«Buscando la increada forma del logos de la imaginación»
Dador, José lezama lima
«Libros extraños que halagáis la mente
en un lenguaje inaudito y tan raro,
y que de lo más puro y lo más caro,
hacéis brotar la misteriosa fuente»
«Libros extraños», Rubén Darío
1
Alrededor de 2006, en Madrid, gracias a mi amigo, el ensayista Jesús Moreno Sanz, leí por primera vez El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación,1 del inglés Patrick Harpur. Fue un rito de paso. Un acontecimiento decisivo en mi vida. Simultáneamente, y desde la misma sugerencia intelectual, leí En los oscuros lugares del saber (Girona, 2006), de Peter Kingsley, autor además de la obra monumental Filosofía antigua, misterios y magia. Empédocles y la tradición pitagórica (Girona, 2008), que me ayudó a cambiar por completo mi visión académica de los llamados filósofos presocráticos. Luego, Giorgio Colli haría el resto con su Nacimiento de la filosofía (Buenos Aires, 2010). Tenía ya como un precedente mis copiosas lecturas de María Zambrano, especialmente, en este caso, la lectura revolucionaria de El hombre y lo divino, donde se propone un cambio en la manera de leer la historia de la filosofía y la cultura occidentales. Pero la lectura de Harpur fue más primordial. Implicó una asimilación lenta, progresiva, ahíta de innumerables correspondencias y relaciones, que irrumpía a veces como una epifanía, y otras incitaba retrospectivamente a realizar muchas relecturas de otros textos ya leídos. Fue como si me abrieran las puertas de la percepción, pero también como una suerte de reconocimiento platónico.
Porque no solo me hizo releer muchos textos y buscar otros nuevos, sino que me ayudó a comprender mejor mi propia vida, muy especialmente algunas experiencias infantiles y adolescentes. Por ejemplo, el terror pánico. La vivencia infantil del Otro Mundo. O la teoría, que aventuré entonces infusa, de la reencarnación, para tratar de explicarme ese hecho descomunal que encarna la muerte en relación con la vida. Mucho después, cuando leí a Jung, su propuesta de los arquetipos, del inconsciente colectivo, a través de una vivencia a la vez personal e impersonal, fui paulatinamente construyendo un tejido de relaciones que terminó por configurar una nueva cosmovisión, con inesperadas correspondencias. Era como nacer de nuevo. Incipit vita nova, subraya María Zambrano en Claros del bosque (1993). Existen los libros que nos aguardan, como si ya los hubiéramos leído de algún modo desde nuestra psiquis o a través de la percepción directa de la naturaleza. Releí entonces mi propia vida a la luz de estos textos, e incluso comprendí mejor lo que mi propia poesía encarnaba, a veces sin yo saberlo, de una manera clara y distinta. La poesía se anticipa siempre a la razón, cuando no la contradice directamente. Irrumpe desde otro lugar. Tiene como una sabiduría innata. Porque como también dice la sibila de Málaga en Filosofía y poesía (México, 1993): «Poesía es sentir las cosas en status nacens».
Comencé desde entonces y desde ese lugar inasible, pero muy iluminador, a comprender que todas mis vivencias infantiles y adolescentes en relación con el llamado otro mundo, e incluso muchas de adulto, confluían en un punto. Un punto ambivalente, proteico, caleidoscópico. Un punto que iba como concentrándose hacia abajo (hacia adentro) y hacia arriba (más allá de mí mismo), anagógicamente, y, a la vez, iba expandiéndose analógicamente como en ondas concéntricas. Una espiral interior y otra exterior, confundidas ambas. «mirando a orillas de un río / como temblaban las yerbas», escribió Juan Clemente Zenea en la elegía «Fidelia», extática contemplación que evocaba para mí una de las primeras imágenes de Solaris, filme de Tarkovsky, cuando el personaje, antes de viajar, va a despedirse de su padre (al que no verá nunca más) y mira dentro del agua las ondulantes plantas que laten, tiemblan en la orilla de un pequeño lago o universo amniótico. Sumergirse profundamente en esa extrañeza, y mirar y sentir todo desde ahí. Era como un tempo y un pathos muy singulares lo que iba adquiriendo, sin necesidad de verbalizar ni conceptualizar nada, como sumergido en las aguas del sueño. Una manera unitiva, imaginal, de sentir y de mirar. Un entrar «más adentro en la espesura» como escribió el «frailecillo incandescente» san Juan de la Cruz en «El cántico espiritual», o «Una oscura pradera me convida» Lezama Lima, el Etrusco de la Habana Vieja.
