En mayo de 2017, más de dos años antes de morir, y antes incluso de que se le diagnosticara la que fue en definitiva su enfermedad terminal, el cardenal Jaime Ortega le confió al Dr. Nelson Crespo, su secretario personal durante dieciocho años y una de las personas que estuvo a su lado hasta el final, un documento, en sobre sellado, con la encomienda de que lo conservara así hasta después de su muerte. Nelson cumplió su encargo escrupulosamente, hasta que decidió hacer público el documento —una de las opciones que le ofreció el Cardenal— en enero de 2020. La lectura del manuscrito, que publicamos íntegramente en este número de Espacio Laical, me conmovió profundamente, y he querido compartir con nuestros lectores algunas de mis impresiones.
Tuve la inmensa fortuna de colaborar estrechamente con el Cardenal durante 37 años, desde que lo conocí personalmente, en los días de su toma de posesión como arzobispo de La Habana, hasta apenas unas semanas antes de su muerte, tres años después de hacerse efectiva su renuncia a la Sede Arzobispal, cuando ya su avanzada enfermedad le impedía seguir directamente las actividades de la Fundación que lleva su nombre, el último de sus empeños en el que trabajé. Doy gracias a Dios por haber tenido la oportunidad de trabajar a su lado.
Es probablemente la persona por la que he sentido mayor admiración en mi vida, tanto por sus cualidades humanas como por su dedicación ministerial. Era un pecador, como lo somos todos, con defectos, como tenemos todos, pero la memoria de sus muchas virtudes y la imagen positiva que dejó en mí, como en la inmensa mayoría de los cubanos, católicos o no, sobrepasa con mucho la de sus defectos.
Tuve muchas evidencias de su sensibilidad emotiva, y sé que apreciaba eso en las personas. Recuerdo que en una ocasión, cuando comentábamos una representación del Viacrucis que acabábamos de ver, él se veía muy conmovido, y me comentó sobre un sacerdote joven: «el padre NNNN es muy cerebral. Él no se emociona con nada de esto», y lo decía como lamentándose, como alguien para quien esa disposición espiritual es difícil de comprender. Recuerdo también que el día que inauguramos en el Centro Cultural la remozada Sala de Cine Walfredo Piñera, con su nuevo equipamiento, exhibimos una de mis películas favoritas, El festín de Babette. El Cardenal nunca la había visto, y yo sabía que la película tocaría muy hondo su sensibilidad de cristiano y de artista. Cuando fui a preguntarle qué le había parecido la película, recién terminada la función, estaba secándose las lágrimas.
Cuando se hizo público el manuscrito del Cardenal, lo primero que leí fue la introducción de Nelson. Me dispuse entonces a leer el manuscrito, sabiendo por la explicación introductoria que se trataba de un documento de carácter testimonial. Como conocía además el temperamento del Cardenal, esperaba un testimonio emotivo, probablemente muy emotivo. Pensaba yo que estaba preparado para una lectura conmovedora. Me quedaba muy corto.
Desde que leí las primeras líneas, me vino de inmediato a la mente el recuerdo vivísimo de uno de los testimonios más impresionantes que haya leído jamás: el Memorial de Pascal.
» Blas Pascal y el Memorial
Con seguridad muchos de nuestros lectores conocerán, o al menos habrán oído mencionar, a Blas Pascal (Clermont-Ferrand, 1623 – París, 1662), el magistral polímata francés —matemático, físico, filósofo, teólogo católico y escritor—, poseedor, sin dudas, de una de las mentes más prodigiosas que haya existido. Quienes han estudiado Física o Matemática, reconocen su nombre, asociado con principios y leyes fundamentales. En Física, por ejemplo, demostró que la presión atmosférica varía con la altura, sus estudios sentaron las bases de la hidrostática y la ley de Pascal es el principio de funcionamiento de todas las prensas y gatos hidráulicos. En Matemática, el triángulo que lleva su nombre permite calcular con impresionante sencillez los coeficientes de todas las potencias binomiales, e hizo, entre otros muchos aportes, importantes contribuciones al cálculo de áreas y volúmenes de rotación de curvas complejas, y a la teoría combinatoria y la de probabilidades. En sus estudios sobre la presión hidrostática formuló por primera vez el principio de falsabilidad, reconocido por el filósofo austríaco Karl Popper casi 300 años después, en 1934, como uno de los fundamentos del método científico.
