El coronel W. de Basil, fundador y director de la compañía de su nombre.

AÑO 2018 Año 14, No. 3, 2018

Aníbal Navarro: Confesiones de un bailarín olvidado

por Francisco Rey Alfonso

Casi nadie en Cuba sabe quién fue Aníbal Navarro. No importa que su foto —junto a las de Alicia Alonso, Alberto Alonso y Luis Trápaga— ilustre una pequeña muestra en el Museo Nacional de la Danza: la de los «Bailarines cubanos en los Ballets Rusos». Hubo personas que, mientras la observaba, dijeron sin mucho recato delante de mí: «¿Y este señor quién es?»

Estas páginas responden en alguna medida a esa pregunta, y lo hacen por medio del propio artista, quien, luego de mucha resistencia, me contó a grandes rasgos su vida: desde su nacimiento en Jaruco hasta la ancianidad en Madrid; su metamorfosis como bailarín, que lo llevó desde el ballet «clásico» hasta la escena del varietés, desde la danza moderna hasta el folclor latinoamericano y caribeño; su intenso itinerario artístico, cuyas coordenadas comprenden desde el Auditórium de La Habana hasta el Teatro Municipal, de Rio de Janeiro; desde el Teatro Colón, de Buenos Aires, hasta el Molino Rojo, en París; desde La Habana hasta Roma, Viena, Tokyo, El Cairo, Teherán, Berlín, Lausana y otras ciudades de cuatro continentes, siempre elogiado por el público y la crítica.

Ese fue, a grandes rasgos, Aníbal Navarro, un bailarín de extraordinaria ductilidad al que «nada en la danza le fue ajeno», con una carrera internacional más que meritoria. Quizás ya algunos empiecen a preguntarse: «¿Cómo es posible que una trayectoria artística de tan altos quilates permanezca ignorada entre nosotros?»; «¿Cómo es posible que permanezca en la sombra?» ¡Cuidado no sea este hombre el único bailarín cubano que haya podido destacarse, hasta la fecha, en las más diversas modalidades del baile como espectáculo! ¡Cuidado no sea este hombre el bailarín de Music Hall más importante que haya dado Cuba hasta hoy, y que nosotros, gracias a la «molicie tropical» que nos caracteriza, se lo regalemos al más completo olvido!

Además de Aníbal Navarro, por estas páginas desfilan varias personalidades de la cultura cubana y extranjera vinculadas, de una manera u otra, a su trayectoria vital o escénica; como Rita Montaner, Alicia Alonso, Dámaso Pérez Prado, Xiomara Alfaro, Elvis Presley… Antes de darle paso a su testimonio solo deseo añadir que el presente texto consiste en el traspaso al papel, sin apenas afeites literarios, de las entrevistas que me concediera el artista durante mi estancia en Madrid, en 1993.

» Las «confesiones» de Aníbal Navarro

Calle Goya, Madrid, diciembre de 1993. Estoy en la casa de Aníbal. El apartamento, de tan cerrado, resulta agobiante: la clásica «jaula de oro». Estamos sentados a la mesa en una especie de cocina-comedor. Aníbal en una esquina, y yo, en la otra. Con el tono de un viejo cascarrabias empieza a hablarme:

Los balletómanos son como una plaga medieval, por eso siempre los he detestado. Y no sé a quién diablos en Cuba puede interesarle mi vida, mucho menos a estas alturas, en que ya estoy con un pie en la tumba. Bueno, está bien, me rindo, te voy a complacer; pero más que por ti lo voy a hacer por Jaruco, por los jaruqueños, para que sepan cómo este guajirito de allá le dio la vuelta al mundo varias veces «en alas de la fama». Mi historia es la de un hombre sencillo, pero un hombre sencillo que tuvo la cualidad de retarse siempre a sí mismo: más, más y más… Mi nombre es Héctor Aníbal González Navarro, hijo del cirujano dentista Miguel González de la Portilla y María Gerundina Navarro de la Portilla. Navarro me pareció más artístico que González y eliminé mi apellido paterno. Nací en Jaruco el 24 de noviembre de 1917 y mi infancia y adolescencia transcurrieron allá. Entre escuelas públicas y maestros particulares transcurrieron mis primeros años de estudio, y, sin faltar a la modestia, puedo decirte que siempre me destaqué muchísimo. Para mí las clases eran como una fiesta, pues, a pesar de mis pocos años me devoraba la curiosidad, las ansias de saber de todo lo posible. Pero además de estudiar con mucha seriedad hacía mucho ejercicio físico: lo mismo montaba a caballo que subía y bajaba matas que corría por las lomas. También con frecuencia nos llevaban al río. ¡Entonces el río Jaruco era una belleza de río!

Cuando terminé la Escuela Superior, el mayor nivel escolar que podía alcanzarse entonces en Jaruco, me fui a vivir a La Habana, pues mi padre me ma triculó en el Colegio de Belén. Aquel cambio constituyó para mí un acontecimiento en un sentido negativo y en otro positivo. Fue un paso tremendamente doloroso, algo así como arrancarme de raíz de mi cantero; pero en cambio me vi obligado a sacudirme la mo dorra pueblerina, a madurar, a valerme por mí mismo, a volverme un «hombre de mundo» no obstante ser apenas un jovenzuelo. Por aquellos años, para ayudar a mi padre a costear el colegio, trabajé con un fotógrafo amigo mío en colorear fotos. Y mi entrada en el mundo del ballet fue como un amor a primera vista; surgió de repente, de una manera impensada, cuando vi al Ballet Ruso actuar en el Auditórium. Fue una experiencia impactante y a pesar de los muchos años transcurridos no he olvidado nunca aquella función. La primera obra del programa fue Las sílfides, y solo con el cuadro que vi al abrirse la cortina me quedé sin respirar ante tanta belleza. A pesar de mi edad, me inscribí de inmediato en la Escuela de Ballet de Pro-Arte Musical, sociedad de la que era socio, aunque en verdad ya hacía algún tiempo que aprendía ballet con Fritz Berger, un bailarín que la misma Pro-Arte había traído a La Habana para dar unas funciones en su teatro. Este señor me dio clases a cambio de lecciones de español, y lo mismo hice con una judía húngara que actuaba en Nueva York, Marga Detlevie, que me enseñó baile acrobático. Para mí aquel entrenamiento a cambio de tan poco constituyó una verdadera ganga. Siempre he dicho que a Berger y a la judía Dios me los puso en el camino. Recuerdo que por esa época también comencé las clases de baile español con Ana María, y que incluso participé en algunas funciones con su grupo, en un ballet titulado Danza del juego del amor, que es un fragmento de El amor brujo, la famosa obra de Falla, en el que yo hacía cuerpo de baile. Eso, si no me equivoco, fue en 1942.