En una entrevista reciente, me preguntaba el profesor Juan Manuel Tabío, a propósito de mi poemario Sincronismos, sobre mi incesante uso de la intertextualidad. Y entonces, al responderle, comprendí la significación ya no literaria solamente sino vital que la llamada intertextualidad tenía en mi forma de percibir la realidad, como si esta no fuera otra cosa que un inextricable tejido de incesantes, inauditas a veces, extrañas correspondencias, pero que no obedecía solo a una construcción intelectual, sino a una manera natural de manifestarse la realidad. «La naturaleza ama esconderse», escribió El Obscuro. Por eso Lezama decía que el oráculo no dice ni oculta sino hace señales.

Patrick Harpur
Es tremendo constatar cómo una lectura puede hacernos comprender retrospectiva (y proféticamente también) el sentido o el sobresentido profundo, invisible, infuso de toda una serie de vivencias anteriores. Rememoración o imaginación del pasado, y memoria del futuro, algo así. Tempo y pathos mítico y tempo y pathos poético. Como una incesante invención de la realidad.
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Ahora quisiera pasar a una enumeración caótica, pero esencial, significativa, a esa distinta o indistinta luz o sombra recibidas. Mi temprana y casi incomprensible lectura de Nietzsche en mi adolescencia, sobre todo de La ciencia jovial y de Así habló Zaratustra. ¿Qué sentía tan avasalladoramente en esas lecturas que ahora sé que no podía aprehender intelectualmente? Lo que me trasmitían esos libros no seguía el curso de la razón o de la casi analfabeta erudición. Era algo vivo más allá de todo conocimiento racional, o de una cultura que no poseía entonces. Tuve un amigo genial en el Instituto Preuniversitario del Vedado, al que compararé con John Nash en un poema, que se volvió casi loco cuando hizo esas lecturas. Repárese en que esas lecturas parecían obedecer a una casualidad, al hecho fortuito de que esos libros estuvieran en la parca biblioteca de mi abuelo. Y sin embargo, mucho tiempo después, casi por azar también, topé con Filosofía y poesía, de María Zambrano, en la biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística, donde trabajaba como investigador. Pero ya Lezama advertía que «todo azar tiene una justificación».
No tengo que insistir en la relación de Zambrano con Nietzsche, ni en cómo la lectura de la sibila de Málaga cambió también mi percepción de la realidad.2 Continúo: mi fascinación morbosa por la literatura de terror (Poe, Lovecraft, y luego el Stephen King de Shining y Et). Mi vicio juvenil por la literatura fantástica y de ciencia ficción. La soledad insondable de Robinsón Crusoe (muchos años después leí una extraordinaria interpretación del mito del naufragio en una isla en Primavera negra, de Henry Miller). Los viajes de Gulliver. El mito del hombre invisible (que con posterioridad completaría con la lectura del poema de Manuel de Zequeira «La ronda verificada en la noche del 15 de enero de 1808». Luego, cierta melancolía que me trasmitía la lectura de un pasaje de Huckleberry Finn (que no pude revivir cuando de adulto releí el mismo pasaje). «No vuelvas a los lugares donde fuiste feliz», advierte un verso de Delfín Prats. Después, la lectura de un libro que leí por un extraño azar, Las criaturas saturnianas, de Sender (¿existe el azar?). O La montaña mágica, de Mann; o el primer Fausto, de Goethe. Ambas obras coincidieron con mi propensión a buscar todo lo relacionado con la demonología. En mis años universitarios vi y reví todo Tarkovsky, todo Bergman, todo Wajda. Y una película de culto, japonesa, que me atraía como un hechizo, Kwaidan, basada en el libro homónimo de Lafkadio Hearn. ¿Será que uno busca lo que ya tiene de algún modo, o lo que atañe a algo preexistente en uno, por desconocido que sea, o acaso precisamente por eso? ¿Nuestro mito o daimon personal?, como preguntaría James Hillman, autor de El código del alma. La respuesta a la voz interior (Barcelona, 1998).