Pese a que su salud era frágil, trabajaba incansablemente, tanto en la solución de problemas teóricos y abstractos, como de problemas muy prácticos. Con apenas diecinueve años inventó la que se considera la primera máquina de calcular y unos meses antes de morir fundó, con la colaboración de un amigo, un sistema de carrozas de transporte a precios populares que fue la primera empresa de transporte público de París.
Hacia el final de su corta vida —murió con apenas 39 años—, dedicó mucho tiempo a la reflexión filosófica y teológica. Muchas son sus citas memorables, la mayoría de ellas tomadas de su obra maestra, los Pensées (Pensamientos),1 una voluminosa colección de escritos con la que planeaba compilar una abarcadora Apologética que nunca llegó a completar.
Pascal fue un católico muy devoto toda su vida, pero en su camino de fe se destaca la dramática conversión que experimentó en la noche del 23 de noviembre de 1654. Durante los meses anteriores había estado atravesando una etapa de profundo desconsuelo espiritual, pero después de un aparatoso accidente del cual salió ileso, experimentó una intensísima experiencia de la presencia de Dios, que plasmó en el impresionante documento que conocemos hoy como el Memorial.
Es un manuscrito de apenas una cuartilla que encontraron, a la muerte de Pascal, cosido en el forro de su gabán a la altura del pecho, donde lo había puesto para llevarlo siempre cerca de su corazón. El texto se aprecia escrito apresuradamente, como bajo un impulso de extrema urgencia. Nadie sabía de su existencia antes de su muerte, ni siquiera su confidente espiritual, su hermana Jacqueline.
En algún momento posterior, Pascal lo copió en un pergamino, añadiendo unas pocas frases y resaltando otras. Ese pergamino se ha perdido, pero su sobrino Louis Périer hizo una copia que sí se conserva, al igual que el manuscrito original, el que Pascal conservó cosido en su ropa. He preferido transcribir aquí la versión original, escrita probablemente la noche siguiente a la que ha pasado a conocerse como «la noche de fuego», cuando eran más vívidas las impresiones de aquellos momentos trascendentales. He tratado de mantener aproximadamente la disposición del texto tal como lo escribió el autor.
Año de gracia 1654.
Lunes 23 de noviembre, día de san Clemente, papa y mártir, y otros en el martirologio
vigilia de san Crisógono, mártir, y otros desde cerca de las diez y media de la noche hasta cerca de las doce y media
Fuego
Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob2 no de los filósofos y de los sabios.
Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz.
Dios de Jesucristo.
Deum meum et Deum vestrum 3
Tu Dios será mi Dios.4
Olvido del mundo y de todo excepto Dios
A Él no se le encuentra más que por las vías enseñadas
en el Evangelio.
Grandeza del alma humana.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido.5
Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría
Yo no me he separado Dereliquierunt me fontem aquae vivae 6 ¿Dios mío, me abandonarás?
Que no esté separado de Ti eternamente.
Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único
verdadero Dios y al que has enviado J.C.
Jesucristo
Jesucristo
Yo me separé de Él, lo rehuí, negué, crucifiqué ¡Que nunca me vea separado de Él! A Él no se le conserva más que por las vías enseñadas en el Evangelio. Renunciación total y suave Etc.
Estas palabras revelan el estado de intensa agitación espiritual de Pascal ante lo que estaba sintiendo. Su temperamento científico se revela en el afán de dejar registro preciso del momento en que tuvo esta experiencia: fecha, festividades católicas del día, y hora. Lo que sigue, sin embargo, es diferente por completo de todo lo que había escrito anteriormente, una especie de poema místico que manifiesta la naturaleza profundamente espiritual, existencial, inefable, de la inquietante experiencia vivida esa noche.