Pro-Arte Musical era una sociedad mantenida por unas señoras ricas. Ellas se dedicaban a presentar en Cuba a los mejores artistas extranjeros y, a veces, también a los cubanos. La Sociedad tenía su presidenta, su secretaria…, en fin, una directiva, un aparato administrativo, y era dueña de la esquina de Calzada y D, en El Vedado, donde, además del Auditórium, estaban los estudios para ballet, guitarra y declamación. Cualquier persona podía hacerse socio sin más requisito que pagar su cuota mensual: cuatro pesos, dos pesos y un peso, lo cual, al menos para mí, no era nada del otro mundo. Con tu carné de socio tenías derecho a asistir a todas las conferencias y espectáculos; además, podías inscribirte en los cursos de ballet, declamación y guitarra sin pagar nada extra. Aparte de eso, Pro-Arte les daba becas a jóvenes artistas cubanos para estudiar en otros países. Entre los favorecidos con esa ayuda recuerdo a los pianistas Jorge Bolet e Ivette Hernández, y a la cantante Marta Pérez. Cuando yo entré en Pro-Arte la presidenta era Laura Raynieri, la madre de Alberto y Fernando Alonso, sin duda una gran señora. Alberto y su esposa por la época, Alexandra Denisova, hacían las veces de maestros, bailarines y coreógrafos. La señorita que estaba sentada en el estudio al tanto de las clases y los ensayos era Celita Parera, una prima hermana de los Alonso. Por ciertos rumores que oía en los pasillos, supe que la directiva de la Sociedad estaba molesta con la presidenta y no sabían cómo separarla del cargo. Tan penoso asunto me lo ratificó luego, en Ginebra, Oria Varela de Albarrán, una amiga íntima de la Rayneri, a la cual, así y todo, le tocó sustituirla. Nunca supe a derechas cuál fue la causa de aquel problema, porque la Rayneri era una mujer exquisita. En la Escuela me convertí en alumno de Alberto. En aquella época, en la que no conocía nada de baile clásico, sus clases me parecían muy buenas, y hoy, que he perdido la cuenta de los profesores que he tenido, continúo pensando lo mismo, pero con una gran diferencia respecto de las que impartía Nina Verchinina.

Primeros bailarines del Ballet Ruso del Coronel De Basil. De izquierda a derecha, detrás: Vladimir Dokoidosky, Nina Strogónova, Olga Morosova, Tatiana Stepanoya y Kenneth Mackenzie. Delante: Oleg Tupine, Genevieve Moulin y Roman Jasinsky. La Habana, mayo de 1946.

Primeros bailarines del Ballet Ruso del Coronel De Basil. De izquierda a derecha, detrás: Vladimir Dokoidosky, Nina Strogónova, Olga Morosova, Tatiana Stepanoya y Kenneth Mackenzie. Delante: Oleg Tupine, Genevieve Moulin y Roman Jasinsky. La Habana, mayo de 1946.

Mi debut como bailarín, en el Teatro Auditórium, fue en un baile de conjunto del folclor argentino. Luego, para una gran fiesta en el cabaret Sans Souci, Alberto montó un trío con la Sinfonía inconclusa, de Schubert, y me escogió a mí como a uno de los intérpretes. Por cierto, la noche del espectáculo había una gran conmoción en el cabaret, porque el festejo lo presidía Fulgencio Batista, el presidente en aquel momento. Pero lo que recuerdo de manera muy especial de aquella época es que Alicia Alonso, para ciertas funciones, me montó, y lo hizo muy bien, el personaje de «El lobo» del famoso ballet Pedro y el lobo, la coreografía de Adolf Bolm con música de Serguei Prokófieff. Se trata de una obra que ella y Fernando habían aprendido en Estados Unidos, pues estaba en el repertorio del Ballet Theatre, la compañía a la que ellos pertenecían entonces. Luego vinieron el pas de deux «El Pájaro Azul», en Las bodas de Aurora, y otros papeles. «El Pájaro Azul» lo bailé con Gloria González Negreira, en aquel tiempo la mejor bailarina de Pro-Arte Musical después de Alicia y Alexandra Denisova. En el diario Alerta apareció una foto que me tomó el gran Julio Berenstein con este comentario, que aún conservo: «Aníbal Navarro, joven y talentoso bailarín, que viene anotándose grandes éxitos en los ballets de Pro-Arte, y quien recientemente conquistó muchos aplausos al interpretar el “Bluebird” en el ballet “Aurora’s Wedding”, presentado en el teatro Auditorium. Navarro es uno de los bailarines cubanos de alta escuela, que dará muchos días de gloria a su patria.»2

Además de Anna Leóntieva, por aquel tiempo también se había quedado en La Habana la artista rusa Nina Verchinina, una de las primeras bailarinas del Ballet Ruso del coronel Wasily De Basil. Ella era hermana de Olga Morosova, entonces la esposa del mismísimo De Basil. La Verchinina, luego de verme actuar en el Auditórium, se interesó en mis posibilidades como bailarín y comenzó a prepararme con el propósito de dar juntos algunos recitales. Eran cuatro horas seguidas de clases, a mí solo, todos los días por la mañana; creí que terminaría por matarme. Nina Verchinina es la mejor profesora de ballet que jamás he visto; en un mes adelanté más con ella que en un año de clases en Pro-Arte Musical. En aquel momento, la Leóntieva también me daba clases de ballet, y era muy buena, pero no llegaba al nivel pedagógico de Nina.