Pero yo entonces no sabía nada de la llamada psicología mítica o arquetipal o profunda, algo que leí solo a partir del estímulo posterior de Harpur. La lectura de la Odisea también fue fundamental (el pasaje, entre otros muchos, donde Odiseo conjura al inframundo y habla con su madre, con Aquiles, con Elpenor —personaje secundario por el que sentía una inexplicable atracción y que pasó a mi poesía a través de recurrentes epístolas).3 También «el porquerizo Eumeo», en mi poema «Las razones de Ulises». «Las hogueras de Ítaca, oh pordiosero», escribe enigmáticamente Lezama en Dador, regalándonos con solo ese verso toda una era imaginaria. El griego antiguo que evoca Rubén Darío en Marsella en su obra El canto errante. Incluso ese Darío que siempre nos sorprende por sus anticipaciones, como puede verse en su poema tan borgeano «Metempsicosis», incluido también en dicho libro. O el Darío de «Coloquio de los centauros», perteneciente a sus Prosas profanas, donde aborda directamente la perspectiva daimónica, incluso con alusiones al mito de la diosa blanca. También Zenea en su poema «En días de esclavitud». El cuento «El inmortal», de Borges. El final (porque es un final, creo yo, o un futuro principio) de Aventuras de Arthur Gordon Pym (¡«Tekelilí»!). O los ensayos sobre lo ominoso del color blanco de Moby Dick, de Melville.
Cuando descubrí a Rilke, lo que sucedió al leer un verso al azar en un libro abierto sobre un sofá en casa de mi amigo Jorge Domingo Cuadriello, algo cambió en mí para siempre. Luego, el antólogo y prologuista de ese libro, Enrique Saínz, pasaría a ser uno de mis mejores amigos y mentores, como también después el suyo, Lorenzo García Vega… O cuando descubrí lo romano y lo griego antiguos en Cavafis o en Los idus de marzo, de Thorton Wilde. El maestro y Margarita, de Bulgakov. El «Viejo mundo» y el «Otro mundo» de Terra nostra, de Carlos Fuentes. El goticismo metafísico de Borges y de Eliseo Diego —tan afines—, y la relación con ellos del primer Antonio Machado, el de las galerías mágicas de la memoria, del sueño o de la imaginación. Después la vida, o eso que llamamos destino, me regaló una mañana, cuando escapé de un congreso en Soria junto a dos poetas españoles, y leí como un extraño signo el fragmento de un místico sufí que decía simplemente: «Y en ese momento la visión cesó…», la dicha misteriosa de caminar como los monjes de Andrei Rubliov por los mismos caminos que fatigara Machado en busca de la ermita de San Saturio, como evoco en el poema «Soria» de El libro de las conversiones imaginarias (Madrid, 2015).
La memoria creadora, la memoria como imaginación, la rememoración (como también recrea Harpur en su obra antes mencionada a propósito de Wosword), en Las miradas perdidas (1951) y en Visitaciones (1970), de Fina García-Marruz. La poética de la muerte, en Gastón Baquero. Ese extraño huésped que permanece en el umbral «cubierto de rocío», del Soneto XVIII, pieza inmortal de Lope de Vega. El «yo no sé» (o poética de lo indecible) de César Vallejo. La «otra mano», la desconocida, evocada por Lezama en su ensayo «Confluencias», incluido en La cantidad hechizada (1970). O los recurrentes pasajes infernales de su Dador.4 O Oppiano Licario, el daimon resurrecto.5 Y el misticismo singular de ese libro homónimo (que iba a titularse Inferno), que coincide con similares búsquedas finales de su amiga María Zambrano, como comentan entre sí en sus cartas. Muy especialmente los versos de «Himno para la luz nuestra», de Dador, que me sirvieron para conjurar (rechazar y atraer a la vez) la muerte, cuando estuve enfermo de cáncer: «Luz junto a lo infuso, luz con el daimon, / para descifrar la sangre y la noche en las empalizadas», oración que rezaba una y otra vez mientras me traspasaban los rayos de la radioterapia, como a un abducido por los extraterrestres, o por esos extraños sacerdotes llamados médicos, diría Harpur, pero que no cuidaban de mi alma.

María Zambrano
Sería interminable precisar la presencia del mundo daimónico, del otro mundo, del orfismo, en Lezama, nuestro chamán insular. No por gusto en su ensayo «Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos xviii y xix)», Lezama rescata una frase de un decimista anónimo cubano: «el alma se da en la sombra». Su mito de la insularidad, tan ligado a las «ínsulas extrañas», de San Juan (otro chamán), y a la insularidad sentida como una catacumba, o una patria prenatal, secreta, por Zambrano —esa otra chamán (como acaso la sintió Cioran)6 que, como Lezama, creía en la necesidad de descender a los ínferos, a lo profundo, para ascender después hacia la luz; tema, como se sabe, reiterado en el orfismo lezamiano. Y toda Zambrano; especialmente, para mí, Claros del bosque, y su capítulo sobre la Medusa, la imagen de lo informe, o de las formas de las cosas que vendrán, tan caro a Lezama también. En una carta estremecedora de Lezama a Zambrano, a raíz de la muerte de la hermana de esta, Araceli (que luego le servirá como soporte de su poética de la tumba en su obra teatral La tumba de Antígona, ya adelantado en su ensayo «Delirio de Antígona»), le escribe Lezama: «Pero Ud. es de las personas que saben con gran precisión que nacemos antes de nacer y morimos antes de morir», tema que había asediado antes Zambrano en su ensayo sobre san Juan de la Cruz…7 Las correspondencias entre ambos serían innumerables, y muchas con el mismo punto de apoyo: la creencia en la promiscuidad de este mundo con el otro mundo daimónico, (sagrado, precisaría Zambrano). «Bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos», dejó escrito Lezama en el poema «El coche musical», de Dador.