La primera palabra que usa es muy significativa: «Fuego», seguida del nombre de Dios, expresado de forma que no admite que se interprete como un concepto, una abstracción, una esencia difusa, sino todo lo contrario: es el «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob». Pascal se refiere al Dios personal de los cristianos, Dios, que se hace presente y obrante en la Historia.
Cada vez que leo el Memorial, me estremece tratar de imaginar la conmoción que viviría en ese momento aquella alma exquisita: intelecto extraordinario y voluntad férrea, postrados ante el fuego avasallador del Espíritu de Dios, no el Dios conceptual y abstracto de los filósofos y los sabios, sino la Presencia, así, con mayúscula, la Presencia por antonomasia, el Dios de la zarza que arde intensamente ante Moisés, sin consumirse. El Dios único y verdadero que se identifica inequívocamente: «Yo soy el que Soy», el único que puede llevar a desear el «olvido del mundo y de todo excepto Dios». ¿Quién puede extrañarse ante la aparente inconexión de las frases, el aparente desorden de las ideas?
Lo primero que llama mi atención es que, ante esa presencia formidable, sobrecogedora, Pascal no manifiesta ningún temor. Las únicas expresiones vagamente temerosas tienen que ver más bien con un afán de permanecer en Dios: «¿Dios mío, me abandonarás?» «Que no esté separado de ti eternamente». Su reacción es de un profundo, inmenso, insondable amor, que lo lleva a lamentar con dolor su pecado: «me separé de Él, lo rehuí, negué, crucifiqué», pero se siente inmensamente dichoso en la presencia del Dios misericordioso: «certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz. Dios de Jesucristo». Nada queda de la duda en la que pudiera asentarse el temor. Lo primero que expresa es certidumbre: «certeza, certeza», y con ella, alegría, felicidad absoluta y total, de tal naturaleza y plenitud, que el sabio reconoce en ese gozo y esa felicidad el destino final al que estamos llamados: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único verdadero Dios y al que has enviado, Jesucristo».
Toda esta certeza, esta alegría, esta paz, eran nuevas para Pascal, que no llega a ellas por un camino sistemático, racional, sino después de dos horas de inflamada contemplación. En toda su vida de reflexión y meditación racional, nunca alcanzó el grado de conocimiento de Dios que le alcanzaron esas dos horas de experiencia de Dios, en esa noche de fuego que cambió totalmente su vida.
» El manuscrito del cardenal Ortega
Desde los primeros párrafos, el manuscrito testimonial que nos ha dejado el cardenal Ortega muestra la intensidad de la experiencia que estaba viviendo al momento de escribirlo. «Descubrimiento de Jesús en su pasión y al mismo tiempo descubrimiento de mí mismo en lectura rápida (de un golpe) de mi vida quedaba rescatada de la nada del absurdo, de la inconformidad, del miedo, todo de un golpe, sin palabras…»
Así, a base de impresiones vividas más que de ideas elaboradas, bajo esa «…Luz que lo iluminaba todo de golpe…», y en medio de la «…alegría de tener una explicación sin palabras y de haberme descubierto a mí mismo», el Cardenal comparte con nosotros su itinerario de vida, pero no lo hace en forma sistemática, cronológica, sino como a tirones marcados por hitos de descubrimiento, de iluminación espiritual: «En Jesucristo me contemplé a mí mismo y nada de aquello es explicable ni variable, aunque lo haya intentado muchas veces. Fue la Palabra eterna que me “habló” sin palabras y me dejó sin palabras para comunicarlo a otros. Había encontrado a Jesús-Dios y me había encontrado a mí mismo. De ahí comienza la historia de mi vida».