A Alberto no le gustó que yo simultaneara sus clases con las de Nina, y un día me llamó y me dijo que se había enterado de que yo entrenaba con otro profesor y que eso no podía ser. Me quedé sorprendido con semejante reclamo, y le respondí que nunca había faltado ni a sus clases ni a sus ensayos, y que la Verchinina solo trataba, en las mañanas y sin cobrarme un centavo, de mejorar mi técnica, algo que yo entendía positivo para mí. Entonces me dijo: «Bueno, ella está trabajando para nosotros. Si te parece bien continúa con sus clases.» Luego de aquel encuentro, mis actividades en la Escuela de Ballet de Pro-Arte parecieron continuar normalmente, pero un día estalló la bomba. Por la fecha estaba ensayando Ícaro, el famoso solo entonces de moda, creado por Serge Lifar, en lo que sería su estreno en Cuba, y, al llegar un día a la clase, me acerqué a la mesa de Celita y, en broma, le dije que habían olvidado dar mi nombre a los reporteros, porque ya los periódicos anunciaban las funciones en las que subiría a escena ese ballet y mencionaban a todo el mundo menos a mí. Entonces ella me mandó a hablar con Alberto, y ya la cosa me olió bastante mal. Luego de alejarme de Celita, me tropecé con la Denisova y le pregunté por el asunto de Ícaro, a lo que ella me respondió: «Aníbal, habla con Alberto, pero espera a que termine la clase.» No sé por qué, a pesar de la gentileza con que ella me trató, la sangre se me fue para la cabeza y en tal estado de ánimo, lejos de hacerle caso, hice todo lo contrario. Empujé la puerta del salón, se interrumpió la clase y fui directo a hablar con Alberto. Cuando le pregunté acerca del asunto me dijo que «la directiva» había decidido que yo no bailara, respuesta que consideré un pretexto bastante burdo. Di media vuelta sin contestarle y me fui. Por supuesto que me expulsaron de la Escuela. A mí me afectó mucho esa injusticia y solo encontré refugio en la persona de Nina. Ella, al verme tan apesadumbrado, me dijo: «Oye, olvídate de Pro-Arte. Tú puedes ingresar en la compañía de De Basil. Mañana mismo le voy a escribir. Tráeme fotos tuyas como bailarín.»

A pesar del problema en la Escuela de Ballet, tuve el placer de bailar varias veces más en el Auditórium, primero con la Leóntieva, en 1944, y dos años más tarde con el Original Ballet Ruso, en el momento en que la compañía se presentó en Cuba. Esas actuaciones constituyeron un triunfo para mí. Con respecto a Ícaro, en mi lugar bailó nada menos que Alicia Alonso, decisión que me devolvió el alma al cuerpo y me reconcilió en alguna medida con «la directiva» de la Sociedad. Porque Alicia, junto a Greta Garbo, ha sido siempre mi ídolo, desde el inicio mismo de su carrera. Yo presencié casi todas sus actuaciones con la Escuela de Ballet de Pro-Arte hasta que me fui para siempre de Cuba en 1946. Esa tremenda admiración por Alicia tuvo un proceso de crecimiento, porque primero la veía como un simple espectador, pero después la apreciaba desde mi condición de bailarín y, por lo mismo, sabía muy bien el significado de su técnica, de su histrionismo, de sus dotes de artista nata. Nunca se sabe cuándo se gana y cuándo se pierde.

Después de todo, gracias a Dios que me echaron de Pro-Arte, porque eso constituyó un giro funda mental en mi carrera artística y hasta en mi vida. Quizá de no haber ocurrido me hubiera pasado mi carrera de bailarín actuando con el ballet de Pro-Arte y nunca hubiera ingresado en el Ballet Ruso, ni hubiera recorrido el mundo ni hubiera hecho todo lo que hice. De todas formas no tengo la menor duda de que sin la existencia de la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical apenas existirían bailarines cubanos, ni quizás el actual Ballet Nacional de Cuba y, por supuesto, tampoco una Alicia Alonso, que ha sido y es una gloria para el arte y, sin lugar a duda, la mejor bailarina de todos los tiempos. ¿Tú tienes noticia de bailarines o ballets de Paraguay, Bolivia o Irán? Así sería la historia de la cultura en Cuba sin la existencia de la Sociedad Pro-Arte Musical. Aunque yo todo lo que fui en el terreno de la danza se lo debo a Nina Verchinina.

En aquel tiempo también hice algunos recitales con Úrsula Hirschfeld, una bailarina y profesora australiana llegada a Cuba huyendo de la guerra con quien había hecho una cierta amistad. Y paralelamente a mi desempeño como bailarín clásico, y para ganar algún dinero, también participé en espectáculos ofrecidos por Ernesto Lecuona, en el Teatro Nacional, en 1944. Aquel trabajo me permitió actuar nada más y nada menos que junto a Rita Montaner. Aunque ella era de Guanabacoa pasó una parte de su niñez en Jaruco y cuando se casó su madre, mi mamá fue quien le llevó la cola del traje. Su padre era farmacéutico y tenía una farmacia en una de las calles principales del pueblo. La madre se llamaba Mercedes Facenda y el padre Domingo Montaner. Mi abuelo, Luis Navarro, que era médico, se hizo muy amigo de este y para que él y su familia pudieran alternar con la gente bien de Jaruco, consiguió casarlo con Mercedes, porque ellos vivían en concubinato. La boda se hizo en la iglesia y luego se asentó en el Registro Civil de Jaruco. Si no recuerdo mal, te estoy hablando del año 1904. Cuando yo fui al camerino de Rita a conocerla y le conté quién era mi abuelo se me tiró al cuello y, luego de preguntarme de quién yo era hijo, me dijo muy emocionada: «Sabes, tu abuelo casó a mis padres cuando llegamos a Jaruco.» Después la traté bastante y para mí ha sido la más grande cantante cubana que ha existido.

Aquel trabajo tuve que interrumpirlo porque me llegó el contrato para unirme al Original Ballet Ruso y salí de Cuba en abril de 1945 para encontrarme con esa compañía en Colombia, durante una gira por ese país. Era mi primer viaje al extranjero. Con De Basil interpreté los ballets Chorearteum, Thamar, Lucha eterna, La Edad de Oro, El bello Danubio… Esas obras no las podían presentar otras compañías porque Basil había comprado los derechos de autor. En el Ballet Ruso resultaba impensable bailar sin orquesta, de ahí que el director y un pianista solista, para que tocara en obras como Paganini, siempre viajaban con la compañía. Aquella era una de las mecas del ballet del siglo xx, y yo, el guajiro de Jaruco, metido en aquel barullo!