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Prosigo. La lectura de Poética (1961), de Cintio Vitier (muy cercana a la que hiciera el autor de su maestra andaluza). Y ciertos pasajes de su «Raíz diaria», de La luz del imposible (1957), donde asedia la corporeidad de lo invisible, del misterio, de lo desconocido. El propio Lezama vertebra su cenital ensayo sobre Zenea, recogido en La cantidad hechizada (1970), a partir de una cita no explicitada sobre «la flauta del Maligno», que toma de la primera edición de Filosofía y poesía (después desaparecerá de las ediciones posteriores, de lo que se quejará la autora), donde Zambrano reproduce la cita de su maestro Louis Massignon (otro chamán entre Oriente y Occidente) y su comentario:
Un teólogo musulmán, Hallach, paseaba un día con sus discípulos por una de las calles de Bagdad cuando le sorprendió el sonido de una flauta exquisita. «¿Qué es eso?», le preguntó uno de sus discípulos y él responde: «es la voz de Satán que llora sobre el mundo». Satán llora sobre el mundo porque quiere hacerlo sobrevivir a la destrucción; llora por las cosas que pasan; quiere reanimarlas, mientras caen y solo Dios permanece. Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y por eso llora.8
Abundo más. La «geografía visionaria» de Raúl Hernández Novás. Las poéticas de Gastón Bachelard. Las teorías angélicas (daimónicas, a la postre) de Henry Corbín, tan leídas por Zambrano y Lezama. Por cierto, el ángel guardián o daimon tutelar es recurrente en la poesía de Zenea, algo que anticipa la teoría de James Hillman sobre el daimon o mito personal en El código del alma, tan citada siempre por Harpur. En mi caso, el goticismo anagógico de cierta literatura llamada pornográfica, con su ambivalencia sexual, propia del chamanismo, o del mito del andrógino primordial, también asediado por Lezama. O la vivencia chamánica de la apertura de las «puertas de la percepción» a través de las drogas alucinógenas para propiciar la iniciación o viaje o ritos de paso. Algo en lo que creyeron Darío, Martí y Casal. No solo ellos, ya se sabe. La lectura decisiva de La diosa blanca, de Robert Graves —y su propia poesía— que prolonga Agamben en su inigualable La muchacha indecible.
Mito y misterio de Koré (Madrid, 2014). Los sueños arquetípicos que todos hemos tenido, y que refrendan las teorías de Jung. El capítulo sobre los sueños,9 y el capítulo «Los mitos de la locura», sobre las manías o locuras, del mencionado libro de Harpur, son imprescindibles a la hora de comprender la perspectiva daimónica. Mi apropiación personal de un juicio del monje del siglo x, Hugo de Saint Victor, citado por Edward Said: «Quien encuentre dulce a su patria, es un tierno aprendiz; quien encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte: pero perfecto es aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño».
Las lecturas de toda la obra de Lorenzo García Vega, que en parte hice viajando en el metro de Madrid, así como mi relación personal con él y nuestra correspondencia, sobre todo cuando le descubrí a Harpur, poco antes de morir, y que leyó con una mezcla de reconocimiento, júbilo y terror. La lectura daimónica que puede hacerse de «La ronda», de Zequeira. La frase «Pan ha muerto», de Hillman en Pan y la pesadilla (Girona, 2007), similar al «Dios ha muerto» nietzscheano, que también desarrolla Zambrano en El hombre y lo divino. Tema de Nietzsche en El origen de la tragedia —que comentará después Colli en Después de Nietzsche (Barcelona, 1978)—, donde contrapone lo apolíneo y lo dionisiaco, que también asediará Lezama, y que es tema central en Harpur.
