casi nunca. La imago era su navío. Yo también, casi nunca he salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida, empeoraban mis bronquios; y además en el centro de todo viaje ha flotado siempre el recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin. Yo no viajo: por eso resucito.5

En cualquier caso, ambos, Casal y Lezama, tenían su pequeño París personal. En “La última ilusión”, una crónica aparecida en La Habana Elegante el 29 de enero de 1893, Casal escribió con verdadera profesión de fe por su estética decadente:

Hay en París dos ciudades, la una execrable y la otra fascinadora para mí. Yo aborrezco el París célebre, rico, sano, burgués y universal; el París que celebra anualmente el 14 de julio; el París que se exhibe en la gran Ópera, en los martes de la Comedia Francesa o en las avenidas del Bosque de Bolonia; el París que veranea en las playas de moda e inverna en Niza o en Cannes; el París que acude a la academia en los días de grandes solemnidades; el París que lee el Fígaro o la revista de Ambos Mundos; (…) el París de Gambetta y de Thiers; el París que se extasía con Coquelin y se extasía con las canciones de Paulus; (…) el París de las exposiciones universales; el París orgulloso de la torre Eiffel. (…) Yo adoro, en cambio, el París raro exótico, exótico, delicado, sensitivo, brillante y artificial; el París que busca sensaciones extrañas en el éter, la morfina y el haschich; el París de las mujeres de labios pintados y las cabelleras teñidas, el París de las heroínas adorablemente perversas de Catulle Mendès y René Maizeroy; el París que da un baile rosado, en el palacio de Lady Caithnes, al espíritu de María Estuardo; el París teósofo, mago, satánico y ocultista; el París que visita en los hospit ales al poeta Paul Verlaine, el París que erige estatuas a Baudelaire y a Barbey D’Aurevilly; el París que hizo la noche en el cerebro de Guy de Maupassant, el París que sueña ante los cuadros de Gustave Moreau y de Puvis de Chavanne; (…) el París que resucita al rey Luis ii de Baviera en la persona de Roberto de Montesquieu-Fezensac; el París que comprende a Huysmans e inspira las crónicas de Jean Lorrain; el París que se embriaga con la poesía de Leconte de Lisle y de Stephen Mallarmé. (…) el París, por último, que no conocen los extranjeros y de cuya existencia no se dan cuenta tal vez”.6

Por su parte, Lezama Lima dice en una página de Tratados en La Habana:

En un centro que entre nosotros testimonia la universalidad de la cultura francesa, se evoca la ciudad de París. Ciudad incesante en la proliferación e incesante en mostrar ante la secularidad el más perdurable de los sellos. Un conocedor de esa ciudad, evitaría el transcurso inmóvil de su diseño, si no por el contrario, al levantar la más invisible de las piedras mostraría ahí otro París rodante, modernista, medieval, revisador inquieto de sus más perdurables leyes y cánones. Allí un pensamiento se hace pasión, la Ley juega y se hace voluptuosa como la amistad, un símbolo puede ser la criada de Proust. Los libros más viejos se recuestan en la margen de un río, como para dictar la lección que se hace sabiduría frente al devenir. Donde todo saber se agita y retorna, como si fuese un folletín de agolpada acción, y donde el folletín adquiere eternidad, como si toda acción tuviese una marcha hacia categorías y palpitantes ecuaciones. Su producto de cultura parece abandonarse siempre a un residuo añadido por las propias decisiones y las anécdotas aclaradoras. Ese residuo, más aún que en las fijezas de las escrituras y testimonios, se incorpora por la misma universalidad de su onda, al propio vivir más diferenciado en signos intransferibles y peculiares. Ese producto y ese residuo tienen, pudiéramos decir, una gran capacidad amistosa. Llega, extiende su mano, y pasea, sonriéndole los humores con la más tumultuosa existencia, queda de nuevo una impulsión, una arrogancia hasta el final, la amigable invitación para que toda vida ocupe su destino, viva la más ardua tensión de su arco dentro de sus alegres posibilidades. «Conozco a aquel, decía Pascal, en quien he creído». Todo producto de esa cultura parece empaparse de esa frase, muestra tanto el conocimiento de su creencia que palpita y se hace conocimiento, vehementes aventuras con los arquetipos como con el recuerdo de un perfume interpretado en un cuerpo de gloria y de misterio.