Después de actuar junto al Original Ballet Ruso en varios países de América del Sur y de Centroamérica, y en México, regresé a La Habana por un mes en 1946, el día 1º de mayo. Ofrecimos varias funciones, algunas de ellas en el estadio de la Universidad de La Habana, y se publicaron reseñas y fotos de nuestra compañía en el Diario de la Marina y en la revista Carteles. En el ballet El bello Danubio yo interpretaba el papel de «El pintor» junto a Nina Strogónova, para mí la bailarina de mejor técnica en el Original Ballet Ruso. Por cierto, el papel de «El pintor» tenía más importancia en el reparto que en lo que hacía. Es un ballet bobo que a mí nunca me gustó. También incorporé a mi repertorio el papel de «El Chino», uno de los pocos personajes que interpreté en nuestras actuaciones en Cuba. Ese «chino» formaba parte de un pas de trois, junto a dos muchachas, incorporado a Las bodas de Aurora. Si no recuerdo mal, se trata de un fragmento de Cascanueces añadido por Diághilev a ese ballet, probablemente debido a una variación muy efectista que ejecutaba el susodicho asiático y que a mí, sin faltar a la modestia, me quedaba muy bien. Como prueba puedo mostrar este comentario de la crítica Conchita Gallardo: «Queremos consignar que Aníbal Navarro, el bailarín cubano de la compañía tuvo la oportunidad de que se le asignara el role de “pintor” [en el ballet El azul Danubio] que interpretó y bailó con arte y propiedad. Recordemos que Aníbal ha llamado la atención con el papel de “chino” en las Bodas de Aurora [sic], por la gracia genuina de su danza, y el acierto de sus movimientos. Cada vez que  salía a saludar con sus compañeras, el público lo aplaudía hasta hacerlo salir ocho y diez veces.»3

Luego de aquellas actuaciones en Cuba viajé con la compañía a Brasil y nos presentamos en varios teatros de São Paulo y de Rio de Janeiro. En esta ciudad decidí dejar la compañía con el propósito de probar suerte yo solo. La vida del bailarín es muy corta, los sueldos eran malos y ya entonces contaba veintisiete años. Tenía que aprovechar bien el tiempo, procurar mis metas artísticas y alcanzar mi estabilidad económica. En el Ballet Ruso se vivía como en un ejército y, entre otras cuestiones, había que respetar la antigüedad dentro del conjunto para avanzar, a menos que se llegara a él como una figura consagrada, y ese no era mi caso. Allí, pasar por encima de un europeo era algo impensable.

De Rio de Janeiro me fui a Buenos Aires, donde los únicos bailarines cubanos conocidos eran las parejas de rumberos que trabajaban en cabarets de poca categoría. Lo mismo me encontré luego cuando «desembarqué» en París. Esa «tradición criolla» en un principio me resultó adversa porque la deducción de todos a los que conocía era rápida y simple, algo así como un axioma: si yo era cubano y bailarín por fuerza tenía que ser un rumbero, para nada un bailarín de escuela. Entonces estudié danza moderna y actué además con Clotilde y Alejandro Sakharoff. También recibí clases de Harald Kreutzberg y Esmée Bulnes, conocimientos que ampliaron todavía más mi diapasón en lo tocante a la danza moderna, porque ellos manejaban ciertos conceptos bastante alejados de los defendidos por los Sakharoff. Poco después, tuve la suerte de encontrarme con la bailarina norteamericana Miriam Winslow, quien residía en Buenos Aires y había integrado la famosa Denishawn, compañía que se considera el punto de partida de la danza moderna en Argentina. Al poco tiempo ya formaba parte de su compañía, el llamado Ballet Winslow, nada menos que con el rango de primer bailarín. Aquella temporada se desarrolló con tremendo éxito en el teatro Politeama, y bailamos un repertorio a base, sobre todo, de obras creadas por Miriam. Yo integré el elenco de las tituladas The Scarlet Letter, Caribe, con música de Milhaud; Valses nobles y sentimentales, de Ravel; y Cromo, con música de Guion. Hacíamos dos funciones al día en Buenos Aires, y también realizamos varias giras por algunas provincias del país. La crítica me dedicó algunos elogios, como estos que aparecieron en el importante diario La Prensa: «Aníbal Na varro, bailarín de notables facultades, posee un sentido nuevo y muy plástico del género, un ritmo interior que En Carteles. La Habana, 23 de junio de 1946, pp. 28-29. jerarquiza el movimiento, lo cual le permite alcanzar una expresión rica en tonalidades. Es un bailarín de excelente escuela con una concepción nueva del ritmo.»4

[En] «Espirituales negros», dos momentos, doloroso uno y orgiástico el otro, en los que palpita el temperamento de una raza, Aníbal Navarro se destacó con su personalidad y su fuerza expresiva. […]. El bailarín cubano Aníbal Navarro, primera figura masculina, es un artista de vigoroso ritmo y de dúctil temperamento, que se impuso sin reservas.5

A Cuba llegaron también los ecos de mis éxitos, como demuestra esta información enviada al diario habanero Pueblo: «Nuestro primer artículo para Pueblo, va lleno de un sentimiento patriótico que, con orgullo tomará forma al referir los triunfos del bailarín cubano Aníbal Navarro, que ha cosechado en toda la América Latina y actualmente como primera figura masculina del “Ballet Winslow”. […]. La actuación de Aníbal Navarro, al lado de tan grande bailarina, le ha valido los más cálidos elogios de la crítica porteña, que le coloca en el rango de primerísimo bailarín. En “Caribe”, de Milhaud, que bailan juntos, hace alarde de su técnica con unos bellos y difíciles saltos donde da la impresión de que por unos instantes queda mantenido en el espacio; poseyendo además de una mímica muy expresiva una fina calidad interpretativa. […] en Aníbal Navarro Cuba tiene un digno exponente, de innegable jerarquía artística.»6

Fue en Argentina donde me hice de un nombre en el ámbito de la danza moderna. Allí también se amplió mi popularidad entre cierto público selecto gracias a la interpretación de estilizaciones de danzas falsamente afrocubanas que comencé a crear. Esos fueron los casos de piezas como Funeral Ñáñigo, con música de Lecuona, y Eribó, con música de Gilberto Valdés, entre otras que se me ocurrió montar. Eso ocurrió en 1947 y entonces no supe de hasta qué punto había dado con «la gallina de los huevos de oro», pues obras de ese tipo las continué creando con gran éxito hasta el fin de mi carrera.