Insistiendo en mi formación personal, continúo. Las vivencias del otro mundo de mi infancia y adolescencia. Había una vez un niño que veía cómo su bisabuela invocaba al Diablo, y como su abuela practicaba el espiritismo con sus amigas. Personalmente, intensas vivencias físicas, auditivas incluso. Tuve una experiencia pánica muy similar, aunque de resolución diferente, a la de la «otra mano», de Lezama. Los sueños arquetípicos que atesoro, y que compartí con García Vega. Jung tuvo la vivencia física, aparte de sus conocidos sueños arquetípicos, de su daimon personal, Filemón, que comenta muy sugerentemente Harpur. La derrota de mi racionalismo filosófico, y de mi ateísmo intelectual universitario, por el pensamiento mítico que irrumpió en mi poesía. La vivencia de las romerías gallegas, remanente pagano de la fe ancestral en el Alma del Mundo, o de los «dioses», como le llama Zambrano, en fin, los daimones. Esta autora en El hombre y lo divino declara que los dioses son «poéticas esencias fijadas en imágenes, revelaciones de la “fysis”, instantáneas del paraíso y también del infierno». El Alma del Mundo es tema central de los libros de Harpur, como es el substrato cosmogónico y mitológico, es decir, permanente, atemporal de todas las culturas simbólicas, llamadas tradicionales u originarias. Un pensamiento esencial, atemporal, que cita Harpur de un neoplatónico romano, Salustio, sirve, creo que como pocos juicios, para describir la perdurabilidad y funcionalidad del pensamiento mítico (y poético), cuando al referirse a los relatos míticos de la cultura griega, expresa en el capítulo «La cura de almas», de El fuego secreto de los filósofos: «Estas historias nunca sucedieron, pero existen siempre».
Precisamente una de las contiendas epistemológicas principales del libro de Harpur es la que libra frente a la literalización del pensamiento mítico, tendencia inexorable sobre todo de la cultura occidental en su versión literalizadora, racionalista y cientificista. Es a lo que en otra dimensión le llamaba María Zambrano «el absolutismo de la razón», o «el imperialismo de la razón». Es conocida la apuesta de Martí (quien también, por cierto, se refirió a «esa civilización devastadora», con significativo oxímoron), en el Liceo de Guanabacoa, durante su polémica frente al positivismo, por un espiritualismo activo. Además de su creencia en la reencarnación, en un ciclo purgativo, y en la vida futura, como explicita, por ejemplo, conmovedoramente, en su conocido texto «Prólogo al Poema del Niágara». Martí mismo era un ser daimónico, de un anticlericalismo radical, pero de una profunda espiritualidad, y de una fe en el alma sin fronteras o límites unilaterales. «Rápida, como un reflejo, / dos veces vi el alma, dos». O cuando evoca el «alma trémula y sola». Todavía están por comprenderse en profundidad, y con la ambivalencia simbólica que le es inherente a su pensamiento poético, sus múltiples referencias, o autorreferencias, a varios alter egos suyos, o daimones personales, uno de los más notorios, el dantesco y barroco y hamletiano Homagno. Cierta crítica intentó reducirlo a lo solar, a lo apolíneo, cuando Martí preserva permanentemente la tensión, la ambigüedad entre lo solar y lo lunar. Era un ser mercurial. Su avasallador culto a la muerte no hace sino reforzar su orfismo consustancial. Como un chamán lo comprende Lezama en el texto ya citado aquí «Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba…»
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He anotado rápidamente diversos ejemplos, tanto personales como de otros escritores y pensadores, sobre la cualidad daimónica, o mítica, o imaginal, del llamado pensamiento poético. Como un mapa, un camino, de algunas de mis vivencias formadoras. Ahora quisiera concentrarme en el borde, en la orilla, en el margen, en la linde, en la frontera, en el confín, en la encrucijada, en el horizonte, en «la cresta de la ola» (diría Zambrano). Ella misma hablaba de los seres de la aurora, los bienaventurados (por supuesto, Nietzsche entre ellos). Ella misma, un ser auroral. Como lo hay otros del ocaso. Horas liminares. Zenea sería también un ser mercurial, hermético en este sentido, ligado al ocaso, esa temblorosa frontera, esa orilla que como la describiera Gorostiza: «no es agua ni arena la orilla del mar». Pero toda la poesía de Darío indica un saber oculto, que no explicita, lectura profunda que está por hacerse de su poesía.
