AÑO 2020 Año 16. Nros 3-4, 2020

¿Para qué rezar?

por Alberto García Fumero

Con motivo de la pandemia de la COVID-19, un buen amigo mío, que es ateo, del tipo de ateo que aún no se ha dado cuenta de que es cristiano, y si se ha dado cuenta no lo reconoce para no dar su brazo a torcer, me ha preguntado qué sentido tiene rezar en estos momentos de pandemia. Me ha recordado que uno de los brotes de la enfermedad en España se dio precisamente en el seno de un grupo evangélico de oración, y me insistió en que lo que correspondía en estos momentos era tomar medidas higiénico-sanitarias urgentes, y no perder tiempo en oraciones. Ciencia dura y pura es lo que hace falta, no tanta «rezadera», me dijo para terminar el tema.

Otro amigo me leyó un reportaje donde se mencionaban a bombo y platillo los esfuerzos y logros de los distintos países en el control de la pandemia, y se aseveraba que todo se estaba logrando a golpes de ciencia; la religión no aportaba nada.

Entendí la legítima preocupación del primero, no faltaba más, y vi —por supuesto— dónde quería llevarme el segundo; pero a ambos le pregunté, como al descuido, si no consolarían y acompañarían en lo posible a un familiar o amigo que cayera enfermo, o a los deudos de un fallecido. Claro que los consolarían y apoyarían, me respondieron. Ah, pues por ahí empieza la tarea de la Iglesia, dije, y para eso es necesaria la oración. El cristianismo no entiende una cosa sin la otra; se hacen las dos.

En la oración encontramos un modo de acopiar fuerzas para seguir adelante, aun en condiciones difíciles —pregúntele si no a cualquiera de nuestras esforzadas monjitas— y de la misma manera que el aire no necesariamente curará a un enfermo, este no puede vivir sin él y la oración, del tipo que sea, es algo que necesitamos. Oración es comunicarse con Dios de la mejor forma que sepamos o podamos. No hace falta que sea una oración «de librito», ni es imprescindible que esté varias horas seguidas arrodillado. Dios sabe que usted está ocupado viviendo esta vida que le dio, y lo único que le pide es que se acuerde de Él.

Ciertamente existen personas que no entienden necesario rezar para afrontar las dificultades en la vida. Ahora bien, solo su conciencia, y Dios, saben cuántas veces habrán deseado poder rezar, o soñado con un Dios que haga fulminante justicia. A riesgo de exagerar, me atrevería a decir que si todos tuviéramos el anhelo de Dios que a veces se les escapa a estas personas, este mundo anduviera muchísimo mejor.

El Papa emérito nos dice con razón: «En el fondo, el hombre solo necesita una cosa en la que está contenido todo lo demás; pero antes tiene que aprender a reconocer, a través de sus deseos y anhelos superficiales, lo que necesita realmente y lo que quiere realmente».1

» No estoy convencido…

Muchas personas encuentran difícil creer en Dios (y por ende, en la utilidad de la oración) porque no ven una finalidad en este universo. Y si el universo no tiene sentido, la razón no puede dar cuenta de algo que simplemente no existe.

¿Acaso la razón también es producto de la casualidad? ¿Podría no existir la razón? En otro trabajo («La pretensión de la verdad puesta en duda»), el aún cardenal Ratzinger reflexiona así: «Se trata de saber si lo real surgió del azar y la necesidad, es decir, de lo irracional; si, por tanto, la razón es un subproducto casual de lo irracional, o si continúa siendo cierta la idea que constituye la convicción fundamental de la fe cristiana y su filosofía: “in principio erat verbum”, “en el principio de todas las cosas está la fuerza creadora de la razón” (…) ¿puede la razón renunciar a la prioridad de lo racional sobre lo irracional, a la existencia original del logos, sin abolirse a sí misma?» »

Bien, pero ¿dónde está Dios?

¿Dónde está ese Dios, al que se supone que debemos rezarle? ¿Dónde lo buscamos? Aceptar que Dios existe puede ser a través de una experiencia religiosa, que no se expresa en conceptos —se percibe, sin más— o a través de lo que habitualmente llamamos pruebas; pruebas que en este caso no se referirían a algo totalmente desconocido y que aparece de improviso, sino que mediarían una conciencia refleja de una pregunta que siempre subyace, que todo ser humano se ha hecho alguna vez.2

Ahora bien, sucede que al hecho religioso no le puedo aplicar una técnica ajena. No podremos construir jamás ninguna máquina para ver a Dios, como tampoco tenemos ningún instrumento para medir la fe. Si hablamos de un Dios que ha creado un universo desde la nada, habremos de aceptar que su naturaleza es totalmente diferente de la de su creación; no esperemos, pues, medirlo con las mismas técnicas que usaríamos en un laboratorio. Las pruebas «sólidas» que intentaríamos encontrar (teleológicas, morales, cosmológicas, etc.) harían referencia a determinadas categorías de la experiencia humana en las que difícilmente encajaría.3

El entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Emérito, analizaba así en su libro Introducción al cristianismo la dificultad que en estos tiempos representa para muchos el decidirse a creer: «(El hombre) … ha de dar un cambio para darse cuenta de lo ciego que es al fiarse solamente de lo que pueden ver sus ojos. Sin este cambio de la existencia, sin oponerse a la inercia natural, no hay fe. Sí, la fe es la conversión en la que el hombre se da cuenta de que va detrás de una ilusión al entregarse a lo visible. He aquí la razón profunda por la que la fe es indemostrable: es un cambio del ser, y solo quien cambia la recibe. Y porque nuestra inercia natural nos empuja en otra dirección, la fe es un cambio diariamente nuevo; solo en una conversión prolongada a lo largo de toda nuestra vida podemos, sin embargo, una parte de percatarnos de lo que significa la frase “yo creo”.»4

Y sí, en tanto la fe es un grado de certidumbre que implica desconocimiento, la sombra de un «todavía no» en relación con una total evidencia —como ha meditado en su momento el mismo autor— resulta un modo fundamental de comportamiento hacia la realidad como un todo.

La fe es un don, ciertamente, pero solo lo recibe quien busca la verdad sin ponerse de antemano condiciones a sí mismo, con la mente abierta. Cuando se tiene fe, la oración brota por sí sola.

» La oración no impone, sino expone

Está claro que la oración no es un botón que presionamos y se obtiene un resultado automático e inmediato. Sería tonto querer ponerle condiciones o «metas» a Dios. Además, la oración no le es necesaria a Dios. Dios no vive de ellas, y ya conoce perfectamente todos sus atributos. Como también conoce nuestros problemas. La oración la necesitamos nosotros. Es para nosotros. Es la forma en que nos comunicamos con Él, la forma en que nos acercamos a Él. Contándole nuestros predicamentos, en muchas ocasiones ganamos en claridad acerca de dónde está el verdadero centro de nuestro problema, y cuál es su verdadera dimensión.

Y si vamos a eso, también se reza sin palabras. Ayudar a los demás, la caridad, también es oración, y de la buena.

Otros prefieren la contemplación. Que no quiere decir quedarse mirando sin más, sin hacer nada. Es meditar. No es un ponerse a mirar, embobado, el mundo. «¿Qué pues? Oraré con el espíritu, mas oraré también con entendimiento; cantaré con el espíritu, mas cantaré también con entendimiento.» ( Cor 14:15).

Veces hay en que nos sentimos vacíos. Demasiadas, diría yo. Los problemas diarios, las escaseces, la falta de perspectivas, todo esto nos agobia. También nos pasará que no sabemos qué pedir, por dónde empezar. Bien, siempre podemos conversar con Él. Sentarnos a comentar las cosas del día, sin pedir nada. O sencillamente quedándonos un rato junto a Él, sin hablar. Acompañándonos.

» Pero no siento que me responda

¿Y si le está respondiendo, pero sencillamente sucede que usted no es capaz de oírle? No siempre vamos a ver, como Moisés, una zarza ardiendo sin consumirse,5 para comprender que Dios nos habla. No esperemos la espectacularidad de una película de Spielberg. No es necesario tanto, aunque no debemos olvidar que los milagros existen…

Todo lo que Dios desee transmitirnos como señal va necesariamente por la vía de este mundo material, de modo que debemos ser capaces de discernir el mensaje al margen de cómo se nos transmite. No es que Él no quiera, sino que nosotros no seamos capaces de entender. Puede ser un detalle casi insignificante, pero que con sorpresa constatamos que está relacionado con una respuesta a nuestros problemas, y nos hace mirar hacia arriba y decir «¡Gracias! Yo sé que fuiste Tú».

Y ya que estamos en eso, agradezcamos siempre. ¿Acaso no agradecemos favores, gentilezas, que nos den una mano en nuestras dificultades?

Notas y Referencias

1. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret: Desde el Bautismo a la Transfiguración. Ciudad del Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 2007, p. 140. (Trad. Carmen Bas Álvarez).

2. Un análisis muy detallado de la cuestión, si bien algo denso y difícil de seguir, aparece en Karl Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Herder, 2007, pp. 92-95.

3. En el caso de los milagros, el exceso de ciencia podría llevarnos a tratar de calcular la potencia del foco de excepción de gravedad que pudiera provocar la levitación de un santo, o la densidad del agua bajo los pies de San Pedro para poder caminar sobre las aguas del Mar de Galilea. En todo caso, sería un ejercicio interesante, pero estéril.

4. Joseph Ratzinger. Introducción al cristianismo, Ciudad del Vaticano, 2002, p. 13. 5 Éxodo 3,2.