Luego de esa primera etapa en Buenos Aires, dedicada al aprendizaje y la interpretación de la danza moderna, para mi asombro me ofrecieron un contrato para actuar con el rango de primer bailarín en el Ballet Folclórico del Teatro Colón, grupo dirigido entonces por Angelita Vélez. El Colón era un teatro prestigiosísimo, sin duda uno de los más respetados del mundo casi desde su fundación. Allí cuando terminaban las grandes temporadas se cerraban las puertas hasta la siguiente temporada. Aquello era como el Vaticano para un cura de aldea. Te voy a poner un ejemplo. La compañía de la mítica Carmen Amaya, según el rasero que te comento, no tenía categoría para presentarse en el Colón. Ni Maurice Chevalier, ni Joséphine Baker, ni el Follies Bergère, con toda su fama, en aquel momento al menos pudieron actuar en el Colón. ¡Ya hubiera querido Carlos Gardel, el dios argentino, haber actuado allí! Luego de decirte esto, imagínate qué honor para mí bailar en ese escenario.

Para terminar con la etapa argentina de mi carrera, contaré la siguiente historia: en Buenos Aires contraté a un músico cubano, integrante de una orquesta popular, para que tocara el piano en los ensayos y los montajes. Se trataba de una persona completamente desconocida en los años 40, hasta que un buen día creó un ritmo que hizo sensación en aquella época: el mambo. Me refiero nada menos que a Dámaso Pérez Prado, a quien yo tuve de pianista acompañante durante un tiempo. Años después, en Europa, oía constantemente en la radio y en los Night Clubs su Mambo número 5, su Patricia, su Mambo número 8.

A principios de 1949 comencé a sentir un impulso irresistible de marcharme a Europa; quizás por el enorme atractivo que entonces constituía ese continente para los artistas, un atractivo que se fue diluyendo poco a poco, en alguna medida debido a la competencia de Norteamérica, en particular de Nueva York, a consecuencia de la segunda Guerra Mundial. Pero entonces, ¿cuál artista no quería conquistar París, Roma, Viena…?

Cuando llegué a Francia decidí disfrutar unas vacaciones en París, pues hacía tiempo que no paraba de bailar. Primero había sido la intensa gira con el Original Ballet Ruso, y luego, apenas sin una pausa, el trabajo constante en la Argentina. Pero a los tres o cuatro días de llegar a esa ciudad, cuando voy a salir del hotel para dar un paseo, me encuentro en la puerta con Nina Verchinina, quien había recibido un cablegrama desde Buenos Aires informándole de mi llegada a París. Su propósito no era otro que sumarme de inmediato a unos espectáculos que estaba preparando para presentarlos en París y en varias ciudades de España. De nada valieron mis protestas, porque ella no las admitió. Y allá me fui con Nina a comenzar los ensayos; pero aquellas jornadas fueron una delicia, en primer lugar por el elenco reunido para las funciones. Allí me reencontré con Olga Morosova, con la española Rosita Segovia, también una antigua amiga; a Nora de Wal, a quien también conocía de los trajines del ballet… En fin, se trataba de un grupo de lujo, tanto desde el punto de vista humano como del artístico, y las funciones que dimos fueron muy bonitas y con muy buenas críticas. Nina me dijo: «Aníbal, todos queremos que bailes los solos afrocubanos.» Y de nuevo me programaron en Mambo, Eribó, Cumbia, Lamento africano, Bembé, Rapsodia negra y otros. Me parece que el único ballet que tuve que aprenderme fue uno creado por Nina para aquella gira titulado Rapsodia Tropical, un número de conjunto con música de Lecuona. Además de mis apariciones en la escena, Nina me pidió que fungiera como el regisseur del grupo, labor que también realicé. El diario ovetense La Nueva España reflejó de este modo una de nuestras funciones: «Este espectáculo de danzas es finísimo. […]. Aníbal Navarro es un genial creador de la danza rítmica y es el único que se ha liberado de las exigencias de la disciplina coreográfica del ballet que, cuando se ejecuta con hermetismo, anquilosa y contribuye a la frialdad en esta clase de espectáculos.  Especialmente en “Lamento africano” estuvo inconmensurable.»7

Luego de actuar en España, y ya disuelto el grupo liderado por Nina, volví a emprender el camino, a continuar mi aventura en solitario, y entonces regresé a París para otra vez empezar de cero. En esa época los únicos bailarines cubanos conocidos en Francia eran las parejas de rumberos confinadas en los cabarets de poca monta, lo que de nuevo constituyó para mí una flaca propaganda. Decidí entonces interpretar un repertorio a base sobre todo de danzas cubanas y seudo-afrocubanas estilizadas, pues yo en realidad nunca he sabido bailar ni rumba ni bailes afrocubanos. Así que con música afro de Lecuona, Gilberto Valdés y otros compositores cubanos y sudamericanos, y con títulos como Mambo, Bembé, Funeral ñáñigo… y otros que entonces resultaban exóticos en la ciudad, y con trajes que yo mismo diseñaba, me lancé «al ruedo» con una técnica exclusivamente moderna. Quizá como una forma de mitigar la nostalgia por Cuba, por Jaruco, por mi familia… Ese trabajo me convirtió, si no me equivoco, en el primer bailarín cubano que llevó el género a la categoría de recital, de concierto.

Era una prueba de fuego. Y aquel público diferente, completamente desconocido para mí, reaccionó de una manera maravillosa y, luego de interpretar cada danza, no solo me celebró con tremendas ovaciones, sino que me obligó a bisar varios de los números presentados. Algo muy importante relacionado con aquel recital fue la presencia en el público de muchas personalidades de la danza francesa, las cuales reaccionaron también con la mayor calidez. Incluso regresé al hotel con varios contratos para hacer presentaciones exclusivas para el personal de la Ópera de París y de otros importantes círculos culturales de París. ¡Ni en sueños se me ocurrió que tendría esa acogida en la capital de Francia!