El manuscrito está fechado el Domingo de la Misericordia —Segundo Domingo de Pascua, que en ese año 2017 correspondió al 23 de abril—, casi al final de un retiro espiritual que hizo, como se explica en la nota introductoria, en Segovia, en el convento que fundara san Juan de la Cruz y donde se veneran los restos del santo. El que fuese allí tuvo, a mi entender, una importancia enorme para que la revisión de vida del Cardenal alcanzara tal grado de profundidad, porque en aquel lugar late con especial intensidad la memoria del santo —el propio manuscrito tiene mucho de oración a san Juan de la Cruz—, y porque, como el mismo Cardenal relata, los religiosos carmelitas desempeñaron un papel muy importante en su vocación cristiana, sobre todo en esa primera adolescencia, cuando la vida toma rumbos que resultan definitivos para muchos: el relato de su caminar consciente en la Iglesia comenzó precisamente en la iglesia del Carmen, de Matanzas; de allí era el grupo de jóvenes católicos que lo acogió y lo acompañó en sus primeros pasos; su primer acto de compromiso con la Iglesia fue que le impusieran el escapulario de la Virgen del Carmen; su primer confesor fue un sacerdote carmelita, y fue una conversación con él la que le dio el impulso que le faltaba para entrar en el Seminario.
Con todos esos antecedentes, hacer un retiro espiritual en el ambiente de aquel convento carmelita fue la llave que abrió su alma, que le reveló la «…alegría de tener una explicación sin palabras y de haberme descubierto a mí mismo», y que lo urgió a comunicar a otros —hasta donde le fuera posible— aquello que estaba sintiendo. Él mismo reconoce que «fue la Palabra eterna que me “habló” sin palabras y me dejó sin palabras para comunicarlo a otros». La frase «sin palabras» aparece cuatro veces en el texto, dos de ellas en esta última oración, en la que reafirma la naturaleza inefable de la experiencia que estaba viviendo. El suyo es el mismo impulso evangelizador de la primera comunidad cristiana que, a pesar de sentirse también carente de las palabras que pudieran transmitir la enormidad del misterio que comunicaban, declara que «no podemos callar lo que hemos visto y oído» (Hech 4, 20).
Ese tono de comunicación impostergable contribuye a darle al manuscrito del Cardenal un carácter de verdadero testamento espiritual. Quiso legarnos en él ese atisbo de eternidad que tuvo allí, en uno de los lugares fundacionales del Carmelo, devoción que tuvo un profundo efecto en su conversión personal. «El Carmelo Teresiano, después de la luz cegadora del primer encuentro, ha sido mi lazarillo. Y ahora aquí, en la huerta de San Juan de la Cruz, junto a la Fortaleza del Alcázar, el muro gris y la naturaleza hermosa de abril, donde el Esposo al pasar dejó su sello, pienso que seguirá siendo mi Lazarillo, porque es de noche, y debo prepararme (esta vez pronto y necesariamente) para abrir los ojos a la llama eterna».
Casi desde el inicio del documento, el Cardenal deja un vívido testimonio sobre cuán afanosamente buscó durante el retiro llegar al fondo de su corazón: «Descubrimiento de Jesús en su pasión y al mismo tiempo descubrimiento de mí mismo»; «…alegría de tener una explicación sin palabras y de haberme descubierto a mí mismo»; «había encontrado a Jesús-Dios y me había encontrado a mí mismo». Hombre público, que pasó la mayor parte de su vida en cargos de diversos grados de responsabilidad, a veces muy altos —«…sacerdote párroco, empezando como vicario cooperador a los 27 años, 8 meses en un campo de trabajo, tiempos breves en parroquias diversas en el campo durante 5 años, 9 años párroco de la Catedral de mi Diócesis, obispo a los 42 años en Pinar del Río, Arzobispo de la Habana a los 45 años, Cardenal de la Iglesia a los 58 años…»—, no quiere que nada de eso lo distraiga: «Los recuerdos de mi vida pastoral, buenos y malos, más bien han sido estorbos»; «…¿hasta dónde debo bajar? Hasta lo hondo del corazón, a lo profundo de mi interioridad: allí “encontré” a Dios, porque allí está».