Es esta, creo, la mayor sabiduría que se desprende de la percepción daimónica de Harpur, expresada por él en el capítulo «La música triste y serena de la humanidad», donde es tan importante la noción de la «doble visión», como la describía William Blake. Pero que la asume también Lezama en carta a García-Marruz enviada en junio de 1961. Nótese en cómo puede derivarse de esta perspectiva abierta, inconclusa, ambivalente, una manera de comprender la literatura, especialmente la poesía, que es capaz incluso de enriquecer la teoría literaria, a menudo tan prescriptiva o, cuando menos, melancólica o postrera. La perspectiva daimónica nos situaría siempre en una víspera, en un territorio de imposible definición, donde los aparentes opuestos perviven en una siempre inacabable simultaneidad, y en una creadora imprevisibilidad. Es el reino daimónico del Alma del Mundo, el Inframundo (que no el infierno católico), el reino del alma, de la imaginación sin límites, pero que no excluye al reino del espíritu, antes bien lo presupone siempre, como precisa Harpur. Tanto las bocas del inframundo de la antigua Grecia, aquella Anatolia de Parménides —donde según el mito desapareció Empédocles—, o sencillamente Hades, a donde viajó Orfeo a rescatar a Eurídice, como el reino subterráneo del Xibalbá maya, o la cueva de Montesinos a donde desciende acaso paródicamente el Quijote, y resguarda su sueño o sus visiones, como los griegos en Epidauros, en un nicho de sueño. O esa región liminar donde pervive el Conde Barreto, descrito por Lezama como un «ser de azufre y de tempestades bayronianas».
La imaginación fue el gran redescubrimiento de los románticos (luego retomado por los llamados vanguardistas), como supo ver muy bien Albert Beguin en El alma romántica y el sueño (México, 1981), y enfatiza Harpur. Lo daimónico es, por ejemplo, la ambivalencia hamletiana (o el complejo de Hamlet, como sugiere Harold Bloom en el capítulo «Freud: una lectura shakesperiana», perteneciente a El canon occidental (Barcelona, 1994), frente al complejo de Edipo). Por eso Bloom cita a G. Wilson Knight, quien dijo que Hamlet era «el embajador de la muerte»,10 es decir, un chamán que ha podido viajar al otro mundo y regresar y expresar su extrañeza, su singularidad irreductible, su sabiduría otra, como si viniera del otro lado de la luna, o de ese «país de al lado» que dijera un filósofo… Es como si Hamlet ya hubiera muerto antes de morir, refrendando lo que le escribe Lezama a Zambrano en la carta citada… Asimismo, la funcional propuesta de Campbell sobre ciertas constantes del héroe mítico (Osiris, Orfeo, Perseo, Heracles, Odiseo, Eneas, Cristo…) son retomadas por Harpur y enriquecidas por su perspectiva daimónica, algunas soportando una interpretación a contrapelo de la versión unilateral, literalizadora, racionalista de la cultura occidental. Por ejemplo, el tópico universal del descenso al inframundo y luego su resurrección (que ilustra también el Peregrino, Dante), atraviesa toda la obra y el pensamiento lezamianos. Ese tema es la descripción de la inevitable iniciación daimónica, chamánica del héroe, del ego heroico, del sí-mismo, sus ritos de paso, su viaje al otro mundo para adquirir una sabiduría, la de la imaginación. Lo daimónico es una manera profunda, ambivalente (única que reconozco) para vivir, percibir la realidad, y de la que da fe, y es su testimonio huidizo, la naturaleza indecible, esquiva, indefinida de la literatura.
Por eso siempre esa naturaleza (¿daimónica?) preserva su misterio, porque es el testimonio de lo otro, de lo desconocido. Porque encarna la simultaneidad y promiscuidad daimónicas, ambivalentes de la imaginación. Por eso aventuré en la entrevista que me hiciera Tabío que acaso la imaginación sea la realidad. ¿Cómo no leer «El Pabellón del vacío», de Lezama, su tokonoma, desde este mirador? Y todo Dador… Toda la esencial ambivalencia, vaivén de lo lejano y lo cercano, esqueleto daimónico de su sistema poético del mundo, parte de esa premisa.

Friedrich Nietzsche
Fina García Marruz me contaba un tarde que eludía escribir por la noche, «la hora de la alta videncia», le decía. Siempre sentí que ese resguardo implicaba cierta limitación para su capacidad extraordinaria de percibir y expresar lo daimónico que a veces, acaso a su pesar, irrumpe en su poesía, donde también la «dialéctica» de lo lejano y lo cercano, o ambivalencia, o tensión, o entrada y salida entre lo visible y lo invisible, lo conocido y lo desconocido, este mundo y el otro mundo (lo telúrico y lo estelar, diría Lezama) es tan preeminente. Creo que su catolicismo mediaba en ese pudor. Algo que no le sucedió, por supuesto, a Lezama, y tampoco, por cierto, a Eliseo Diego, sobre todo al último. Hasta el arquetípico «Yo es otro», de Rimbaud, cobra un sentido adicional desde esta perspectiva… «Primero sueño», de Sor Juana. Igitur, de Mallarmé. El viaje, la caída, de Altazor… Por eso Huidobro añora un mago, un poeta futuro (que no es él ni Altazor). Hay una insuficiencia en la realidad (y en el lenguaje) que añoran completar con lo daimónico.