La primera de las actuaciones especiales fue en la Salle D’Iéna, escenario donde luego bailé varias veces más. Aquel espectáculo tenía un carácter didáctico y se llamó «Iniciación a la danza folclórica». Uno de los artistas que compartió la escena conmigo esa noche fue Pierre Lacotte, quien más tarde se hizo famoso gracias a sus exhumaciones de importantes ballets del siglo xix. Yo sabía que esa noche estaban en el teatro varias personalidades de la danza parisiense, pero no conocía que una de ellas era el gran Serge Lifar. Eso lo supe cuando ese artista tuvo la amabilidad de visitarme en el camerino. Recuerdo perfectamente que una de las primeras cosas que me dijo fue que había asistido al espectáculo porque le había llamado la atención «mi súbita y creciente fama» en el ambiente artístico de la ciudad. Luego de los coqueteos típicos en esos encuentros ocasionales, comenzamos a conversar, ya en plan de colegas, acerca de mi formación, de mis conceptos coreográficos, las fuentes de mis coreografías… En un momento determinado, y para salvar un vacío en la charla, se me ocurrió comentarle –sin entrar en detalles, desde luego– mi historia en Pro-Arte Musical relacionada con su ballet Ícaro, algo que, al parecer, lo dejó un poco asombrado, pues no sabía, o no recordaba, que su famosísima obra se hubiera presentado en La Habana. Me enorgullece haber recibido de él este elogio: «[Hay que destacar en Aníbal Navarro] su gran técnica, su sentido exacto de la interpretación y su remarcable fuerza expresiva.»8

Por su parte el crítico Maurie Pourchet afirmó: «Un artista americano, Aníbal Navarro, quien interpretó danzas de un exotismo demasiado apegado a la estética del Music Hall, según me parece, hizo admirar asimismo una plasticidad corporal, un ataque, una elevación, un poderío y una cocasserie rítmica de primerísimo orden».9

A París también llegué con el pie derecho y nunca me faltaron las ofertas para hacer presentaciones; además, la crítica, los bailarines y el público me dieron una acogida fantástica. En los meses siguientes alterné mis recitales personales con espectáculos concebidos para varios bailarines, me presenté en festivales y en otros eventos, entre ellos los didácticos. Llegué incluso a organizar algunos espectáculos, como el ofrecido en el Teatro de la Ciudad Universitaria en 1951 con la participación de la española Nora Rubio, el norteamericano Minsa Craig y el uruguayo Paul D’Arnot. Me acuerdo en especial de esa función porque mi pianista acompañante fue el cubano Silvio Rodríguez Cárdenas, a quien me unía una gran amistad.

Luego de estar un tiempo viviendo aquella aventura, disfrutando de aquel sueño, me di cuenta que los numerosos recitales y las buenas críticas no mejora ban mi situación económica, y no quería verme como tantos ex bailarines, que llegaban a los 80 años y tenían que impartir clases todos los días para poder comer, como le sucedió a la Taglioni y a la Preobrajenska, por ejemplo. Así es que, siempre con los pies en la tierra, volví a hacer las maletas y, sin el más mínimo temor, me fui a probar suerte en Italia. La primera ciudad italiana que conocí fue Roma, a donde llegué casi a finales de 1951. Allí ofrecí una serie de recitales que luego continué en Venecia, Milán y otros sitios. En Milán tuve la oportunidad de ingresar en el Ballet del famosísimo Teatro alla Scala, pues me ofrecieron un contrato para unirme a esa compañía, pero no lo acepté porque hubiera sido como volver a la época del Ballet Ruso. Esa oferta me cayó del cielo, pues yo no moví un dedo en tal sentido. Resulta que una noche fui a La Scala a ver una función en la que Tamara Toumánova bailaba La leyenda de José y cuando terminó el espectáculo fui a saludarla a ella y a Margarita Wallman, la coreógrafa de la obra, a quien había conocido en Buenos Aires. En ese momento coincidí con un señor de la directiva del teatro que me había visto bailar en uno de los recitales ofrecidos en Milán y, además, había leído una reseña de mi carrera artística y algunas de las críticas publicadas en Buenos Aires y París. Apoyado por Tamara y la Wallman, aquel amable y elegante señor, sin dar mucho rodeo, me dijo que la compañía estaría muy gustosa de recibir a un artista ¡de mi categoría! Como aquello me pareció una boutade pensé que el señor estaba loco o era un bromista, mas Tamara me sacó del error al instarme y me aconsejó que le tomara la palabra. Pero me disculpé cortésmente y, de una manera clara, le di las gracias, pero yo no estaba interesado en torcer el camino artístico que entonces transitaba.

En esa decisión tuvo un peso muy grande algo que me había ocurrido poco antes: conocer a Lissy Wagner, una primera bailarina del Teatro Municipal de Santiago de Chile que también había actuado como primera figura en la compañía de Kurt Jooss y en el Ballet Uthoff. Aquella trigueña era una mujer maravillosa: inteligente, simpática, culta… y desde el momento en que nos presentaron surgió entre nosotros una empatía realmente mágica. Con Lissy me pasó lo mismo que con la Winslow en Buenos Aires. Así, desde el primer momento nos enfrascamos en largas conversaciones relativas a disímiles temas y, desde luego, el de nuestras respectivas carreras. Entonces, con la complicidad y el estímulo de Lissy, decidí probar suerte en el campo del Music Hall. Fue un gran acierto porque en poco tiempo nos convertimos en la pareja más cotizada en buena parte de Europa.