¿Influencias de esa cultura? Casal influenciado por Baudelaire, porque antes, Baudelaire en su adolescencia había viajado por islas tropicales y por Ceilán. «Castigo sobre una flor la insolencia de la naturaleza», ¿no es un verso de Baudelaire que Casal podía sentir como suyo? ¿No es la clásica claridad francesa amiga de todas las románticas oscuridades?7

Una gran parte de la novela póstuma de Lezama Lima, Oppiano Licario, se desarrolla en un París que el autor, como sabemos, no conoció, y analiza a uno de sus pintores célebres, Henri Rousseau (1844-1910), conocido como El Aduanero, un pintor cuyos originales Lezama nunca llegó a ver. Sin embargo, escribió:

Fronesis había encontrado un apartamento en el centro de la Isla de Francia. Le gustaba, cuando salía de su casa, ir recorriendo las distintas capas concéntricas del crecimiento de la ciudad. Mientras caminaba a la caída de la tarde, volvía siempre a su recuerdo la frase de Gerard de Nerval: el blasón es la clave de la historia de Francia. La suma pizarrosa de los techos, los clavos en las puertas, el olor de un asado desprendido por alguna ventana entreabierta, lo llevaban, a través de sus sentidos, a la comprobación de los fundamentos de la frase de Nerval. Mientras atravesaba aquel laberinto, parecía que al repetir mentalmente el blasón es…, el blasón es…, volviera a la luz sucesiva. (…) Durante varios días, el café de la esquina de la casa de Fronesis en París estaba apagado. Sus parroquianos miedosos ni se asomaban por las vidrieras, ni preguntaban a los dueños por la suerte del cafetín. En una barriada parisina, el cierre de un café se extiende como un duelo silencioso.8

Quisiera terminar estas palabras con la huida, o mejor dicho, con el deseo de la huida que tanto ha marcado en los últimos años el destino de los cubanos. Huir. Huir en la realidad o en la ficción, ha sido nuestra obsesión. Desde José María Heredia, nuestro primer gran poeta. Y en la huída, como un centro irradiante, París, la ciudad, como centro de todos los centros. Por eso quisiera terminar estas palabras sobre París, Casal y Lezama, esos dos viajeros inmóviles, con un cubano de origen portugués, un cubano de saparecido, y cuyo destino desconocemos. Uno más de los desaparecidos que ha habido a lo largo de nuestra historia. Una historia, sobre todo en los últimos años, de nombres idos a bolina, registrados en el viento, en las estrellas, en los espacios infinitos. Quisiera finalizar con alguien que para los cubanos ha simbolizado nuestra perenne ansia de ascensión y de huída. Me refiero a un humilde fabricante de toldos llamado Matías Pérez. Matías Pérez, que vivió en La Habana del siglo xix, y que era toldero, es decir, se dedicaba a colocar los toldos que iban de una acera a otra en las calles estrechas de la ciudad, que se dedicaba a la improbable tarea de mitigar el sol de la isla, la crueldad de la luz de la isla y la furia de las lluvias, tenía, en sus ratos libres, el placer de consagrarse al estudio de la aerodinámica y de los misterios de las levedades del viento. Un día de junio de 1856, en el Campo de Marte, Matías Pérez subió a un globo de su creación. Logró elevarse a las alturas y en ellas desapareció para siempre. Nos dejó una frase rotunda, de la que no podemos prescindir: “Voló como Matías Pérez”. Y nos dejó, por supuesto, un anhelo del que tampoco podemos prescindir: el de la evasión hacia lo remoto, la impaciencia por el abandono, el abandono de la isla (ya que, lo sabemos muy bien, isla al fin, no permite los caminos de la tierra), nos legó la nostalgia, la aspiración por la escapatoria y la desaparición. Es por eso que quiero poner fin a estas palabras con el humilde toldero Matías Pérez. Por su anhelo, claro está, y también porque tuvo el buen gusto de hacer que aquel aeróstato por el que se perdió entre los espacios infinitos de las nubes y los sueños, se nombrara como una ciudad. Se llamaba París el globo en que Matías Pérez desapareció para siempre.

Notas:

1. Lezama Lima, José Cartas a Eloísa y otra correspondencia. Edición comentada e introducción de José Triana. Madrid, Editorial Verbum, 1998, pp. 144-145.

2. Paz, Octavio Los hijos del limo. Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 48

3. Ortiz, Fernando Los factores humanos de la cubanidad. La Habana, Molina y Cía, 1940, p. 24.

4. Morán, Francisco Julián del Casal o los pliegues del deseo. Madrid, Editorial Verbum, 2008, p. 78.

5. Lezama Lima, José en Recopilación de textos sobre José Lezama Lima. La Habana, Casa de las Américas, 1970, p. 30

6. Casal, Julián del Crónicas habaneras. La Habana, Universidad Central de las Villas, 1963, pp. 282-283.

7. Lezama Lima, José “Sucesiva o las coordenadas habaneras”. En Tratados en La Habana. La Habana, Universidad Central de Las Villas, 1958, pp. 279-280.

8. Lezama Lima, José Oppiano Licario. La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1977, p. 29