Aun así, no podía faltar la referencia a los injustos ataques, que tanto sufrimiento le causaron, de quienes erróneamente exigían a la Iglesia, y específicamente a él, que asumiera posiciones políticas ajenas a la naturaleza de su misión pastoral: «Esa es la historia llena de elogios de algunos y de críticas amargas de otros. En esa historia Cristo Jesús se me fue mostrando particularmente bueno y misericordioso. Me ha ayudado a llevar la Cruz de críticas, ataques amargos e incomprensiones de mis hermanos cubanos que viven en el exterior. De los fieles en Cuba he sentido cercanía, afecto, admiración, gratitud. Esto compensa los sufrimientos anteriormente dichos, pero aun así son muy tristes y duros de soportar, pues pienso en la Iglesia que se ve impugnada, aún en el Santo Padre. Cada visita de un Papa a Cuba, ha sido ocasión para atacarlo.»
Debía evitar que estos recuerdos, y las emociones que suscitaban, lo distrajeran del objetivo central de su intenso trabajo espiritual: «Estos sufrimientos y los consuelos en el desarrollo de mi ministerio no constituyen el eje de mi reflexión. Son solo recuerdos malos y buenos.»
A diferencia de Pascal, a quien sobrevino la «noche de fuego» sin buscarla expresamente, el Cardenal quería, y propició, ese encuentro largamente añorado. Por eso hizo este retiro en el convento de san Juan de la Cruz. Él sabía bien lo difícil que le resultaría: «…son enemigos por igual del alma los elogios y las críticas. Que estas sombras no empañen la luz de estos días. San Juan de la Cruz, ruega por mí. No dejes me enrede en mis defectos, pecados, o molestias sicológicas.»
Sus oraciones fueron escuchadas y, como pasa siempre, el encuentro con Jesucristo rebasa todo lo que uno podría esperar. Las palabras finales son un estallido de alegría y plenitud: «Hoy es el domingo de la Misericordia, y el mismo Jesús que me salió al paso doliente, digno, revelándome al hombre que Dios quiere de cada hombre y levantándome de mi postración me llenó de alegría, viene hoy después de tantos años de camino y transfigurado, resucitado, me dice: “Mira, mis llagas te han sanado una y otra vez, he estado junto a ti durante estos largos años. Yo soy la razón de tu perseverancia, yo nunca abandono la obra de mis manos”».
Y termina el Cardenal con esta hermosa invocación, que resume su testimonio de fe, esperanza y amor, en el espíritu que quiso transmitirnos con su manuscrito-testamento:
«Gracias Jesús mío, mi roca, mi alcázar, mi liberador, el refugio donde me pongo a salvo. “Recuerda el retiro anterior: tú no eres el centro, es Jesús, no mires hacia ti, sino hacia Él. Mira que puedes bajar a lo profundo de ti solo para buscarlo a Él que está allí”. Gracias, San Juan de la Cruz, por esta precisión pacificadora. Lo abismal no es nuestra miseria, lo abismal es Dios que nos hace criatura nueva.
“PAZ a vosotros” es tu Palabra hoy, segundo domingo de Pascua. Dame tu Paz, Señor.» Así sea.
Notas:
- El título completo de la obra es Pensées de M. Pascal sur la Religion et sur quelques autres sujets (Pensamientos del Sr. Pascal sobre la religión y sobre algunos otros asuntos). No es realmente un libro, sino una colección de escritos diversos que Pascal no tuvo tiempo de organizar y editar. Varios estudiosos de su obra han propuesto diferentes variantes posibles para su edición, todas las cuales muestran el genio incomparable del autor en plena madurez como pensador, filósofo y teólogo.
- «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob» [Éx 3, 6]
- Deum meum et Deum vestrum «Mi Dios, que es Dios de ustedes» [Jn 20, 17]
- «Tu Dios será mi Dios» [Rut 1, 16]
- «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido» [Comp. Jn 17:25]
- Dereliquierunt me fontem aquae vitae. «Me han abandonado a mí, fuente de agua viva» [Jer 2, 13]