Para presentarnos escogimos el nombre artístico de «Inda y Aníbal Navarro. Bailarines Cubanos». La idea de llamarla Inda fue mía, porque el Lissy me sonaba demasiado falso en una bailarina de «folclor afrocubano», que fue el género escogido por los dos para formar básicamente nuestro repertorio. Como ella era muy trigueña y sensual muchos creyeron que de verdad era cubana. Juntos recorrimos varias veces Grecia, África del Norte, Camerún, Turquía, Oriente Medio, Irán, Tailandia, Japón, Italia y otros muchos países. Incluso, durante años nos convertimos en primeras figuras del famosísimo Molino Rojo, de París. El rango de pareja estelar en el mundo del espectáculo lo alcanzamos en primer lugar porque con solo pararnos en el escenario en las audiciones ya los empresarios se daban cuenta de que éramos bailarines de escuela, verdaderos profesionales y no unos improvisados. A eso súmale el buen gusto y el extremo cuidado que les poníamos a todas las coreografías que interpretábamos, el atractivo que ejercía en esos países la música cubana, que era la única que empleaba en mis espectáculos, y las estilizaciones que yo hacía de los bailes cubanos. También nos ayudó a salir adelante en ese medio, a pesar de sus peculiaridades, la buena educación, la decencia, la cultura que nos caracterizaba. Lissy y yo, por ejemplo, hablábamos con bastante fluidez varios idiomas: inglés, francés e italiano; ella además hablaba alemán, algo que no dejaba de asombrar a los empresarios.

El Music Hall, cuando se hace con dignidad, es un género muy difícil; pero en mi opinión está desprovisto de arte, puesto que hay que comercializar la danza y el vestuario. Entonces Lissy y yo nos dimos a la tarea de crear un género diferente a lo visto hasta esa fecha en el Music Hall, y para ello experimentamos mezclando la danza clásica, la moderna y la folclórica cubana. Usábamos un vestuario suntuoso, regio, que siempre yo diseñaba y hasta muchas veces, con la ayuda de Lissy, confeccionaba. Ese alarde de novedad y buen hacer nos puso a la cabeza de las parejas del género en una buena parte de Europa. Incluso, los críticos más enterados comenzaron a relacionar mis conceptos coreográficos con los de algunos importantes creadores norteamericanos, como Pearl Primus y, sobre todo, Catherine Dunham.

Mis criterios estéticos, forjados durante años a la sombra de muchos buenos maestros y al contacto con tantos buenos artistas, los puse en función de aquellas coreografías, tuvieran o no como tema el folclor teatralizado. Nunca empleé en mis recitales la vulgaridad y la grosería. Tuve que matizar, insinuar y pasar por un tamiz todos los movimientos para ser aceptado por un público selecto. Cierta vez, en París, monté un mambo, palabra que resultaba exótica en Francia en ese momento, aunque aquel baile no tenía de mambo más que el nombre, la música —que era, por supuesto, de Pérez Prado— y el traje, para darle al espectáculo un sabor cubano arquetípico. Además, para redondear la imagen «tropical» del solo me presentaba descalzo. Para iluminar ese número escogí la luz azul. Yo no bailaba un mambo, sino que insinuaba sus movimientos empleando la técnica de la danza moderna. Pues una vez vino una señora a mi camerino a felicitarme y, para mi asombro, me dijo: «Su mambo es una danza exquisita. He visto Las sílfides con ritmo de Cuba.» Me dejó boquiabierto. No podían hacerme un mejor elogio.

Probablemente, la ambición de casi todos los artistas de varietés en el mundo es presentarse en el Lido o en el Molino Rojo, de París, donde pasan por un tamiz finísimo a los aspirantes a esas plazas. Tanto es el prestigio de ambos escenarios que algunos, con tal de presentarse en ellos, lo harían incluso gratis. Lissy y yo, por suerte, llegamos al Molino Rojo de la manera más natural: es decir, fuimos invitados por la dirección artística del cabaret y acto seguido, sin apenas hacer una audición, nos extendieron un contrato. Eso ocurrió en 1954. Actuamos en la sede del Molino… durante un año y, luego, trabajamos otro con ese cabaret viajando con su compañía. Por cierto, durante aquel contrato llegó a París una cantante cubana archifamosa en Cuba y en toda América: Xiomara Alfaro, una negrita encantadora que, además de ser una excelente artista, era una excelente persona. Su viaje a Francia tenía la finalidad de actuar en el Molino Rojo, algo que constituía un grandísimo sueño para ella, pero ninguno de sus representantes había logrado que la contrataran. Entonces ella, al ver ni nombre en la propaganda del cabaret, fue a verme al hotel donde me hospedaba y sin darle muchas vueltas al asunto me planteó el propósito de su presencia en París. Como yo conocía bastante al director del Molino…, le expliqué la cuestión en términos claros y conseguí que le hiciera una audición. Por suerte, a ese señor le gustó la actuación de Xiomara y la aprobó; pero le ofreció un sueldo de hambre por sus actuaciones en el cabaret. Eso a ella no le importó, pues no le faltaba el dinero, y luego de la audición fue a verme muy contenta al hotel. Mas cuando me dijo lo que le pagarían monté en cólera, me fui al Molino… y pedí hablar con el director. Gracias a la conversación que tuve con él logré que Xiomara tuviera, por lo menos, el puesto destinado a la vedette de aquel mes. Cuando se lo conté a ella por poco brinca de alegría. Después se fue felicísima a Nueva York, y le enseñaba a todo el mundo el programa del cabaret donde aparecía su nombre.

También tengo otra historia relacionada con El Molino… y con un artista cubano. Desde el incidente de Pro-Arte nunca más me había tropezado con Alberto, hasta que una noche el portero vino al camerino a decirme que un señor llamado Alberto Alonso estaba en la entrada de artistas esperándome. No podía creerlo. Lissy, que conocía la historia, me dijo: «Él viene para que lo invites a entrar.» En aquel momento yo estaba maquillándome, me puse una robe de chambre y salí. Alberto estaba con Elena del Cueto, su segunda esposa, y dos personas más. No me olvido que estaban comiendo papas fritas en un cucurucho. Hablé un poquito con ellos, porque la función estaba al comenzar y, después de agradecerles su gentileza por ir a saludarme, me despedí y los dejé donde los encontré. Esta es la historia de alguien que perdona, pero no olvida.