Harpur sugiere extraordinariamente que los daimones también sienten esa nostalgia, esa carencia, con respecto a nosotros. Ese vaivén da indicio de esa mutua necesidad. Lo daimónico, hermético (de Hermes), lo mercurial, es parte esencial de la percepción poética de la realidad. Por eso la imago, la imaginación, para Lezama, es la mediación, su navío, dice, entre este mundo y el otro. «La imagen tiene que empatar o zurcir el espacio de la caída», enfatiza. La frase del padre Varela, que gustaba tanto citar Vitier, «la verdad más exacta es la que no se puede definir», adquiere otro sentido al comprenderse desde esta perspectiva. Perspectiva que estoy seguro enriquecería a la académica teoría literaria, porque es una vivencia permanente de la poesía y la literatura. Aunque, por supuesto, es mucho más que eso.
Harpur fue la vía infusa (como debe ser) que me abrió la ventana (y ahora ¿cómo no recordar la ventana del nicaragüense Alfonso Cortés, y las de Rilke?) a esta manera de reconocer, percibir, imaginar la realidad. Por ejemplo, Cortázar, en sus mejores momentos ¿no participaba de este mirador, con esa su promiscuidad tan característica entre este mundo y el otro? Por eso Lezama, en su prólogo a Rayuela, insiste precisamente en aquel episodio donde Oliveira desciende a la morgue helada, al inframundo daimónico, como Orfeo en busca de Eurídice. Por eso Lezama sabe que Zenea, su secreta vocación tanática, está inducida por su daimon desde la infancia… Y es el centro, no un borde, de su interpretación. ¿Quién es Stalker, el personaje chamánico de Tarkovsky? El mismo Quijote ¿no es un ser daimónico? Hasta Cristóbal Colón, ese extranjero siempre, lo era también. Tenemos el extraordinario testimonio de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Pero los cubanos tenemos al Zequeira de «La ronda». Y al mismo Martí (aunque reconozco que es un Martí no comprendido todavía). Y sobre todo, universo Lezama aparte, a Lorenzo García Vega.
Cuando yo estaba escribiendo el libro Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega, me comunicaba a menudo con mi maestro albino. Como ya adelanté, le recomendé que leyera a Harpur. Pero no para que descubriera un mundo nuevo, sino porque estaba seguro de que ya él era un ser daimónico, y que toda su obra pertenecía a ese linaje mercurial. Lo hizo, y como me expresó en una carta que conservo, se sintió total, jubilosa y ambivalentemente (como debe ser) reconocido.
5
«También nosotros somos daimónicos», expresa sibilinamente Harpur en su mencionada obra. No pretendo en este texto describir el libro (o libros) de Harpur, sino incitar a su lectura. Ninguna descripción puede sustituir a esa experiencia, a la vez vital e intelectual. Hay libros que merecemos o no. Libros que nos aguardan, o que es mejor dejarlos reposar en un sueño que no nos está destinado. He hecho —muy parcamente, por cierto— un rápido repaso muy personal de lo que significó para mí su lectura. Muchos de los temas aquí anotados o comentados podrían configurarse como ensayos autónomos, como lo sería, muy especialmente, el referido a la Diosa Blanca, a partir de Robert Graves, tan caro para mí, y que también asedia Harpur, pero no agota. Porque es imposible hacerlo. ¿No decía Valery que «las moradas de la más alta serenidad están necesariamente desiertas»?11
El Inframundo, el Alma del Mundo, el Alma, la Poesía, el Mito, la Imaginación, el Otro Mundo, son diversas maneras de nombrar lo que no tiene nombre (catacresis, le llamaba Alfonso Reyes a propósito de la poesía). Perspectiva daimónica (o mitopoética, si se quiere) que el propio Harpur describe muy ambivalentemente, tratando de no literalizarla. Porque es un camino abierto, hacia afuera y hacia nosotros mismos. Un secreto que no se revela nunca. Que preserva su misterio. Existió siempre. No tiene principio. No tiene final. Porque nosotros somos el camino, y el secreto, y el misterio. La imaginación daimónica. Dejemos hablar a Harpur al final de su libro:
¿Y qué hay del fuego secreto de los filósofos? El objetivo de un secreto es evocar una sensación de misterio, movilizar todas nuestras facultades y azuzar nuestro amor propio. Nos atrae con un señuelo, e incluso nos engaña induciéndonos a emprender una búsqueda cuyas pruebas terribles de otro modo nos disuadirían. Nos ponemos en camino en busca del conocimiento y el poder ocultos que creemos que el secreto nos conferirá, pero descubrimos por el camino que esas cosas son imágenes de una sabiduría y una gloria que no podíamos imaginar al principio. // El secreto que he tratado de desvelar en cada página de este libro no es en cierto sentido ningún secreto; es un secreto abierto trasmitido por la Cadena Áurea de los iniciados, como el secreto de los Misterios Griegos. «En cuanto a la filosofía, con cuya ayuda se desarrollaron estos misterios —nos asegura Thomas Taylor—, es coetánea del universo mismo; y aunque su continuidad pueda quebrarse por sistemas contrarios, seguirá apareciendo a lo largo del tiempo, mientras el sol continúe iluminando el mundo» // Revelar un secreto es contraproducente, porque su poder depende del silencio y la oscuridad en que se incuba y crece, hasta que impregna todo nuestro ser y nos descubrimos trasmutados. Así, aunque yo pueda descubrir el fuego secreto, el secreto del fuego secreto sigue siendo cuestión del sí-mismo de cada uno.12
San Carlos de Bariloche, 25-26 de noviembre, 2019.
Notas:
1. Harpur, Patrick, El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación, Girona, Atalanta, 2006. Del mismo autor, Realidad daimónica, Girona, Atalanta, 2007; La tradición oculta del alma, Girona, Atalanta, 2013, y Mercurius o el matrimonio de cielo y tierra, Girona, Atalanta, 2015.
2. Entre otros muchos textos, publiqué las compilaciones de María Zambrano, La Cuba secreta y otros ensayos (Madrid, 1996) e Islas (Madrid, 2007).
3. Véanse mis libros De los ínferos (La Habana, 1999) y La avidez del halcón (Cádiz, 2003).
4. Véase Arcos, Jorge Luis, «Dador o el otro mundo», AA., Gravitaciones en torno a la obra poética de José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976), Paris, Editions Le Manuscrits, 2010, pp. 239-250.
5. Ver también Arcos, Jorge Luis, «Para una relectura de Oppiano Licario», AA., Lezama Lima: Orígenes, revolución y después…, Buenos Aires, Corregidor, 2013, pp. 111-120.
6. «¿Quién, más que ella, tiene el don, adelantándose a nuestra Inquietud, a nuestra búsqueda, de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta a los prolongamientos sutiles? Y es por esto que uno quisiera consultarla al giro de una vida, en el umbral de una conversión, de una ruptura, de una traición, en el momento de las confidencias últimas, vergonzosas y comprometedoras, porque ella nos revela y nos explica a nosotros mismos; porque nos dispensa de algún modo una absolución especulativa, y nos reconcilia tanto con nuestras impurezas como con nuestros dilemas y nuestros estupores», Cioran, E. M., Ejercicios de admiración y otros textos. Ensayos y retratos (Barcelona, 1995).
7. «Parece que solo la muerte sería el término de esta salida; pero no es así. Aunque parezca imposible existe un medio entre la vida y la muerte. San Juan de la Cruz nos muestra que se puede haber dejado de vivir sin haber caído en la muerte; que hay un reino más allá de esta vida inmediata, otra vida en este mundo en que se gusta la realidad más recóndita de las cosas. No ha sido un abandono de la realidad, sino un internarse en ella, un adentrarse en ella, “entremos más adentro en la espesura”. Por eso no es la nada, el vacío lo que aguarda el alma a su salida; ni la muerte, sino la poesía en donde se encuentran en entera presencia todas las cosas».
8. Zambrano, María, Filosofía y poesía, México, 1939.
9. Fue especialmente muy importante para mí, en un momento crucial de mi vida, la lectura de El mundo bajo los párpados (Girona, 2011), de Jacobo Siruela.
10. Bloom, Harold, «Hamlet y el arte del conocimiento», Anatomía de la influencia. La literatura como modo de vida, Buenos Aires, Taurus, 2011, p. 125.
11. Valery, Paul, «Poesía pura», Política del espíritu, Buenos Aires, Losada, 1946, p. 120.
12. Harpur, Patrick, «Epílogo», El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación. Ed. cit., p. 431.