Mejor paso a una anécdota relacionada con uno de los cantantes más famosos de aquellos tiempos, quizás de todos los tiempos. Una noche de 1959 o 1960, cuando disfrutábamos de nuestro segundo contrato en el Molino… y todavía no había empezado el espectáculo, Lissy y yo, que estábamos en el camerino, nos dimos cuenta de que algo especial estaba ocurriendo en la sala, porque oíamos un estado de agitación por encima de lo normal, algo sorprendente por el alto nivel social y económico del público que frecuenta ese lugar. Pero olvidamos el asunto y comenzamos a prepararnos para nuestro primer número en el programa. Cuando salimos a escena, notamos que todo había vuelto a la normalidad y la noche se fue deslizando como siempre, con el desfile de artistas y de aplausos. Ya finalizado el espectáculo tocan a la puerta de nuestro camerino y, al abrirla, un empleado nos dice que una persona esperaba por nosotros para saludarnos. Lissy y yo nos miramos y nos dimos cuenta de que ningún don nadie podría llegar hasta allí con el propósito de saludar a un artista. ¿Quién será?, nos preguntamos sin mucho entusiasmo. Salimos al pasillo y nos quedamos de una pieza al comprobar que quien quería saludarnos no era otro que Elvis Presley, el causante del bisbiseo escuchado en la sala. A pesar de tratarse del señor Elvis Presley, en rigor ocurrió lo mismo de siempre en ese tipo de encuentro entre artistas y admiradores: saludos, zalamerías de parte y parte, timidez solapada…. Creo que en algún momento nos dijo, para congraciarse, que «Cuba ser un país mucho bonito», o algo así, pero cuando por poco nos mata fue cuando nos aseguró que nuestros bailes habían sido los números que más le habían gustado, lo que más lo habían emocionado, de todo lo ofrecido aquella noche. El Rey, el King, dándonos semejantes opiniones. Por si eso fuera poco, me pidió información acerca de cómo yo trabajaba los bailes populares para llevarlos a ese grado de estilización, pues suponía, nos dijo, que se trataba de un proceso de estudio y descomposición de esas danzas muy interesante. Tal curiosidad por parte de aquel muchachón nunca me la esperé. Fue un placer haber hablado con él y haber disfrutado de su sencillez, de su actitud tan normal, tan humana, completamente de espaldas, al menos en aquel momento, a la enfermedad del estrellato. Nos parecía imposible que aquel ser tan sencillo y cortés con nosotros, pudiera convertirse en una fiera, en una tromba, arriba de un escenario. Creo que fue un privilegio haberlo conocido.

Después de nuestras funciones en el Molino Rojo actuamos en Beirut, Líbano, y en varias ciudades de Japón, donde estuvimos varios meses y fuimos muy aplaudidos. También nos presentamos en escenarios de Hong Kong y de Tailandia. Pero nuestros sueños, este cuento de hadas, terminó en 1974 debido a que Lissy se enfermó y tuvimos que cancelar dos años de contratos. Luego de una larga etapa de inactividad e incertidumbre comprendí que había llegado la hora de colgar las zapatillas. Sin embargo, en 1977, ya al borde del retiro, fui contratado como bailarín de carácter por Le Ballet du Rhin, dirigido entonces por Peter Van Dyk. Mi debut con esa compañía fue en el Teatro del Liceo, en Barcelona, ocasión en que interpreté el papel del padre de Julieta en el ballet Romeo y Julieta, una coreografía del propio Van Dyk con la consabida música de Prokófiev. De esa manera inesperada, y obligado por las circunstancias, volví al mundo de la danza clásica, tarea que no me asustó, porque no era la primera vez en la historia que una serpiente se mordía la cola. Después de algún tiempo trabajando en ese grupo decidí alejarme definitivamente de la escena. Debí aceptar que mi trayectoria como bailarín había terminado.

» El final de su vida

Después de su retiro, Aníbal Navarro se dedicó a viajar, leer, oír música y acopiar antigüedades. Recorría las tiendas de los anticuarios y compraba todo lo que le permitían sus posibilidades económicas: libros, grabados, figuras de porcelana, relojes, medallas y documentos de personalidades de la danza como la Taglioni, Nijinsky, la Elssler, Pávlova…, así como primeras ediciones de partituras y de libros dedicados al ballet. Entre sus tesoros bibliográficos estuvo dos primeras ediciones, una en francés y otra en inglés, de Carlo Blasis, de 1820 y de 1830, respectivamente, con diseños maravillosos. A esa colección se sumaban las numerosas fotografías dedicadas, cartas, postales y programas de funciones de ballet que había acumulado a lo largo de su carrera artística. Todo aquel caudal se hizo notable y hasta llegó a hablarse del Museo de la Calle Goya, donde Aníbal Navarro vivía solo con sus muchos recuerdos. En una ocasión recibió la visita de su admirada Alicia Alonso y su esposo Pedro Simón. Fue entonces una excelente oportunidad para evocar momentos, funciones, personajes del pasado.

Cuando terminé de hacerle las entrevistas me dijo: «No sé cómo agradecerte que te preocupes tanto por mí, pues, de verdad, no creo merecerlo.» Y ya en la despedida me preguntó: «Ven acá, hijo, ¿y cómo tú vas a titular ese trabajo?» No supe de inmediato qué responderle, y entonces él siguió: «¡Ah, ahora no sabes! Pues, chico, para que no te quejes, yo te lo voy a decir. Muy bien podría llamarse “Confesiones a destiempo de un bailarín olvidado”. ¿No te parece?»

Aníbal Navarro falleció en la capital española el 28 de febrero de 2000, a los 83 años. Desde su partida de Cuba en agosto de 1946 nunca más regresó a su patria.

Notas:

1.Resumen de un libro en proceso de edición para ser publicado en Cuba.

2.La Habana, 25 de noviembre de 1942.

3.Gallardo, Conchita «Música. El Ballet Russe en la Universidad». En El Mundo. La Habana, 6 de junio de 1946.

4.La Nación. Buenos Aires, junio de 1947.

5.«El Ballet Winslow se presentó con éxito». La Prensa. Buenos Aires, 16 junio 1947.

6.Castro Tagle, Augusto de «Triunfa Aníbal Navarro» (Especial desde Buenos Aires). Pueblo, La Habana, julio 1947.

7.B «Teatros y Danzas. Campoamor. Agrupación de danzas con Nina Vershinina, Rosita Segovia, Aníbal Navarro y otros excelentes elementos». La Nueva España. Oviedo, Asturias, 1949.

8.Palabras de Serge Lifar incluidas en el artículo de José Hernán Briceño «Desde París. Aníbal Navarro. Destacado exponente del folklore americano». El Nacional, Caracas, 1950.

9.Pourchet, Maurice «La Danse. Varia. Danse et Culture» Journal des Arts. París, 1950.